CAPÍTULO II

La rolliza Kety depositó una pesada carpeta sobre su escritorio:

—Esto es todo lo que tenemos sobre la marihuana de Colombia. He pedido más información al centro de datos y me la han prometido para esta misma mañana.

Elliot Bukhanan hojeó el grueso dossier, lo dejó a un lado y alzó el rostro hacia la regordeta muchacha.

—¿Qué has sabido de Nikon?

—Desaparecido, se diría que se lo ha tragado la tierra. No contesta en París, Roma, ni en ninguna de sus guaridas conocidas, y sus chicas tampoco saben nada de él. Te recomiendo que empieces a pensar en otro.

—Piensa tú por mí —suplicó y, cuando hizo ademán de encaminarse a la puerta, la detuvo con un gesto—: ¿Qué hay de tu amiguita? —inquirió como sin darle importancia al tema.

—Métete en tus asuntos —fue la cariñosa respuesta, acompañada de una ancha sonrisa malintencionada—. Tu próximo paso será ofrecerte a mirar por el ojo de la cerradura. ¡Puerco!

Lo dejó enfrascado en el estudio de un montón de papeles que comenzaban con la somera descripción de cómo, cierto día de 1973, dos hippies que se adentraron en las montañas de La Guajira colombiana en busca de nuevas tierras útiles para el cultivo de la marihuana, descubrieron, maravillados, una especie autóctona, la «Santa Marta Gold», de tan increíble calidad que, a su lado, la «yerba» mexicana quedaba a la altura de simple hojarasca.

Comunicaron su sensacional descubrimiento a los centros de consumo neoyorkinos y, un año después, se iniciaba un tráfico que, en aquel mismo año, alcanzaría la portentosa cifra de veinte mil millones de dólares y había provocado hasta el presente cerca de un millar de muertes violentas.

Únicamente en la ciudad de Miami, entre los meses de enero y mayo de 1979, el Miami Herald contabilizó 27 crímenes en los que se encontraban implicados de una forma u otra traficantes de droga colombianos, tan feroces y sanguinarios, tan dispuestos a hacerse con el control absoluto del negocio, que incluso tenían aterrorizada a la temible mafia italiana. Y cuando se pasaba de la marihuana a la cocaína y las drogas duras, donde las ganancias se multiplicaban por mil, todo concepto de moral quedaba por completo olvidado. Se habían dado casos de niños de pecho secuestrados en Bogotá para ser posteriormente asesinados, rellenos de cocaína e introducidos en Estados Unidos en brazos de solícitas «madres» que fingían acunarlos para que no despertaran de un sueño del que no saldrían jamás.

Se sintió asqueado al repasar las cínicas declaraciones que una de estas «madres» había hecho a la policía y casi agradeció que sonase el teléfono y lo devolviera a un mundo algo menos cruel.

Reconoció de inmediato la voz de Richard Galoway.

—¿Elliot? —preguntó el fotógrafo ansioso y, al asentir él con un leve gruñido, añadió—: He sabido que tienes un trabajo entre manos.

—Cierto, muchacho —fue la respuesta—. No cabe duda de que las noticias vuelan en esta casa.

—Kety asegura que no quieres llevarme.

—Es cosa del Viejo, no mía. Por lo visto estás pachucho.

—¡Estoy como Dios! —protestó el otro alzando la voz—. Ayer eché tres polvos. Aquí está Beverly, y te lo puede corroborar.

—Si es con Beverly, no me extraña —aseguró convencido—. Se la levanta hasta a un muerto. —Su tono de voz se hizo más serio—. Lo siento, muchacho, pero estoy de acuerdo con O’Farrell: te conviene un descanso y éste sería un caso movido en tierras muy calientes, con mosquitos, enfermedades, carreras y, probablemente, tiros. Descansa y te prometo que la próxima vez te llevaré conmigo…

Tras un largo silencio, la respuesta llegó resignada:

—De acuerdo…

—¡Cuídate…! Y manda una temporada a Beverly con sus padres para que te deje recuperarte…

Colgó y se concentró de nuevo en el informe, hasta que se abrió la puerta e hizo su entrada, una vez más, la gorda Kety con otra carpeta, más abultada aún que la anterior.

—¡Aquí está! —señaló sonriente—. Cuando te lo hayas empapado, serás el tipo que más sepa en el país sobre la «conexión colombiana» y sus directísimas implicaciones con los militares bolivianos que han tomado el poder en su país y que son, sin lugar a dudas, los principales traficantes de droga del mundo. Está claro que los capos de la cocaína mueven miles de millones, pero esto de que se apoderen del control y el gobierno de toda la nación resulta francamente inaudito.

—¿Hay nombres?

—Y hasta direcciones y números de teléfono. En los ministerios de La Paz se habla más de droga que de economía, política o bienestar social.

—¿Por qué viene entonces todo encarrilado a través de Colombia?

—Porque Bolivia está demasiado lejos, pero cualquier avioneta puede hacer tranquilamente un vuelo sin escalas desde las costas de La Guajira a las playas de Florida. Es la ruta obligada.

