La tierra proporciona lo suficiente para cubrir las necesidades de todos los hombres, pero no la codicia de cada hombre.
Mahatma Gandhi.
Cuando la competitividad hace daño
Para Sandra había tres clases de compañeros de trabajo: los buenos, los malos y los que le resultaban indiferentes.
Kevin no era exactamente un compañero de trabajo porque estaba haciendo prácticas, pero pertenecía claramente a la clase de «malos compañeros». El día que entró a trabajar en la empresa, Sandra ya lo miró críticamente. En su opinión, Kevin era un pelota. Llevaba unos zapatos iguales que los del jefe. Unas deportivas con cierres de velcro y suela antideslizante. Al poco de empezar las prácticas, Sandra vio que hablaba de zapatos con el jefe. De ese modo, Kevin consiguió que el superior lo mirara con buenos ojos. Pero eso no fue todo. Compartía otra afinidad con el jefe: las Lofoten. Sandra sólo sabía lo siguiente de las Lofoten: eran unas islas situadas en el norte gélido de Noruega, muy lejos de los hoteles de playa con todo incluido que a ella le gustaban. Ella era una fan de Ibiza. Pero ella no podía ganar puntos con el jefe hablándole de las Baleares. Él y Kevin coincidían en que viajar al sur para asarse al sol era un aburrimiento.
Vigilando atentamente al competidor
Sandra veía muchos puntos de contacto entre Kevin y el jefe. Y los consideraba el rastro de baba que Kevin dejaba. Observaba por el rabillo del ojo cuántas veces hablaba Kevin con el jefe. También se enteró de que Kevin había empezado a tutear al jefe enseguida.
Por si eso fuera poco, Kevin no dejaba de ofrecerse como si nada a hacer cosas. Como quien no quiere la cosa, le propuso al jefe que, si no había nada más urgente, podía dedicarse a actualizar la página web de la empresa. Y luego podía reprogramar la base de datos. Kevin lo hizo en un abrir y cerrar de ojos. El jefe quedó contentísimo y los demás compañeros movieron la cabeza elogiosamente.
Sandra no se alegró. En su opinión, Kevin era un trepa que ocultaba su ambición detrás de una inocencia afable. Sandra era muy desconfiada. ¿Había llegado un príncipe heredero para convertirse en la mano derecha del rey? Y ella, ¿en qué situación quedaba? Hasta entonces, ella había sido el puntal del jefe. La única en la que confiaba a todas horas. Hacía más de cinco años que era su persona de confianza, su mano derecha. Y con ello se había ganado una posición privilegiada entre los demás empleados. Los que querían hablar con el jefe tenían que pasar antes por ella. Pero ahora se veía obligada a presenciar cómo Kevin le arrebataba el puesto. Y eso que sólo estaba allí en prácticas.
Sandra estaba muy enfadada. Empezó a lanzar indirectas a Kevin. Se reía de la ropa que llevaba. De que siempre iba con tejanos y con aquellas deportivas extrañas. De vez en cuando «se olvidaba» de informarle de algo. Explicaba a los demás empleados que Kevin le hacía la pelota al jefe y que lo seguía incluso al baño. Kevin se enteró, pero no comprendía qué podía tener Sandra en su contra. Al fin y al cabo, él no le había hecho nada. Cuando se lo comentó, Sandra hizo ver que ella no tenía ningún problema.
Cuando los compañeros de trabajo se vuelven malos
La competitividad está en el trasfondo de más de una canallada. En el caso de Sandra, fue precisamente la competitividad lo que hizo que se sulfurara. Al principio no era consciente de que competía con Kevin. Sandra no se consideraba una persona competitiva. Según ella, Kevin sólo era un pelota antipático. Hasta que una compañera de trabajo le puso los puntos sobre las íes. Un día que Sandra volvió a echar pestes de Kevin, esa compañera le hizo una pregunta incómoda:
—¿Qué pasa? ¿Tienes un problema con Kevin porque crees que te hace la competencia? ¿No te gusta que se lleve bien con el jefe?
Sandra lo desmintió con contundencia. Pero se dio cuenta de que su compañera había dado en el blanco.
Sandra me contó la historia. Quería saber qué podía hacer contra Kevin. Su pregunta fue: «¿Cómo hay que tratar a un compañero que le hace la pelota al jefe?».
En el fondo, lo que quería saber era cómo podía ganar la competición con Kevin. En ningún momento había pensado en dejar de competir con él. Estaba segura de que Kevin quería convertirse en la mano derecha del jefe, y ella tenía que impedirlo. Porque ése era su puesto. Y no iba a permitir que un mocoso le quitara el puesto que le correspondía a ella.
