CAPÍTULO XXIV

Omar al-Muzruk observó el palmeral a través de los potentísimos prismáticos, asistió al rodaje completo de la escena y, cuando advirtió que técnicos y electricistas comenzaban a recoger el material interrumpiendo la labor hasta el día siguiente, se volvió a Ahmed Jadani, que había permanecido a su lado, observando igualmente, durante toda la mañana.

—¡Bien! —señaló—. Ahí están, así que en un par de días nuestra misión habrá concluido y regresaremos a casa.

—¿Dando un rodeo, supongo?

Por primera vez, Omar al-Muzruk se permitió una leve sonrisa aceptando el reproche de su subordinado.

—No, regresaremos directamente porque, en cuanto hayamos hecho entrega del paquete, todo será mucho más sencillo. En tres días llegaremos a la costa y el domingo por la noche un submarino nos recogerá en la playa.

—¿Nunca vas a decirme a quién haremos entrega de ese paquete?

Negó convencido.

—No puedo decírtelo, porque ni yo mismo lo sé. Lo enterraremos al pie de la última palmera de la izquierda y alguien lo recogerá cuando lo necesite. Alguien que, por lo visto, merece toda nuestra confianza. Eso es todo lo que me han dicho, tampoco quiero saber más. Me basta con haber sido útil y tener la absoluta certeza de que el plan no puede fallar.

—¿Y la tienes?

Se miraron largamente y, por último, el libio asintió con la cabeza.

—La tengo. —Hizo una pausa—. Si no fuera así, nunca habría aceptado el riesgo que hemos corrido, ni las penalidades que hemos sufrido para actuar como simples comparsas. —Señaló la pesada mochila que mantenía a su lado y que no abandonaba ni un solo instante—. Nadie más podía traer hasta aquí esta carga y, aunque nunca se sepa oficialmente, tú y yo tendremos siempre la certeza de que a Mu’ammar lo matamos nosotros.

—¿Cuándo la ocultarás?

—Esta noche. Según el plan de trabajo, quedan doce días de rodaje en el palmeral y ese alguien tiene tiempo de sobra para recogerla sin levantar sospechas.

—¿Y si no lo hace? ¿Y si le da miedo? ¿Acaso sabe el peligro que corre?

Omar al-Muzruk dirigió una larga mirada a la mochila e instintivamente colocó una mano sobre ella, como si se tratara de un ser al que hubiera que proteger.

—Lo sabe —admitió—, pero sabe también que permitir que Gadafi continúe con vida es más peligroso aún. Ya oíste la radio ayer: los rusos acaban de proporcionarle misiles, tal vez armados con cabezas nucleares. Turquía, Grecia, Egipto, Italia e Israel están ahora a su alcance con el simple gesto de apretar un botón. ¿Crees que alguien puede vivir en paz sabiendo que el estallido de una Tercera Guerra Mundial y el futuro de sus hijos dependen de que a un loco megalómano se le antoje o no apretar ese botón? —Agitó la cabeza pesimista—. Lo conozco bien, sus arrebatos de ira resultan imprevisibles y, al igual que fue capaz de ordenarme que asesinara a todos los que se le oponían, le creo muy capaz, en su ceguera, de lanzar esos misiles. ¡Y no hay quien los detenga! Una vez en marcha, tú y yo sabemos que nadie puede predecir cómo puede concluir un conflicto de este tipo. Sea quien sea, lo matará porque sabe cómo hacer uso de ese paquete.

* * *

Paola Cavani llegó al campamento al atardecer de ese mismo día a bordo del helicóptero privado del propio Mu’ammar al-Gadafi.

Elliot acudió a recibirla, tomó su pequeña maleta y aguardó a que el aparato alzara de nuevo el vuelo perdiéndose de vista en la distancia y levantando nubes de arena. Luego, la besó con afecto en la mejilla e iniciaron la marcha hacia el campamento de roulottes.

—¿Cómo te fue con el gran hombre? —quiso saber.

—Muy bien —admitió ella sonriente—. Cuando se lo propone, es realmente encantador, todo un caballero, inteligente, simpático y con charme. Cuando te habla de paz y de que únicamente busca el bien de sus «hermanos» hambrientos del Tercer Mundo, te convence. Se considera el «hermano mayor» de todos los perseguidos, el único que está en condiciones de protegerlos y redimirlos. Y, cuando te muestra las realidades de cuanto ha hecho por su pueblo y cómo lo ha sacado de la semiesclavitud, el analfabetismo y la miseria para convertirlos en una nación moderna, próspera y alegre, dudas de que esté loco, ande por ahí ordenando asesinar a unos u otros y grite como un energúmeno que está dispuesto a acabar con Sadat, aunque le cueste la vida. ¡En fin! —concluyó—. Que vengo hecha un lío…

—¿Pero no has cambiado de idea?

