CAPÍTULO 8
El príncipe de Orange, alegremente y sin tener en cuenta que casi la mitad de sus huestes habían huido del campo de batalla, saludó al duque de Wellington con una buena noticia.
—¡Hemos ocupado el bosque! —anunció en un tono que daba a entender que la victoria estaba garantizada.
El duque, que acababa de volver de Ligny donde los prusianos esperaban el ataque de Napoleón, lanzó una fría mirada a los fugitivos que se dirigían en tropel al norte hacia Bruselas, luego volvió su grave rostro hacia el príncipe.
—¿El bosque? —La educada petición del duque para que le informaran con más detalle fue glacial.
—¡Allí! —el príncipe señaló de manera imprecisa hacia el flanco derecho—. ¿No es así, Rebecque?
Rebecque cedió la respuesta a Sharpe que había visitado el flanco derecho.
—La brigada del príncipe Bernhard retrocedió hacia el bosque, señor. Tienen ocupado el límite de los árboles.
El duque se dio por enterado con un seco movimiento de cabeza y espoleó a su caballo para que avanzara unos pasos y así poder contemplar la ruina que había heredado del príncipe de Orange. Las tropas belgas habían sido expulsadas de todas las granjas de vanguardia y no habían conseguido guarnecer Gemioncourt, lo cual era aun más desastroso. La caballería, artillería e infantería francesas ya habían avanzado hasta el arroyo y tan sólo era cuestión de instantes que lanzaran un fuerte ataque hacia el vital cruce. La única buena noticia era que el príncipe Bernhard de las huestes de Saxe-Weimar ocupaba el bosque de la derecha, negando así a los franceses la protección de los árboles cuando atacaran la encrucijada, pero esa exigua ventaja no serviría de nada a menos que el duque pudiera formar otra línea defensiva para proteger la carretera.
El material humano para esa línea al fin llegaba. Los fusileros que Harper había visto eran la vanguardia de la quinta división de sir Thomas Picton. El resto de aquella división atravesaba la encrucijada en aquellos instantes, pasando por delante de lo que quedaba de los desanimados belgas.
—Le prometí a Blücher que marcharíamos en su ayuda —el duque saludó a sir Thomas Picton—, pero sólo en caso de que aquí no nos atacaran. —Un cañón francés disparó a largo alcance desde Gemioncourt y la bala dejó atrás el camino, pasó de largo junto al duque y se estrelló estrepitosamente contra un muro de la granja ubicada en el cruce—. Parece ser que hoy los prusianos tendrán que combatir sin nosotros —dijo el duque con sequedad, y con un gesto señaló los campos que se extendían a la izquierda de Quatre Bras—. Que sus hombres se alineen a lo largo de ese camino, sir Thomas, con el flanco derecho delante de la encrucijada.
El teniente general sir Thomas Picton, un hombre fornido y con mal genio que había combatido valerosamente en España, fulminó al duque con la mirada.
—No estoy dispuesto a recibir órdenes de ese maldito niñato holandés.
—Va a recibir órdenes mías, Picton, no de su alteza real. Estoy totalmente de acuerdo. Y ahora, ¿sería tan amable de obedecer esas órdenes?
Picton, vestido con una chistera y una chaqueta de civil que daban la impresión de haber sido desechadas por un granjero, obedeció. Su infantería marchó entre los desorganizados batallones holandeses y tomó posición justo al sur del camino a Nivelles. Más cerca de la encrucijada estaba el 92.º, un batallón de soldados de los Highlanders que llevaban faldas escocesas, calcetines largos a cuadros rojos y blancos y boinas escocesas con plumas negras junto a ellos había más tropas de las Highland el 42.º o Guardia Negra, que iban ataviados con los oscuros mantones de su traje escocés y penachos rojos y cuyos oficiales exhibían plumas de buitre en sus gorras y llevaban unos mortíferos sables. A su lado estaba el 44.º, el East Essex, unos tranquilos hombres del campo con casacas color escarlata forrado de amarillo, Los tres batallones eran veteranos, inmunes a los tambores y vítores franceses y que se contentaban con fumar en sus cortas pipas de arcilla mientras esperaban a ver qué les reportaría el día desde los crecidos campos de centeno.
Habían trasladado las baterías francesas desde Frasnes a las colinas que se alzaban por encima de Gemioncourt. En aquellos instantes sus artilleros realizaban los últimos ajustes a las manivelas de sus cañones mientras la infantería, que había ocupado el centro del campo de batalla sin apenas sufrir un rasguño, descansaba entre el centeno. Los franceses parecían no tener ninguna prisa, creyendo tal vez que la batalla por Quatre Bras ya estaba ganada. A menos de doce kilómetros al este había empezado otra batalla aun mayor, tal y como evidenciaba el repentino y abrumador estruendo de las salvas de cañón que atravesaban la campiña intermedia rodando y golpeando el suelo. El emperador había lanzado su ataque contra los prusianos.
Llegaron a Quatre Bras las primeras baterías de la artillería británica y se les ordenó que desengancharan los armones de los cañones en la encrucijada. Casi inmediatamente los artilleros cayeron bajo el intenso fuego de mosquetes de los fusileros franceses que habían avanzado arrastrándose por el crecido centeno. Los Voltigeurs enemigos eran especialmente numerosos en la franja de prado que había entre la carretera y el bosque, donde los hombres de Saxe-Weimar mantenían su tenaz resistencia. Los regimientos de los Highlanders hicieron avanzar a sus compañías ligeras para rechazar el ataque de los franceses.
Sharpe también era un fusilero y observó el combate de las compañías ligeras con ojos de profesional. La tarea de los fusileros era bastante sencilla. Una línea de combate estaba formada por un montón de soldados muy cerca unos de otros que podían disparar una mortífera carga de metal en descargas ordenadas, pero para desbaratar a esos soldados y mermar sus filas se mandaba a los fusileros como un enjambre de avispas que los aguijoneara y los desconcertara. La mejor manera de derrotar a los fusileros era con más fusileros, enfrentándose los dos enjambres en un combate privado entre las líneas. Un combate que los británicos estaban acostumbrados a ganar contra los franceses, pero aquel día éstos parecían haber desplegado muchos más hombres de lo normal. Los soldados de los Highlanders realizaron un enérgico ataque pero fueron detenidos en el margen del campo por la pura carga del fuego de mosquete que humeaba y parpadeaba por entre el centeno.
—¡Hay miles de esos hijos de puta! —Harper nunca había Visto una línea de escaramuza con un contingente tan abrumador.
—Creía que iba a mantenerse alejado de los problemas. —Sharpe tuvo que levantar la voz por encima del sonido del fuego francés.
—Sí.
—¡Entonces retroceda!
Había aun más fusileros franceses que avanzaban, de manera que a todo lo largo de la línea que formaba la división de Picton los casacas rojas iban cayendo y los sargentos habían iniciado su letanía de combate.
—¡Cierren filas! ¡Cierren filas! —Las compañías ligeras no tenían nada que hacer ante tal horda de fusileros enemigos.
