CAPÍTULO PRIMERO
2 de septiembre de 1980
En el transcurso de una operación de rastreo, fuerzas del Ejército colombiano descubrieron ayer, en el corazón de las montañas de la península de La Guajira, una plantación de marihuana de más de treinta mil hectáreas de extensión. El enfrentamiento arreado con plantadores produjo la muerte a tres soldados y cinco indígenas.
Associated Press-Bogotá.
—¿ Qué te parece?
—¿Crees que tienes una historia?
—He hecho un cálculo: Cada hectárea produce en La Guajira unas tres toneladas de marihuana de primera clase, tipo «Santa Marta Gold», que se paga aquí, en Nueva York, a doscientos mil dólares la tonelada, poco más o menos. Multiplica, y verás que esa plantación podría haber rendido unos beneficios netos de unos diez mil millones de dólares. No creo que un «mar de yerba», sea un asunto de simples «indígenas», un puñado de guajiros analfabetos y hambrientos. Detrás de todo eso hay alguien más.
Jack O’Farrell comenzó a trazar círculos cada vez más pequeños sobre la blanca libreta que siempre tenía ante sí y Elliot Bukhanan, que lo conocía desde hacía veinte años, abrigó la absoluta certeza de que había tomado una decisión.
Pese a ello, O’Farrell aún se resistió, más que nada por mantener una fama de duro en la que nadie creía desde hacía mucho tiempo, desde que el primer infarto lo obligó a tomarse la vida con más calma.
—¿Qué es lo que te hace suponer que la historia puede ser buena? —quiso saber.
—El hecho de que hace dos años descubrieron otra plantación semejante y se murmuró que en el negocio estaban metidos dos ministros colombianos y un alto cargo de nuestro Departamento de Estado. Entonces se echó tierra sobre el asunto y no quiero que esta vez suceda lo mismo, porque uno de los sospechosos fue asesinado hace seis meses.
Los círculos se habían ido reduciendo hasta convertirse en un simple punto central, lo que indicaba que el viejo Jack O’Farrell se había dado por vencido.
—De acuerdo… —admitió—. La historia es tuya, pero… —puntualizó señalándole acusadoramente con el dedo— «si por casualidad» estalla algún jaleo en alguna parte del mundo, te quiero allí de inmediato. Ese «mar de yerba» siempre puede esperar.
Elliot se puso en pie satisfecho; abrió, sin pedir permiso, el bar de su jefe y amigo, le sirvió una generosa ración de ginebra con mucho hielo y se preparó a su vez un largo pipermín con agua, estudiando, preocupado, el nivel de la botella.
—Alguien se está bebiendo mi pipermín —señaló molesto.
—Yo no recibo putas en este despacho —replicó O’Farrell, malhumorado—. Y las putas y tú sois los únicos seres de este mundo capaces de beber menta con agua. ¿De verdad no fuiste cabaretera en tu otra vida?
Elliot no respondió, paladeó con delectación la dulzona bebida y lo observó a través del cristal, viéndolo verde y deformado.
—¿Quieres fotos? —fue todo lo que respondió.
—Desde luego —señaló O’Farrell—. Busca un free lance. A Bob lo tengo en Irán y a Scarlatti, en Centroamérica —le atajó con un gesto de la mano, interrumpiéndolo incluso antes de que comenzara a hablar—. ¡Olvídate de Richard! El médico asegura que necesita convalecer quince días más y no estoy dispuesto a que acabes con él antes de que cumpla los veinticinco.
—Me gusta ese chico.
—Lo sé, es un loco y un magnífico fotógrafo. —Hizo una pausa y añadió mordaz—: Pero tú tienes la fea costumbre de acabar destruyendo todo lo que te gusta.
Elliot rio divertido:
—Tú me gustas —señaló.
—¡Así me luce el pelo! Y ahora acaba tu trago y vete. Aún no he cerrado el número.