Elliot fue a añadir algo, pero le interrumpió la presencia de una rubia espléndida que había hecho su aparición en el umbral de la puerta hasta entonces entreabierta y sonreía con una cierta timidez. El corazón le dio un vuelco, inmediatamente se quitó las gafas, que únicamente utilizaba para leer, y se enderezó en su butaca mostrando la más resplandeciente de sus sonrisas.

—¿Puedo servirle en algo? —quiso saber.

Pero los maravillosos ojos verdes ya se habían fijado en Kety.

—En tu despacho me dijeron que te encontraría aquí —susurró con una de las voces más dulces y cálidas que habían sonado jamás entre aquellas cuatro paredes—. ¡Buenos días…!

Kety, que se había dado la vuelta, sonrió a su vez y extendió la mano para obligarla a entrar.

—¡Hola! —saludó besándola cariñosamente en la mejilla—. No te esperaba tan pronto… ¡Pasa! Te presento a Elliot, uno de mis jefes y, según él, mi «maestro»… Ella es Diana… Ya te he hablado de ella.

Elliot extendió la mano hacia la rubia, pero miró a la gorda de reojo sin querer comprender.

—¿Me has hablado de ella? —repitió incrédulo.

—Ayer. ¿No lo recuerdas? La muchacha del reportaje.

Sintió que una especie de sudor frío le recorría la espalda y se desinfló recostándose contra el respaldo de su butaca.

—El reportaje… —tartamudeó—. La historia de…

—Lesbianas… La portentosa rubia de rostro de ángel concluyó la frase que él había dejado a medias sin abandonar su tímida sonrisa. —No le avergüence decirlo…— añadió. —A mí no me avergüenza admitirlo… Yo soy la chica del reportaje… Y he traído las fotos. Han quedado preciosas.

Abrió su bolso y mostró una colección de fotos realmente magníficas en las que aparecía paseando por Central Park en compañía de otra muchacha casi tan hermosa como ella, morena y de cabello muy corto. Cogidas de la mano, se las tomaría por una pareja enamorada que disfrutaba de una hermosa tarde de otoño en la gran ciudad.

Elliot advirtió que el rostro de Kety palidecía levemente y experimentó un irrefrenable deseo de martirizarla.

—¿Tu «novio»…? —preguntó dirigiéndose a Diana y recalcando mucho la palabra.

La otra rio abiertamente y su risa era tan franca y atrayente como toda ella.

—Una amiga… —aclaró—. Lúe su novio quien nos hizo las fotos. —Sonrió como si desease aclararlo todo—: Son bisexuales…

—¿También tú eres bisexual…? —insistió negándose a perder toda esperanza.

—Ése es mi secreto… —dijo guiñando un ojo con picardía mientras la gorda la arrastraba fuera del despacho tras recoger apresuradamente las fotos—. Si tratas bien a Kety, tal vez un día te lo cuente.

Lo dejaron allí, a solas, meditando y tratando de hacerse a la idea de que la verdad no estaba en que envejecía sino en que las costumbres evolucionaban demasiado aprisa. Él, Elliot Bukhanan, se había considerado siempre un hombre liberal y progresista, incluso «amoral», si se tenían en cuenta las opiniones de Ángela y Jack O’Farrell, así como sus aventuras femeninas, sus violentas juergas o sus partidas de póquer de cuatro días que llegaron a ser famosas entre los del oficio. Hacía años que había perdido la cuenta del número de mujeres con las que se había acostado o el número de borracheras de pipermín a las que había sobrevivido contra todo pronóstico, pero ahora se encontraba frente a una juventud que reconocía sin rubor su homosexualidad, consideraba la bisexualidad como el último grito y se suicidaba diariamente a base de marihuana, coca o heroína.

No hay porro que sustituya la gloriosa sensación de ligar un buen full de ases… —repetía siempre—. Ni viaje de LSD comparable con un buen polvo.

Se preguntó si, con la tapadera de la bisexualidad, el novio de la morena no estaría aprovechando la ocasión para llevárselas a las dos a la cama al mismo tiempo y ya estaba empezando a admitir que tal vez aquél no fuera un mal truco, cuando sonó de nuevo el teléfono y, en esa ocasión, tardo en reconocer la voz de su interlocutor.

—¿Elliot Bukhanan?

—¿Sí…?

—Soy Sam…

—¿Sam…? ¿Qué Sam…?

—Sam Holden… —Se hizo un largo silencio y, al rato, la voz añadió—: ¿Te acuerdas de mí?

—Sí… —fue la seca respuesta—. Pero lo que me preocupa no es eso. Lo que me preocupa es que «tú» te acuerdes de mí…

La risa fue espontánea y divertida, como la de un niño pequeño, una risa que no correspondía en absoluto a un hombre como Sam Holden.

—No sé si tomarlo como una ofensa o un halago… —añadió al fin y, de improviso, cambió el tono—. Necesito verte.

—¿Para qué?

—No es cosa de hablarlo por teléfono. Busca un lugar donde no nos molesten.

