CAPÍTULO XXX

Al mediodía, si la temperatura resultaba agradable, como en aquella ocasión, el equipo almorzaba al aire libre, bajo un amplio entoldado, en una esquina del campamento, en una media docena de amplias mesas, la principal de las cuales presidía, por lógica, Cameron Harris, teniendo a su derecha a Mahiana Tepuaní y a su izquierda a Anthony Spencer, con los que aprovechaba a menudo para intercambiar impresiones sobre la filmación.

Se trataba de una comida rápida, ligera, pensada de un modo inteligente para conceder una corta pausa, matar el gusanillo y no provocar, en aquel clima caliente y pesado, difíciles digestiones que interfiriesen en el buen ritmo del rodaje de la tarde.

Aldo Luchisano odiaba la luz totalmente vertical, que en aquel desierto destruía cualquier posibilidad de obtener una fotografía dotada del más mínimo relieve y permitía, por tanto, que el equipo artístico se tomara luego una hora más de descanso, mientras él colocaba con todo cuidado sus focos y sus pantallas, a la espera del comienzo de la inclinación del sol, con lo que los ensayos con los «dobles de luces» solían comenzar sobre las cuatro de la tarde.

A las cuatro y media se pedía cámara de nuevo y, durante dos horas, se rodaba a gusto, con la luz preferida por el equipo técnico y sin que el calor agobiara al personal artístico que debía mantenerse bajo los focos y el sol.

Los almuerzos solían ser animados, con charlas en voz alta, bromas, risas y comentarios sobre las incidencias del día, y servían para tomar el pulso a la película, pues la casi totalidad de los allí reunidos eran gente de cine, experimentada en infinidad de rodajes, que «sabían» —incluso sin necesidad de asistir a la proyección de los «roches»— cuándo el material que se estaba obteniendo era bueno o si de allí nacería una castaña.

Y ya, desde el jefe de producción, el silencioso y austero Didioni, al vivaracho regidor, todos se encontraban convencidos de que Cita en Tubruq sería cualquier cosa menos una castaña, y que «allí había película», lo que en el argot del oficio era ya afirmar mucho, teniendo en cuenta que faltaban aún ocho largas y difíciles semanas de rodaje, las semanas en que en especial los protagonistas tendrían que echar el resto, pero esos protagonistas no eran otros que Anthony Spencer, de cuya absoluta seguridad respondían con el cuello, y aquel «monstruo» de ojos grises que los dejaba boquiabiertos cada vez que se colocaba en su marca y comenzaba a moverse y hablar sin un solo fallo, teniendo en cuenta, en cada ocasión, cada pausa, cada racord, el gesto que tenía que repetir, la cadencia de su tono y el momento en que debía dar la entrada a su oponente.

Y esa tarde, mientras el sol comenzara a ocultarse en la raya del desierto y a lo lejos retumbaran los cañones y estallaran las granadas, Souad y el coronel tenían que besarse por primera vez y confesarse que se amaban, casi bajo la mirada ya de los soldados de Rommel que avanzaban incontenibles y muy pronto apresarían al indefenso y herido oficial inglés. Se trataba de una escena difícil y lo sabían, pero también era una escena cumbre que Cameron Harris había planteado en un largo plano de incomparable técnica y belleza, un plano que deseaba impresionar en una sola toma, aprovechando el momento preciso en que el sol se encontrara rozando el horizonte.

—¡No admito un error…! —había advertido—. Todo tiene que funcionar como un cronómetro y al que me joda, lo jodo para siempre.

Servían el café cuando el jefe de efectos especiales, encargado de que cada una de las explosiones que tendrían que verse a lo lejos estallara en el momento exacto, le pidió que revisara, en su camión, el control de la cadencia y el número de impactos, y todos, absolutamente todos los comensales pudieron verlos encaminarse hacia el camión, entrar en él y desintegrarse, en el aire, a los quince segundos.

La onda expansiva arrancó el toldo del comedor de cuajo, arrastró los manteles y los platos y arrojó al suelo a dos camareros, mientras pedazos de chatarra llovían como meteoritos y, en el punto en que se hallaba aparcado un camión de diez toneladas, no quedaba más que un hueco en la arena.

Todo lo que se encontró más tarde fue al jefe de efectos especiales, a su ayudante y un pie de Cameron Harris.

* * *

—¿Accidente?

—¿Por qué no? Debieron conectar el control remoto sin darse cuenta de que alguna de las cargas aún estaba en el camión y, al reventar, reventaron todas porque estaba hasta los topes de explosivos, por eso lo manteníamos lejos.

—¿Y no es posible que alguien más conociera las relaciones de Cameron con la CIA y eligiera ese modo de quitarlo de en medio…?

—También lo he pensado.