Elliot Bukhanan optó por llevarse el vaso y terminar su menta cómodamente sentado en el despacho de la oronda Kety, contemplando el rojo disco del sol que jugaba a ocultarse entre los rascacielos de Manhattan que devolvían, multiplicados hasta el infinito, sus últimos rayos. La tarde aparecía hermosa y templada y se prometió a sí mismo que a la mañana siguiente acudiría a Central Park, a admirar las muchachas en flor que corrían en un innecesario esfuerzo por mantener firmes sus hermosos traseros y sus largas piernas.
—¿De nuevo en marcha?
—De nuevo en marcha.
—Lo suponía. —La voz de Kety mostraba su disgusto—. Sólo vienes a verme cuando necesitas algo.
—Así evito tentaciones. —Elliot tuvo la certeza de que la pobre Kety no conseguiría unas firmes piernas y un trasero decente aunque corriera sin parar desde Nueva York a San Francisco, pero sabía, también, que nadie en este mundo lo admiraba más devotamente y, por tanto, abusaba descaradamente de semejante adoración—. Necesito un fotógrafo —concluyó alargándole el vaso con la intención de compartir su pipermín.
Ella negó con un gesto:
—¡No entiendo cómo puedes beber esa porquería! ¿Qué clase de fotógrafo?
—Uno bueno y con un par de pelotas.
—¿Habrá tiros?
—Espero que no, pero quiero uno que sepa desenvolverse por su cuenta. Odio a esos tipos que sacan unas puestas de sol maravillosas, pero tienen la cabeza hueca.
—¿Qué clase de trabajo?
Le alargó el cable de Bogotá, que ella no tuvo necesidad de leer. Asintió.
—Lo vi esta mañana y puede ser una buena historia. Hay mucho dinero en ese asunto… y muchos muertos.
—Es posible. ¿En quién has pensado?
—En Nikon.
Kety Johnson dio un respingo, soltó un bufido y buscó sobre su mesa un cigarrillo que era algo que contribuía a ponerla más nerviosa aún cuando se excitaba.
—¡Ese cerdo! —exclamó—. La última vez que le encargamos un trabajo acabó vendiéndoselo a Life.
—A mí no me hará eso —afirmó Elliot convencido—. Y parte de razón tenía: Life le pagó el doble.
—La idea era nuestra.
—Pero el pellejo suyo y se lo jugó a conciencia —puntualizó—. El Viejo no creía en la historia y, en lugar de enviar a uno de la casa, escogió a un free lance. Es el riesgo que se corre con ellos.
—¿Y quieres volver a correrlo?
—Yo sé cómo manejar a Nikon. —Elliot Bukhanan se preguntó si realmente sabía cómo hacerlo, pero tenía que aparentar una seguridad que estaba muy lejos de sentir—. Si ese enano trata de hacerme una jugarreta, le rompo la cabeza.
La gorda aún fue a decir algo, pero optó por encogerse de hombros con el clásico ademán de quien se lava las manos en un asunto que no es de su incumbencia.
—Es tu reportaje —admitió al fin—. Y si Nikon te lo roba, el Viejo te aplastará las pelotas. ¡Recuérdalo!
—Acepto el consejo. ¿Lo buscarás?
—Lo buscaré.
Terminó su bebida, dejó el vaso sobre la mesa y la besó afectuosamente en la frente mientras se dirigía a la salida.
—Por cierto —dijo desde la puerta—, he leído las galeradas de tu reportaje sobre las lesbianas. ¡Magnífico!
—¿De veras?
—De veras… Es sincero, ecuánime y valiente. Sobre todo, valiente. ¿Realmente te has enamorado de esa chica?
—En cierto modo, pero no de la forma que imaginas. Aún no me he acostado con ella.
—¿«Aún»? Eso quiere decir que no descartas la idea.
—No. No la descarto.
—Ten mucho cuidado, pequeña —le advirtió—. Puede ser muy hermoso, pero lo malo es que en ese mundo no suelen abundar seres tan maravillosos.
Ella soltó una corta carcajada que pretendía ser divertida, aunque sonaba falsa a todas luces:
—¿Lo dices por experiencia? —quiso saber.
