CAPÍTULO 6

Lucille Castineau miraba con gravedad su reflejo en el espejo, el cual, al no ser más que un pequeño fragmento roto, era sostenido por su doncella, Jeanette, que se veía obligada a inclinar el cristal arriba y abajo esforzándose para mostrarle a su señora el vestido entero.

—Queda precioso —dijo Jeanette en tono tranquilizador.

—Es muy sencillo. Pero bueno, yo también soy poco agraciada.

—Eso no es cierto, madame —protestó Jeanette, Lucille se rió. Su traje de baile era un viejo vestido de color gris que había adornado con algunos trozos de encaje de Bruselas. La moda dictaba un cuerpo de vaporosa tela ajustada que apenas cubriera los pechos y una falda con una raja que dejara al descubierto un trozo del muslo apenas oculto bajo una fina combinación, pero Lucille no tenía ni el gusto ni el dinero para tales tonterías. Había optado por el vestido gris para que se ajustara más a su delgado cuerpo, pero ésa fue su única concesión a la moda. No se había bajado el escote y ni se le habría ocurrido cortar la falda.

—Queda precioso —repitió Jeanette.

—Eso es porque no has visto lo que van a llevar las demás.

—Sigo pensando que es precioso.

—No es que importe mucho —dijo Lucille—, puesto que dudo que alguien me mire. O que baile conmigo siquiera. —Sabía muy bien lo reacio a bailar que era Sharpe, por eso se había sorprendido cuando llegó el mensaje del cuartel general del príncipe de Orange informándola de que el teniente coronel Sharpe acompañaría a su alteza real al baile de la duquesa de Richmond, por lo que, de antemano, su alteza real tenía el placer de adjuntar una invitación para la señora vizcondesa de Seleglise. Lucille nunca usaba su título, pero sabía que, contra toda lógica, Sharpe estaba orgulloso de él y debía de haber informado de su existencia al príncipe.

La renuente vizcondesa dejó entonces el espejo roto apoyado sobre un estante y se pasó los dedos por el pelo que se había recogido sin apretar antes de adornarlo con una pluma de avestruz.

—No me gusta la pluma.

—Todo el mundo las lleva.

—Yo no. —Lucille se la sacó y con la punta le hizo cosquillas al bebé que dormía. El niño se movió pero continuó durmiendo. Henri Patrick tenía el cabello negro como su padre, pero Lucille ya creía ver en la arrugada carita del bebé la cabeza alargada de su familia. Si tenía el aspecto de su padre y el cerebro de su madre, le gustaba decir a Lucille, Henri Patrick sería muy afortunado.

Era injusta, al menos con ella misma. Lucille Castineau había vivido durante todos sus veintisiete años en la campiña normanda y, aunque provenía de una familia noble, consideraba con orgullo que era una granjera. La vida rural le había negado la moderna palidez de Jane Sharpe; en cambio, la piel de Lucille tenía la saludable lozanía del clima del campo. Tenía un rostro alargado, estrecho y huesudo cuya severidad quedaba suavizada por sus ojos que irradiaban alegría y sensatez. Era viuda. Su marido había sido un elegante oficial de la caballería de Napoleón y a menudo Lucille se había preguntado por qué un hombre tan apuesto había querido casarse con ella, pero Xavier Castineau se había considerado muy afortunado con su esposa. Llevaban casados tan sólo unas semanas cuando a él lo atravesó un sable. Durante el período de paz después de las guerras, cuando Lucille se había encontrado sola en el castillo normando de su familia, había conocido a Sharpe, se convirtió en su amante y en la madre de su hijo.

La lealtad hacia su pareja había llevado a Lucille hasta Bruselas. Ella nunca había sido una bonapartista, aunque aquel desagrado no había hecho que le fuera más fácil abandonar Francia y seguir a un ejército que tenía que luchar contra sus compatriotas. Lucille se había marchado de Francia porque amaba a Sharpe, del cual sabía que era mejor persona de lo que él mismo pensaba ser. La guerra, se decía a sí misma, terminaría algún día, pero el amor era eterno e iba a luchar por él, exactamente igual que lucharía para ofrecerle a su hijo la compañía de su padre. Lucille ya había perdido a un buen hombre; no iba a perder a un segundo.

Sorprendentemente, aquella noche tenía la oportunidad de bailar con su buen hombre. Lucille dio una última mirada al espejo, decidió que no podía hacer nada para estar algo más elegante o hermosa y por lo tanto cogió su pequeño bolso que contenía la preciada invitación de cartón. Besó a su bebé, le dio un último toque desesperado a su cabello y se fue a un baile.

* * * *

Un hombre alto esperaba en la entrada a los establos de la casa de huéspedes donde Lucille Castineau había alquilado dos habitaciones en el ático. Era un hombre cuyo temible aspecto inspiraba un respeto inmediato. Su altura —superaba en trece centímetros el metro ochenta— era bastante imponente, sin embargo también poseía unos músculos que hacían juego con sus centímetros, y aquella tarde su aspecto era aun más amenazador, puesto que acarreaba un garrote de roble, llevaba una pistola de caballería de cañón largo metida en el cinturón y un fusil del ejército británico colgado al hombro. Tenía el cabello rubio rojizo y un rostro chato de facciones duras. El hombre iba vestido de civil, sin embargo, en aquella ciudad atestada de soldados, poseía una confianza en sí mismo que daba a entender que bien podía haber llevado uniforme en su época.

El hombre alto estaba apoyado contra las puertas abiertas del establo, pero se puso derecho en cuanto Lucille salió de la casa. Ella observó nerviosa el cielo del oeste, turbulento, con unas nubes oscuras que habían adelantado el anochecer de manera que ya se estaban encendiendo las primeras lámparas en los arcos y ventanas de la ciudad.

—¿Cojo un paraguas? —preguntó ella.

—Esta noche no va a llover, señora. —El hombre alto respondió con el áspero acento del Ulster.

—No tiene por qué acompañarme, Patrick.

—¿Y qué otra cosa haría esta noche? Además, el coronel no quiere que ande sola por las calles después de anochecer. —Harper dio un paso hacia atrás y le dedicó a Lucille una sonrisa de admiración—. ¡Tiene un aspecto espléndido, sí que lo tiene!

Lucille se rió afablemente ante el cumplido.

—Es un vestido muy viejo, Patrick.

A decir verdad, Patrick no se había fijado en el vestido de Lucille, pero, al ser un hombre casado, sabía la importancia que las mujeres concedían a un cumplido. Su propia esposa iba a necesitar más que unos pocos cumplidos de ésos cuando Harper llegara a casa, ya que se había opuesto categóricamente a que su marido viajara hasta Bruselas.