En dos ocasiones hizo avanzar el duque a batallones enteros en línea para barrer a los Voltigeurs franceses, pero en cuanto el batallón británico volvía a ocupar su posición la escaramuza enemiga retrocedía arrastrándose y el humo de sus mosquetes volvía a surgir desde el margen del campo de centeno. Los restos del papel de los cartuchos habían provocado pequeños incendios en las secas cosechas. Las llamas crepitaban pálidamente bajo la intensa luz del sol, añadiendo aun más humo a la cada vez más densa nube creada por la pólvora.
La caballería llegó a la encrucijada. Bajaron por el camino de Nivelles con un alegre tintineo de las barbadas. Los jinetes eran soldados belgas holandeses y de Brunswick. Estos últimos, con casacas de color negro, estaban al mando de su propio duque, que dirigió un ataque en la franja de campo situada al este de la carretera. Los fusileros franceses huyeron de los sables del duque de Brunswick como ratones que escaparan del azote de los gatos, pero entonces los jinetes de la calavera se encontraron con una brigada de la infantería francesa que estaba escondida entre la crecida mies al otro lado del arroyo. La brigada había formado cuadros y arremetieron contra los jinetes alemanes con descargas de mosquete, de manera que la caballería se arremolinó desordenadamente, hombres y caballos cayeron desplomados hasta que, frustrados y ensangrentados, se vieron obligados a batirse en retirada. Algunos galoparon hacia el bosque para salvaguardarse, otros se retiraron hacia el cruce atravesando los campos de centeno. El duque de Brunswick estaba muerto.
El príncipe se había inspirado con el éxito de las tropas de Brunswick. Pasó al galope junto a Sharpe.
—¡Vamos, Sharpe! ¡Vamos! ¡Ésa es la manera de quitarlos de en medio!
—Quédese aquí —le advirtió Sharpe a Harper, y clavó sus talones para salir detrás del príncipe que estaba ordenando a su propia y recién llegada caballería en dos filas. Los soldados de Brunswick con sus casacas negras, algunos con los sables ensangrentados, reforzaron a los belgas holandeses que siguieron a su príncipe hacia la amplia extensión de campo donde los fusileros franceses seguían rociando a los casacas rojas con los disparos de sus mosquetes. El príncipe había desenvainado su sable con empuñadura de marfil que agitaba entonces por encima de la cabeza como señal para que las dos líneas se pusieran al trote.
Los caballos se adentraron en el centeno humeante. Los fusileros franceses, aterrorizados con toda la razón ante aquellas espadas curvas, huyeron precipitadamente y la infantería británica gritó entusiasmada cuando sus torturadores fueron expulsados.
Sharpe cabalgaba con Rebecque y los demás oficiales del estado mayor entre las dos filas de soldados holandeses, en tanto que el príncipe lo hacía a la cabeza de los jinetes. El príncipe estaba contento. ¡Aquello era la guerra! Los casacas rojas lo habían vitoreado, lo cual demostraba que se reconocía su heroísmo. Su caballo corveteaba con gracia y el sol se reflejaba en la bruñida hoja de su sable. Los fusileros franceses huían de él aterrorizados igual que la caza escapa del batidor, en un instante daría la orden de ir a todo galope y se imaginaba la emoción de penetrar en las líneas enemigas, dar sablazos a los artilleros y abalanzarse sobre el bagaje francés. Europa sabría que había surgido un nuevo poder militar: ¡William, príncipe de Orange!
Pero el enjambre de fusileros franceses se batía en retirada ante el príncipe. Unos cuantos se detuvieron para disparar a sus perseguidores pero no se aventuraron a quedarse mucho tiempo parados por temor a los sables, de modo que sus disparos al azar no causaron daños. Los franceses que huían atravesaron chapoteando el riachuelo y siguieron corriendo dejando atrás la granja Gemioncourt. Parecía que delante no había columnas francesas, sólo el tentador campo de centeno que ascendía hasta la poco elevada cima donde los artilleros franceses esperaban para ser atravesados por los sables del príncipe. El teniente Doggett, que cabalgaba al lado de Sharpe, desenvainó su espada nerviosamente.
—Nunca he luchado a caballo.
—Simplemente concéntrese en mantenerse sobre la silla e intente no rebanarle las orejas a su caballo.
—Sí, señor. —Doggett miró las orejas de su caballo de una forma harto especulativa.
—No golpee con la espada —Sharpe continuó su clase de última hora—, clávela. ¡Y no deje que su caballo se detenga! Si se queda quieto en medio de una refriega morirá.
—Sí, señor.
El príncipe no parecía tener miedo, cruzó el vado al trote y fue directo hacia los cañones franceses que se erguían silenciosos en el horizonte. Se preguntaba por qué no se le había ocurrido hacer que fabricaran una enorme bandera de seda naranja, una bandera que le siguiera en el campo de batalla para aterrorizar al enemigo. Se giró buscando a Rebecque con la intención de ordenar al jefe del estado mayor que mandara hacer una bandera como esa, pero lo que vio fue que toda la primera fila de sus jinetes se había detenido ignominiosamente en la otra orilla del arroyo.
—¡Vamos! —les gritó el príncipe—. ¡Síganme!
No se movió ni un solo soldado o caballo y la segunda fila de jinetes se paró a unos pocos pasos por detrás de la primera.
El príncipe volvió a mirar al frente y vio que una brigada de la caballería ligera francesa había aparecido junto a los cañones enemigos. Los jinetes enemigos eran lanceros y húsares, vistosamente vestidos de verde, rojo escarlata y azul, estaban desplegados delante de los cañones formando sus dos propias líneas de ataque. Los portaestandartes franceses llevaban guiones mientras que cada uno de los lanceros tenía un pequeño banderín ahorquillado de color rojo y blanco sujeto justo debajo de la fina hoja de su arma. Las fuerzas del príncipe superaban en número a la caballería francesa, pero ésta seguía avanzando con airosa seguridad. Sería sable contra sable y sable contra lanza.
Los franceses se detuvieron a unos doscientos metros de la inmóvil caballería holandesa. Los lanceros formaban la fila frontal mientras que los húsares frenaron sus caballos a unos cincuenta pasos por detrás. Durante unos pocos segundos los dos contingentes de caballería se limitaron a mirarse los unos a los otros y entonces el príncipe alzó su pesado sable por encima de su cabeza.
—¡A la carga!
Lo gritó con una magnífica y alta voz. En ese mismo instante se adelantó y bajó la punta de su sable, pero entonces se dio cuenta de que sus hombres no se habían movido de la orilla del riachuelo. Los oficiales del estado mayor habían empezado a seguir al príncipe con diligencia, pero los jinetes belgas se habían quedado obstinadamente quietos.
—¡A la carga! —volvió a gritar el príncipe, pero de nuevo nadie se movió. Algunos oficiales trataron de instar a sus hombres a que avanzaran, pero los pocos que se vieron obligados a adelantarse enseguida se hicieron a un lado y volvieron a detenerse.
—¡Maldita sea! —Sharpe desenvainó su espada y miró a Simon Doggett—. Dentro de unos segundos, teniente, esto va a convertirse en un condenado caos sangriento. Cuando empiece, cabalgue hacia la encrucijada como si le persiguiera el diablo. No mire atrás, no aminore la marcha y no intente jugar con los lanceros.