—La experiencia no se limita a lo que te ocurre personalmente —replicó el periodista plenamente convencido—. Yo tengo más experiencia sobre la muerte que los propios difuntos, ya que ellos tan sólo se murieron una vez, mientras que yo he estado en más de quince guerras. Con la homosexualidad pasa lo mismo. Cada homosexual suele contar su propia historia, mientras que yo hace mucho que los estudio imparcialmente y puedo asegurarte que jamás he conocido a ninguno verdaderamente feliz. Ni hombre, ni mujer.
—¿Y entre los otros? ¿Entre los que tú consideras «normales»? ¿Has conocido a alguien realmente feliz?
Se limitó a lanzarle una sonora pedorreta, fue a su despacho y recogió la chaqueta. Ya las primeras luces se encendían cuando abandonaba el severo edificio del Saturday News, dudando entre acercarse a Broadway y meterse en un cine o una obra de teatro para pasar el resto de la tarde o bajar al Barbara’s y enredarse con Bianca en una de aquellas interminables charlas que concluían siempre en una cama a las cuatro de la madrugada.
Mentalmente echó una moneda al aire pero, mentalmente también, la dejó allí y sin permitir que cayera, buscó un taxi.
Diez minutos después, apenas había abierto la puerta de la que durante tantos años había sido su casa, se maldijo por la estúpida decisión que había tomado, porque cómodamente tumbado en el sofá, contemplando la televisión y disfrutando de un excelente Chivas de doce años que le había costado un ojo de la cara, se encontraba el esbelto Cameron Harris, quien le observó con sus diminutos ojillos de pequeño genio de las luces, los filtros y los matices de colores.
—Me gustaría saber… —fue su saludo de bienvenida— por qué regla de tres, yo no puedo tener llave de esta casa y tú sí.
Elliot fue al bar, se sirvió una menta con agua, bajó el volumen de la televisión y se dejó caer en una amplia butaca frente a él:
—Por la sencilla razón de que yo aún estoy pagando los plazos de la hipoteca y tú no. —Le mostró la llave haciéndola bailar ante su rostro—. Por los trescientos mil dólares que faltan es tuya.
—¡Muy gracioso! —masculló el otro—. Sabes que no me refiero a eso. Ángela y yo vamos a casarnos en cuanto acabemos la película.
—He conocido a media docena de tipos que han estado «a punto de casarse con mi ex mujer en cuanto acabaran la película», pero aún continúo siendo su único «ex esposo» oficial y el que paga la casa… —señaló con una malintencionada sonrisa—. Y te aseguro que estoy loco por entregar esta llave y los plazos que me faltan por pagar. ¡Niñas! —llamó hacia adentro—. ¡Ha llegado papá!
María del Sol salió de la cocina y vino a darle un beso, mientras María del Mar gritaba desde el piso superior que bajaría en cuanto se hubiera puesto algo decente. Cuando la vio descender a saltos por la escalera y la comparó con su hermana, se preguntó cómo se las arreglaría quien no las conociera desde el mismo día en que nacieron para distinguir a la una de la otra.
—Pronto empezarán a intercambiarse los novios —dijo sentando a María del Mar en su regazo—. ¿Cómo han ido los exámenes?
—Muy bien. Sol se presentó en Matemáticas y yo en Filosofía.
—No comprendo cómo no las han cogido —intervino Cameron Harris—. En mi colegio también había dos hermanos gemelos, pero…
—Es que ellas escogieron colegios diferentes —señaló Elliot Bukhanan, divertido—. Y en ninguno de los dos saben que tienen una hermana gemela.
—Apuesto cualquier cosa a que fue idea tuya —afirmó el otro—. Por lo que Ángela me ha contado, ésos son tus clásicos trucos…
—¡Vaya…! —protestó un irritado Elliot—. ¡Bonito tema de conversación…! ¿No tenéis algo más interesante de que hablar?
—Un momento —intervino María del Mar—. No empecéis a discutir. Cameron es un buen chico, papá. Ha prometido enseñarme fotografía y algún día podré trabajar contigo… ¿Qué te parece? Padre e hija viajando juntos por el mundo. «Texto: Elliot Bukhanan. Fotos: María del Mar Bukhanan Ramírez». Suena bien.
—Suena a diablos. El anterior te quería enseñar a cantar para que formaras un dúo con tu hermana. ¡Valientes padres adoptivos les están saliendo…!