«¿Por qué me haces esto? —había querido saber Isabel—. ¡Ya no eres un soldado! ¡No hace falta que vayas! ¡Tu sitio está aquí, conmigo!»

Ese sitio era Dublín, donde, al final de la última guerra, se había dirigido Harper con las alforjas llenas de oro robado. El tesoro provenía del bagaje francés capturado en Vitoria, España, un país en el cual el sargento Patrick Harper había encontrado riquezas y esposa. Cuando fue dado de baja del ejército su intención era volver a su querido Donegal, pero no había llegado más allá de Dublín, donde compró una taberna cerca de los muelles de la ciudad. La taberna también hacía un próspero negocio con la venta de caballos robados, una actividad que proporcionaba a Harper la excusa para viajar adentrándose en las profundidades de la campiña irlandesa. El regreso del emperador a Francia y la subsiguiente declaración de guerra habían beneficiado el comercio de Harper: un buen caballo de caza robado de una plantación protestante en Irlanda se vendería a muy buen precio en Inglaterra, donde había muchos oficiales que se equipaban para la campaña.

Harper se había servido de la excusa del comercio de caballos para explicar su viaje a Isabel, pero ella conocía la auténtica verdad de su aventura. Los caballos no eran la razón que llevó a Harper hasta Bélgica, sino Sharpe. Sharpe y Harper eran amigos. Durante seis años, en campos de batalla y en asedios, habían luchado codo con codo y Harper, desde que se enteró de la nueva guerra, había estado esperando noticias de su antiguo oficial. En lugar de eso y para disgusto de Isabel, Sharpe había ido a Dublín en persona. Al principio había parecido que sólo se encontraba allí para escapar de la guerra con su esposa francesa, pero entonces llegaron los requerimientos del ejército holandés e Isabel supo que su marido lo seguiría.

Isabel había tratado de disuadir a Patrick. Lo había amenazado con abandonarle y regresar a Badajoz. Lo había maldecido. Había llorado, pero Harper desestimó sus temores.

—Sólo voy a vender unos cuantos caballos, mujer, nada más.

—¿No vas a combatir?

—¿Y por qué, en el nombre de Irlanda, querría yo combatir?

—Por él —Isabel conocía a su marido— y porque no puedes resistirte a tomar parte en un combate.

—No estoy en el ejército, mujer. Sólo quiero hacerme con unos cuantos peniques vendiendo unos cuantos caballos. ¿Qué hay de malo en eso?

Al final Harper había hecho un juramento sagrado por la Santa Madre y todas las heridas sangrantes de Cristo prometiendo que no entraría en batalla, que recordaría que era esposo y padre y que en cuanto oyera un sólo disparo de mosquete se daría la vuelta y echaría a correr.

—¿Se ha enterado de que hoy ha habido una pequeña refriega en el sur? —la voz de Harper tenía un deje de emoción al hablarle a Lucille de la contienda.

—¿Una batalla? —Lucille pareció alarmada.

—Es probable que no fuera más que una escaramuza, señora. —Harper apartó de un empujón a los mendigos que se acercaban a Lucille arrastrando los pies—. Me imagino que el emperador se aburre con la espera y decidió mirar si había alguien despierto en este lado de la frontera.

—Tal vez sea éste el motivo por el que hoy no he tenido noticias de Richard.

—Si le dan a elegir entre una batalla y un baile, señora, si me permite mencionarlo en su presencia, siempre se quedará con la batalla. —Harper soltó una carcajada—. Nunca ha sido un hombre al que se le dé bien bailar, no a menos que esté borracho, y entonces bailará con los mejores. —De pronto Harper se dio cuenta de que podría estar revelando algunas confidencias—. No es que yo lo haya visto nunca borracho, señora.

Lucille sonrió.

—Claro que no, Patrick.

—Pero tendremos noticias suyas muy pronto. —Harper alzó el garrote para alejar a los mendigos que se aglomeraban de un modo más amenazador cuanto más se acercaban a la casa que el duque y la duquesa de Richmond habían alquilado. Había mendigos por toda Europa. La paz no había traído prosperidad, sino una subida de precios y los soldados dados de baja habían engrosado las filas de los indigentes. De día una mujer podía pasear sin peligro por las calles de Bruselas, pero por la noche las aceras se volvían peligrosas—. ¡Atrás, cabrones! ¡Atrás! —Harper apartó de un empujón a dos hombres harapientos. Pasada la alcantarilla los niños perseguían dando gritos a los lustrados carruajes que se dirigían traqueteando a la Rue de la Blanchisserie, pero los cocheros eran unos expertos con sus largos látigos que hacían restallar bruscamente hacia atrás para ahuyentar a los golfillos.

Un escuadrón de húsares británicos estaba de servicio en la Rue de la Blanchisserie para evitar que los mendigos se acercaran a los ricos. Un servicial cabo con el sable desenvainado condujo su caballo por delante de Harper para ayudar a despejar el paso de Lucille hasta la gran casa.

—La estaré esperando, señora —le dijo Harper a Lucille cuando estuvieron a salvo en el patio.

—No tiene por qué hacerlo, Patrick. Estoy segura de que Richard me acompañará a casa.

—La esperaré aquí, señora —insistió Harper.

Lucille se puso nerviosa al subir las escaleras. Un lacayo suntuosamente vestido examinó su invitación y con una reverencia la hizo pasar a un vestíbulo iluminado con la luz de las velas y abarrotado de gente. A Lucille ya le dio la sensación de no poseer gracia ninguna. Echó un vistazo por el vestíbulo esperando contra todo pronóstico que Richard estuviera esperándola, pero no había ni rastro de Sharpe ni de ningún otro miembro del estado mayor del príncipe de Orange. Lucille se sintió como si se hallara en un país hostil sin ningún amigo, pero se tranquilizó al ver a la condesa viuda de Mauberges quien, al igual que muchos otros miembros de la aristocracia belga, se consideraba francesa y quería que el mundo lo supiera. Alrededor del cuello la anciana dama llevaba puesta con actitud desafiante la Legion d’honneur de su fallecido marido.

—Su esposo era miembro de la legión, ¿no es cierto? —le dijo a Lucille como saludo.

—En efecto.

—Entonces debería usted llevar su medalla.

