CAPÍTULO 12

El capitán Harry Price, comandante de la primera compañía de los Voluntarios del Príncipe de Gales, trepó a una plataforma provisional construida con cajas de munición de repuesto. Delante de él, de pie en el prado empapado por la lluvia, había cuarenta o cincuenta oficiales de infantería que se habían congregado allí provenientes de los varios batallones acampados cerca. La última luz del día desaparecía por el oeste y la lluvia había amainado convirtiéndose en llovizna.

—¿Están listos, caballeros? —gritó Price.

—¡Empiece de una vez!

Price, que se estaba divirtiendo, hizo una reverencia a los que le habían interrumpido y luego tomó el primer artículo que le ofreció el alférez Huckfield. Era un reloj con caja de plata que Harry Price sostuvo en alto bajo los últimos vestigios de luz.

—¡Un reloj, caballeros, propiedad del difunto comandante Micklewhite! Este artículo sólo está ligeramente manchado de sangre, caballeros, por lo que una buena limpieza lo hará funcionar en un santiamén. Les ofrezco un magnífico reloj de bolsillo, caballeros, fabricado por los Mastersons de Exeter.

—¡Nunca oí hablar de ellos! —exclamó una voz.

—Su ignorancia no nos interesa. Mastersons es una firma muy antigua y reputada. Mi padre siempre fue un entusiasta de su reloj Mastersons y en su vida llegó tarde a una cita con una dama. ¿He oído una libra por el tictac del comandante Micklewhite?

—¡Un chelín!

—¡Vamos, venga! El comandante Micklewhite dejó una viuda y tres dulces hijos. ¡Ustedes no querrían que sus esposas y sus pequeños quedaran desamparados porque unos cabrones ladronzuelos no fueran generosos! ¡Quiero oír una libra!

—¡Un florín!

—¡Esto no es una tienda de saldos, caballeros! ¿Una libra? ¿Nadie me ofrecerá una libra?

Nadie se la iba a ofrecer. Al final, el reloj de Micklewhite se vendió por seis chelines, mientras que el anillo de sello del comandante fallecido se adjudicó por un chelín. Una excelente copa de plata que había pertenecido al capitán Carline salió por una libra, en tanto que el precio más alto fue para la espada de Carline que obtuvo un total de diez guineas. Harry Price tuvo que subastar sesenta y dos artículos, todas las propiedades de los oficiales del Voluntarios del Príncipe de Gales que habían muerto a manos de la caballería francesa en Quatre Bras. Los precios eran bajos porque los franceses habían saturado el mercado al matar a tantos oficiales; como mínimo habían tenido lugar cuatro subastas por la tarde, pero el exceso de oferta de aquella noche, pensó Price, no sería nada comparado con la provisión de bienes que habría al día siguiente por la noche.

—¡Un par de espuelas del capitán Carline, caballeros! De oro, si no me equivoco. —Esa afirmación fue recibida con abucheos y burlas—. ¿He oído una libra?

—Seis peniques.

—Son ustedes una panda de miserables. ¿Cómo se sentirían si fueran sus pertenencias las que estuviera regalando por dos peniques? ¡Seamos generosos, caballeros! ¡Piensen en las viudas!

—¡Carline no estaba casado! —gritó un teniente.

—¡Entonces denme una guinea para su puta! ¡Quiero ver un poco de generosidad cristiana, caballeros!

—¡Yo le daré una guinea por su puta, pero seis peniques por sus espuelas!

Los efectos de Micklewhite sumaron ocho libras, cuatro chelines y seis peniques. Las pertenencias del capitán Carline se vendieron por mucho más, aunque todos los artículos se adjudicaron a precios de ganga. Harry Price, que siempre había querido tener el aspecto de un oficial de caballería, compró él mismo las espuelas por nueve peniques. También adquirió la pelliza ribeteada en piel de Carline, una prenda elegante y poco práctica que la última moda había impuesto a los oficiales adinerados. Una pelliza era una chaqueta corta que se llevaba colgada del hombro como una capa, y Harry Price sintió una inmensa satisfacción al ponerse la cara y trenzada debilidad de Carline sobre su propia casaca roja raída.

Le llevó el dinero y los pagarés al pagador del batallón quien, tras tomar su parte, mandaría el resto a las familias de los difuntos.

Harry Price sujetó las espuelas a sus botas y volvió chapoteando al seto donde los oficiales temblaban en su lamentable refugio. Vio al comandante D’Alembord sentado un poco más arriba.