—¿Y tú qué les enseñas? —Cameron Harris se había puesto en pie y se servía un nuevo Chivas—. Van a cumplir dieciséis años y aún no tienen idea de lo que le piden a la vida.
—A la vida, cuanto más le pidas, menos te da. Y son ellas las que tienen que decirlo sin que nadie las presione… —Atrajo a su otra hija y la obligó a sentarse en el brazo del sillón—. Sólo pretendo que no se metan en el mundo del cine, como su madre. Ni en el del periodismo, como yo.
—Eso es una tontería —protestó María del Sol—. Ya lo hemos discutido muchas veces. No creo que la profesión tenga nada que ver porque habríais acabado divorciándoos aunque fuerais empleados de una funeraria. Es cuestión de temperamento.
Elliot Bukhanan iba a decir algo, pero sonó el teléfono a su lado, extendió la mano y lo cogió.
—Sí, soy yo… Sí, para no perder la costumbre, está bebiéndose mi Chivas. Sí, ya sé que me lo pagaste, pero a precio de aeropuerto, libre de impuestos, no a precio de supermercado. Está bien. Se lo diré.
Cameron Harris permaneció a la expectativa, pero al ver que no abría la boca, preguntó:
—¿Ha dicho cuándo viene?
—Aún tiene trabajo. Dice que la esperes a las nueve en el Rocco y vayas pidiendo lo de siempre.
—¿Qué es lo de siempre?
—Ensalada César y carne a la plancha. Ángela siempre cena lo mismo. ¿Es que aún no te habías dado cuenta?
—No. No me había dado cuenta.
—¡Pues vaya un despiste! ¿Tampoco te has dado cuenta de lo que le gusta en la cama?
—¡Eres un hijo de puta! —fue su indignada respuesta.
—¡Lo sé y perdona! —rogó—. Perdonadme vosotras también porque al fin y al cabo es vuestra madre, pero me jode que este pedazo de alcornoque lleve tres meses saliendo con ella y aún no sepa lo que cena.
Cameron se había puesto en pie encaminándose a la salida mientras recogía de la percha su grueso chaquetón de piel, muy de «director de cine», aunque resultaba a todas luces inapropiado para la época del año.
—Me marcho —dijo—. Pasaré por casa a cambiarme y así evito seguir bebiéndome tu Chivas a precio de aeropuerto libre de impuestos. ¡Chao!
—Chao, quisquilloso —replicó Elliot—. Y recuerda que el Chivas lo compré para ti o para el que venga luego, porque ni a Ángela ni a mí nos gusta.
El otro hizo un ademán despectivo con la mano y cerró de un portazo.
María del Mar abandonó las rodillas de su padre y fue a tomar asiento en el sofá que Cameron había abandonado:
—Eres injusto con él… —dijo—. No es mal muchacho, de lo mejorcito que hemos tenido. Un buen director, no uno de esos actorcillos sin cerebro que trae otras veces… Estuvo a punto de ganar un Oscar.
—¡Pamplinas!
—Mamá se va a poner furiosa —sentenció María del Mar—. Muy furiosa.
—¿Por qué…? En realidad no he dicho nada.
—No es por eso y tú lo sabes. —Como advirtió que su padre ponía cara de «yo no he hecho nada malo», añadió con intención—: Mamá odia el Rocco y es el último restaurante del mundo en que citaría a Cameron.
—¡Ya salió la lista! —Elliot hizo ademán de darle un azote, pero la muchacha escapó a toda prisa—. ¿Y por qué no lo has dicho cuando el genio estaba aquí?
—Porque hace mucho que decidimos no meternos en sus asuntos —contestó convencida—. Se supone que si fueron lo suficiente mayorcitos como para traernos al mundo, deberían serlo como para arreglar vuestras vidas. ¿O no?
—Eso sonaría lógico si se tratara de personas normales, pero recuerda que tu madre es puertorriqueña.
—¿Y qué tienen de malo los puertorriqueños? —protestó rápidamente María del Mar—. Nosotras somos medio puertorriqueñas.