—Sí, señor.
Doggett echó un vistazo a izquierda y derecha pero los belgas no iban a acercarse a los franceses. Hacía tan sólo un año aquellos belgas habían formado parte del ejército francés y no querían matar a sus antiguos camaradas. Algunos jinetes belgas dieron la vuelta a sus caballos para demostrar que no estaban dispuestos a cargar.
Los caballos franceses resoplaban, sacudían la cabeza y pisoteaban el centeno. Los lanceros sostenían sus armas de más de dos metros de largo en posición vertical para que las banderas rojas y blancas crearan un magnífico espectáculo contra el cielo. Sharpe detestaba las lanzas. Lo habían capturado a punta de lanza en la India y todavía tenía la cicatriz en el pecho. Algunos soldados preferían el combate de lanzas contra sables aduciendo que una vez evadida la punta de la lanza, el lancero era fiambre, pero Sharpe nunca se había sentido cómodo al enfrentarse a las muy afiladas lanzas de hoja estrecha.
Entonces, con una amenaza deliberadamente lenta y sin que al parecer se hubiera dado ninguna orden, toda la primera fila de la caballería francesa bajó la punta de sus lanzas en posición de ataque.
La visión de las hojas que descendían fue suficiente para los jinetes belgas. Hicieron girar a sus caballos de un tirón, clavaron las espuelas y huyeron. Los oficiales de estado mayor trataron de que los jinetes más próximos volvieran a formar, pero fue inútil.
Sharpe tiró de la brida de Doggett para que su caballo diera la vuelta.
—¡Váyase de aquí! ¡Cabalgue!
El príncipe ya había escapado. Rebecque miraba fijamente al enemigo con los ojos hinchados y llorosos por la alergia. Se oyó una corneta francesa que sonó fuerte y burlona y que hizo que los lanceros empezaran su persecución.
—¡Vamos, Sharpe! —gritó Rebecque.
Sharpe ya había hecho girar a su caballo. Vio al príncipe más adelante, cabalgando con la cabeza baja. Espoleó su montura y oyó el estrépito de los caballos enemigos que iban detrás al galope. Los toques de trompeta enemigos llenaron el cielo de amenaza.
Fue una carrera. Los caballos franceses más veloces adelantaron rápidamente a los más lentos de los belgas. Se echaron atrás las lanzas y se arrojaron contra espaldas desprotegidas. Los hombres gritaban, arqueaban la columna y caían. Los cascos de los caballos levantaban grandes pedazos de tierra. Un holandés le dio una cuchillada a ciegas a un lancero y, para su sorpresa, lo hizo caer de espaldas de la silla. Un caballo sangraba y cojeaba. Un soldado de Brunswick se cayó de la montura, se levantó apresuradamente y al momento lo atravesó el sable de un húsar. Los húsares estaban alcanzando entonces a los más lentos jinetes belgas holandeses y sus sables cortaban cuellos y dejaban costillas al descubierto. La sangre dejaba el centeno brillante y resbaladizo. Cientos de quebrantados jinetes holandeses se dirigían en tropel al norte hacia el cruce y el enemigo galopaba entre ellos gritando para que el pánico no dejara de bullir, matando y acuchillando cuando podían.
El duque de Wellington avanzó para detener la desbandada pero la caballería belga holandesa no le hizo caso y se separó al pasar por entre los miembros de su estado mayor en una avalancha de caballos sudorosos y soldados asustados. Los franceses subían a toda prisa por detrás y por los flancos.
—¡Retroceda, señor! —le gritó un oficial del estado mayor al duque, que no dejaba de gritar y maldecir a los belgas presas del pánico. Lo único que podía ver el duque era un caos de polvo, centeno en llamas, sangre y jinetes aterrados hasta que, nítido entre el despavorido remolino, de repente vio el brillante resplandor de las hojas de las lanzas y los cascos de los franceses. El duque dio la vuelta a su caballo y salió a toda prisa. No podía escapar por el camino puesto que estaba abarrotado de fugitivos, así que cabalgó directamente hacia las sólidas filas del 92.º. Tanto a su derecha como a su izquierda había franceses que trataban de cortarle el paso al duque por delante. Dos lanceros iban detrás, espoleando a sus caballos hasta hacerles sangrar las ijadas en su intento por alcanzarlo. Copenhague, el caballo del duque que llevaba el nombre de una de sus primeras victorias, estiró el cuello. Los soldados de los Highlanders se hallaban de pie formando cuatro filas que esgrimían sus bayonetas. Ningún caballo cargaría contra una formación tan abarrotada como aquélla, pero el duque gritaba a los escoceses:
—¡Al suelo! ¡Al suelo! ¡Al suelo!
Cuatro filas de soldados se echaron al suelo. Copenhague se preparó, saltó y el duque pasó sin ningún percance por encima de los dieciséis hombres agachados.
—¡Fuego! —gritó un oficial de los Highlanders, y una descarga de mosquetes se precipitó sobre los perseguidores franceses. Los dos lanceros murieron al instante y sus caballos se debatían ensangrentados por el suelo casi a los pies de la primera fila—. ¡Carguen! —El oficial que gritaba las órdenes de disparar era uno de los soldados que habían bailado sobre las espadas cruzadas en el salón de baile de la duquesa la noche anterior—. ¡Fuego! —El rostro de un húsar desapareció envuelto en sangre al tiempo que su caballo herido retrocedía. Hombre y animal cayeron con un alarido cruzándose en el camino de un lancero que iba al galope. El caballo del lancero cayó con las piernas rotas mientras que su jinete quedó tumbado en el suelo ileso. La lanza, que se había clavado profundamente en el suelo, vibró—. ¡Fuego! —gritó el oficial escocés.
Una mezcla de caballería francesa y belga holandesa galopaban hacia la línea de infantería. Los belgas, desesperados por ponerse a salvo, apretaban el paso por los espacios que quedaban entre los batallones y los jinetes franceses cabalgaban con ellos. De pronto los casacas rojas se dieron cuenta de que detrás de ellos había jinetes enemigos.
La Guardia Negra recibió órdenes de formar un cuadro. Las alas del batallón se curvaron hacia atrás y hacia el interior, pero los lanceros enemigos ya se hallaban tras la línea y se apresuraron a introducirse en los espacios entre las alas. Vieron los estandartes escoceses y arrojaron sus lanzas hacia los soldados que protegían las grandes banderas de seda. Dos oficiales escoceses se enfrentaron a ellos a caballo. Un lancero recibió el golpe de un tradicional claymore escocés y el cráneo se le partió hasta el cuello de la casaca. El coronel Macara les chillaba a sus flancos que se cerraran y, con pura fuerza bruta, los dos extremos de la fila se obligaron a moverse hacia el interior y formar un burdo cuadro. Una docena de lanceros enemigos quedaron atrapados dentro de la formación.
Uno de ellos arremetió contra el coronel, pero Macara apartó la lanza de un golpe y le embistió con su espada claymore.
—¡Sección, fuego! —gritó mientras su acero estaba aún matando al lancero. Otros lanceros fueron arrancados de sus sillas por vengativos soldados escoceses que los acuchillaron con las bayonetas. Fuera del cuadro los jinetes se desviaron para alejarse de las descargas de la sección mientras que en el interior del mismo los lanceros atrapados fueron víctimas de una carnicería. Los estandartes estaban a salvo y las gaitas no habían dejado de sonar en ningún momento.
