Lo único que crece en el cemento es la neurosis.
Proverbio.
Cemento en la cabeza
Los conflictos crónicos tienen el poder de envenenar la vida de los implicados durante años. Un ejemplo sería una pareja divorciada desde hace unos años. Tienen que seguir viéndose de vez en cuando porque tienen hijos en común. Los encuentros acaban siempre con insultos que se lanzan delante de los hijos. O toda una familia que está peleada por una gran herencia. No pueden separarse sin más porque todavía dirigen una empresa familiar. Desde hace años, todas las reuniones son una ocasión propicia para demostrar a los demás miembros de la familia que todavía disponen de munición en sus cabezas. Esa munición consiste en ofensas y calumnias mutuas.
Cómo suena el cemento
Si los examinamos con detalle, veremos que los conflictos crónicos están hechos de material duro. Yo lo llamo «cemento». Cemento que se ha secado en las cabezas de los implicados. Ese cemento duro está hecho de convicciones y opiniones firmes. Si preguntas a los que discuten por qué no ceden y dejan de pelearse, podrás oír cómo suena ese cemento.
Suena así:
- ¿Ceder? ¿Para que el otro se ría en mi cara? ¡Jamás!
- Seguro que pensaba que podría conmigo. Pues la lleva clara. Ya le enseñaré yo.
- ¡No permito que nadie me diga eso! ¡Y menos en ese tono!
- ¡Lo que me ha hecho no tiene nombre! ¿Y tengo que aguantarme? Pues no. Se equivoca de medio a medio.
- No veo por qué tengo que ser precisamente yo quien dé su brazo a torcer. Yo sólo me defiendo.
- Es cuestión de principios. Y en eso soy inamovible.
- Yo no tengo la culpa de nada. ¿Y ahora tengo que ser razonable? Seré razonable cuando el otro sea razonable.
- Tendré que defenderme cuando me atacan, ¿no? Y si me vienen con tonterías, sabrán la que les espera.
Sí, se nota enseguida. El cortisol corre por la sangre. Los pensamientos se concentran únicamente en una actitud primitiva de ataque y defensa. Quienes tienen cemento en la cabeza reaccionan como un robot programado. Se enfadan y toman impulso para contraatacar automáticamente. Nada de consideraciones, sabiduría o pensamientos que pudieran ofrecer soluciones mejores. El programa indica simplemente «¡Por ahí no paso!» y «¡Tengo que defenderme!».
Un año de hostilidades por un seto y las consecuencias
Examinemos uno de esos conflictos crónicos. Si lo observamos con detalle, descubriremos la dinámica que siempre conduce a abrir nuevas heridas y a perpetrar nuevos ataques.
Antes de empezar a escribir este libro, vi por televisión un reportaje sobre una guerra abierta por un seto. Un periodista documentaba con un equipo de cámaras la disputa de dos familias. Una disputa que duraba desde hacía cuatro años y que probablemente no acabaría nunca.
Las dos familias son bastante parecidas. La familia Malasaña tiene una casa con un precioso jardín, dos hijos mayorcitos y un gato. La familia Matamala tiene tres hijos, dos conejillos de Indias y también una bonita casa con jardín. (Los apellidos de las familias son inventados; en el reportaje no dieron los nombres reales). La trifulca de las dos familias ya había pasado por casi todas las instancias judiciales. Una multitud de jueces había intentado mediar en el conflicto, sin éxito.
La causa primera de la disputa: una insignificancia
El origen de las desavenencias fue una rampa de acceso que las dos familias utilizaban para llegar a sus respectivas casas. Toda la disputa empezó por la cuestión de quién podía aparcar el coche en la rampa y durante cuánto tiempo. Al parecer, uno de los coches estuvo aparcado demasiado rato y al vecino le costó horrores entrar en su garaje.
La primera conversación que mantuvieron para hablar del problema fue un desastre. En vez de aclarar el asunto con calma, se pronunciaron palabras fuertes y se soltaron insultos. Pero el enfado por el coche aparcado en la rampa fue tan sólo un grano de arena en comparación con la montaña a la que se llegó después. Ambas partes se dedicaron enseguida a empeorar las cosas.
Al parecer, el señor Malasaña empezó a tirar la basura al jardín de los vecinos por la noche. Y, claro, el señor Matamala no podía permitirlo. Instaló focos para tener más luz. Pero esos focos iluminaban todas las noches la ventana del dormitorio del matrimonio Malasaña. Que replicaban poniendo música de marchas militares a todo volumen.
Las dos partes reunieron pruebas para demostrar las fechorías de los vecinos. Los dos gallitos llegaron a tener más fotos y cintas de vídeo de los rivales que de sus propias familias.
Llovieron las llamadas a la policía y las denuncias. La última de las numerosas querellas por difamación que presentaron se debió a que la señora Malasaña había llamado «zorra y guarra» a su vecina. Pero, según ésta, lo hizo porque la señora Matamala la había insultado antes llamándola «bruja imbécil».
El periodista pregunta a la señora Matamala a qué vienen esos insultos.
—No consiento que esa foca me diga nada —resopla la señora Matamala ante el micrófono.
Luego habla la señora Malasaña. Totalmente fuera de sí, apenas encuentra palabras suficientemente fuertes para expresarse.