No es que al baile le hiciera falta otra medalla más, porque, en opinión de Lucille, parecía como si una joyería hubiera estallado en extravagantes fragmentos de luz y color. El color provenía de los uniformes de los caballeros, magníficos uniformes, uniformes de color rojo escarlata y dorado, azul real y azafrán, plata y negro; uniformes de húsares, dragones, de la Guardia Real, de soldados Jaeger y de soldados de los Highlanders con falda escocesa. Había penachos, pasamanería, cordonaduras con herretes y vainas revestidas de oro. Había dolmanes ribeteadas en piel, pellizas forradas de seda y gorgueras de oro puro. Había príncipes, duques, vizcondes y condes. Había plenipotenciarios que llevaban el uniforme de la corte tan engalanado con oro que sus capas parecían sábanas de luz. Había estrellas con piedras preciosas y cruces esmaltadas prendidas en fajines de brillante seda, y todo iluminado por las relumbrantes arañas que habían sido izadas hasta el techo con su cargamento de delicadas velas blancas.

Las mujeres vestían colores más pálidos: blanco, amarillo apagado o un discreto azul. Aquellas damas, lo bastante esbeltas y valientes para ir a la última moda, parecían etéreas con sus vestidos de gasa que se les ceñían al cuerpo cuando se movían. La luz de las velas se reflejaba en las perlas y rubíes, en los diamantes y el oro. En la estancia se olían diversos aromas —agua de azahar o agua de colonia— bajo los cuales se percibía el olor más intenso de los polvos para el pelo y el sudor.

—¡Hay algunas —la condesa se inclinó acercándose más a Lucille— que no sé por qué se molestan en vestirse siquiera! ¡Mire a esa criatura!

La condesa apuntó con el bastón en dirección a una chica con unos brillantes tirabuzones dorados y unos ojos radiantes como Zafiros. La muchacha era innegablemente hermosa y estaba claro que lo sabía, puesto que no llevaba combinación bajo un diáfano vestido de pálido color dorado que poco hacía para ocultar su cuerpo.

—¡Para eso ya podría ir completamente desnuda! —dijo la condesa.

—Es la moda —Lucille se sintió una persona muy insulsa.

—Cuando yo era joven se necesitaban doce metros de tela sólo para hacer la combinación de un vestido de baile. ¡Ahora se limitan a desplegar un pedazo de estopilla y echárselo sobre los hombros! —Ni siquiera eso, porque en su mayoría, las mujeres llevaban los hombros descubiertos al igual que el pecho, casi desnudo—. ¡Y fíjese en su manera de andar! ¡Igual que si fueran hombres! —En la época de niñez de la condesa, antes de la revolución y antes de que Bélgica fuera liberada del dominio austríaco por los franceses, a las mujeres les habían enseñado a deslizarse sobre el suelo con los pies ocultos bajo las anchas faldas y las zapatillas separándose apenas de las pulidas tablas. El efecto era elegante y sugería un movimiento sin esfuerzo, y a las muchachas de entonces parecía traerles sin cuidado. La condesa sacudió la cabeza con indignación—. ¡Se nota que son protestantes! No tienen modales, ni elegancia, ni clase.

Lucille distrajo a la anciana dama mostrándole el comedor que, al igual que la sala de baile, estaba cubierta con banderas belgas de color negro, rojo escarlata y oro. Bajo las colgaduras de seda las largas mesas estaban cubiertas con mantelerías blancas y abarrotadas de cubiertos de plata y porcelana china.

—¡Esta noche se van a quedar sin cucharas! —exclamó la condesa con manifiesta satisfacción, luego se giró al oír el aplauso de recibimiento a la majestuosa polaca que avanzaba desde el lado más alejado de la casa, había cruzado el vestíbulo de entrada y en esos momentos entraba en la sala para dar comienzo al baile de manera formal. Lucille y la condesa tomaron asiento junto a la entrada del comedor. Los oficiales uniformados y sus señoras se colocaron con delicadeza en la línea de baile, se inclinaron e hicieron una reverencia. La música sonaba con dulzura. Un niño al que le habían permitido quedarse levantado para ver el comienzo del baile observaba desde un balcón con unos ojos como platos mientras la condesa golpeaba el suelo de parqué con su bastón al ritmo de la música.

Tras la polonesa, el primer vals animó la estancia con su ritmo desenfadado. La noche ennegrecía las ventanas, sin embargo, las cubría un manto de reflejos de miles de velas cuya luz centelleaba en diez mil joyas. El champán y las risas reinaban en la habitación mientras los bailarines giraban rutilantes de alegría.

Lucille observó a la guapa chica del diáfano vestido dorado que bailaba con un alto y apuesto oficial con uniforme de la caballería británica. Lucille se fijó en que la chica rechazaba a todas las parejas menos a aquel hombre, y le sobrevino un sentimiento de empatía porque supo que la muchacha debía de estar enamorada, como ella misma lo estaba. Lucille pensó que la chica y el oficial de caballería hacían muy buena pareja, pero deseó que ella sonriera en lugar de mantener en su rostro aquella expresión fría y altanera.

Entonces Lucille se olvidó de la joven cuando un repentino y prolongado aplauso inundó la sala de baile y obligó a la orquesta a detenerse.

Había aparecido el duque de Wellington con los miembros de su estado mayor. Se detuvo en la entrada de la sala y agradeció la aclamación con una pequeña inclinación. No era un hombre alto, pero había algo en su seguridad y reputación que le daban una talla imponente. Iba vestido con los colores rojo escarlata y dorado de un mariscal de campo británico, con un diplomático adorno de los Países Bajos que llevaba en un fajín de color naranja.

Lucille, que aplaudía cortésmente junto con el resto de la sala, se preguntó si aquel hombre era en realidad el mejor soldado de su tiempo. Mucha gente, incluido Sharpe, insistía en que lo era. Nadie, ni siquiera el emperador, había combatido en tantas batallas y ningún otro general había ganado todas aquellas en las que había participado, aunque el duque, como sabían todas y cada una de las personas que había en la sala de baile, nunca había luchado contra el emperador.

En Viena, donde el duque había viajado como embajador británico en el congreso, la sociedad lo había recibido con una adulación escandalosa llamándole «le vainqueur du vainqueur du monde», pero Lucille suponía que Bonaparte podía tener una opinión distinta sobre la estatura militar del duque.

El conquistador del conquistador del mundo hizo entonces un gesto para que cesaran los aplausos.

—Tiene unas buenas piernas —le confió a Lucille la condesa viuda.

—Es un hombre atractivo —asintió Lucille.