El batallón vecino, el East Essex, permanecía alineado. Ellos, al igual que los escoceses, habían formado cuatro filas, pero su coronel sencillamente hizo dar la vuelta a su fila trasera y abrió fuego por delante y por detrás, matando a jinetes belgas holandeses y franceses indiscriminadamente. Un grupo de decididos soldados de la caballería francesa cabalgó a toda velocidad desde la retaguardia en un furioso intento por capturar el estandarte del batallón. Las lanzas atravesaron a dos sargentos británicos, un sable apartó a un casaca roja de una cuchillada y entonces un lancero clavó su larga hoja en el ojo del abanderado que llevaba el estandarte del regimiento. El abanderado Christie cayó, pero se aferró con todas sus fuerzas a la gran bandera de seda amarilla mientras se desplomaba. Dos húsares atacaron al postrado Christie inclinándose desde sus monturas para acuchillar al muchacho de dieciséis años con sus sables.
Los casacas rojas avanzaban como podían, pasando por encima de sus propios muertos y heridos. Un lancero trató de agarrar el estandarte con la punta de su arma pero Christie se asió a él con denuedo. Los dos húsares gruñeron mientras hendían en él sus sables. Un disparo de mosquete mató a uno de los franceses, el otro esquivó una acometida de bayoneta y luego le propinó una última estocada a Christie.
Detonó otro mosquete y el húsar fue arrancado de su silla como un títere al que le tiraran de las cuerdas. Un puñado de oficiales con casaca roja y soldados se precipitó sobre el yacente Christie y alejó a los últimos enemigos. Un lancero había atravesado con su arma una esquina de la bandera y tiraba de ella para cercenar un pedazo de la seda amarilla, pero incluso ese trofeo se les negó a los franceses. Tres mosquetes hicieron fuego y el lancero cayó del caballo de espaldas.
—¡Cierren filas! ¡Cierren filas! —gritaban los sargentos. Una estrepitosa descarga despejó un espacio al frente del batallón. La atmósfera estaba cargada del hediondo humo de la pólvora, apestaba con la fetidez de la sangre y el aire se llenaba con el fuerte ruido de los gritos de hombres y caballos. Un caballo sin jinete atravesó la línea de frente a un galope desenfrenado dejando un torrente de sangre a su paso. Un lancero que se alejaba a pie tambaleándose fue abatido por una bala de mosquete. Los jinetes franceses se daban la vuelta y se alejaban, tratando de escapar a las descargas de fusilería.
El abanderado Christie estaba vivo y todavía tenía el estandarte agarrado con fuerza contra su cuerpo, lacerado con más de veinte heridas de sable y lanza. Sus hombres hicieron una camilla con mantas y mosquetes y lo llevaron a los cirujanos que se habían instalado en el granero junto a la encrucijada. El estandarte, con su brillante seda amarilla rasgada por el acero y manchada con la sangre de Christie, se alzó de nuevo. La caballería francesa, como el reflujo de una marea de sangre, volvió a formar a unos cuatrocientos metros de distancia. La encrucijada había resistido.
Los soldados de la Guardia Negra arrastraron a los lanceros muertos fuera de su cuadro y amontonaron los cuerpos formando una especie de muralla para hacer tropezar a cualquier otro caballo que cargara contra ellos. Los soldados volvieron a cargar sus mosquetes. Los heridos retrocedían cojeando hacia los cirujanos. Un soldado cayó de rodillas, vomitó sangre y se desplomó.
Los franceses habían estado a punto de romper las líneas británicas. Algunos de los húsares y lanceros, que habían cabalgado hacia la retaguardia de los batallones de casacas rojas, habían galopado por la carretera que estaban intentando capturar y sólo se habían retirado atravesando los espacios entre los batallones porque no tenían suficientes jinetes para retener la vía temporalmente tomada. En aquellos momentos a los franceses les parecía que un esfuerzo más sin duda daría resultado y que la infantería de casacas rojas se desmoronaría igual que lo habían hecho los jinetes belgas holandeses. Atronaron las trompetas para anunciar ese segundo esfuerzo que, para asegurar el éxito, se había intensificado con ochocientos Cuirassiers: los gros frères, hermanos mayores, del ejército francés. Los coraceros llevaban peto de acero, casco y espaldar, y montaban los caballos más recios de toda la caballería francesa. Un hermano mayor, con su armadura y su caballo, pesaba más de una tonelada. Los gros frères, en cuyas corazas de acero se reflejaba el sol como fuego plateado, iniciarían el segundo ataque y aplastarían a la infantería a fuerza de peso y terror.
La infantería estaba preparada para el ataque. Las descargas de mosquete retumbaron con humo y llamas y sus balas atravesaron limpiamente la chapa de la armadura. Los coraceros eran derribados y caían sobre el aplastado centeno mientras las descargas de mosquete se mantenían su ritmo asesino. Los caballos moribundos temblaban sobre la comprimida mies mientras los coraceros heridos se esforzaban por librarse de los cascos y armaduras antes de alejarse renqueando. Los lanceros y los húsares, al ver la masacre de los acorazados jinetes, no insistieron con su propio ataque.
—¡Alto el fuego! ¡Carguen! —les gritaban oficiales y sargentos a los cuadros británicos. Las bandas de los regimientos siguieron tocando mientras que en los cuadros los estandartes colgaban pesadamente en aquel aire húmedo y cargado de humo. La caballería enemiga, ensangrentada y vencida, se retiró al arroyo. Desde el este llegaba el sonido de cañonazos, lo cual significaba que los prusianos todavía disputaban su batalla.
Entonces, los fusileros franceses avanzaron a rastras y volvieron a abrir su fuego mortificante, y desde el otro lado de Gemioncourt los cañones de doce libras franceses empezaron a disparar contra las filas británicas. La caballería enemiga todavía estaba a la vista y no demasiado lejos, por lo que la infantería se vio obligada a permanecer en su formación de cuadro como objetivo principal para los pesados cañones franceses.
A la infantería le había llegado el momento de sufrir.
* * * *
Por las carreteras que llevaban a Quatre Bras desde el oeste y el norte, las apresuradas tropas británicas vieron el creciente dosel de humo y oyeron el incesante aguijoneo de la artillería pesada. Ya había carretas que viajaban de vuelta a Bruselas llevando a heridos que se quejaban en el calor de la tarde, mientras su sangre goteaba por las tablas del fondo y manchaba la blanca carretera de rojo. Otros soldados heridos se alejaban a pie de la batalla y se dirigían a sus antiguos campamentos tambaleándose bajo el sol. En Nivelles los vecinos se apiñaban en las puertas de sus casas, escuchaban el ruido de la batalla y miraban con los ojos muy abiertos a los soldados malheridos que pasaban cojeando por delante. Algunos soldados belgas ilesos divulgaron la noticia de que los británicos ya estaban vencidos y que el emperador se encontraba ya de camino a Bruselas.
Las nubes crecían al oeste, cada vez más arriba y más oscuras.
