CAPÍTULO XXXII

A diez kilómetros de Trípoli comprendió que no llegaría a tiempo de tomar el avión. Había salido del campamento con mucha antelación, pero no había contado con que las calles se encontraban atestadas de gente que saltaba, cantaba y bailaba, agitando banderas verdes y retratos de Gadafi, conmemorando, como si de la más fastuosa fiesta se tratase, el asesinato de Anwãr al-Sadãt.

Gadafi odiaba a muerte a Sadãt, había jurado acabar con él y había sabido transmitir su odio a su pueblo, para el que el presidente egipcio se había convertido en la representación viviente de cuanto un creyente debía despreciar sobre esta tierra.

La noche anterior, su líder había gritado a voz en cuello que las horas de su enemigo estaban contadas y, como si Alá le hubiera escuchado, su predicción se había cumplido. Sadãt ya no era alguien poderoso que declaraba que Gadafi era «un demente endemoniado», sino tan sólo un montón de carne ensangrentada y rota, menos peligroso que el excremento de una vaca.

Y querían celebrarlo. La radio invitaba al júbilo, a la demostración de alegría por la muerte del «tirano traidor», y el pueblo había obedecido a la invitación, abandonando sus puestos de trabajo o sus hogares, lanzándose a la calle a gritar y danzar, amenazando con el puño para prologar su venganza sobre cuantos extranjeros osaban mostrarse en público.

El chófer que la productora había puesto en esa ocasión a su servicio, un italiano que había pasado más de la mitad de su vida en Libia, comprendió pronto el peligro.

—Será mejor que regresemos al campamento, señor —musitó tratando de mantener su entereza, aunque se le veía muy pálido—. Estos cafres son muy capaces de desollarnos vivos.

—Tengo que tomar un avión.

—Aviones hay muchos, señor, pellejo, uno sólo —dijo señalando la masa humana que se negaba a apartarse por más que hiciera sonar el claxon—. A este paso tardaremos por lo menos tres horas en atravesar la ciudad, si es que lo conseguimos.

—Es que no hay otro vuelo hasta mañana —le comentó—. No llegaré a El Cairo a tiempo.

Una mujer increíblemente gorda escupió sobre el parabrisas y dos muchachuelos los amenazaron a través de los cristales laterales.

—Pero si seguimos, no llegará a El Cairo nunca —puntualizó el italiano—. Con todo respeto, señor, yo regreso, porque por lo que cobro no merece la pena arriesgarse a un linchamiento.

Elliot calculó las posibilidades que tenía de llegar a pie, cargando su maleta, hasta el aeropuerto y comprendió que eran nulas y que el enfebrecido populacho acabaría con él antes de alcanzar siquiera el centro de la ciudad. Tampoco tenía derecho a obligar a aquel pobre hombre a arriesgar la vida por algo que no le iba ni venía, así que terminó encogiéndose de hombros.

—De acuerdo —admitió—. Volvamos.

Ambos dejaron escapar un largo suspiro de alivio cuando se encontraron de nuevo frente a la vacía carretera que se adentraba en el desierto. Elliot, que había sufrido en propia carne muchas revueltas, sabía bien hasta qué punto puede llegar el salvajismo de las masas cuando se sienten protegidas por el número y el anonimato. En Libia, aquel día, ellos no eran más que «sucios espías extranjeros», «infieles aliados del demonio egipcio», y habría bastado con que un exaltado lanzara la primera piedra sobre el coche, para que, casi automáticamente, la multitud hubiera acabado por voltearlo y prenderle fuego con ellos dentro.

«La gente siempre es más peligrosa que las balas: ése era un axioma común entre los corresponsales de guerra. La gente es la que dispara las balas, nunca se ha dado el caso de que ocurra al contrario».

Había que huir, por tanto, de la gente, no de las balas, y sonrió levemente al advertir que, una vez más, se encontraba huyendo de las gentes, de las masas, como le ocurriera en tantas otras ocasiones, en el Congo, en Biafra, en Vietnam o en Irán, en Camboya o en la República Dominicana.

Al atardecer del día siguiente, había otro avión y calculó el tiempo que tenía para llegar a El Cairo y mandar su artículo al Saturday News antes del cierre. O’Farrell pondría a toda la gente a trabajar a marchas forzadas sobre el material gráfico que servirían las agencias de noticias y sobre todo lo que tuvieran en el archivo. La composición del texto era rápida y el Viejo ya debía de haber recibido a aquellas alturas el télex en que le comunicaba que se encontraba en Libia. Le reservaría, por tanto, la portada y el espacio central. Mentalmente, comenzó a redactar su artículo. Tenía un buen comienzo: la descripción, vivida, del odio a muerte entre dos pueblos vecinos que eran, en realidad, hermanos y que un día estuvieron incluso a punto de fusionarse en una sola nación.

Había algo de lo que se encontraba absolutamente convencido: de una forma u otra, Mu’ammar al-Gadafi había tomado parte en la muerte de Sadat, al igual que era su mano la que armaba a los terroristas del IRA, la ETA o los grupos palestinos, y de allí, del corazón de Trípoli, la ciudad en la que una masa enfervorizada no le había permitido entrar esa tarde, partían la mayor parte de las acciones violentas que tenían lugar en el mundo.

Apenas hacía un año, el avión que conducía al presidente egipcio a Estados Unidos había tenido que ser desviado a su paso por las islas Azores porque se sabía que un comando palestino pretendía derribarlo con ayuda de cohetes tierra-aire. La CIA y el Mossad habían demostrado plenamente que tales cohetes habían sido proporcionados por el propio Mu’ammar al-Gadafi. Si en aquella ocasión había fallado, en aquel momento quedaba claro que el pueblo libio tenía razones para mostrar su júbilo: el sueño de su líder, matar a Sadat, se había cumplido.

Pero, Elliot tenía plena conciencia de ello, el problema iba mucho más allá de un simple enfrentamiento personal entre dos jefes de Estado o dos naciones. El problema afectaba a la estabilidad de Oriente Medio, que era casi tanto como afirmar que afectaba a la estabilidad del mundo. Aquélla había sido la raíz de la guerra de hacía ocho años, aquel aniversario que precisamente Sadat estaba celebrando en el momento de su muerte, cuando se dispararon los precios del petróleo, los países árabes decidieron convertir sus reservas en una arma de presión y estalló la gran crisis que el mundo occidental estaba sufriendo.

Nadie podía prever cuáles serían las consecuencias de los acontecimientos que acababan de desarrollarse aquella misma mañana del 6 de octubre de 1981, pero lo que resultaba público y notorio era que, si Mu’ammar al Gadafi no seguía muy pronto los pasos de su enemigo reuniéndosele en el más allá, la paz del mundo se encontraba seriamente amenazada.

Fanático y jactancioso, su triunfo de aquel día y los cohetes que ahora almacenaba casi en la frontera con Egipto y a un tiro de piedra de Israel lo envalentonarían de tal modo que si no se le paraban los pies en seco, sería muy capaz, como había amenazado, de «hacer estallar al mundo».

Ese mundo tenía que plantearse, si aspiraba a continuar girando tal como lo venía haciendo hasta ahora, que si Sadat había muerto, había que matar a Gadafi. Una cosa conllevaba indefectiblemente la otra, porque no podía consentirse que sobre el ring que habían constituido aquellas arenas que ahora lo rodeaban, quedara en pie un contendiente victorioso. Sobre todo, cuando ese contendiente se llamaba Mu’ammar al-Gadafi.