—No tiene nada de malo, «chica». «Ningún pueltoliqueño puele tenel nunca nada de malo» —añadió imitando burlonamente en español el acento de la isla—. Pero tu madle es una pueltoliqueña tlasplantada a Nueva Yolk, que aprendió los peores vicios de las gringas, sin abandonar las astutas mañas de las criollas.
—¿Lo dices porque se cansó de que te pasaras meses en esas guerras de Dios poniéndole los cuernos? —atacó María del Sol—. Recuerdo cuando lloraba noches enteras porque no sabía si te habían matado o te habías largado a la Costa Azul con otra.
—Era mi trabajo y, cuando me conoció, lo sabía. Y también sabía que lo de las otras no tenía importancia porque vosotras erais mi familia. Siempre lo fuisteis.
—¡Pues vaya una gracia de familia! —exclamó—. «Tles jodidas pueltoliqueñas siemple solas y un padle putañelo». ¡Anda ya!
Elliot Bukhanan se puso en pie, pesadamente, consultó el reloj y sacando un peine del bolsillo comenzó a acicalarse frente al ancho espejo que ocupaba el salón.
—El problema está en que una de ustedes no nació chico —dijo—. Un varón se habría puesto de mi parte y, así, dos contra dos, la cosa habría estado equilibrada. ¿Pero qué esperanza me quedaba con tres mujeres en casa? Lo dije el día en que nacieron: «¡Te han jodido, Elliot! Te han jodido. De ahora en adelante perderás las elecciones…». —Las besó una tras otra y les revolvió el cabello con cariño—. De todos modos, no me arrepiento. ¡Valió la pena! ¿Estoy guapo?
—¡Demasiado! Y ése es el problema —sentenciaron—. A ver si pronto se ponen fofos y gordos, les salen arrugas, a ti se te cae el pelo y a mamá las tetas, deciden casarse de nuevo y tenemos la fiesta en paz.
Les mandó un beso desde la puerta:
—Eso estaría muy bien, si «esa gran caraja» no fuera pueltoliqueña.
La vio llegar serpenteando entre las mesas y se dijo que no parecía que hubiesen pasado por ella diecisiete años, pues continuaba teniendo el mismo cuerpo audaz y la misma belleza salvaje, descarada y provocativa, de aquella noche en que le miró por primera vez desde el otro lado de una mesa de ruleta en el hotel La Concha, de San Juan.
Cuando le descubrió, sus ojos brillaron de furia:
—¿Qué haces tú aquí? —quiso saber—. ¿Dónde está Cameron?
—Lo llamaron urgentemente para no sé qué cosa de la película y me pidió que viniera a avisarte.
—Estás mintiendo —dijo tomando asiento frente a él como si esa mentira fuera lo más natural del mundo—. Como siempre, soy la secretaria de producción, sé todo lo que ocurre en la película y me consta que Cameron no tiene ningún trabajo urgente. Empezamos a rodar el 5 de octubre.
—Asegura que os casaréis al acabar —señaló sin dar importancia a lo que había dicho—. ¿Cuándo será eso?
—En mayo, espera.
—¿No volverás a cambiar de idea?
—Esta vez no… —aseguró—. Y ahora, dime… ¿Dónde está Cameron?
—En el boxeo. Le regalé dos entradas.
—¡Dios bendito! —exclamó ella en español—. ¿Es que nunca dejarás de mentir…? Recuerdo que lo primero que me dijiste en tu vida fue una mentira: «Juegue al siete, “señorita”. Si no sale el siete, me caso con usted». Y, como estaba claro, el siete no salió.
—Pero me casé contigo.
—Para mi desgracia, porque si llega a salir el siete, habría ganado trescientos pavos, ahorrándome un matrimonio, dos hijas, tres abortos y un millón de problemas. ¿Dónde está Cameron?
—Es inútil… —le advirtió Elliot sonriendo levemente y, apartándose un poco para que el camarero colocara ante ellos dos ensaladas César, añadió—: No pienso decírtelo. Tengo un reportaje entre manos que tal vez me mantenga bastante tiempo fuera y necesito hablar contigo.
—¿Qué clase de reportaje?
—Drogas.