—En absoluto —afirmó la italiana—. ¿Cómo van las cosas por aquí? ¿Has averiguado algo?

—Nuestros amigos no han vuelto a dar señales de vida molestando a Ángela, ni a Anthony. Y el viejo Fabbri jura que tampoco han tratado de ponerse en contacto con él. A veces pienso que tal vez han abandonado la intentona. ¡Demasiado complicada! Y demasiada gente mezclada en el asunto…

Paola se detuvo y permitió que él anduviera unos pasos hasta que se volvió a mirarla interrogativamente:

—¿De verdad lo crees? —preguntó—. Tú, que los conoces desde hace tanto tiempo, que has visto cómo trabajan y hasta dónde son capaces de llegar, ¿crees realmente que se han dado tan fácilmente por vencidos?

Elliot se encogió de hombros como si se encontrara fatigado y, en realidad, sí estaba cansado de toda aquella historia:

—¿Cómo puedo saberlo…? —dijo—. Nos enredan, nos inquietan, rebuscan en sus archivos sacando a la luz cuanto puede hacernos daño y quitarnos el sueño, nos colocan en un estado de tensión en que estamos todos a punto de esta llar y, de improviso, cuando llega el momento de la verdad y esperamos lo peor, se sumen en un silencio inexplicable, como si, realmente, lo único que hubieran buscado era ponernos a prueba de algún modo…

—O servir de pantalla.

—¿Qué quieres decir?

—Que cuando mencioné la película y le pregunté si tenía intención de acudir al rodaje, los ojos de Gadafi brillaron de un modo distinto por una décima de segundo, como si supiera algo y estuviera advertido de que le están preparando una trampa.

Elliot advirtió que aquel vacío que se había adueñado últimamente de la boca de su estómago parecía agigantarse, y su voz se quebró levemente al preguntar:

—¿Estás segura?

—Con ese hombre nunca se puede estar segura de nada, porque lo considero uno de los mejores comediantes con que me haya tropezado en mi larga existencia. Cameron Harris ganaría mucho si le diera un papel. Por cierto, ¿qué sabes sobre Cameron Harris…?

—Que es un buen director, ha hecho muchas películas y pretende casarse con Ángela. ¿Por qué?

—Porque he hecho algunas averiguaciones, he puesto a mis amigos, que también los tengo, a trabajar y anoche me llamaron para comunicarme que la KGB considera que es muy posible que durante su época de estudiante nuestro querido director pasara algún tipo de información a la CIA.

—¡No puedo creerlo!

—¿No puedes creerlo o no quieres creerlo porque se trata del hombre con quien Ángela pretende casarse? Te resultaría muy embarazoso tener que confesarle tus sospechas, ¿no es cierto? Te acusaría de estar tramando una sucia maniobra para apartarlo de su lado y que ella vuelva a ti.

—Ángela sabe que yo no haría una cosa así.

Ella le miró de modo inquisitivo:

—¿Lo sabe realmente? —preguntó—. ¿Cuántas cabronadas le has hecho a lo largo de tu vida? ¿No puede ser éste uno más de tus trucos?

—Eso no sería un truco, sería una bajeza y no es ése el concepto que Ángela tiene de mí.

—Sea como sea —le hizo notar ella—, el hecho de que adoptes una actitud noble no nos aleja del problema. —Hizo una larga pausa—. ¿Qué sucedería si realmente Cameron Harris es un hombre de la CIA y la CIA ha pretendido, al meternos en el lío, desviar la atención de su persona?

—¿Y cómo podría él solo atentar contra Gadafi?

—No lo sé —admitió a disgusto la italiana—, pero lo que está claro es que Cameron Harris ordena y manda en esta película con esa autoridad que únicamente poseen los directores de cine. Si mañana ordena que le pinten de rojo el palmeral y la montaña, se los pintan de rojo sin rechistar ni hacer preguntas. —Agitó la cabeza—. ¿Qué clase de plan habrán urdido en el que, en un momento dado, el director pueda implicar directamente a todo el equipo sin que éste sepa en realidad a qué está contribuyendo?

—Me lo estás poniendo demasiado difícil.