—¿Usted no pujó, Peter?

—Esta noche no, Harry, esta noche no. —El tono de D’Alembord era claramente hostil y no animaba a la conversación.

Price entendió la indirecta y siguió andando unos cuantos pasos más a lo largo del seto antes de sentarse y admirar sus talones recién decorados. Las espuelas serían el centro de todas las miradas entre las damas de París, y ésa era la mejor razón para combatir que Harry Price conocía, porque las chicas podían ser muy serviciales con un soldado extranjero, especialmente un soldado con pelliza y espuelas.

En los campamentos los soldados cantaban. Las voces llegaban con fuerza a través del siempre presente sonido de la lluvia que otra vez había empezado a caer con más energía.

Peter D’Alembord, que intentaba alejar su sufrimiento, vio las espuelas nuevas de Harry Price y notó la infantil alegría que obviamente habían proporcionado a su nuevo dueño. D’Alembord estuvo tentado de iniciar una conversación con la esperanza de que las habituales payasadas de Price lo distrajeran de sus temores, pero entonces el terror apareció de nuevo, intenso e inconsolable, y D’Alembord casi se puso a sollozar en alto debido al impacto que le causó. Los relámpagos parpadeaban al norte y D’Alembord se acarició el bolsillo donde guardaba las cartas de su prometida. Iba a morir. Sabía que iba a morir. Cerró los ojos para que no le asomaran las lágrimas. ¡Maldita fuera! Sabía que iba a morir, y tenía miedo.

* * * *

Era completamente de noche cuando Sharpe y Harper llegaron a Waterloo y encontraron el alojamiento del príncipe.

Un centinela abrió la puerta del establo y los dos fusileros agacharon la cabeza al pasar por el bajo arco de piedra que daba al patio.

—Yo me ocuparé de los caballos —se ofreció Harper cuando ambos alcanzaron el cobijo del establo.

—Le ayudaré.

—Vaya a ver a su principito. Probablemente lo echa de menos.

—Más bien echa de menos a su maldita madre —Sharpe descendió de la silla y dio un suspiro de alivio al librarse de ella. Intentó recordar cuántas horas había dormido en los últimos tres días, pero estaba demasiado cansado para ponerse a sumar las pocas que fueran. Se acordó de que le había prometido a Lucille que la vería esa noche, pero el emperador había cambiado esos planes. Tenía que escribirle una carta. También le hacía falta comer y dormir. Agotado, apoyó la cabeza en la silla y escuchó la creciente violencia de la lluvia.

—Déjemelo a mí —insistió Harper.

Sharpe obedeció. La cocina estaba repleta de criados de oficiales y apestaba con el olor de los uniformes que se estaban secando colgados en cualquier estante o gancho disponible. Sharpe se abrió paso por la habitación y salió al pasillo que había más allá. Iba en busca de Rebecque, porque quería pedirle prestada una pluma y un poco de tinta.

—Le está buscando —dijo una voz femenina desde la escalera por encima de Sharpe.

Sharpe se sorprendió de ver a Paulette, la chica del príncipe, inclinada sobre la balaustrada.

—¿Qué hace aquí? —le preguntó.

—Él quería que estuviera aquí. Pero ha estado preguntando por usted toda la tarde. Está borracho.

—¿Mucho?

—Sólo alegre. Como de costumbre.

—Que se vaya a la mierda —dijo Sharpe en inglés. Abrió una puerta al azar de un empujón y se encontró en una sala en la que se apiñaban los miembros del estado mayor del príncipe. Se sintieron incómodos al ver a Sharpe, al que se imaginaban como un hijo pródigo que volvía a casa para obtener el perdón del príncipe. Sólo Doggett dio la bienvenida al fusilero, además de cederle su silla y ofrecerse a servirle a Sharpe un vaso de vino. La silla estaba cerca del fuego frente al cual, al igual que en la cocina, había colgados unos gruesos abrigos de lana para que se secaran y que llenaban la estancia de un vapor maloliente—. ¿Dónde está Rebecque? —preguntó Sharpe a toda la habitación en general.

—Con su alteza real —respondió Doggett—. ¿Vino tinto?

—Lo que de verdad me apetecería —Sharpe se desplomó en la silla— es una taza de té.

Doggett sonrió.

—Yo me encargaré de eso, señor.