—Cuando ésa abre la boca, no hace más que echar pestes. Es una víbora. ¡Ya le taparé yo la boca!
(Al leer esto, puede que comprendas por qué no creo que la capacidad de réplica sea siempre una virtud).
La cámara enfoca al señor Malasaña en su jardín, protestando por los vecinos. Se queja de que él sólo quiere vivir tranquilo. Pero la chusma de al lado ha sembrado la discordia.
Detrás de un seto, que en el transcurso de los años de disputas ha alcanzado una altura de dos metros, el señor Matamala ha oído las declaraciones. Entonces se pone a gritar furioso y llama mentiroso y criminal al señor Malasaña. Los dos se amenazan con los puños ante las cámaras.
Sin perspectivas de que la disputa acabe
Al final del reportaje, el periodista hace una pregunta muy razonable. A ambos cabezas de familia, les pregunta por separado lo siguiente: «¿Por qué no acaban con esa disputa vendiendo la casa y mudándose a otra parte?».
¿Qué crees que contestaron los gallos de pelea? Adivínalo.
Aquí tienes tres posibles respuestas para elegir:
Respuesta A:
—¿Que por qué no vendemos la casa y nos mudamos a otro sitio? Un momento… ¡Qué buena idea! ¡Podríamos empezar en otra parte con buenos vecinos! ¡Genial! ¿Por qué no se nos habrá ocurrido a nosotros antes? Sí, ésa es la solución. Se acabarían los dolores de cabeza. ¿No conocerá por casualidad una buena inmobiliaria que pueda ayudarnos?
Respuesta B:
—No, de momento no podemos permitirnos acabar con las disputas. Necesitamos a nuestros vecinos para ejercitarnos en la práctica de afrontar las hostilidades de manera constructiva y sin dejarnos la piel en ello. Y reconozco que aún nos queda mucho por aprender. Todavía nos cuesta no implicarnos en las acciones de los vecinos. Aún no controlamos la serenidad. A mí, personalmente, me gustaría poder llegar a plantear mis necesidades en vez de limitarme a insultar. A lo mejor dentro de tres o cuatro años podemos decir que este conflicto nos ha servido de mucho en nuestro crecimiento personal.
Respuesta C:
—¿Irnos de nuestra casa? ¿Para que los idiotas de los vecinos se rían en nuestra cara y crean que han podido con nosotros? ¡Ni hablar! Los que tienen que empaquetar sus cosas y largarse son esa gentuza que vive al lado. Nosotros no tenemos la culpa de nada. Fueron ellos los que empezaron la disputa. ¿Y tenemos que ceder y marcharnos nosotros? ¡No! No permitiremos que nos echen de aquí. ¡Ésta es nuestra casa! He trabajado muy duro para tenerla. Esa chusma no podrá con nosotros. ¡Nunca!
¿Has marcado la respuesta C? Sí, es la correcta. Las dos partes usaron prácticamente las mismas palabras. Era previsible, ¿no?
Pero ¿por qué era previsible? ¿Por qué una disputa dura tantos años sin solución?
Las causas son dos: por un lado, la cabezonería de ambas partes, las opiniones inflexibles a las que yo llamo «cemento». Y, por otro, la fuerza de los implicados. Si las dos partes son igual de fuertes, ninguna puede alzarse con la victoria definitiva. Todas las medidas ofensivas que adopte una parte tendrán respuesta. Y los contrincantes irán a más porque intentarán abatir al otro con un contraataque contundente.
Visto desde fuera parece que ambas partes sean presas de la locura. Pero, desde el punto de vista de los implicados, las cosas son obvias. Tienen que defenderse o perderán automáticamente. Y a nadie le gusta perder.
Visto a distancia, enseguida nos damos cuenta de que ambas partes pierden constantemente mientras luchan. Pierden dinero en abogados y juicios. Los focos, los setos, los vídeos de vigilancia grabados: todo eso también cuesta mucho dinero. Pero la mayor derrota que sufren constantemente ambas partes es el estrés. Los ataques de ira, los insultos y los gritos provocan insomnio, dolor de estómago, tensión muscular y muchos otros síntomas de enfermedad. Desde el punto de vista de los implicados, la culpa de esos suplicios siempre es del otro, claro. Tener una vida tan emponzoñada es la mayor pérdida que encajan ambas partes.
La disputa forma parte de la vida cotidiana desde hace mucho tiempo
El conflicto crónico produce su propio combustible, que lo activa y lo mantiene en marcha. Como un tren que, una vez puesto sobre las vías, sigue adelante solo.
Ambas partes han invertido mucho en la disputa y por eso no quieren parar. Ni se cuestionan la posibilidad de ceder, puesto que eso significaría que todo el dinero, el tiempo, las energías y los suplicios habrían sido en vano. Ambas partes quieren que sus esfuerzos se vean recompensados al final. Y nosotros nos preguntamos, ¿qué final? ¿Cómo será ese final? No obstante, aún hay otro motivo por el que a los pendencieros les cuesta dejar de pelear: para ellos, la disputa se ha acabado convirtiendo en una costumbre, en una rutina. Hace mucho tiempo que una parte de la vida cotidiana de los implicados consiste en acechar al contrincante, en enfadarse con él y en planear el siguiente paso en el combate.