CAPÍTULO XXVI

—¡ Cameron, agente de la CIA! —se asombró el actor—. ¡Me niego a creerlo!

—Pues es cierto —insistió Elliot—. Paola lo averiguó a través de la KGB y mi oficina de Nueva York así lo ha confirmado. —Hizo una pausa—. Y no he dicho que sea agente de la CIA sino que trabajó para ella durante un tiempo.

Anthony Spencer, que paseaba de un lado a otro como una fiera enjaulada, extendió los brazos con un gesto de rabia y crispó los puños:

—Aunque así sea, me niego a aceptarlo. Es mi amigo y hemos hecho cuatro películas juntos. ¡Dios de los cielos! —Se volvió al silencioso Sergio Fabbri—. ¿Tú que opinas?

Anthony Spencer se había detenido ante Elliot, una vez traspuesta la puerta que los aislaba del resto del set de rodaje. Estaban reunidos en el interior de la más alejada de las torres de vigilancia, en la esquina oeste del fortín, y desde su puesto de observación, dominaban perfectamente al resto del equipo que rodaba al fondo, junto a la puerta grande.

El anciano, que contemplaba a través del ventanal las evoluciones de un grupo de «prisioneros» que obedecían a regañadientes las órdenes de los oficiales «nazis», agitó la cabeza sin volverse a mirarlos.

—Yo ya no sé qué pensar de nada y soy demasiado mayor para asombrarme de cuanto pueda ocurrir, y es tanta la mierda que nos rodea que no podemos extrañarnos de que salpique incluso a quienes más queremos. Me gusta Cameron —señaló—, lo aprecio como director, como hombre, pero no pongo la mano en el fuego ni por él ni por nadie.

—¿Eso quiere decir que aceptas lo que ha dicho? —se sorprendió el actor—. Se trata de una acusación muy grave, Sergio. Muy grave.

—A ti te han acusado de contribuir a que un hombre se suicidara y a mí de tener relaciones con la mafia, así que ¿de qué te extrañas? —Tomó asiento en el suelo: resultaba una figura patética allí, recostado en las tablas de la parte posterior del decorado, un alto muro de cartón piedra afirmado con tirantes de acero—. Estoy cansado, muy cansado de toda esta historia de Gadafi y la tensión en que vivimos desde que empezó el rodaje. —Agitó su blanca cabellera y se pasó la mano por la cabeza muy despacio—. Ya es bastante duro manejar a un equipo como éste, con cientos de extras y miles de gastos, para tener que andar, además, jugando a espías y tratando de averiguar quién va a matar a ese loco y cómo piensa hacerlo. ¡Estoy cansado! —repitió, como si con eso quisiera dar por concluido el tema.

—Todos estamos cansados —admitió Elliot—, pero eso no cambia las cosas. —Señaló con un gesto a Paola que fumaba en silencio, apoyada en una de las frágiles paredes, y extendió luego las manos como pidiendo ayuda—. Gadafi le ha dado a entender que vendrá al rodaje, la próxima semana, y aquí hay alguien, tal vez Cameron, tal vez otros, que pretenden quitarlo de en medio con nuestra ayuda. ¿Qué va a ocurrir con todas estas gentes si se comete un magnicidio? El sentirnos cansados no justifica que los abandonemos a su suerte. —Se inclinó frente a él y lo obligó a mirarle tratando de hacerlo reaccionar—. Usted es el productor de esta película y tiene una responsabilidad para con el equipo. Yo lo conozco y sé que no es una persona que se limita a pagar un sueldo y exigir un trabajo. ¡Es Sergio Fabbri!

—¡Una mierda soy! —fue la malhumorada respuesta—. No me atreví a mandarlos al carajo en su momento, no grité al mundo la verdad y seguí adelante con la película, porque acababa de contratar a la criatura más maravillosa del planeta y soñaba con conseguir un cuarto Oscar. ¿Para qué? ¿Qué más da tener cuatro que tres? Ahora miro hacia fuera, veo a esa criatura y comprendo que yo la he traído aquí y la he puesto en peligro, a sabiendas, y me repito una y otra vez que soy una mierda y que el único castigo que merezco es cortar el rodaje, mandar a todo el mundo a casa, indemnizar hasta el último céntimo, aunque me cueste tener que hipotecar una vez más mi casa, y dejar Nueva York para siempre, gritándole a la CIA que se pueden meter su permiso de residencia por el culo.