—Y no lleva corsé. Se nota por la manera en que se inclinan. Mi marido nunca llevó un corsé, no como algunos de los que están aquí. —La condesa lanzó una feroz mirada a los bailarines que empezaban con otro vals más, luego volvió de nuevo la vista hacia el duque—. Es un hombre joven.

—Cuarenta y seis —le dijo Lucille—, la misma edad que el emperador.

—Los generales cada vez son más jóvenes. Estoy segura de que a los soldados no les gusta. ¿Cómo puede un hombre confiar en un mocoso?

La duquesa guardó entonces un reprobatorio silencio al tiempo que un joven y apuesto oficial británico le hacía una profunda reverencia, obviamente libre de corsé, a Lucille.

—¡Mi querida Lucille! —El capitán Peter D’Alembord estaba resplandeciente con una casaca rojo escarlata y pantalones blancos.

—¡Capitán! —respondió Lucille con verdadero placer—. ¡Qué agradable ver una cara amiga!

—Mi coronel recibió una invitación, no sabía qué hacer con una cosa así y me la dio a mí. Es increíble que haya convencido a Sharpe para que asista, ¿o es que lo ha convertido en un bailarín?

—Se supone que tiene que acompañar al príncipe. —Lucille presentó a D’Alembord a la condesa viuda de Mauberges que examinó al oficial con mucha desconfianza.

—¡Su nombre es francés! —lo acusó la condesa.

—Mi familia era hugonota, señora, y por lo tanto no eran queridos en la belle France. —El despectivo menosprecio de D’Alembord molestó a la condesa, pero él ya se había vuelto hacia Lucille—. ¿Me concedería el honor de bailar conmigo?

Lucille se lo concedió. D’Alembord era un viejo amigo que había cenado a menudo con Sharpe y Lucille desde que éstos llegaran a los Países Bajos. Los dos hombres habían servido en el regimiento de los Voluntarios del Príncipe de Gales en el cual D’Alembord había sucedido a Sharpe en el mando de la compañía ligera del primer batallón. Éste se encontraba acampado en un pueblo al oeste de Bruselas donde D’Alembord no había tenido noticias de ninguna escaramuza en la frontera. En cambio, había pasado el día consintiendo al coronel en su pasión por el criquet.

—Creo que planea matarnos a todos de aburrimiento —le dijo D’Alembord a Lucille cuando salieron a la pista.

—Pobre Peter.

—En absoluto, soy el más afortunado de los hombres. Si no fuera por Sharpe, por supuesto.

Lucille sonrió ante el obligado pero agradable cumplido.

—Por supuesto. ¿Y cómo está Anne?

—Muy bien. Me ha escrito para contarme que su padre ha encontrado una casa que será apropiada para nosotros. No demasiado grande pero con unas caballerizas adecuadas y unos pocos acres de pastos.

—Me alegro por usted.

D’Alembord sonrió.

—Yo también me alegro bastante por mí.

—¡Pues siga usted con vida para disfrutarlo, Peter!

—No se le ocurra tentar a la suerte insinuando que no lo haré. —D’Alembord se había comprometido hacía poco tiempo y rebosaba de conmovedora felicidad ante la perspectiva de su matrimonio. Lucille lo envidiaba un poco, pensando que ojalá ella pudiera casarse con Sharpe. Reconocerlo la hizo sonreír para sus adentros. ¿Quién hubiera creído nunca que Lucille, vizcondesa de Seleglise y viuda del coronel Xavier Castineau, sería la madre de un bastardo medio inglés?

Giró ágilmente al ritmo de la música y vio que la muchacha de ojos azules con el vestido dorado la estaba mirando muy fríamente. ¿Era el insulso vestido gris lo que se había ganado el desprecio de la joven? De repente Lucille se sintió muy mal vestida e incómoda. Se volvió de espaldas a la chica.

—¡Dios mío! —D’Alembord, que era muy buen bailarín, se tambaleó de pronto. Tenía los ojos clavados en alguien o algo que había en un extremo de la sala y Lucille, que se giró para ver qué era lo que había atraído su asombrada atención, vio que la muchacha dorada le devolvía la mirada a D’Alembord con lo que parecía ser puro veneno.

—¿Quién es? —le preguntó Lucille.

D’Alembord había abandonado completamente todo intento de bailar. En lugar de eso, ofreció su brazo a Lucille y la acompañó fuera de la pista de baile.

—¿No lo sabe?

Lucille se detuvo, se volvió para mirar una vez más a la joven y entonces, de forma intuitiva, supo la respuesta y miró al preocupado rostro de D’Alembord en busca de la confirmación.

—¿Ésa es la esposa de Richard? —no fue capaz de ocultar su estupor.

—¡Sólo Dios sabe qué está haciendo aquí! ¡Y con su maldito amante! —D’Alembord condujo con firmeza a Lucille lejos de Jane y de lord Rossendale—. ¡Richard lo va a matar!

Lucille no pudo resistir volverse una vez más.

—Es muy hermosa —dijo con tristeza, entonces perdió de vista a Jane cuando el grupo del duque de Wellington cruzó por la pista de baile.

El duque estaba ofreciendo unas desabridas palabras tranquilizadoras sobre las escasas noticias de las escaramuzas del día. En Bruselas corrían muchos rumores sobre un ataque francés, rumores que el duque apenas podía corregir o negar.

Sabía que había habido refriegas cerca de Charleroi y había oído hablar de algunas escaramuzas en los pueblos al sur del cuartel general del príncipe de Orange, pero si los franceses habían invadido con gran número de fuerzas o si se acercaba un ataque en dirección a Mons, eso el duque aún no lo sabía. Algunos de los miembros de su estado mayor le habían pedido con insistencia que abandonara el baile de la duquesa, pero un acto como aquél, él lo sabía, no hubiera hecho otra cosa que alentar a los muchos seguidores del emperador en Bruselas, e incluso habría podido provocar la deserción en masa de las tropas belgas. El duque tenía que dar la impresión de estar seguro de la victoria o de lo contrario todos los indecisos de su ejército saldrían corriendo para irse con el emperador y el bando ganador.

—¿Está aquí Orange? —le preguntó el duque a un ayuda de campo.

—No, señor.

—Esperemos que traiga noticias. ¡Mi querida lady Mary, cuánto me alegro de verla! —se inclinó sobre la mano que ella le tendía y luego rechazó los temores de la dama sobre una inminente invasión de los franceses. Se excusó con delicadeza y siguió andando cuando vio a John Rossendale esperando para presentarse y, con él, a una joven guapa, vestida de manera poco adecuada para la ocasión, que sin saber por qué le resultaba familiar.