En una sociedad competitiva como la nuestra, la competitividad casi nunca se cuestiona. Solemos movernos en sistemas impulsados por la codicia (Peter Sloterdijk) que están sometidos a una continua expansión. Dicho lisa y llanamente: todos queremos siempre más. Más dinero, más poder, más reconocimiento. En esos sistemas impulsados por la codicia hay muchos perdedores y muy pocos ganadores. Y precisamente ése es el caldo de cultivo ideal para la envidia, los celos y la agresividad.
La obsesión por alcanzar más bienestar y más reconocimiento
En ciertas actividades, por ejemplo, en el deporte, una competición puede ser divertida, siempre y cuando nos la tomemos como un juego. Podemos enfrentarnos con buen humor. Todos nos esforzamos y, medio en broma, también soltamos unas cuantas chorradas, pero todos sabemos que la cosa no va en serio.
Las competiciones serias se dan cuando, aparentemente, está en juego algo de vital importancia. No obstante, no te tomes al pie de la letra lo de «vital importancia». Aquí, en los países ricos, casi nadie tiene que luchar por la supervivencia diaria. Aquí sólo se trata de cuánto bienestar podemos permitirnos, del tamaño de la tajada que podemos sacar de la riqueza que hay en esta sociedad.
Las rivalidades cotidianas: queremos alcanzar una buena posición
El asunto sorprende un poco si observamos por qué las personas se emperran en competir empleándose a fondo. Las rivalidades cotidianas giran sobre todo en torno al reconocimiento. Luchamos por alcanzar una buena posición.
La lucha por conseguir reconocimiento se centra en las siguientes premisas:
- quién tiene más amigos y quién es más popular;
- quién tiene la casa más grande y bonita;
- quién disfruta del matrimonio más feliz y tiene los hijos más maravillosos;
- quién tiene la agenda más llena;
- quién tiene mejor aspecto;
- quién hace el viaje más largo;
- quién ha vivido las experiencias espirituales más profundas;
- quién presenta más títulos en su tarjeta de visita;
- quién trabaja en el consorcio más grande y prestigioso;
- quién conoce a más personas famosas;
- quién tiene más confianza con el jefe;
- quién recibe más elogios;
- etc.
Completa la lista con las competiciones que sean habituales en tu entorno.
Yo soy mejor que tú: ¡Toma!
El ansia de reconocimiento da frutos extraños en nuestra sociedad. Casi nadie puede sustraerse a esa competición. Muchas industrias viven del miedo que tenemos a no poder seguir el ritmo de los demás. Piensa en los sectores de la cosmética y de la moda, y en todos los productos que no son más que un símbolo de estatus.
Los niños también conocen las marcas de prestigio con las que pueden presumir delante de sus amigos. No, no basta con llevar unos pantalones o una cartera cualquiera. Tienen que ser de la marca que toca llevar en su ambiente. ¿Por qué actúan así los niños? Porque imitan el mundo de los adultos que han inventado esa competición.
Casi todas las cosas que usamos a diario son también de marca.
Y el rechazo deliberado de las marcas también puede ser un intento de alcanzar una buena posición adoptando esa postura contraria. La idea de «Yo soy mejor que tú: ¡toma!» está tan extendida que apenas nos llama la atención.
Nuestra singularidad y las comparaciones odiosas
Quienes compiten por alcanzar una buena posición y conseguir reconocimiento emprenden un viaje frustrante. Sí, a lo mejor todo sale bien, nos reconocen y alcanzamos una buena posición. Pero, al fin y al cabo, sólo nos aplaudirán porque salimos a escena mostrando prestigio. ¿Seguirían reconociéndonos si no presumiéramos tanto?
Con la competición por obtener reconocimiento empiezan también las comparaciones odiosas: ¿Quién es mejor? ¿Quién ha conseguido lo mejor?
Entonces olvidamos que todos somos únicos y, por lo tanto, incomparables. Y, porque todos somos excepcionales, todos disponemos de una vara de medir excepcional que sólo se aplica en nuestro caso. Esa pauta personal nos permite saber en todo momento qué cosas son adecuadas para nosotros. Sin embargo, al compararnos con otras personas nos sometemos a una vara de medir ajena. Asumimos lo que los demás consideran valioso y correcto. Al competir abandonamos nuestro propio modo de vida y nos distanciamos de nosotros mismos.
Imagina por un momento qué ocurriría si no compitieras por conseguir el reconocimiento de los demás. ¿Qué ocurriría si renunciaras alegremente a la aprobación, a la estimación y a los elogios de los demás? ¿No te quitarías un peso de encima?
Entonces podrías encontrar por fin el reconocimiento que realmente necesitas: tu propio reconocimiento. Sólo necesitas tu aprobación, no la de los demás.