—Aún estás a tiempo —le recordó Anthony Spencer—. Y, por lo que a mí respecta, renuncio desde este momento a mi contrato, te devuelvo el dinero que me has dado y te firmo, a porcentaje, tu próxima película, pero en Italia.

El anciano alzó el rostro y sonrió:

—Sé que lo harías —afirmó—, pero yo no. ¿Has visto los «roches»? ¿Te has sentado como yo, ¡horas!, en esa sala de proyección, a oscuras, a contemplar cómo esa niña se vuelve hacia la cámara y transmite, con esos ojos increíbles, un sin fin de sensaciones diferentes? —Resopló con fuerza y chasqueó la lengua negando convencido—. Estoy dispuesto a perder seis millones de dólares si me presionan mucho, lo acepto porque forma parte de mi oficio, pero no estoy dispuesto a perder una película cuando llevamos rodada más de la mitad, porque hacer que el mundo se enloquezca con esa historia y esa niña es, también, la parte más importante de mi oficio. ¡No voy a cortar! —aseguró con firmeza—. ¡No voy a cortar, aunque tenga que matar yo mismo a Gadafi!

—¿Y qué hacemos entonces?

—¡Invente algo, coño! —explotó el viejo productor—. Usted es periodista y, por lo que sé, ha estado en un montón de guerras y de líos. Invente algo para sacarnos de éste y le pagaré lo que pida. O, si lo prefiere, mando venir a Alan Simon. —Alzó los brazos exasperado—. Se le ocurren muchas cosas a ese muchacho. ¡Siempre está inventando! A lo mejor descubre cómo neutralizar a Cameron Harris a fin de que Gadafi pueda venir y volver a marcharse sin problemas.

Anthony Spencer, que había encendido un cigarrillo y se había sentado a su vez en el suelo con las piernas cruzadas, le apuntó con el dedo:

—Tal vez ésa sea la respuesta —señaló—. Buscar la forma de neutralizar a Cameron el tiempo que esté aquí Gadafi. —Hizo una pausa—. Supongo que luego no echaría a correr tras él para matarlo en su propia casa. —Alzó el rostro hacia Elliot y Paola—. ¿Se os ocurre alguna idea…?

—Podemos pensarlo —contestó el primero sin querer comprometerse—. Al menos, ahora tenemos algo concreto: sabemos con quién tenemos que enfrentarnos.

Sergio Fabbri lo miró de medio lado.

—¿Lo sabemos realmente? —preguntó—. ¿No hay duda de que se trata de Cameron? ¿No hay tampoco duda de que se encuentra solo y únicamente espera ayuda de nosotros? —Hizo una pausa—. Y, por cierto, ¿por qué no ha venido Ángela? Se supone que también está implicada en esto.

—Sí —admitió Elliot de mala gana—. También está implicada pero no me he atrevido a confesar a mi ex esposa que es su futuro marido quien está pretendiendo jodernos la vida a todos. ¡Cuestión de ética!

—¡Oh, vamos! —protestó Anthony Spencer—. No es hora de andar con cuestiones de ética, aunque, bien mirado, tal vez sea mejor que permanezca al margen. —Hizo un gesto de impotencia—. Al fin y al cabo, se acuestan juntos y, aunque la creo incapaz de contarle nuestras sospechas, tal vez no sabría disimular y él advertiría que algo raro ocurre. ¡No! —concluyó convencido—. Es mejor que la dejemos fuera.

—De acuerdo en eso —admitió Paola—. ¿Cuál es, en ese caso, nuestro próximo movimiento?

Los cuatro se miraron y fue la suya una mirada larga, profunda y plena de desconcierto: una mirada que terminó con un encogimiento de hombros general.

A nadie se le ocurría nada.