CAPÍTULO XVIII
Golpearon levemente a la puerta y, cuando abrió, la descubrió allí, apoyada displicentemente en la pared del pasillo, observándolo con aquella mirada suya, irónica y divertida, que tanto conocía:
—¡Hola!
—¡Hola! Pasa.
Ella así lo hizo, cerrando con el pie a sus espaldas, y lanzó una ojeada a su alrededor estudiando la estancia.
—Ya habíamos hecho el amor aquí. ¿O fue en otra habitación? En este hotel se parecen todas.
—Sí, fue en ésta y te emperrabas en que nos espiaban desde el balcón de enfrente.
—Es cierto —admitió—. Y cierto también que la maldita vieja espiaba.
Se acercó a la pequeña nevera, la abrió y rebuscó hasta encontrar un botellín de su bourbon preferido mientras Elliot Bukhanan, que había vuelto a tumbarse en la cama, la observaba con atención. Estaba pálida y algo más delgada, pero continuaba poseyendo aquellos movimientos felinos y aquella forma de mirar, de medio lado, inclinando la cabeza y echando a un lado el cabello, que la convertían en un auténtico objeto sexual.
—¿Cómo has dado conmigo? —quiso saber.
—Casualidades —contestó Paola Cavani mientras se servía el trago en un largo vaso—. Gigi, uno de los fotógrafos de la redacción, recorre rodas las noches la ciudad en busca de noticias y anteayer descubrió a Cristaldi, Ursula, Mastroianni y Bolognini tomando un aperitivo a la espera de Fabbri. Intercambió unas frases con ellos y dedujo que iban a tratar un proyecto importante durante la cena. —Bebió despacio—. Sin embargo, sorprendentemente, una hora después se tropezó en otro restaurante con «mi amigo, el gringo», discutiendo con Fabbri, que parecía muy nervioso. ¿Qué había ocurrido? Vino a mí, a averiguar si yo sabía algo de los asuntos que te traías entre manos con el viejo y le extrañó que no supiera que estás en Roma. —Le lanzó una larga mirada de reconvención—. La verdad es que también yo me sorprendí y no me gustó nada porque creía que éramos amigos.
—Y lo somos —dijo el periodista con naturalidad—, pero prefiero que no te mezcles en este asunto. —Hizo una pausa—. ¿Cómo diste conmigo? Roma es muy grande.
—Telefoneé a Fabbri y le conté que había quedado a comer contigo, pero que me había surgido un problema y no sabía dónde localizarte y le pregunté que si por casualidad no le habrías dicho en qué hotel te hospedabas… —Sonrió divertida—. Me dijo el hotel, incluso el número de la habitación, porque, por lo que veo, aquí no se hospeda Elliot Bukhanan sino un tal Teófilo Chávez, colombiano por más señas.
—No cabe duda de que siempre fuiste buena reportera y aún tienes olfato de perro cazador.
Paola Cavani alzó su vaso en mudo brindis, como agradeciendo el cumplido, bebió de nuevo y, al fin, preguntó:
—Y ahora dime a qué viene todo este misterio. ¿Por qué estás de incógnito en Roma y qué tienes tú que ver con Sergio Fabbri?
—Ángela trabaja para él.
—Lo sé —admitió ella—. Pero tú nunca te metes en los asuntos de Ángela, a no ser que tenga algún problema —hizo una pausa y se inclinó levemente hacia delante—. ¿Está en problemas?
—Sí —admitió Elliot—, pero prefiero que no sepas qué clase de problemas.
—¿Por qué?
—Es muy desagradable y creo que no puedes hacer nada.
—Lo crees, pero no estás seguro —puntualizó la italiana—. ¿Por qué no me lo cuentas?
—Ya te lo he dicho —repitió—. No quiero que te mezcles en mis asuntos matrimoniales.
Paola Cavani se puso en pie, se aproximó a la ventana y observó con atención el balcón del último piso, al otro lado de la calle.
—Ahí está otra vez la vieja arpía —señaló—. Se ve que su única diversión en este mundo es espiar a los que hacen el amor. —Luego, cambió el tono, que se hizo serio, casi trascendental—. Escucha, Elliot —dijo—, a mí no me engañas porque tus problemas matrimoniales con Ángela los conozco y están, en cierto modo, sobrepasados. Y en ninguno de ellos tendrías por qué mezclar a Sergio, sacándolo de una cena de negocios. Hay algo más. ¡Mucho más, diría yo!
—Aunque así fuera… —admitió Elliot de mala gana—, ¿para qué quieres saberlo? ¿Para contárselo a ese fotógrafo?
Se volvió a mirarla severamente.
—No, desde luego, para ayudarte, para devolverte el favor de Chile y compensar a Ángela por el daño que le hice.
—No sé de qué favor estás hablando.
—¡No me tomes por imbécil, Elliot, por favor! —suplicó ella—. ¿Crees de verdad que durante todos estos años no he sabido que fuiste tú, a través de la CIA, quien me sacó de Chile cuando allí se pirraban ante la idea de convertir en picadillo a una periodista con fama de roja?
—Te lo tenías muy callado.
—Naturalmente —admitió—. No quería que pudieras creer que si me acostaba contigo y decía que te quería era por agradecimiento, pues se daba el caso de que te quería de verdad —continuó diciendo y se fue a sentar al borde de la cama, a sus pies—. Y, en cierto modo, creo que aún te quiero, aunque me consta que continúas enamorado de Ángela. —Extendió la mano y la colocó sobre su pierna—. Por eso pretendo ayudarte ahora. ¿Qué es lo que ocurre?
Elliot negó con firmeza.
—No pienso decírtelo.
—Sabes que, si me lo propongo, puedo averiguarlo —le hizo notar ella con naturalidad—. Conozco a todo el mundo en Roma y puedo meter las narices hasta en la mesilla de noche del papa. —Hizo una pausa y su sonrisa fue más sardónica y provocativa que nunca—. ¿Te conviene que la gran Paola Cavani comience a interesarse por tus asuntos? ¿Cuántos periodistas se lanzarían de inmediato a la caza de la noticia? ¡Piénsalo!
Elliot extendió la mano y abrió levemente el escote de su blusa, dejando entrever con mayor claridad la provocativa rotundidez de sus pechos.
—Ahora no tengo ganas de pensar en nada —señaló—. Ahora solamente tengo ganas de hacerte el amor.
—Creí que no lo ibas a pedir nunca —zanjó comenzando a desabrocharse la blusa ella misma—. Empezaba a temer que incluso no fueras, realmente, el auténtico Elliot Bukhanan.