CAPÍTULO XIV

El mestizo Angulo le aguardaba al pie del avión, en El Dorado, y su ancho y franco rostro denotaba una profunda preocupación.

—¿Algo grave? —quiso saber—. Tu voz sonaba extraña.

El periodista asintió en silencio mientras se encaminaban hacia el mostrador de la policía:

—Necesito un pasaporte —dijo casi en las narices del agente encargado de sellarle la entrada—. ¿Puedes proporcionármelo?

—¿De qué nacionalidad?

—Colombiano si es posible.

—Eso está hecho. ¿Tienes fotos?

—Buscó en su cartera, porque un corresponsal volante que se preciara de serlo llevaba siempre consigo una buena provisión de fotos de carné. Recogió su pasaporte ya sellado y se encaminaron directamente al automóvil de Angulo, ya que no tenía necesidad de aguardar por el equipaje.

—¿Algún nombre especial en el pasaporte? —quiso saber el mulato.

—El que te sea más cómodo. ¿Cuándo podría volar a México?

—Mañana temprano, yo mismo me encargaré de reservarte plaza. ¿Quieres contarme tus problemas o no debo saberlo?

—Es mejor para ti que los ignores —le explicó con sinceridad mientras tomaban asiento en el vehículo—, pero tienes que hacerme un gran favor: te irás a La Guajira, y desde allí cursarás un telegrama a la revista firmado por mí y anunciando que vamos a internarnos en las montañas y que estaremos unos días lejos de la civilización. Me interesa que nadie pueda localizarme.

Habían enfilado la concurrida carretera que se abría paso, por entre verdes campos cuajados de vacas, hacia la ciudad que se desparramaba a lo lejos, al pie de las montañas, y Angulo, conduciendo muy despacio, se volvió para mirarlo.

—¿Piensas renunciar a la historia sobre la marihuana?

—No, en absoluto, pero he llegado a la conclusión de que tú eres el periodista que mejor conoce el tema en este mundo. Llevas años investigándolo y lo has estudiado a fondo. Y es injusto que me des esa información para que yo la utilice. Escribe el reportaje, yo lo traduciré con ayuda de Ángela y lo publicaré en el Saturday News con tu firma.

El colombiano lo miró con asombro, tratando de contener su entusiasmo.

—¿Vas a cederme tus páginas en una de las revistas más prestigiosas del mundo? —quiso saber, casi negándose a creer en su suerte—. ¿De verdad es eso lo que me estás proponiendo?

Elliot se limitó a meter la mano en el maletín, sacó un fajo de billetes de cien dólares, contó veinte y se los introdujo en el bolsillo de la camisa.

—Aquí va un adelanto para los primeros gastos —aclaró—. El resto, a la entrega del material. ¿Te parecen cinco mil…?

—¡La puta! —aulló el otro—. Es más dinero del que he visto en mi vida. —Dio un golpe sobre el volante haciendo sonar el claxon en el colmo de la alegría—. ¡Tendrás el mejor reportaje que hayas visto jamás! —prometió—. Lo escupiré todo. ¡Todo! —Echó la cabeza hacia atrás, entusiasmado—. ¡Sé tantas cosas de tantos hijos de perra! No me había decidido a contarlas porque no valía la pena buscarme un disgusto por cuatro sucios pesos o por publicarlo en una revistilla de mala muerte. ¡Pero el Saturday News! —rió—. Ver mi firma en el Saturday News merece correr el riesgo de que alguien intente hacerme desayunar plomo. ¡Vaina, primo! —concluyó—. ¡Joder, qué feliz me haces!

Como para corroborar sus deseos de ser eficiente, a última hora de la tarde apareció con un flamante pasaporte a nombre de Teófilo Chávez, cafetero, con todos los visados aparentemente en regla y un billete confirmado para el primer vuelo del día siguiente a la ciudad de México.

Elliot, que había pasado el rato durmiendo, vencido por la fatiga de toda una noche en blanco, dos largos vuelos y el soroche que imponía la altitud de Bogotá, hizo una llamada al Saturday News y dejó en el contestador automático, donde todo el mundo pudiera escucharlo al día siguiente, un mensaje para Jack O’Farrell, comunicándole que emprendía viaje a la península de La Guajira y telegrafiaría novedades desde allí. Luego preparó su maleta, subió a cenar con el mestizo al restaurante del último piso del hotel, desde donde se disfrutaba de una maravillosa vista de la ciudad.

—¿Qué tienes que hacer en México? —quiso saber Angulo mientras aguardaba a que le sirvieran la cena—. ¿Un nuevo reportaje?

Negó en silencio sin apartar la vista del ventanal, absorto en sus pensamientos:

—Ver a alguien —dijo al cabo de un rato, cuando podría pensarse que había olvidado ya la pregunta—, pero esta vez no voy en busca de un reportaje. —Sonrió sin mirarlo—. Ni siquiera O’Farrell me permitiría publicar una cosa así alegando que nuestro gobierno no ordena asesinar a nadie a sangre fría, porque eso va contra la ley. —Alzó su vaso de pipermín y estudió cómo los hielos se agitaban en el líquido verde y espeso—. El viejo O’Farrell es muy respetuoso con la ley —añadió con ironía—. Tanto, que si se viera obligado a admitir que los propios encargados de hacerla cumplir al más alto nivel son los primeros en transgredirla, todos sus esquemas se vendrían abajo y tal vez se echaría a la calle, a matar, robar y violar, si es que aún se encuentra en condiciones de violar a alguien. —Se volvió a mirar su compañero—. ¿Sabes? Cuando tuvo que rendirse a la evidencia y aceptar que Nixon era culpable, presentó la renuncia a su puesto y quiso retirarse a Cayo Largo. —Agitó la mano negativamente, sonriendo divertido—. No porque fuera partidario de Nixon, ¡lo odiaba a muerte!, sino porque se preguntó para qué diablos nos rompíamos los cuernos tratando de formar e informar a un país en el que se daban casos semejantes. Era como si hubiéramos tirado nuestro esfuerzo de años por la ventana.

—Entiendo —admitió el colombiano—. Lo entiendo bien, porque eso es algo que ocurre aquí constantemente. Nos han gobernado siempre tan mal, nos han engañado tanto y tan cruelmente desde que tenemos memoria, que a veces pienso que han hecho que dejemos de considerarnos una nación, un pueblo, para convertirnos en un conjunto de seres solitarios, desconfiados y acobardados que buscan, desesperadamente, la forma de destrozarse los unos a los otros. —Chasqueó la lengua con un gesto de amargura e impotencia—. Si a estas alturas ya casi nadie cree en Dios y no podemos sino despreciar a quienes nos gobiernan, ¿qué esperanza nos queda?