—¿Quién diablos ha traído aquí a Rossendale? —preguntó enojado el duque a uno de sus ayudantes.

—Lo han asignado al estado mayor de Uxbridge, señor.

—¡Maldito Harry! ¿No tiene ya suficientes idiotas rematados en la caballería? —Harry Paget, conde de Uxbridge y comandante de la caballería británica, era el segundo al mando del duque. Uxbridge se había fugado con la esposa del hermano menor del duque, lo cual no le granjeó precisamente el cariño de este último—. ¿Harry está aquí? —preguntó entonces el duque.

—No, excelencia.

—En su lugar ha mandado a Rossendale como segundo adúltero, ¿eh? —La del duque fue una broma macabra, entonces la expresión de su rostro se heló y se convirtió en una gélida sonrisa cuando Rossendale hizo avanzar a Jane.

—Excelencia —lord John hizo una reverencia—. ¿Me permite presentarle a la señorita Jane Gibbons? —utilizó el nombre de soltera de Jane a propósito.

—Señorita Gibbons. —El duque se encontró con la mirada clavada en el empolvado escote cuando ella se inclinó—. ¿No nos hemos visto antes, señorita Gibbons?

—Brevemente, excelencia. En el sur de Francia.

Entonces se acordó de ella. ¡Dios santo! Wellington se puso tenso al recordar los detalles de las habladurías. ¡Aquella era la mujer de Sharpe! ¿Qué diablos creía estar haciendo Rossendale? El duque, al darse cuenta de que se la habían presentado para que pareciera que aprobaba aquella relación adúltera, se alejó con mucha frialdad y sin pronunciar una palabra más. No era el adulterio lo que lo ofendía, sino la estupidez de lord John Rossendale al exponerse a un duelo con Sharpe.

El duque se volvió repentinamente con la intención de informar a su señoría de que no permitía los duelos entre sus oficiales, pero a Rossendale y a Jane ya se los había tragado la multitud.

El duque se obligó a sonreír y sin darle importancia negó ante una dama que tuviera temor de un inminente ataque francés.

—Hacer avanzar a un ejército por una carretera cuesta más tiempo del que usted se imagina. No es como conducir una manada de vacas; señora. Cuando Bonaparte marche estaremos bien avisados, se lo aseguro.

Otra salva de aplausos anunció la llegada del príncipe de Orange, que había venido con un puñado de oficiales del estado mayor. El Joven Franchute saludó con la mano a los bailarines y, haciendo caso omiso de su anfitriona, se fue derecho al duque.

—Sabía que no iba a cancelar el baile.

—¿Tendría que haberlo hecho? —preguntó el duque con aspereza.

—Ha habido rumores —le dijo el príncipe como quien no quiere la cosa—, nada más que rumores. ¿No es magnífico? —con la mirada recorrió la estancia ávidamente en busca de las caras más bonitas, pero en cambio a quien vio fue al teniente Harry Webster, uno de sus ayudantes de campo británicos, que se apresuraba a cruzar la pista de baile. Webster hizo una mecánica inclinación ante el príncipe y acto seguido le dio un parte.

La mayoría de personas que había en el salón de baile vieron cómo se entregaba aquel parte y, por las manchadas botas de Webster, supieron que éste debía de haber cabalgado un buen trecho para traer el papel a Bruselas, pero el príncipe se limitó a meterlo en un bolsillo de su casaca y reanudó su examen de las mujeres más jóvenes. El rostro de Webster denotó gran preocupación. El duque, al darse cuenta de su expresión, sonrió fríamente al príncipe.

—¿Sería posible saber lo que dice el parte, alteza?

—Si así lo desea. Por supuesto. —El príncipe le tendió el papel sellado de manera despreocupada y mandó a uno de sus ayudantes holandeses a que averiguara la identidad de la joven del diáfano vestido dorado.

El duque abrió el parte. Rebecque, en Braine-le-Comte, tenía noticias tanto de los prusianos como de Dornberg en Mons. Los franceses habían avanzado hacia el norte desde Charleroi pero se habían desviado hacia el este para atacar a Blücher, y se habían detenido para pasar la noche en un pueblo llamado Fleurus. El general Dornberg informó de que no había ningún movimiento en ninguno de los caminos que llevaban a Mons. Sus patrullas de caballería se habían adentrado en Francia más de quince kilómetros y no habían encontrado tropas enemigas.

El príncipe, con los ojos más protuberantes que nunca, había agarrado a Webster del brazo.

—¿Ve a esa joven? ¿La conoce?

—Teniente Webster —la voz del duque era más fría que una espada en invierno—, cuatro caballos para el carruaje del príncipe de Orange ahora mismo. Su alteza regresará inmediatamente al cuartel general.

El príncipe parpadeó sorprendido ante su comandante en jefe y soltó una risita.

—Seguro que puede esperar hasta…

—¡Ahora mismo, señor! —El duque no alzó la voz, pero había algo bastante aterrador en su tono—. Sus tropas se concentrarán en Nivelles ahora. ¡Vamos, señor, váyase!

El príncipe, horrorizado, se quedó allí durante medio segundo y luego se marchó a toda prisa. Mil miradas habían observado el breve altercado y entonces empezaron los cuchicheos de verdad. Algo debía de haber ocurrido, algo lo suficientemente preocupante como para hacer salir disparado al príncipe del baile.

El duque y la duquesa de Richmond trataron de obtener una respuesta, pero el duque se limitó a sonreír y propuso alegremente que los invitados tendrían que proceder a la cena. Le ofreció el brazo a la duquesa y la orquesta, al ver el gesto, cesó la música para dejar que los gaiteros de los Highlanders empezaran con su danza de las espadas.

Las gaitas cobraron vida entre gemidos y chirridos, y se hinchieron de aire para inundar la estancia de un sonido marcial, mientras la comitiva, de dos en dos y a un paso igual de lento que el avance de un ejército por un camino de la campiña, se dirigía a por la cena.

* * * *

Había huevos de codorniz servidos sobre huevos revueltos y con caviar por encima que el jefe de cocina de la duquesa llamaba de manera confusa les trois oeufs de victoire. Iban seguidos de gelatina de oporto y sopa fría.

El duque de Wellington estaba tranquilamente sentado entre dos atractivas y jóvenes damas, mientras que Lucille entre D’Alembord y un coronel de artillería holandés que se quejó de los huevos de la victoria, rechazó la sopa y dijo que el pan estaba demasiado duro. Lucille había visto la llegada y la apresurada marcha del príncipe y se había resignado a la ausencia de Sharpe. En cierto sentido se alegraba, puesto que temía la violencia de Sharpe si descubría a lord John Rossendale en el baile.

