CAPÍTULO XXIX
— Estás jugando con fuego.
—Todos estamos jugando con fuego desde que llegamos aquí —respondió, convencido.
—¡No te hagas el idiota conmigo, Elliot! —rogó—. Nos conocemos hace demasiado tiempo. ¿Sabes lo que ocurrirá si descubren que andas tirándote a esa niña y te acusan de corrupción de menores?
La miró con asombro porque Paola había encendido un cigarrillo y, con un refresco en la mano porque la ley no permitía la entrada de bebidas alcohólicas en Libia, lo observaba muy seria, con el ceño fruncido y expresión preocupada.
—¿Desde cuándo lo sabes? —quiso saber.
—Desde ayer —fue la tranquila respuesta—. Me extrañaba tu pasividad sexual y esa especie de inquietud que te corroe hace días. Lo achaqué a la situación e imaginé que tal vez te estabas acostando otra vez con Jacqueline, aunque la pobre no está para muchos homenajes, pero ayer caí en la cuenta de que desaparecías en cuanto acababa el rodaje y observé también, por pura casualidad, que Mahiana desaparecía más tarde.
—¿Eso es todo?
—¡Mira! —exclamó ella agitando la mano en ademán muy italiano—. No nací ayer y no necesito ir a comprobar con mis propios ojos algo que se presenta muy claro. Anoche regresó Mahiana, fresca como una rosa y, al poco rato, regresaste tú, como si te hubiera pasado por encima una manada de elefantes. Esa putita con cara de Virgen María te está sacando hasta el tuétano.
—¡No hables así de ella por favor!
Había alzado inconscientemente la voz, por lo que Paola Cavani abrió mucho los ojos, con falso asombro, y agitó la cabeza negativamente como si le costara trabajo admitir la realidad:
—¡Vaya! —exclamó—. Estás peor de lo que imaginaba. No es el tuétano, te está sorbiendo el seso. —Ante el intento de protesta de él, adelantó la mano en ademán conciliador—. ¡Calma! —pidió—. Es la criatura más hermosa que he visto en mi vida y entiendo que te vuelva loco, pero soy tu amiga, una auténtica amiga, y me veo en la obligación de advertírtelo: no es sólo porque puedes ir a la cárcel sino también porque si esta historia se sabe, tú estarás hundido porque casi le triplicas la edad y es la niña que todas las madres de este mundo quisieran haber tenido o, al menos, eso es lo que aparenta ser: dulce, angelical, inocente y pura. Pero de pronto apareces tú, un viejo sátiro más corrido que el circuito de Indianápolis y la seduces con el diablo sabe qué vergonzosas argucias. —Lanzó un resoplido—. Ni un solo ser decente de este mundo volverá a mirarte a la cara ni leerá jamás un artículo tuyo.
—Lo entiendo —aceptó el periodista sin el menor reparo—. Todo eso me lo repito yo día y noche, pero ¿qué puedo hacer?
—¿Cómo que «qué puedo hacer»? —se asombró—. ¡Dejarla! Darte una ducha fría si estás cachondo, regresar a Nueva York o pegarte un tiro.
—Sabes que no puedo regresar a Nueva York hasta que este asunto de Gadafi se resuelva y no me siento capaz de pegarme un tiro…
—¡Entonces está claro! —sentenció la italiana—. No te queda más que un camino: cuando concluya el rodaje, haces un esfuerzo y te vienes a mi roulotte a jugar a las cartas.
—¡Muy graciosa! —Elliot rio con manifiesta amargura—. ¿Crees que habría algún hombre en el mundo capaz de jugar a las cartas sabiendo que Mahiana Tepuaní lo espera para hacer el amor?
—Cualquiera lo suficientemente consciente como para comprender que se está jugando el futuro y lo suficientemente moral como para admitir que está cometiendo una canallada.
—¿Canallada? —se asombró—. Puedes estar segura de que jamás te contaré una palabra de lo ocurrido, pero también puedes estar segura de que jamás he sido tan inocente de algo.
—¿Te violó?
—¡No te burles! —rogó.
—No me burlo —contestó ella muy seria—. Hay muchas formas de violación y, a decir verdad, esa niña, con su cara, sus ojos y su cuerpo, anda por el mundo violando sin necesidad de hacer un gesto —aplastó la colilla de su cigarrillo en el cenicero—. Nunca me he considerado homosexual —añadió—, pero si Mahiana Tepuaní se desnuda y me pide que hagamos el amor, creo que aceptaría. ¡Y me sentiría violada! ¿Es eso lo que te ha ocurrido?
—Más o menos…
—¡Vaya con la niña! Debería estar prohibida por la ley. ¿Y hace bien el amor?
—Ella lo inventó —contestó el otro convencido—. Por lo menos, para mí. Y sabes mejor que nadie que no soy ni un estúpido ni un novato.
Se diría que, por el tono de su voz, Paola Cavani llegó a la conclusión de que el problema era más grave y mucho más profundo de lo que había imaginado en un principio y dirigió a su amigo, ex amante y colega, una larga mirada de conmiseración, como si tratara de leer en el fondo de sus pensamientos.