Sharpe estiró las piernas y se estremeció cuando la vieja herida del muslo le provocó una punzada de dolor que le subió hasta la cadera. Se preguntó si algún día volvería a estar seco. Sabía que tenía que pedir o tomar prestado un poco de papel de carta y escribirle una rápida carta a Lucille, pero estaba demasiado cansado para moverse.

—¡Sharpe! —La puerta se había abierto y el rostro de intelectual de Rebecque escudriñó la habitación iluminada por la luz de las velas—. ¡Está usted aquí! Su alteza querría tener unas palabras con usted. ¿Ahora? ¿Por favor?

Sharpe dio un gruñido, hizo una mueca y se puso de pie lentamente.

—¿Puedo comer algo, Rebecque?

—Las órdenes reales no se posponen a causa del hambre. —Rebecque tomó a Sharpe por el codo y lo llevó hacia las escaleras—. Y recuerde mis advertencias, ¿quiere? ¡Tenga tacto!

Rebecque condujo a Sharpe hacia el piso de arriba donde, sin ninguna ceremonia, lo hizo pasar al dormitorio en el que el príncipe estaba escribiendo cartas en una pequeña mesa. El príncipe llevaba una gruesa bata de lana y tenía un frasco de brandy junto al codo derecho. No respondió a la llegada de Sharpe, en lugar de eso se concentró en formar un charco con gotas de lacre sobre una de sus cartas. Centró su anillo de sello con cuidado y lo apretó contra la cera.

—Siempre me da la impresión de que me voy a quemar los dedos con el lacre.

—Su alteza podría comprarse obleas engomadas —sugirió Rebecque.

—Detesto las cosas ordinarias. —El príncipe soltó el anillo y volvió sus ojos glaucos hacia Sharpe—. Creí haberle ordenado que se vistiera con el uniforme holandés.

Tacto, se dijo Sharpe para sus adentros, tacto.

—Se está secando, señor.

—Pienso que nuestros soldados tienen derecho a ver a sus oficiales vestidos adecuadamente. ¿No está de acuerdo, Rebecque?

—Completamente, su alteza.

El príncipe se sirvió un poco de brandy. Pareció que dudaba, como si estuviera deliberando si ofrecerles una copa a su jefe de estado mayor y a Sharpe, pero decidió que su propia necesidad era más apremiante y se limitó a llenar la única que había.

—¿Ha visto el campo de batalla de mañana, Sharpe?

Sharpe había esperado alguna referencia a su altercado en Quatre Bras y tuvo que ocultar su sorpresa ante la pregunta.

—Sí, señor.

—¿Y bien? —preguntó el príncipe con una arrogante inclinación de su extrañamente pequeña cabeza.

—Está bien —dijo Sharpe lacónicamente.

—¿Está bien? ¡Es un lugar ridículo para combatir! Una estupidez. ¡No será culpa mía si mañana ocurre un desastre! —El príncipe se levantó y empezó a caminar de un lado a otro por las tablas del suelo. En una esquina de la habitación había un cubo de madera para recoger el agua que caía de una gotera del tejado. La lluvia vibraba y golpeaba en las ventanas. El príncipe, que tenía el ceño fruncido ante sus pensamientos, de repente se dirigió a Sharpe de forma acusadora—. ¿Examinó el flanco abierto de la derecha?

—No, señor.

—¡Está muy expuesto! ¡Muy expuesto! Mañana Napoleón doblará esa esquina en un periquete y luego nos tumbará a todos como si jugara a los bolos. ¡Se lo he dicho al duque! ¿No se lo he dicho al duque? —El príncipe lanzó una mirada furibunda a Rebecque.

—Sus opiniones le han sido enérgicamente transmitidas a su excelencia, señor.

—Y no hay duda de que no las ha tenido en cuenta. —El príncipe soltó una risa sardónica como para sugerir que, al igual que todos los genios, estaba acostumbrado a que ignoraran sus consejos—. Mañana, Sharpe, vamos a impedir la tragedia.

—Muy bien, señor. —Sharpe se dio cuenta de pronto de que su empapado uniforme goteaba sobre el suelo de la habitación. Estaba congelado de frío y se acercó un poco al pequeño fuego de carbón que calentaba el dormitorio del príncipe.

Éste, olvidándose al parecer de la amenaza sobre el flanco derecho del campo de batalla, detuvo sus pasos y señaló a Sharpe con su copa de brandy.

—¿Sabe por qué deseaba particularmente su presencia en mi estado mayor?