A menos de veinte kilómetros al norte de Quatre Bras, en el invernadero de una granja llamada Hougoumont que, a su vez, estaba cerca de la aldea de Waterloo, había algunos hombres atareados entresacando la cosecha de manzanas.
Arrancaban la fruta verde y la metían en cestos, asegurándose con ello de que las manzanas restantes crecieran hermosas y jugosas. La fruta descartada serviría de comida para los cerdos que vivían en el patio del castillo de Hougoumont.
Era un día caluroso y mientras los hombres trabajaban podían oír los percutores golpes de los cañones al sur. Desde lo alto de sus escaleras veían la creciente nube de sucio humo que se alzaba sobre el campo de batalla. Al verlo se rieron entre dientes, aliviados de que no les estuvieran disparando a ellos, de que no fueran sus casas las que ocupaban los soldados y de que no fueran sus tierras las que quedaran destrozadas al paso de la caballería.
Las ventanas del castillo estaban abiertas y unas cortinas blancas se agitaban en la suave brisa que aliviaba en ínfima medida el sofocante calor. Una mujer regordeta apareció en una de las ventanas del piso superior donde apoyó los brazos en el alféizar y se quedó mirando fijamente al extraño dosel cónico de humo que iba creciendo en el distante cielo del sur. Por la carretera principal que atravesaba el valle al este del castillo vio un torrente de soldados que marchaban hacia el sur. Iban vestidos de rojo, e incluso a esa distancia pudo darse cuenta de que iban a toda prisa.
—Mejor ellos que nosotros, ¿eh, señora? —le gritó uno de los que recolectaban manzanas.
—Mejor ellos que nosotros —asintió la mujer, y acto seguido se santiguó.
—Mañana vamos a tener lluvia —comentó uno de los hombres, pero los demás no le hicieron caso. Estaban demasiado ocupados seleccionando manzanas. Se suponía que al día siguiente, si no llovía, tenían que terminar la siega del heno al pie del valle y también había un rebaño de ovejas para esquilar, mientras que el día después, gracias a Dios, tendrían la jornada libre porque era domingo.
* * * *
Llegaron más tropas británicas a Quatre Bras, pero tuvieron que ser destinadas a los flancos en los que aumentaba la presión de los franceses. A Sharpe, tras haber escapado por los pelos delante de la caballería francesa, lo mandaron a través del bosque para que encontrara al príncipe Bernhard de Saxe-Weimar. El príncipe, un hombre adusto y fuerte, había mantenido su posición pero se le estaba terminando la munición, y a sus hombres los estaban matando los siempre presentes fusileros. Mandaron a la recién llegada infantería británica para apoyarles, mientras que se enviaron aun más casacas rojas para ayudar a los fusileros del flanco izquierdo que también eran víctimas de un fuerte ataque por parte de una brigada de la infantería francesa.
—¿Por qué no nos atacan por el centro con la infantería? —le preguntó Doggett a Sharpe, que se había vuelto a reunir con Harper detrás del cruce.
—Porque están al mando de un soldado de caballería. —Un prisionero húsar había revelado que era el mariscal Ney quien dirigía a las tropas en Quatre Bras. A Ney lo llamaban «el más valiente de los valientes», un soldado de caballería pelirrojo que hubiera atravesado los abismos del infierno sin rechistar, pero que todavía tenía que lanzar un ataque de infantería contra los maltrechos defensores de la encrucijada.
—Tiene que entender algo sobre los soldados de caballería, señor Doggett —explicó Harper—. Tienen muy buen aspecto, así es, y por regla general se llevan todo el mérito de cualquier victoria, pero el único cerebro que tienen es el que está dentro de las cabezas de sus caballos.
Doggett se sonrojó.
—Yo quería ser un soldado de caballería, pero mi padre se empeñó en que me uniera a la Guardia Real.
—No se preocupe —dijo Harper alegremente—, los miembros de la Guardia tampoco son nuestros muchachos más brillantes. Que Dios salve a Irlanda, pero mire a esos pobres chicos.
Los pobres chicos eran los soldados de los Highlanders que había al otro lado del cruce y que lo único que podían hacer era quedarse quietos y ser masacrados por los cañones franceses. Estaban formados en cuadro, lo que hacía de ellos un objetivo aun más tentador para los artilleros franceses, y no se atrevían a romper las formaciones por miedo a la caballería francesa que los vigilaba como si fueran halcones. Los escoceses no podían hacer otra cosa que quedarse allí parados mientras las descargas caían sobre sus filas y cada disparo que daba en el blanco mataba a dos o tres soldados, a veces más. En una ocasión Harper vio caer una descarga en una de las caras laterales del cuadro que abatió a diez hombres convirtiéndolos en una única mancha sangrienta. La artillería británica situada en el cruce se estaba reservando para cualquier ataque de la infantería francesa, aunque de vez en cuando algún cañón intentaba hacer blanco en uno francés. Aquel fuego de contraataque a las baterías fue inútil en casi todas las ocasiones, pero como el sufrimiento de la infantería se prolongaba, el duque dio órdenes más simples para ayudar a mantener la moral de los casacas rojas.
—¿Por qué no hacemos algo? —preguntó Doggett en tono lastimero.
—¿Qué podemos hacer? —inquirió Harper—. Los malditos belgas no combatirán, por lo que no disponemos de caballería. A eso se le llama ser un soldado de infantería, señor Doggett. Su trabajo es quedarse aquí para que lo maten salvajemente.
—¿Patrick? —Sharpe había estado mirando fijamente hacia el camino de Nivelles—. ¿Ve usted lo mismo que yo?
Harper se giró en su silla.
—¡Diablos, señor, tiene razón! —Llegaba otra brigada de la infantería británica y entre sus tropas estaba el Voluntarios del Príncipe de Gales. Sharpe y Harper se dirigieron rápidamente hacia su antiguo batallón.
Sharpe detuvo su caballo junto al camino y se quitó el sombrero cuando la compañía que iba a la cabeza llegó a su lado. Era su antigua compañía, la ligera, al mando de Peter D’Alembord. Los soldados tenían el rostro blanco a causa del polvo que los cubría y en el que las gotas de sudor habían dejado oscuras estelas. Daniel Hagman soltó una aclamación cuando Sharpe les lanzó una cantimplora llena de agua. D’Alembord, con sus pantalones de baile manchados de la cera con la que se había lustrado su silla de montar, se detuvo junto a los dos fusileros y miró con desconfianza hacia la nube de humo que demarcaba el campo de batalla.
—¿Cómo va?
—Es un trabajo duro, Peter —admitió Sharpe.
—¿Boney está aquí? —Era la misma pregunta que habían formulado casi todos los oficiales recién llegados, como si la presencia del emperador fuera a dignificar la muerte y desmembración de la jornada.
—No que nosotros sepamos. —Sharpe vio que su respuesta decepcionaba a D’Alembord.
La brigada hizo un alto mientras sir Colin Halkett, su comandante, averiguaba dónde necesitaban a sus cuatro batallones. El teniente coronel Ford y sus dos comandantes, Vine y Micklewhite, condujeron a sus caballos al paso por el camino hasta que se acercaron al lugar donde Sharpe, D’Alembord y Harper charlaban. Ford, que miraba con ojos de miope el humo de los cañones, se dio cuenta demasiado tarde de que se encontraba cerca de Sharpe, cuya presencia lo hacía sentir muy incómodo e inepto, pero mantuvo la compostura en aquel encuentro casual.