—Me limito a exponerte una realidad. —Cambió el tono de voz—. Ésa es Ángela, ¿verdad?

Elliot siguió la dirección de su mirada. Efectivamente, apoyada en la esquina de la primera de las caravanas, Ángela parecía aguardar paciente su llegada, sin apartar la vista de Paola, como si quisiera analizarla en todos sus detalles y estuviera tratando de averiguar las razones por las que, hacía años, había sido el detonante que destruyera definitivamente su matrimonio.

Cuando estuvieron a un metro la una de la otra y Paola se detuvo y extendió la mano, Ángela lo hizo a su vez y se la estrechó con fuerza, sin aparente rencor.

—¡Bienvenida! —dijo—. Comprenderás que no diga eso de «encantada», porque sonaría hipócrita, pero puedes creerme si te digo que estaba deseando conocerte.

—Yo también —admitió la periodista—, Elliot me ha hablado muchísimo de ti.

—Te creo. —Al responder lo hizo mirándolo directamente a él—. Si hay algo que le guste, es hablar de sus mujeres porque diría que nunca le basta con la que tiene en esos momentos.

—¡Ya empezamos!

Ángela sonrió divertida y les precedió por entre el dédalo de roulottes, hacia la que habían destinado a la periodista.

—No te inquietes —le tranquilizó—. Visto que tenemos demasiados problemas realmente importantes, no tengo ningún interés en organizar una disputa. —Se volvió a Paola—. ¿Te ha contado cómo andan las cosas por aquí?

—No con detalle. ¿Cómo andan?

—Desde el punto de vista cinematográfico, maravillosamente. Esa niña ha conquistado al staff de un solo golpe. Le ha bastado una mirada a la cámara y ya nadie habla aquí más que de ella, de su forma de moverse, de sus ojos y de lo que es capaz de expresar con tan sólo un gesto, y eso que algunos son profesionales que han intervenido en más de cien películas. ¡Andan como idiotizados! —Habían llegado a la caravana, buscó una llave, abrió la puerta y les dejó pasar sin por ello dejar de hablar—. O mucho me equivoco o a partir de esta misma noche el guionista se va a poner a trabajar como un loco para convertir Cita en Tubruq en un «Festival Mahiana Tepuaní». —Corrió las contraventanas para dejar entrar la luz, cerró los cristales y puso en marcha el aparato del aire acondicionado, que comenzó a ronronear muy suavemente—. Y lo más gracioso —continuó— es que incluso Anthony se muestra de acuerdo. —Parecía francamente asombrada—. ¡No protesta por el hecho de que Cameron quiera ampliar el papel de Souad incluso a costa del suyo propio! ¡Anthony Spencer, que un día casi le pega a Brando porque pretendió decir una frase que no estaba en el libreto que habían firmado página por página! Esa chica les ha comido el seso a todos, sin decir una palabra. —Se dejó caer en el sofá con aire de fatiga—. Como lo que diga sea, además, medianamente inteligente, aquí va a haber muertos.

—Muertos es muy posible que los haya aun sin necesidad de que Mahiana Tepuaní diga nada inteligente —sentenció Paola Cavani, que había depositado su maleta sobre la mesa y comenzaba a colocar su ropa en el armario—. Gadafi tiene intención de acudir al rodaje e incluso me preguntó si conocía a Mahiana y si era tan fascinante como aparece en las fotos.

—¿Acaso se interesa por ella?

—¿Desde un punto de vista sexual? —preguntó sorprendida la italiana—. No. En absoluto. Gadafi está por encima de esas cosas, pero desde un punto de vista puramente estético, tal vez. O por simple curiosidad. Gadafi es un hombre eminentemente curioso.

—¿Dijo cuándo vendría?

—No y bien que lo siento, porque me gustaría estar presente y no sé si voy a poder quedarme hasta entonces. Las cosas se complican en Polonia, mi jefe quiere que vaya a ver aquello de cerca y, para un periódico de izquierdas, Polonia es siempre más importante que el rodaje de una película «capitalista», aunque esa película esté financiada por Gadafi. —Sonrió divertida—. ¡Únicamente merecería la pena quedarse si tuviera la seguridad de que van a matarlo!

—Te lo tomas con un curioso sentido del humor —le hizo notar Ángela—. Aquí hay muchas personas cuyas vidas tal vez corran peligro.

Paola Cavani le dirigió una larga mirada y, al fin, con naturalidad, preguntó:

—¿Crees que si mi sentido del humor cambia, todas ellas correrán menos peligro?