—No, señor.

—Porque tiene fama de audaz. Eso me gusta en un hombre, Sharpe, ¡me encanta! —El príncipe empezó a andar de nuevo, con su pequeña cabeza inclinada sobre su cuello largo y ridículamente delgado—. Yo fui educado como un soldado, ¿no es así, Rebecque?

—En efecto, su alteza.

—¡Educado, Sharpe! ¡Piense en ello! Toda una vida dedicada al estudio de la guerra, ¿y quiere que le diga cuál es la única lección que he aprendido por encima de todas las demás?

—Me gustaría saberlo, señor. —Sharpe admiró su propia compostura diplomática, especialmente porque el príncipe sólo tenía veintitrés años y Sharpe llevaba veintidós combatiendo como soldado.

—La audacia vence. —El príncipe confió aquel consejo como si fuera un secreto guardado durante generaciones de militares—. La audacia vence, Sharpe. ¡Audacia, audacia, audacia!

Lo único que quería Sharpe era secarse, comer, acostarse y dormir, pero en lugar de eso asintió diligentemente con la cabeza.

—¡Ya lo creo, señor!

—Federico el Grande dijo una vez que el mayor delito en la guerra no es tomar la decisión acertada, sino no tomar ninguna. —El príncipe volvió a hacer un gesto hacia Sharpe con la copa de brandy—. ¡Debería recordar este axioma, Sharpe!

Sharpe ni siquiera sabía lo que era un axioma, pero asintió respetuosamente.

—Lo haré, señor.

—Hay ocasiones en las que un oficial puede considerar errónea la decisión de un superior —el príncipe aludía sin duda a su comportamiento en Quatre Bras, pero con tanta delicadeza que Sharpe, cansado como estaba, apenas se dio cuenta—, pero dicho oficial debería estar agradecido de que su superior haya tenido la audacia de tomar alguna decisión. ¿No es cierto? —El príncipe lanzó una mirada a Sharpe, que se limitó a mover la cabeza afirmativamente.

Rebecque se apresuró a ofrecerle al príncipe el requerido asentimiento verbal.

—Es muy cierto, señor, muy cierto.

El príncipe, resentido por la falta de respuesta de Sharpe, se puso frente al fusilero, muy cerca de él.

—Pienso también que lo mínimo que puedo esperar de mi estado mayor es lealtad. ¿No es así? ¿Lealtad? —La palabra salió con una bocanada de aliento que apestaba a brandy.

—Por supuesto, señor —dijo Sharpe.

Rebecque se aclaró la garganta.

—El coronel Sharpe ya me ha expresado sus más sinceras excusas por haber disgustado a su alteza. También me ha asegurado su lealtad hacia su alteza. ¿No es cierto, Sharpe? —Le hizo la pregunta al fusilero casi entre dientes.

—En efecto, señor. —Sharpe había recurrido a sus antiguos modales de sargento, diciendo simplemente lo que un oficial quería oír. Siempre era fácil contentar a los oficiales engreídos con una sucesión de «sí», «no» y «por supuesto».

El príncipe, intuyendo quizá que ya había conseguido toda la victoria que aquella noche iba a obtener, sonrió.

—Agradezco que estemos de acuerdo, Sharpe.

—Sí, señor.

El príncipe volvió a su silla y se sentó despacio, como si la responsabilidad de Europa recayera sobre sus largos y flacos hombros.

—Quiero que mañana se emplace en el flanco derecho, Sharpe. Usted será mis ojos. En cuanto vea cualquier movimiento de flanqueo por parte de los franceses tendrá que informarme.

—Por supuesto, señor.

—Muy bien, muy bien. —El príncipe sonrió para demostrar que todo estaba perdonado, luego miró a Rebecque—. ¿Tiene usted un uniforme holandés de recambio, Rebecque?

—Claro que sí, su alteza.

—Bríndeselo al coronel Sharpe, si es usted tan amable. Y lo va a llevar mañana, Sharpe, ¿me oye?

—Perfectamente, señor.

—Entonces, hasta mañana. —El príncipe les dio las buenas noches a ambos con un movimiento de cabeza—. Rebecque. Mande entrar a mi costurera, ¿quiere?

Con diligencia, Rebecque hizo pasar a Paulette a la habitación del príncipe y luego acompañó a Sharpe por el pequeño rellano hacia su propio dormitorio, donde le dejó elegir entre algunos uniformes que tenía en un baúl de viaje de hojalata.