—Suena muy enérgico, Sharpe, ¿no es cierto?
—Es un trabajo duro de verdad, Ford —dijo Sharpe suavemente.
Nadie parecía ser capaz de encontrar algo más que decir. Ford sonrió con una benevolencia generalizada que creyó adecuada para un coronel, mientras que el comandante Vine miraba con el ceño fruncido a los soldados del Voluntarios del Príncipe de Gales que se habían dejado caer al borde del camino, y el comandante Micklewhite fingía estar embelesado con el dibujo esmaltado de la tapa de su caja de rapé. Una repentina explosión sonó con la fuerza suficiente para penetrar en los oídos medio sordos del comandante Vine, que se dio la vuelta para encontrarse con que el armón de un cañón británico, abarrotado de munición preparada, había sido alcanzado por un proyectil francés y en esos instantes arrojaba una densa madeja de humo y llamas hacia el cielo.
El coronel Ford se había sobresaltado con la súbita violencia de la explosión y miraba a través de sus gafas de gruesos cristales el resto del campo de batalla, que aparecía como una amenazadora mancha borrosa de grano pisoteado, sangre, humo y la prominencia de los cuerpos de los muertos. Las balas de cañón abrían surcos en la mezcla acuosa de centeno y tierra y escupían goterones de barro antes de rebotar en las ensangrentadas líneas de los soldados de los Highlanders.
—¡Dios mío! —dijo Ford con bastante más sentimiento del que había querido expresar.
—Tengan cuidado con sus fusileros —aconsejó Sharpe con sequedad—. Parecen tener más cabrones de lo habitual en sus líneas.
—¿Más? —El tono de voz de Ford puso de manifiesto el miedo que tenía de conducir a su batallón hacia el infierno que había al otro lado de la encrucijada.
—Tal vez le gustaría pensar en desplegar una compañía como fusileros —Sharpe, muy consciente de la incertidumbre de Ford, ofreció aquel consejo de la manera más convincente que pudo sin parecer condescendiente—, pero advierta a los muchachos que se anden con cuidado con la caballería. Nunca están muy lejos. —Sharpe señaló hacia el otro lado de la carretera donde el arroyo alimentaba un pequeño lado detrás de la granja Gemioncourt—. Hay una ondulación del terreno allí que está plagada de esos malditos hijos de puta.
—Ya veo, ya veo. —Ford se quitó las gafas, las limpió con el extremo adornado con borlas de su fajín y volvió a colocar las patillas en su sitio. Miró a través del cristal recién limpiado pero no vio ni una ondulación del terreno ni caballería alguna. Se preguntó si Sharpe no estaría tratando de asustarlo deliberadamente y así pues, para demostrar que estaba totalmente a la altura de la perspectiva de combatir, Ford irguió los hombros, hizo a su caballo y se alejó. Vine y Micklewhite, como obedientes sabuesos, siguieron a su coronel.
—No va a hacer ni pizca de caso —suspiró D’Alembord.
—Entonces esté usted atento a la caballería, Peter. Hoy tienen un cierto humor de perros. Hay cerca de tres mil de esos cabrones: húsares, lanceros y los de la pesada.
—Me levanta el ánimo, Sharpe, ya lo creo. —Supersticiosamente D’Alembord se llevó la mano al bolsillo superior que estaba repleto de cartas de su prometida—. ¿Ha recibido ya el pagaré de ese maldito?
Sharpe tardó un segundo o dos en darse cuenta de que D’Alembord se estaba refiriendo a lord John Rossendale. Sacudió la cabeza en señal de negación.
—Todavía no.
—¡Por Dios! ¿Supongo que eso significa que tendremos que concertar un duelo por la mañana?
—No. Encontraré a ese hijo de puta y le cortaré las pelotas.
—¡Ah, espléndido! —exclamó D’Alembord con fingida seriedad—. Eso debería satisfacer el honor de todo el mundo.
Al batallón se le comunicaron las órdenes. La brigada recién llegada tenía que tomar posiciones en la franja de campo situado frente al bosque de Saxe-Weimar, desde donde su fuego de mosquete podría pasearse por el flanco de cualquier ataque francés proveniente del camino. Los miembros del estado mayor de sir Thomas Picton trajeron las órdenes que hacían hincapié en que los cuatro batallones tenían que formar en cuadro en el centeno.
Sharpe estrechó la mano a D’Alembord.
—¡Tenga cuidado con esos fusileros, Peter! —Saludó entonces con la mano al capitán Harry Price que en otro tiempo había sido su teniente—. ¡Es una tarea peligrosa, Harry!
—Estoy pensando en renunciar, señor. —Harry Price, demasiado pobre para ser dueño de un caballo, estaba sudando a causa del esfuerzo de su largo día de marcha—. Mi padre siempre quiso que me ordenara sacerdote y estoy empezando a pensar que rechacé sus ideas demasiado pronto. ¡Santo Dios, pero si es el señor Harper!
—Harper sonrió abiertamente.
—Me alegro de verle, señor Price.
—Creía que el ejército lo había dado de baja.
—Lo hizo.
—¡Está más loco que una cabra! ¿Qué está haciendo aquí? —Harry Price estaba realmente perplejo—. ¡Lo podrían herir, maldito idiota!
—Me mantengo bien alejado de cualquier problema, eso es lo que hago.
Price sacudió la cabeza ante la insensatez de Harper y luego tuvo que irse apresuradamente cuando el batallón recibió órdenes de adentrarse en el bosque. Las compañías atravesaron la arboleda en fila y salieron así al campo de centeno iluminado por el sol, donde, al igual que los otros tres batallones de la brigada de Halkett, formaron en cuadro.
Sharpe y Harper llevaron sus caballos al paso de vuelta al cruce donde el príncipe de Orange jugueteaba con la empuñadura de marfil de su sable. Estaba frustrado por los contratiempos del día. Había visto a su infantería arrugarse al primer ataque francés y luego observó como su caballería huía ante el descenso de una punta de lanza, pero él echaba la culpa de la falta de éxito del día a todo el mundo menos a sí mismo o a sus compatriotas.
—¡Mire a esos soldados, por ejemplo! —Señaló en dirección a los cuatro batallones de la brigada de Halkett que acababan de formar sus cuadros en el flanco del bosque—. ¡Es una tontería formar a esos hombres en cuadro! ¡Una tontería! —El príncipe se giró de mal talante, buscando a un oficial del estado mayor británico—. ¡Sharpe! ¡Explíquemelo usted! ¿Por qué están en cuadro esos soldados?
—Demasiada caballería, señor —explicó Sharpe con delicadeza.
—¡No veo ninguna caballería! —el príncipe miró hacia el campo de batalla envuelto en humo—. ¿Dónde está la caballería?
—Allí, señor. —Sharpe señaló al otro lado del campo—. Hay un lago a la izquierda de la granja y están allí escondidos. Probablemente hayan desmontado, por lo que no podemos verlos, pero están allí, seguro.