—Nunca te había visto de este modo —admitió—. Y hemos pasado juntos momentos muy difíciles.
—Nunca me he sentido de este modo —admitió él—. No tengo voluntad para nada, no soy capaz ni de reaccionar, me tiene obsesionado y, si me dijera que me tengo que tirar debajo de un tanque, me tiraría.
—Si te tiras debajo de un tanque, nunca más la verías —le hizo notar ella con una leve sonrisa humorística—, pero te entiendo porque a mí me ocurría lo mismo con mi marido y por eso comprenderás que estuviera a punto de volverme loca cuando lo mataron. —Buscó el paquete de cigarrillos y encendió dos—. Pero todo pasa, duele mucho y cuesta sangre, pero pasa. Fuma, trata de calmarte y júrame que esta tarde no vas a ir a verla aunque te pinchen los huevos todos los demonios del infierno.
—No puedo prometértelo —respondió, convencido, Elliot Bukhanan—. Por primera vez en mi vida, me siento como un muñeco. No tengo coraje para hacer frente a la realidad.
—Pues vas a necesitarlo, bambino, porque mucho me equivoco o el gran hombre, el amigo Gadafi, debe de estar a punto de aparecer por aquí de un momento a otro. ¡Y a ver qué hacemos!
—¿Has tenido noticias?
—No, pero sigo teniendo olfato y sé interpretar señales: hay caras nuevas entre los policías que nos «protegen» que no pertenecen a simples números de los que se pasan horas al sol del desierto procurando que un grupo de cineastas chiflados no sean incomodados por la población nativa. Y también ha aumentado la cantidad y calidad de esa población nativa, lo cual quiere decir que la gente de Gadafi nos observa cada vez más de cerca, estrecha el cerco y parece dispuesta a no permitir que le toquen un cabello al hermano mayor de los desheredados.
—¿Crees que sospechan algo?
—¿Cómo puedo saberlo? Son árabes, hablan en árabe y se comportan como árabes. Son un pueblo al que nunca he llegado a comprender a fondo, reservado y astuto y, aunque tengamos la fea costumbre de menospreciarlo, a menudo, cuando los trato, tengo la impresión de que están de vuelta de todo. —Se puso en pie y se asomó a la ventana de la roulotte, observando hacia fuera, hacia el movimiento del campamento que se preparaba ya para el alto en el rodaje y la hora del almuerzo para el que producción concedía una hora exacta—. Hay demasiados puntos turbios en toda esta historia y demasiada gente implicada sin venir a cuento: tú, Ángela, Anthony y Sergio Fabbri. ¿Qué pretenden en realidad? —Ahora sí que se volvió a mirarlo—. ¿Matar a Gadafi? —negó convencida—. Entre los cuatro no matarían ni a una cabra. ¿Ayudar a matar a Gadafi? ¿Cómo? Un auténtico profesional, y puede que Cameron lo sea, preferiría tenerlos lejos que estorbando a su alrededor. Hoy, mañana, en cualquier momento, «el gran hombre» puede aparecer en su helicóptero y ustedes no tienen ni idea de lo que tienen que hacer para acabar con él. No —repitió—. No es eso, hay algo más.
Elliot no respondió. Aquélla era, punto por punto, la cuestión que él venía planteándose desde hacía días todos los momentos en que se sentía capaz de pensar en algo que no fuera Mahiana Tepuaní y, al igual que Paola, había llegado a la conclusión de que Sam Holden y la CIA intentaban distraer la atención sobre ellos, probablemente con el único fin de dejar a un lado, libre de sospechas, a su auténtico hombre, Cameron Harris.
Qué plan tenía Harris para acabar con Gadafi en cuanto hiciera su aparición en el set era algo que escapaba por completo a su capacidad imaginativa, pero resultaba evidente que ni él mismo, ni Ángela, ni siquiera Anthony Spencer o el propio Fabbri, tenían papel alguno que desempeñar, de forma directa, en aquella historia.
Las fotos de Ángela, el documento sobre la muerte de Mark Miller, la amenaza de expulsión del país al viejo productor e incluso la exigencia que le habían hecho de devolver un antiguo favor, no habían sido, probablemente, más que maniobras de distracción para que, en el caso de que los servicios de información de Gadafi detectaran cualquier posible anomalía, su interés se centrara en ellos apartando las sospechas de quien realmente importaba.
Una vez más, Elliot Bukhanan se sintió utilizado, ridícula y suciamente utilizado y, en cierto modo, herido en su amor propio por el hecho de que aquel cerdo de Sam Holden hubiera sabido convencerlo de que su colaboración resultaba imprescindible a la hora de liquidar al «enemigo público número uno de la civilización».
—¡Me estoy convirtiendo en un pelele! —murmuró de modo que Paola pudiera oírlo—. Un pelele al que todos manejan a su antojo, incluida una mocosa.