Ángela le miró por encima de un pedazo de lechuga que goteaba aceite de oliva, meditó un instante y negó con la cabeza, pesimista:
—Eso está muy visto.
—Esta historia, no. Se trata de diez mil millones de dólares en marihuana y en el asunto pueden estar implicados varios ministros colombianos y hasta juraría que algún ex presidente y altos cargos de nuestra administración, por lo que si llego hasta el fondo de la cuestión, tal vez me concedan el Pulitzer.
—Eso me dijiste también aquella maldita noche: «Si llego al fondo de la cuestión, si descubro todas las conexiones de la mafia cubana en los casinos de pliego del Caribe, tal vez me den el Pulitzer». —Agitó la cabeza como si se burlara de sí misma—. Y yo escuchando idiotizada. ¿Y si yo misma hubiera formado parte de esa «mafia cubana»?
—No habría pasado nada, porque en realidad yo estaba en San Juan de vacaciones. Esa historia se la habían encargado al pobre Howard y lo sabes.
—¡Mentiras! Siempre mentiras —se lamentó—. ¿Cómo puedes ser tan honrado en todo cuanto se refiere a tu trabajo y tan falso en todo lo demás? Sólo hay una cosa que respetas en este mundo: tu maldita profesión de mierda.
—Dos —señaló él seriamente—. También te respeto a ti.
—¿A mí? —rio con amargura—. ¿Era respetarme tirarte a mis amigas?
—Nunca me tiré a tus amigas: si ellas aceptaban acostarse conmigo, no eran en absoluto amigas tuyas.
Ella lo observó unos instantes y luego inclinó la cabeza pensativa.
—Eso es cierto —admitió—, pero, aun así, era una falta de respeto, al igual que exhibirte por ahí con cantantes y estrellitas de cine. Por cierto, hemos contratado a Jacqueline y me preguntó por ti.
—¿Qué tal está?
—¡Gorda! No llego a comprender cómo fuiste capaz de estropear lo nuestro por tipas como ésa.
—Hace diez años era un hembrón.
—Pues ahora da pena y anda con un chulito que incluso cobra directamente por ella asegurando que es su «agente».
—Los años no perdonan —sonrió con picardía—, excepto a ti. Estás cada día más guapa y continúas teniendo el mejor culo del Caribe.
—¡No empecemos! —rogó—. No empecemos, que te conozco —cambió el tono—. ¿Por qué no tratas de ayudarme alguna vez? Busco rehacer mi vida y tener un hogar como una mujer normal. Quiero a Cameron, él también me quiere, se gana bien la vida y trabajamos en algo que nos gusta.
—No funcionaría —fue la segura respuesta—. Ese tipo no te conviene. Ni siquiera se ha fijado en lo que comes.
—Será porque siempre tenemos algo importante de que hablar. Nos pasamos la vida hablando.
—Sí. Lo sé. De mí y mis «clásicos trucos». ¿También le hablas de mis trucos íntimos?
—No seas grosero —rogó.
—De acuerdo… —admitió—, pero te suplico que no vayas por ahí contándoles mis defectos a tus amantes. Yo no le cuento los tuyos a Bianca.
—¿Y qué ibas a contarle? —El tono de su voz se había alterado y estaba a punto de enfurecerse—. ¿Qué defectos tengo yo, aparte de haber estado casada contigo?
Elliot Bukhanan abrió la mano izquierda e hizo ademán de comenzar a contar, luego se miró la otra mano, meditó muy seriamente como si estuviera llegando a la conclusión de que le iban a faltar dedos y acabó por negar convencido y con gesto adusto:
—Mejor lo dejamos —dijo al fin—. La última vez nos echaron del restaurante y hoy quiero hablarte de las niñas.
—¿Qué les pasa a las niñas? —se alarmó.
—Que ya no son tan niñas. ¿O es que no te habías dado cuenta?
—¡Naturalmente que me había dado cuenta! —se indignó Ángela Ramírez Rivadeneira soltando un resoplido—. Hace tres años que tuvieron la primera regla y, o mucho me equivoco, o María del Sol ya no es virgen. ¿A qué viene eso?