—Son imaginaciones suyas. —Después de perder a su caballería belga, al príncipe no se le había dado otra cosa que hacer y se sentía ofendido. El duque de Wellington no le hacía ni caso y con ello el príncipe se vio reducido a la categoría de un honrado espectador. ¡Pues bueno, al carajo! ¡No se podía obtener la gloria limitándose a observar una batalla detrás de una encrucijada! Volvió la mirada hacia la brigada recién desplegada que permanecía formada con sus cuatro batallones en cuadros—. ¿Qué brigada es ésa? —le preguntó a su estado mayor.
Rebecque le arqueó una ceja a Sharpe y éste respondió:
—La quinta brigada, señor.
—¿Quiere decir la de Halkett? —el príncipe miró a Sharpe con el ceño fruncido.
—Sí, señor.
—Pertenecen a mi cuerpo, ¿no es verdad? —preguntó el príncipe.
Se hizo un breve silencio y luego Rebecque asintió.
—En efecto, señor.
El rostro del príncipe denotó indignación.
—En ese caso, ¿por qué no se me consultó sobre su posición?
Nadie quería contestar, al menos no con la verdad, que era que el duque de Wellington no confiaba en el criterio del príncipe. Rebecque se limitó a encogerse de hombros al tiempo que Sharpe miraba fijamente el humo de los cañones franceses. Harry Webster, al otro lado de Rebecque, miró su reloj mientras que Simon Doggett hizo retroceder despacio a su caballo hasta que abandonó el grupo de incómodos oficiales de estado mayor y estuvo junto al caballo de Harper. El príncipe desenfundó unos centímetros su sable y lo volvió a hundir en su vaina.
—¡Nadie da órdenes a mis brigadas sin mi permiso!
—Cuando yo estaba en las tropas, señor Doggett, teníamos una manera de ocupamos de jóvenes caballeros como su alteza real —dijo Harper en voz baja.
—¿Ah, sí?
—Les pegábamos un tiro a esos cabrones —Harper sonrió alegremente.
Doggett se quedó mirando fijamente aquel estropeado y simpático rostro.
—¿Ah, sí?
—Sobre todo a los cabrones como él —Harper señaló al príncipe con un desdeñoso movimiento de cabeza—. No es más que una media de seda llena de mierda.
Doggett miró horrorizado a Harper. El sentido del decoro de Doggett, así como su respeto nato por la realeza, fue ultrajado por las palabras del irlandés.
—¡No puede decir esas cosas! —espetó—. ¡Es un miembro de la realeza!
—Una media de seda llena de mierda con una corona, entonces. —A Harper lo dejó completamente impasible la indignación de Doggett—. Y si ese cabrón no se anda con cuidado, el señor Sharpe echará sus tripas a los cerdos. No sería la primera vez que lo hace.
—¿Matar a alguien? —Doggett soltó la pregunta con brusquedad.
Harper volvió una mirada inocente al teniente de la Guardia.
—Sé a ciencia cierta que ha librado al mundo de algunos malos oficiales. ¡Todos lo hemos hecho! ¡No se escandalice, señor Doggett! ¡Ocurre todo el tiempo!
—¡No puedo creerlo! —protestó Doggett, pero lo hizo demasiado alto, puesto que el sonido de su voz hizo que el príncipe se girara en su silla con irritación.
—¿Hay algo que lo ofende, señor Doggett?
—No, señor.
—Entonces vuelva aquí, al lugar que le corresponde.
El príncipe volvió a mirar a los cuatro batallones de la brigada de Halkett que eran una comezón para su herido amor propio. Más cerca de la encrucijada, justo enfrente de los soldados de los Highlanders situados al otro lado de la carretera, había un batallón de hombres de Lincolnshire, el 69.º, que le eran desconocidos a Sharpe. No habían combatido en España, en cambio habían formado parte de la desastrosa expedición que no había logrado liberar a los Países Bajos al final de la última guerra. Delante de ellos estaba el 30.º, los Tres Dieces, un batallón de Cambridgeshire que, al igual que el 33.º que era el siguiente en la línea, también tomó parte en el desastre holandés. Más al sur estaba el Voluntarios del Príncipe de Gales, los únicos veteranos de la campaña española en la brigada.
—Así pues, ¿quién les ordenó que formaran en cuadro? —inquirió el príncipe enfurruñado.
Nadie lo sabía, así que se mandó a Harry Webster para que averiguara la respuesta y regresó al cabo de diez minutos para decir que sir Thomas Picton había desplegado la brigada.
—¡Pero si no pertenecen a la división de Picton! —el resentimiento del príncipe se había convertido en verdadera ira que sonrojó su rostro cetrino.
—No, señor, en efecto —dijo Rebecque con delicadeza—, pero…
—¡Nada de peros, Rebecque! ¡Nada de malditos peros! ¡Esos soldados pertenecen a mi cuerpo! ¡Al mío! ¡Yo no doy órdenes a las brigadas de la división de sir Thomas Picton ni espero que él interfiera en mi cuerpo! ¡Sharpe! Salude de mi parte a sir Colin Halkett y ordénele que despliegue a su brigada en línea. Su tarea es abrir fuego, no encogerse de miedo como colegiales ante una caballería inexistente. —El príncipe había sacado una hoja de papel de su alforja y garabateaba la orden a lápiz.
—Pero la caballería… —empezó a protestar Sharpe.
—¿Qué caballería? —El príncipe, con grandes aspavientos, fingió recorrer con la mirada el campo de batalla—. No hay caballería.
—En aquella zona que no se ve…
—¿Tiene miedo de jinetes ocultos a la izquierda? ¡Pero si esta brigada está a la derecha! Tenga, coja esto —le lanzó la orden escrita a Sharpe.
—No, señor —dijo Sharpe.
Los protuberantes ojos se giraron para clavar en Sharpe su asombrada mirada. Rebecque advirtió al fusilero entre dientes mientras los demás oficiales del estado mayor contenían el aliento. El príncipe se pasó la lengua por los labios.
—¿Qué ha dicho, Sharpe? —su voz destilaba horror y repugnancia.
—No voy a aceptar esa orden, señor. Va a matar a todos y cada uno de los soldados de esa brigada si se empeña en ello.
Por un segundo, el príncipe tembló de cólera.
—¿Se niega a obedecer una orden?
—Me niego a aceptar esa orden, señor, sí.
—¡Rebecque! Suspenda de servicio al coronel Sharpe. Haga que envíen esta orden inmediatamente.
—Usted no puede… —empezó a decir Sharpe, pero Rebecque asió su caballo de la brida y tiró de él para llevarlo fuera del alcance del príncipe—. ¡Por el amor de Dios, Rebecque! —protestó Sharpe.
—¡Está en su derecho! —insistió Rebecque—. Escuche, mañana ya se le habrá olvidado. Discúlpese con él esta noche y no lo suspenderá. Tiene buen corazón.
—Me importa un bledo su corazón, Rebecque. ¡Son esos hombres los que me preocupan!
—¡Rebecque! —el príncipe se volvió irritado en su silla—. ¡Ha salido ya esa orden!