Sergio Fabbri, sentado tras la mesa de su inmensa caravana-despacho-dormitorio, aparecía tranquilo, pero se le veía increíblemente pálido.

—¿Qué piensa hacer? —quiso saber Paola Cavani.

—Avisar a la compañía de seguros, a las autoridades, a los familiares de los muertos y buscar otro director. Mañana temprano volaré a Roma y de ahí a Nueva York, porque puede que Richard Fleischer esté libre y él es el director con más experiencia que conozco a la hora de hacerse cargo de películas que otros han comenzado. En una semana es capaz de visionar todo lo que se ha rodado, analizar la situación y continuar con el plan previsto sin meterse en genialidades ni pretender hacer «su película». Y si no es Fleischer, ya encontraré a otro, porque lo que sobran son directores.

—Se diría que no te afecta la muerte de Cameron —se lamentó Anthony Spencer—. Era un buen amigo.

—Un amigo no nos mete en el lío en que nos había metido —le recordó el italiano—. Y es muy posible que, como sospecha Elliot, no se trate de un accidente sino de que alguien descubrió el juego y se le adelantó. Como comprenderás, no puede afectarme en lo más mínimo que un agente de la CIA dispuesto a arruinarme por matar a alguien que no ha hecho más que favorecerme salte por los aires, víctima de sus propios métodos. Me afecta, sí, por esos dos pobres hombres que ninguna culpa tienen, por más que su oficio era el riesgo y ellos lo sabían. Lo único que puedo hacer es indemnizar a sus familias como nadie lo haya hecho jamás.

—¿Seguimos adelante entonces?

—¡Desde luego! —exclamó el veterano productor—. Y quiero que ésta sea tu mejor película: la que te haga ganar el Oscar y acabar de encumbrar definitivamente a esa chica. ¡Dios! Y pensar que esa maldita explosión pudo matarla o arruinarle la cara para siempre. ¡Cerdos! —Se le advertía en verdad indignado—. ¿Por qué no nos dejan fuera de sus trapicheos y su asquerosa política? Lo único que pretendo es hacer películas que permitan a la gente olvidarse de que están metidos hasta el cuello en la mierda. —Hizo un esfuerzo y se calmó de nuevo—. ¡Bien! No es el momento de perder los nervios. —Observó fijamente a Anthony—. Si lo deseas, puedes tomarte una semana de vacaciones, pero como yo tengo que marcharme, ayudaría mucho a mantener la moral del equipo el que te quedaras.

—Cuenta conmigo —contestó el actor—. Dile a Fleischer o a quienquiera que elijas que estoy más dispuesto que nunca a colaborar en todo para que esta película salga adelante y olvida la cláusula de mi contrato que especifica que tengo que aceptar al director.

—¿Crees que la Tepuaní aceptará también?

—Yo la convenceré, aunque tenga que acostarme con su madre, que me mira con ojitos de cordero degollado.

El italiano se volvió a Elliot y Paola.

—¿Vuelven conmigo a Roma o se quedan?

—Me quedo —señaló el primero—. Al fin y al cabo, independientemente de la muerte o no de Gadafi, aquí hay un reportaje: el espíritu de colaboración de un equipo tic cine que de improviso pierde a su jefe, una historia tremenda mente humana.

El productor sonrió entre amargado e irónico:

—No hay mal que por bien no venga —dijo—. Cinco páginas y portada en el Saturday News es una publicidad que ni siquiera yo podría pagar. —Su atención se centró ahora en la italiana—: ¿Usted también se queda?

Paola Cavani negó con un gesto.

—Mi periódico nunca publicaría una información de ese tipo y yo vine a ayudar en lo posible, pero creo que esa ayuda ya no es necesaria. —Dirigió una larga, expresiva y casi divertida mirada a Elliot—. Nadie me necesita.

Sergio Fabri no pareció caer en la cuenta de la intención de sus palabras y dio por concluida la conversación poniéndose en pie:

—De acuerdo entonces, saldremos dentro de una hora.

Ya fuera, mientras Anthony Spencer se alejaba hacia su roulotte, Elliot Bukhanan tomó por el brazo a Paola y se encaminaron juntos hacia el bar al aire libre que se encontraba casi vacío a aquellas horas.

—Deberías quedarte porque, pese a lo que digas, te necesito —dijo.

Ella negó convencida.

—Tu problema con Mahiana Tepuaní es tuyo y, en cuanto a Gadafi, no me conviene implicarme más en ese asunto, porque al fin y al cabo se supone que soy comunista y que trabajo para un periódico de izquierdas. No me hace gracia que me vean mezclada con la CIA y las cosas, en relación con Gadafi, se están volviendo muy delicadas. Ya es casi una guerra abierta entre él, Sadãt y Reagan, y lo lógico es que pierda la batalla, porque es el más débil.