Lucille, una normanda, se había educado con historias de los despiadados piratas ingleses que vivían justo al otro lado del canal y que, durante siglos, habían atacado su tierra natal para asesinar, quemar y saquear. Ella amaba a Sharpe, pero aun así veía en su amado la personificación de aquellos demonios de los que se habían servido para hacerla obedecer cuando era niña. Durante los últimos meses, mientras el soldado trataba de convertirse en granjero, Lucille había intentado educar a su inglés. Lo había convencido de que a veces la diplomacia era más efectiva que la fuerza, de que en ocasiones la ira debe dominarse y de que la espada no era el argumento decisivo de la paz. No obstante, Lucille sabía que él no iba recordar ninguna de aquellas lecciones pacifistas si veía a lord John. La gran espada saldría de su vaina. Peter D’Alembord, que compartía sus temores, había prometido contener a Sharpe si éste aparecía.

Por lo visto no vendría, pues el príncipe había abandonado el baile. Nadie sabía por qué, aunque el coronel de artillería holandés opinaba que el motivo de su apresurada marcha no debía de ser importante, o de lo contrario, el duque seguramente se habría ido con él. La suposición más razonable era que los franceses habían llevado a cabo una incursión con la caballería en la frontera.

—Seguro que por la mañana descubriremos cuál es la causa —dijo D’Alembord, y entonces se volvió hacia Lucille para ofrecerle un vaso de vino.

Ella había palidecido por completo. Miraba asustada y con los ojos de par en par hacia la entrada abierta al comedor que, como si fuera el arco de un proscenio, enmarcaba a los bailarines de los Highlanders y, de forma totalmente repentina, enmarcó también a su amado.

Sharpe había acudido al baile después de todo. Se quedó allí de pie, parpadeando bajo la súbita luz de las velas, un fusilero mal vestido entre los escoceses que bailaban.

—¡Santo cielo! —D’Alembord se quedó mirando a su amigo con sobrecogimiento.

El silencio se extendió lentamente por las mesas de la cena al tiempo que los centenares de invitados volvían la mirada hacia el fusilero, quien, a su vez, buscaba en las mesas a una persona en concreto. Una mujer dio un grito ahogado de horror al verlo y las gaitas gimieron una última nota inquieta antes de que los bailarines se quedaran inmóviles por encima de sus espadas.

Sharpe había acudido al baile, pero empapado en sangre. Tenía la cara manchada de pólvora y el uniforme oscurecido por la sangre. Todos los demás hombres de la habitación llevaban bombachos blancos y medias de seda, sin embargo, con el aspecto del fantasma de la obra escocesa, allí había un soldado que venía del campo de batalla, un soldado ensangrentado y señalado, con el rostro adusto de las matanzas.

Jane Sharpe dio un grito, el último sonido que se oyó antes de que la estancia quedara en completo silencio.

Lucille se puso medio de pie, como para revelarle su presencia a Sharpe, pero éste había visto al duque y, ajeno al parecer al efecto que su entrada había causado en los invitados, pasó a grandes Zancadas entre las mesas para situarse junto al duque.

El rostro de Wellington pareció estremecerse como reacción al hedor de pólvora, sangre, sudor y hierba aplastada que desprendía el uniforme de Sharpe. Hizo una señal al fusilero para que se agachara, con el propósito de que su conversación fuera más privada.

—¿Qué pasa? —preguntó el duque de manera cortante.

—Vengo de una encrucijada llamada Quatre Bras, señor. Está al norte de Charleroi en la carretera a Bruselas. Los franceses atacaron allí a la puesta de sol pero los hombres de Saxe-Weimar frenaron su avance. El príncipe Bernhard está seguro de que el enemigo realizará un ataque mucho más fuerte por la mañana. —El príncipe Bernhard no había dicho tal cosa, pero Sharpe había decidido que sería más eficaz adjudicarle esa opinión al príncipe que confesar que era su punto de vista.

El duque se quedó mirando a Sharpe unos segundos y luego se estremeció al ver la sangre endurecida de la casaca del fusilero.

—¿Está usted herido?

—Un francés muerto, señor.

El duque se frotó la boca con una servilleta y entonces, con toda tranquilidad, se inclinó hacia su anfitrión.

—¿Tiene usted un buen mapa en la casa?

—En el piso de arriba, sí. En mi vestidor.

—¿Hay una escalera trasera?

—Claro.

—Le ruego que nos deje utilizarla. —Wellington miró a un ayudante de campo que tenía su asiento un poco más bajo en la mesa—. Me parece que todos los oficiales tendrán que volver a sus regimientos —dijo con total calma—. Venga con nosotros, Sharpe.

En el piso de arriba, en una habitación repleta de botas y casacas, los dos duques se inclinaron sobre un mapa mientras Sharpe ampliaba su información. Wellington movió una vela por encima del mapa para encontrar el pueblo de Fleurus donde los prusianos se enfrentaban con los franceses. Ésa había sido la primera noticia que la noche había traído al duque: el ejército de Napoleón había salido de la carretera a Bruselas para desviar a los prusianos hacia el este y alejarlos de los británicos. Había sido una grave noticia, pero no catastrófica. El duque había planeado reunir el mayor número posible de efectivos y, en cuanto amaneciera, dirigirse hacia el flanco francés para ayudar a los prusianos de Blücher; pero Sharpe había traído noticias mucho peores. Los franceses se habían acercado a Quatre Bras y de manera efectiva bloqueaban el paso de la marcha que el duque planeaba realizar. Antes de que pudiera prestar ayuda a los prusianos, el duque debía quitar de en medio a los franceses. El espacio entre los ejércitos británico y prusiano todavía era muy estrecho, no obstante, las noticias de Sharpe demostraban que el emperador tenía el pie metido entre las dos puertas y que, por la mañana, iba a tirar de ellas con todas sus condenadas fuerzas para separarlas.

Wellington se mordió el labio superior. Se había equivocado. Napoleón, lejos de maniobrar por el flanco derecho del duque, había lanzado a sus tropas contra la grieta que había entre los dos ejércitos aliados. Por un segundo el duque cerró los ojos, luego se puso derecho y habló en voz muy baja.

—¡Napoleón me ha engañado, por Dios! ¡Ha ganado veinticuatro horas! —parecía asombrado, incluso herido.

—¿Qué piensa hacer? —El duque de Richmond palideció.