—Guárdelos —dijo Sharpe.

—Mi querido Sharpe…

—Durante diez años he combatido con los malditos franceses con esta chaqueta, Rebecque. —La interrupción de Sharpe denotó resentimiento—. No estaba aprendiendo a combatir de unos condenados libros en la maldita Universidad de Eton, yo estaba matando a esos hijos de puta. Empecé a matar franceses cuando ese pequeño cabrón todavía se meaba en los pantalones. —Lleno de ira y frustración, Sharpe dio un puñetazo contra la pared que rompió el enlucido y los listones, dejando un agujero irregular—. ¿Y por qué diablos me sigue queriendo en su estado mayor, a todo esto? ¿No tiene a bastante gente para cortarle la comida?

Rebecque soltó un suspiro de resignación.

—Usted tiene reputación, Sharpe, y el príncipe la necesita. Sabe que cometió un error. El ejército entero lo sabe. ¿Cree usted que Halkett no se ha quejado amargamente al duque? Por lo tanto, el príncipe necesita que los soldados vean que usted está de su lado, que lo apoya, ¡incluso que lo respeta! Por eso quiere que lleve su uniforme. ¡Al fin y al cabo, usted no está adscrito a un regimiento británico, como Harry o Simon, sino que lo ha elegido personalmente! Y ahora, por favor, tome una chaqueta y póngasela mañana.

—O lucho con el verde de los fusileros, Rebecque, o no voy a entrar en combate. ¿Y qué demonios hago en el flanco derecho?

—Se mantiene alejado de él, Sharpe. Está allí para que no pueda causar problemas. ¿O preferiría pasarse toda la batalla atado a los faldones de su alteza?

Sharpe esbozó una sonrisa.

—No, señor.

—Al menos estamos de acuerdo en algo. No es que el príncipe pueda hacer mucho daño mañana. Wellington ha disuelto el cuerpo, por lo que su alteza no tiene un verdadero mando, aunque me imagino que encontrará algo que hacer. Normalmente lo hace. —Rebecque parecía nostálgico, pero luego sonrió—. ¿Ha comido?

—No, señor.

—Tiene aspecto de estar molido. —Rebecque, que obviamente se dio cuenta de que el inglés no iba a rendirse en aquella batalla por el uniforme, cerró el baúl de viaje—. Vamos, le buscaré algo de comer.

El reloj del vestíbulo dio las once. Sharpe, que sabía que debía estar en la colina antes del amanecer, dejó instrucciones para que lo llamarán a las dos y media y luego se llevó el pan y el cordero frío que le había dado Rebecque a los establos, donde Harper había separado un montón de paja relativamente seca para utilizarla de cama.

—Y bien, ¿cómo estaba su alteza? —preguntó el irlandés.

—Tan lleno de mierda como un huevo de sustancia.

Harper soltó una carcajada.

—¿Y mañana?

—Sabe Dios, Patrick. Supongo que mañana nos enfrentaremos al emperador.

—No es mala idea.

—Pero usted tiene que mantenerse alejado del peligro, Patrick.

—¡Lo haré! —exclamó Harper indignado, como si el rezongo le recordara a su esposa.

—Ayer no se mantuvo al margen.

—¡Ayer! ¡Ayer no se me acercó ninguno de esos cabrones! Pero mañana me mantendré a salvo, no se preocupe.

Se quedaron en silencio. Sharpe se puso la capa húmeda sobre el empapado uniforme y escuchó el sonido de la lluvia al golpear contra los adoquines del patio. Pensó en los horribles temores de Peter D’Alembord y se acordó de su propio terror en Toulouse, y se preguntó por qué aquella batalla no le estaba afectando de la misma manera. Sólo de pensarlo se acrecentó su propio miedo, el miedo a que aquella falta de terror fuera en sí misma un presagio de desastre; sin embargo, sumido en la oscuridad y escuchando el ruido que hacían los caballos al moverse pesadamente detrás de su cama, Sharpe no pudo sentir ningún terror ante el día siguiente. Tenía curiosidad por combatir contra el emperador y estaba tan inquieto como cualquier soldado, aunque no sufría aquel terror con efecto laxante que atormentaba a D’Alembord.