—¿Qué María del Sol ya no es virgen? —se horrorizó Elliot—. ¿Estás segura?
—¿Cómo voy a estar segura? —contestó de mal humor—. ¡No estoy segura ni de cuándo dejé de serlo yo! Son dos mujeres, hechas y derechas, a las que les sirven mis sostenes y que, para su gloria o su desgracia, han sacado mi mismo culo. Yo apenas tenía un año más cuando me subiste a la habitación de tu hotel.
—¡Rayos! —exclamó él, divertido—. Ojalá me hubieran metido en la cárcel por corrupción de menores, al poco me habrían soltado, pero así…
—¿Así qué?
—Así nada. —Hizo una pausa, extendió la mano sobre la mesa, tomó la de ella y el tono de su voz cambió—: ¿Por qué no nos casamos otra vez? —pidió.
Ángela le observó largamente, agitó la cabeza con pesar y su tono de voz cambió también, haciéndose más dulce.
—No funcionaría y lo sabes. Volveríamos a lo mismo de siempre porque en el fondo la única que estuvo casada fui yo. Y eso es lo que tú deseas: que yo continúe esperando en casa mientras tú disfrutas de tu libertad de siempre. Demasiado cómodo —concluyó—. Demasiado cómodo e injusto.
—¿Y si cambio?
—¿Cómo? ¿Aceptarías la subdirección de la revista, regresar a casa a las ocho y, dentro de unos años, cuando O’Farrell se sienta cansado, ascender a director y continuar igual hasta que otro te sustituya a su vez? ¿Realmente lo aceptarías?
—El Times me ha hecho una oferta como editorialista. También puedo tener una columna diaria en una cadena de periódicos.
—Redacción —sentenció ella convencida—. Trabajo de mesa y redacción, al fin y al cabo. Una oficina como quiera que lo mires. Te conozco y sé que acabarías odiándome por condenarte a eso y prefiero ser una ex esposa amiga que una esposa aborrecida.
Elliot Bukhanan le apretó con fuerza y afecto la mano, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, tomó de nuevo el cuchillo y el tenedor y comenzó a cortar la carne que les acababan de servir:
—Puede que tengas razón —admitió—. Y las niñas también porque aún no estamos lo suficientemente viejos: aún me excito cuando estalla una guerra en alguna parte o cuando olfateo una historia en cualquier rincón del mundo.
—… O cuando se te atraviesan en el camino un buen par de tetas y presientes que esa noche las puedes estar mordiendo.
—Eso es secundario.
—Lo sé, pero lo que realmente me hacía desgraciada no era el hecho de imaginar que en esos momentos estuvieras acostándote con otra en el confín del mundo. Lo insoportable era «que estabas» en el confín del mundo y yo me sentía sola… Soy una mujer… —añadió—. Tan apasionada como apasionado puedas serlo tú y te consta. Necesito a mi lado al hombre que amo y, por desgracia, no soy capaz de acostarme con el primero que me lo propone… De ser así, no tendríamos problemas. Me habría limitado a ponerte los cuernos un par de veces por semana durante tus ausencias y en paz.
—¡La maldita manía de las mujeres de legalizarlo todo!
—No. No es eso. —Ángela hizo una pausa, tragó el bocado, bebió un poco de vino, y continuó—: No es eso. El otro día leí un estudio muy interesante. Por lo visto no existen únicamente un sexo masculino y otro femenino. La diferencia es más profunda: existen un cerebro macho y un cerebro hembra, y es algo que, al parecer, viene dado por los genes. No podemos pensar igual que ustedes. No podemos amar a alguien y acostarnos con otro. Para hacer el amor necesitamos sentirnos auténticamente «libres». Yo ahora me siento libre. Antes, no.
—¡Bien! —admitió Elliot como dándose por vencido—. Dejémoslo así. ¿Te consideras lo suficientemente libre como para hacer el amor conmigo esta noche?
—No.
—¿Por qué? ¿No tratarás de hacerme creer que amas realmente a ese director de cine?
—Aún no estoy segura, pero de lo que sí estoy segura es de que, mientras me acueste con él, no me acostaré con ningún otro, ni siquiera contigo.