—El ejército se concentrará en Quatre Bras —el duque de Wellington parecía estar hablando consigo mismo como si tratara de hallar alguna solución al problema que le planteaba Napoleón—, pero no lo detendremos allí, por lo tanto —la mirada de Wellington fue de un punto a otro del mapa hasta que se asentó—, debo combatirle… —hizo otra pausa para inclinarse sobre el mapa unos últimos segundos— aquí. —Apretó el pulgar contra el grueso papel del mapa.

Sharpe dio un paso hacia delante para mirar el mapa. La uña del pulgar del duque había dejado una pequeña marca en otro cruce, éste mucho más cercano a Bruselas y al sur de un pueblo con el extraño nombre de Waterloo.

—¡Me ha engañado! —volvió a decir el duque, pero esta vez mostrando a regañadientes cierta admiración por su oponente.

—¿Engañado? —Richmond estaba preocupado.

—Nuestros ejércitos tardan dos días en reunirse —explicó Wellington—. Ellos no han reunido el suyo y sin embargo el ejército del emperador se encuentra ya a la vuelta de la esquina. En resumen, nos ha engañado. Sharpe… —el duque se volvió bruscamente hacia el fusilero.

—¿Señor?

—Tendría que haberse vestido para el baile. —Era humor negro, pero lo suavizó con una sonrisa—. Se lo agradezco. Supongo que se presentará al príncipe de Orange.

—Iba a volver a Quatre Bras, señor.

—Sin duda se encontrará con usted allí. Gracias otra vez. Y que tenga una buena noche.

Sharpe, invitado de esa forma a retirarse, hizo una torpe reverencia.

—Buenas noches, señor.

Cuando Sharpe ya se había ido, el duque de Richmond hizo una mueca.

—¿Una criatura amenazadora?

—Ascendió desde la tropa. Una vez me salvó la vida —de algún modo Wellington consiguió que sus palabras sonaran como si desaprobara ambos logros—, pero si mañana tuviera cien mil hombres como él le aseguro que entonces veríamos a Napoleón vencido al mediodía. —Volvió a clavar la vista en el mapa y vio con repentina y escalofriante claridad la eficiencia con la que el emperador había separado a los ejércitos aliados—. Por Dios que es bueno —dijo el duque en voz baja—, muy bueno.

Una vez fuera del vestidor, Sharpe se encontró rodeado de ansiosos oficiales del estado mayor que esperaban a Wellington. El fusilero hizo caso omiso de sus preguntas y se dirigió a la escalera principal que conducía al brillantemente iluminado caos del vestíbulo, donde una multitud de oficiales exigían sus caballos y carruajes. Sharpe, sintiéndose repentinamente exhausto y poco dispuesto a abrirse camino entre el gentío, se detuvo en el rellano. Vio a lord John Rossendale. Su señoría estaba de pie bajo el arco de entrada del salón de baile. Jane estaba con él.

Por un segundo Sharpe no podía creer lo que veían sus ojos. Nunca se imaginó que su enemigo se atrevería a dejarse ver en el ejército; su presencia le pareció una prueba de cómo debía de despreciarlo aquel soldado de caballería. El fusilero se quedó mirando fijamente a su enemigo al tiempo que muchas de las personas de entre la muchedumbre levantaban la mirada para clavarla en aquel soldado empapado en sangre. Sharpe interpretó la atención de la multitud como el escarnio que se merece un cornudo, y convencido de ello, perdió los estribos.

Impulsivamente empezó a bajar corriendo el último tramo de escaleras. Jane lo vio y gritó. Lord John se dio la vuelta y se apresuró a perderse de vista. Sharpe intentó ganar unos segundos saltando por encima de la baranda. Aterrizó pesadamente sobre las losas de mármol del vestíbulo y se abrió camino a empujones entre la aglomeración.

—¡Apártense! —gritó Sharpe con su mejor voz de sargento, la visión y el sonido de su ira fueron suficientes para que la gente retrocediera ante él.

Lord John había huido. Sharpe alcanzó a ver a su señoría que atravesaba corriendo la sala de baile. Corrió tras él sin que la gente le obstruyera el paso esta vez. Pasó rápidamente junto a las pocas parejas que seguían bailando y se metió en el comedor. Lord John corría bordeando la habitación para tratar de llegar a una entrada trasera, pero Sharpe sencillamente tomó la ruta directa atravesando la estancia saltando de mesa en mesa. Sus botas hicieron añicos la porcelana, rasgaron la mantelería y tiraron al suelo una cascada de cubiertos de plata. Un comandante borracho que se estaba terminando un plato de rosbif soltó un grito de protesta. Una mujer chilló. Un criado se agachó al tiempo que Sharpe saltaba entre dos mesas. Tiró un candelabro de una patada, volcó una sopera llena y luego dio un salto desde la última mesa y cayó con estrépito cortándole el paso a lord John. Éste se dio la vuelta y corrió otra vez hacia el salón de baile. Sharpe lo persiguió apartando de un puntapié una endeble silla dorada. Un grupo de oficiales de caballería con casacas de color rojo escarlata apareció en la entrada del comedor; lord John, obviamente alentado por aquellos refuerzos, se giró para enfrentarse a su enemigo.

Sharpe aminoró el paso y desenfundó su espada. Sacó lentamente la hoja por el cuello de madera de la vaina para que el sonido del roce del arma fuera igual de aterrador que la visión del mortecino acero.

—¡Desenvaine la espada, cabrón!

—¡No! —Lord John, con un rostro igual de blanco que el de cualquiera de las mujeres modernas que había en el baile, retrocedió con paso vacilante hacia sus amigos que se apresuraron para acercarse al enfrentamiento.

Sharpe se encontraba a sólo unos pocos pasos de su enemigo.

—¿Dónde está mi dinero? Puede quedarse con la puta, pero ¿dónde está el dinero?

—¡No! —Ésa era Jane que gritaba desde la entrada del comedor.

—¡Eh, basta ya! ¡Basta! —Uno de los soldados de caballería, un alto capitán con el uniforme de la Guardia Real, corrió al lado de lord John.

Sharpe, aunque todavía estaba fuera del alcance de la espada, embistió de pronto y lord John, muerto de miedo, retrocedió apresuradamente y tropezó con sus espuelas. Se agitó intentando mantener el equilibrio, se agarró al mantel que tenía más cerca y al caer arrastró consigo toda una cascada de porcelana que se hizo añicos contra el suelo y de cubiertos de plata que tintinearon. Se hizo un segundo silencio después de que el último fragmento de porcelana se hubiera asentado.

—¡Mierdoso cabrón cobarde! —le dijo Sharpe al caído lord John.