Escuchó el sonido de la lluvia y se preguntó cómo terminaría el día siguiente. Mañana por la noche, pensó, se encontraría en plena retirada hacia la costa o bien lo habrían hecho prisionero, o tal vez incluso estuviera marchando hacia el sur en persecución de un enemigo derrotado. Se acordó del triunfo en Vitoria, que había hecho que los franceses se desmoronaran en España, y de cómo Harper y él habían cabalgado, tras la batalla, hacia aquel campo de oro y joyas. Aquello había sido una respuesta a las plegarias del soldado: Dios enviaba a un enemigo rico y no un cuchillo de cirujano.

Lucille estaría preocupada esperando noticias. Sharpe cerró los ojos y trató de dormir, pero no lograba conciliar el sueño. El hombro y la pierna le dolían muchísimo. Harper ya dormía, y daba unos fuertes ronquidos junto a la puerta. Bajo el arco del patio de la cuadra, el centinela daba patadas en el suelo. El fragante humo de su pipa de cerámica llegaba al establo y ayudaba a evitar el hedor del montón de estiércol mojado apilado en la parte de atrás del patio. En el piso de arriba, en la habitación del príncipe, se apagó una vela y la casa quedó sumida en la oscuridad. Los relámpagos parpadeaban silenciosos por encima de los tejados en los que la lluvia golpeaba, rebotaba y manaba por entre las tejas.

En las colinas gemelas, a unos cinco kilómetros al sur, dos ejércitos trataban de dormir bajo el aguacero. Se envolvían en sobretodos para conseguir un poco de calor, pero el confort era ilusorio puesto que hacía mucho rato que la lluvia había empapado hasta las últimas puntadas de su ropa. La mayoría de las hogueras se habían extinguido y el poco combustible que hubiera podido alimentarlas se estaba reservando para calentar el agua del té de la mañana siguiente.

Fueron pocos los soldados que en realidad durmieron, muchos fingieron hacerlo. Algunos permanecieron sentados en los pequeños setos, aferrándose a su desdicha durante las horas de oscuridad. Los piquetes emplazados en las faldas delanteras de las colinas temblaban, mientras que en las traseras, donde las cosechas ya habían sido pisoteadas hasta quedar convertidas en un cenagal, los soldados estaban tumbados sobre los surcos que habían pasado a ser torrentes de agua. Unos cuantos hombres que renunciaban a dormir estaban sentados sobre sus mochilas y conversaban en voz baja. Algunos caballos británicos se liberaron, puesto que las estacas a los que estaban atados se habían soltado del suelo mojado, y, asustados por los distantes relámpagos azules como el hielo, atravesaron los campamentos galopando como locos. Los soldados maldijeron y se apartaron a toda prisa de la amenaza de aquellos cascos aterrorizados, entonces los caballos salieron estrepitosamente al amplio valle, que estaba oscuro y vacío bajo la terrible tormenta.

En las tres granjas que había delante de la colina ocupada por los británicos, las guarniciones dormían resguardadas por sólidos tejados. Los centinelas miraban detenidamente hacia la lluvia desde las ventanas de las granjas. Unos cuantos soldados, ansiosos por encontrar algún augurio que les dijera lo que les deparaba el futuro, recordaron la tradición de victorias británicas que siguieron a grandes temporales. En Agincourt, los soldados, superados en número y enfrentados a un enorme y poderoso ejército francés, se habían agachado de forma similar, como animales, bajo una tormenta que había retumbado por el cielo nocturno antes del inicio de su batalla, y ahora una nueva generación de antiguos enemigos escuchaba las sacudidas y el azote de los truenos por un cielo nocturno que se partía en dos con los demoníacos rayos de punzante luz.

Los piquetes británicos temblaban. El ejército francés estaba acampado junto a la colina sur, aunque las fogatas del enemigo hacía rato que se habían extinguido y las únicas luces que se divisaban en la línea enemiga eran dos débiles manchas amarillas que señalaban las ventanas de las tabernas iluminadas por la luz de las velas. Incluso aquellas luces palidecían y en ocasiones quedaban ocultas bajo el mero volumen de la lluvia. Los piquetes tenían la impresión de que el aguacero nunca cesaría. Era un diluvio apropiado para el fin del mundo; una lluvia que martilleaba y lo barría todo ante el viento para empapar los campos, derramarse por los surcos del arado, anegar las zanjas, aplastar las cosechas e inundar los caminos de las granjas. Era una locura de viento y agua que batía en la oscuridad para traer la desdicha a un campo que, al estar situado entre dos colinas, estaba destinado a sufrir aún más a la mañana siguiente.