—De inmediato, señor. —Rebecque se encogió de hombros ante Sharpe y luego se dio la vuelta y se alejó en busca de otro oficial que llevara el mandato del príncipe.
La orden se envió. Sir Colin Halkett cabalgó hasta el puesto de mando del príncipe para protestar con vehemencia contra esa orden. Pero el príncipe no iba a retractarse. Insistió en que no había peligro de ataque por parte de la caballería francesa y que, al desplegarse en cuadro, la brigada sacrificaba tres cuartos de su potencia de fuego que podrían ser necesarias para barrer el flanco de un ataque de la infantería enemiga.
—¡No debemos ser cautos! —el príncipe sermoneó al experimentado sir Colin—. ¡Con cautela no se ganarán las batallas! Sólo con audacia. ¡Formará usted en línea! ¡Insisto en que forme en línea!
Sir Colin se alejó tristemente a caballo, en tanto que Sharpe, a quien el cacareo del príncipe provocó hasta no poder más, se adelantó.
—Señor —le dijo al príncipe.
El príncipe no le hizo caso. En cambio miró a Winckler, uno de sus ayudas de campo holandeses, y, hablando intencionadamente en inglés, dijo:
—No entiendo por qué el duque llamaba a sus soldados la escoria de la sociedad, Winckler. Creo que tendría que haberse referido a sus oficiales, ¿no cree usted?
—Sí, señor. —Winckler, un hombre adulador, sonrió.
Sharpe no hizo caso de la provocación.
—Permiso para reunirme con mi antiguo batallón, señor.
El príncipe asintió con un movimiento de la cabeza de lo más seco e imperceptible.
Sharpe dio la vuelta a su caballo y le hincó las espuelas para alejarse al galope. Oyó un fuerte ruido de cascos detrás de él que lo hizo volverse en la silla.
—Creía que le había prometido a Isabel que se mantendría alejado de los problemas.
—Todavía no hay ningún problema —dijo Harper—. Cuando lo haya, saldré pitando, pero mientras tanto iré en su compañía.
Harper siguió a Sharpe y bajaron por la pendiente hasta la carretera de Nivelles, donde Sharpe montó en cólera.
—¡Hijo de puta! ¡Vaya un cretino cabrón holandés de mente sucia! Me gustaría meterle la maldita y asquerosa corona en su regio culo. —En lugar de eso, Sharpe se quitó de mala manera el sombrero tricornio y arrancó de su copa la escarapela negra, dorada y escarlata de los Países Bajos. Arrojó el pedazo de seda a un ortigal—. ¡Cabrón!
Harper se rió.
Subieron con dificultad por la pendiente y se adentraron en el pisoteado campo de centeno. A su derecha los árboles tenían un denso follaje, aunque aquí y allá una rama astillada mostraba el lugar donde una bala de cañón o una granada había golpeado alto. No había muchos desperdicios en esa parte del campo: simplemente los cuerpos de dos Voltigeurs, caballos muertos diseminados por ahí y un peto de coracero desechado e intacto que Harper, desmontando el caballo, recuperó.
—Esto es útil —dijo mientras ataba el bruñido pedazo de armadura a la correa de una de las alforjas.
Sharpe no respondió. En lugar de eso, observó cómo el estado mayor de la brigada de Halkett ordenaba a los cuatro batallones que rompieran la formación en cuadros y formaran en línea. Las bandas del regimiento tocaban detrás de la brigada. Sharpe saludó los estandartes del 69.º, el 30.º y el 33.º. Le tenía un cariño especial al 33.º, el regimiento de Yorkshire, al que se había unido cuando era un joven huraño veintidós años antes. Se preguntó si sus reclutadores seguirían llevando galletas de avena ensartadas en una espada, el curioso símbolo que él había visto cuando el sargento Hakeswill había expuesto las ventajas de la vida militar a un Sharpe de dieciséis años. Hakeswill había muerto hacía tiempo, al igual que casi todos los demás soldados que Sharpe recordaba del batallón, a excepción del teniente coronel que comandaba el 33.º cuando Sharpe se unió a él y que entonces era su excelencia el duque de Wellington.
Los seiscientos hombres del Voluntarios del Príncipe de Gales se habían desplegado en el extremo sur, como mínimo a unos ochocientos metros de distancia de la encrucijada. Los fusileros de Peter D’Alembord se encontraban a unos cincuenta metros frente al batallón y lo estaban pasando bastante mal con los más numerosos Voltigeurs. Al parecer, Ford no había seguido el consejo de Sharpe de mandar a un mayor número de fusileros, sino que dejaba que los soldados de D’Alembord se las arreglaran lo mejor que pudieran. Sharpe, que no quería interferir en los asuntos de Ford, frenó su caballo a unos treinta metros por detrás del batallón, cerca de la línea de árboles donde la banda del batallón tocaba. El señor Little, el rechoncho director de la banda, primero saludó a Sharpe con una jovial sonrisa y luego con una alegre y rápida interpretación de Over the Hills and Far Away, la marcha de los fusileros. El coronel Ford, que justo había terminado de alinear su recién formada línea, se volvió al cambiar la música. Parpadeó sorprendido al ver a los dos fusileros, se quitó nerviosamente las gafas y limpió sus redondas lentes con su fajín rojo.
—¿Viene a vernos combatir, Sharpe?
—He venido a verlos morir. —Pero Sharpe lo dijo en voz demasiado baja para que lo oyera alguien más que no fuera Harper—. ¿Puedo sugerirle que forme en cuadro? —dijo en un tono más alto.
Ford estaba claramente confundido. Le acababan de ordenar que formara el batallón en línea, ¿y ahora le pedían que volviera a formar un cuadro? Volvió a ponerse las gafas y miró a Sharpe con el ceño fruncido.
—¿Es una orden de la brigada?
Sharpe vaciló, estuvo tentado de decir la mentira pero no tenía ninguna autorización escrita que demostrara esa orden, así pues lo negó con la cabeza.
—Sólo es una sugerencia.
—Creo que nos las arreglaremos perfectamente bien siguiendo las órdenes, señor Sharpe.
—A la mierda usted también —de nuevo Sharpe lo dijo en voz demasiado baja para que lo oyera otro que no fuera Harper.
Los miembros de la banda del señor Little siguieron tocando alegremente, mientras que el coronel Ford ocupaba su lugar detrás del estandarte del batallón y Sharpe desenvainaba poco a poco su larga espada que apoyó en la perilla de su montura.
El príncipe, que aguardaba tras la línea de artillería en la encrucijada, tuvo la sensación de que al fin empezaba a imponer su juvenil talento en la batalla.
En la poco elevada cima del sur que se alzaba sobre Gemioncourt, un explorador de la caballería francesa observaba con incredulidad la larga y expuesta línea de soldados de infantería que se habían emplazado frente al bosque. Estuvo observando un largo rato tratando de encontrar la trampa implícita en la formación, pero no vio ninguna. Sólo vio a soldados alineados para la matanza, por lo que dio la vuelta a su caballo y se fue galopando hacia aquella zona de terreno que desde allí quedaba oculta.
Mientras tanto, Sharpe y Harper, junto con dos mil doscientos soldados de la quinta brigada de Halkett, se limitaron a esperar.