—¡Ya es suficiente! —el destacado salvador de lord John, el capitán de la Guardia Real, desenfundó su espada y se situó por encima de su señoría.

—¿Quiere que lo convierta en filetes? —A Sharpe no le importaba. Siguió avanzando, dispuesto a despedazar a todos esos cabrones de alta alcurnia y larga nariz.

El capitán mantenía erguida la hoja de su espada, casi en posición de saludo, para demostrar que ni estaba amenazando a Sharpe ni trataba de defender al otro.

—Me llamo Manvell. Christopher Manvell. Entre usted y yo no hay ninguna disputa, coronel Sharpe.

—Yo tengo una disputa con ese pedazo de cobarde de mierda que está a sus pies.

—¡Aquí no! —le advirtió el capitán Manvell—. ¡En público no! —El duelo estaba prohibido entre los oficiales de servicio, lo que significaba que cualquier desafío tenía que resolverse en secreto. Había otros dos oficiales de caballería de pie detrás del capitán.

Lord John se levantó lentamente.

—Tropecé —le explicó a su amigo.

—Claro. —Manvell mantenía los ojos clavados en Sharpe, temiendo aún que el fusilero pudiera atacar.

—Puede quedarse con esa puta —le volvió a decir Sharpe a lord John, pero esta vez lo dijo en voz alta para que Jane y los demás espectadores lo oyeran—, pero quiero mi dinero.

Lord John se pasó la lengua por los labios. Sabía que los insultos de Sharpe eran algo más que simple ira, eran una deliberada provocación a un duelo. No había nadie que, al oír como a su mujer la trataban de puta, no se batiera; lord John le tenía verdadero terror al fusilero y no albergaba duda alguna sobre quién sería el vencedor en un duelo, así pues, a pesar de los insultos y de la gente que presenciaba su humillación, asintió con la cabeza para indicar que aceptaba las exigencias de Sharpe.

—Mañana le mandaré un pagaré —dijo con humildad.

El capitán Manvell se quedó francamente asombrado ante el rápido desmoronamiento de lord John e incluso indignado por su cobardía, pero no tenía otra elección que aceptarlo.

—¿Eso le satisface, coronel Sharpe?

Sharpe estaba igual de sorprendido por su repentina victoria. Se sintió extrañamente estafado pero enfundó su espada de todas formas.

—Puede traerme el pagaré al cuartel general del príncipe de Orange.

Se había dirigido a lord John pero fue Manvell quien optó por responder.

—Yo representaré a su señoría en este asunto. ¿Tiene usted a un segundo a quien pueda entregarle el pagaré?

—¡Sí que lo tiene! —exclamó Peter D’Alembord de entre el gentío desde la amplia entrada del comedor. Lucille, con el rostro pálido por el miedo, agarró del brazo a D’Alembord cuando éste dio unos pasos hacia el interior de la estancia y le hizo una remilgada inclinación a Christopher Manvell—. Me llamo D’Alembord. Se me puede encontrar en el Voluntarios del Príncipe de Gales, que forma parte de la brigada de sir Colin Halkett.

Manvell hizo un mínimo movimiento con la cabeza en respuesta al saludo de D’Alembord.

—Mañana le haré entrega de un pagaré, capitán D’Alembord. ¿Le parece bien?

—Totalmente.

Manvell hincó la espada de nuevo en su sitio, tomó a lord John del hombro y se lo llevó de allí. Jane, que observaba desde la entrada, se tapaba la boca con una mano. Por un segundo Sharpe se cruzó con su mirada, entonces se giró al tiempo que Lucille iba corriendo hacia él.

—Tenía que haber matado a ese maldito cabrón —gruñó Sharpe.

—Eres un idiota. —Lucille frotó la sangre de su casaca y luego le acarició la mejilla.

D’Alembord, que estaba detrás de Lucille, aguardó a que los espectadores se dispersaran.

—¿Qué ocurrió? —le preguntó a Sharpe.

—Lo oyó usted mismo, ¿no? El cabrón se vino abajo.

D’Alembord negó con la cabeza.

—¿Qué ocurrió con Wellington? ¿Cuáles eran las noticias?

Sharpe tuvo que arrastrar sus pensamientos de vuelta a los primeros acontecimientos de la noche.

—Napoleón se nos ha adelantado. Su ejército se encuentra a sólo un día de aquí y el nuestro está todavía desperdigado por media Bélgica. Nos han engañado, Peter.

D’Alembord esbozó una muy lánguida sonrisa.

—¡Oh, Dios mío!

—Así que ya es hora de ver cómo lucha un emperador —dijo Sharpe en tono grave; con un brazo rodeó a Lucille por los hombros y la condujo hacia la sala de baile donde, como la orquesta se había comprometido hasta el amanecer, la música sonaba y las pocas parejas que quedaban seguían bailando. Los bailarines de los Highlanders se habían ido, llevándose sus espadas para usarlas en otros menesteres. Unas cuantas chicas, cuyos acompañantes se habían marchado ya para unirse a sus regimientos, lloraban. Habían abierto del todo las ventanas y una pequeña brisa agitaba las llamas de las velas. Los bailarines que quedaban, abrazados, lentamente iban describiendo un círculo sobre el suelo, cubierto de flores desechadas, tarjetas de baile e incluso un par de guantes de seda. Un collar de perlas se había roto y dos criados de librea buscaban en cuatro patas por el suelo para recuperarlo.

La música era encantadora. Al igual que el viento que hacía parpadear y apagaba las velas, un hombre ensangrentado había irrumpido en la dicha de los bailarines para romper el brillante baile en oscuros fragmentos, no obstante, todavía había algunas parejas que no soportaban renunciar a los últimos momentos de paz. Un joven oficial de infantería bailaba con la que hacía sólo tres semanas era su esposa. Ella lloraba en voz baja mientras él la abrazaba y creía en el augurio de que aquella felicidad de ninguna manera podía terminar con la muerte en el campo de batalla, puesto que un final como aquél iría en contra de todo lo que era bueno, dulce y encantador en el mundo. Él viviría porque estaba enamorado. Se aferró a esa idea hasta que, a regañadientes y con lágrimas en los ojos, le llegó la hora de alejarse de su amada. Ella lo agarró con fuerza de las manos pero él sonrió, las soltó y las llevó a las grises plumas de avestruz que ella llevaba en el pelo. El comandante arrancó una de las plumas de color gris, le besó la mano a su esposa y se fue en busca de su regimiento.

El emperador los había engañado a todos y la matanza iba a empezar.