Meditó unos instantes, esforzándose por dominar la sensación de vacío que se le había aposentado en la boca del estómago; comprendió que resultaba absurdo negarse o retrasar los acontecimientos y aceptó con un gesto de cabeza, como si el otro pudiera verlo.

—Está bien… —dijo al fin—. ¿Te parece en el Barbara’s…? Aquí, en la esquina del Saturday News…

—Lo conozco… Llegaré en diez minutos…

—¡De acuerdo!

Colgó y se volvió a contemplar, de espaldas a la mesa y a través del ancho ventanal, las calles de Nueva York. Aquélla era una llamada que había esperado y temido durante años y ahora, cuando al fin había conseguido hacerse a la idea de que se ya no se acordaban ni de su nombre, el maldito teléfono repicaba reclamando el cobro de una vieja deuda.

¿Por qué?

Resultaba estúpido preguntárselo. «Ellos» nunca daban respuestas, tan sólo hacían preguntas.

Se puso lentamente en pie y se diría que, de golpe, había envejecido diez años. Descolgó la chaqueta del diminuto armario metálico, ordenó las carpetas en un rincón de la mesa como si el problema de la «conexión colombiana» se hubiera convertido en algo irreal y absurdo, y abandonó la redacción sin saludar siquiera a Diana y Kety que cuchicheaban en un rincón y le dirigieron una larga mirada de extrañeza.

El Barbara’s aparecía completamente vacío y en penumbra a aquellas horas de la mañana, tan vacío, que Klaus, el barman, se entretenía matando marcianitos en la máquina más cercana a la puerta y ni se movió cuando Elliot le hizo un gesto con la mano indicándole que continuara con sus juegos sin preocuparse por él.

Buscó asiento en la más apartada de las mesas y aguardo hasta que hizo su entrada Sam Holden: diminuto, enjuto y terriblemente seguro de sí mismo se dirigió directamente hacia él, se detuvo un instante y lo miró, de arriba abajo, como si pretendiera cerciorarse de que se trataba efectivamente de Elliot Bukhanan y no lo habían cambiado en aquellos años.

—Estás más grueso —fue todo lo que dijo a modo de saludo.

—Tú, sin embargo, estás más flaco —replicó—. Piel y huesos… ¿Tan mal van las cosas en la Gran Casa?

—Tengo úlcera… —fue la aclaración que dio mientras tomaba asiento—. Y me duele. ¡Un vaso de leche fría…! —pidió y Klaus abandonó de inmediato la maquinita y se coló tras la barra del mostrador mientras dirigía una significativa mirada a Elliot, que asintió con un leve movimiento de cabeza.

Cuando hubo depositado ante ellos la leche y el pipermín, el barman regresó a su maquinita y los dos hombres se miraron mientras bebían muy despacio.

—¿Y bien? —preguntó Elliot—. ¿Por qué has decidido sacarme al fin de la nevera?

—Todo a su tiempo… ¿Cómo está tu amiga…?

—¿Paola…? Bien… En Italia, supongo. La vi el año pasado, cuando lo de El Salvador.

—Sí. Supe que estaba allí… Esa mujer se expone demasiado y tú no puedes acudir siempre a sacarla de apuros.

—Eso es lo que le digo, pero no me escucha… Ama su profesión y la ejerce a conciencia…

—Entiendo, pero que no se le ocurra volver a Chile… No aprendió la lección e insiste en meterse con Pinochet… Aún continúa echándonos en cara que la sacáramos de allí. Les gustaba más muerta.

—Y a ti también, supongo…

—A mí me da igual… Nunca leo la prensa y, mucho menos, la prensa italiana… No entiendo una palabra de italiano… —Encendió un cigarrillo y le ofreció otro—. ¡Vayamos a lo que interesa! ¿Qué sabes de Gadafi?

Elliot experimentó una profunda sensación de alivio. Información sobre el líder libio era una de las pocas cosas que estaba dispuesto a ofrecer en este mundo sin pedir nada a cambio. Muchísimo más aún, como pago a una deuda tan grande como la que había adquirido en su tiempo con Sam Holden.

—Lo entrevisté en otoño de 1969, recién subido al poder —dijo—. Me cayó simpático porque había derribado, sin derramamiento de sangre, a aquella vieja momia del rey Idris y parecía tener grandes planes para él y su pueblo. Rezumaba entusiasmo… —añadió—. Y pasamos tres días juntos, en una tienda del desierto, charlando, paseando a caballo y haciendo planes para un futuro mejor para Libia y el resto de la Humanidad. Cuatro años más tarde, sin embargo, se convirtió en el motor que impulsaba la escalada de los precios del petróleo y, cuando lo entrevisté de nuevo, entreví que el poder se le había subido a la cabeza. Se mostraba tremendamente lúcido en la exposición de sus ideas y sus sueños de grandeza, pero en ciertos momentos actuaba como un lunático o un ser que empieza a perder el control sobre sus propias reacciones… No se puede ser tan joven y acumular de improviso tanto poder sin que eso acabe por afectarnos seriamente.

—¿Crees que está loco?

—Eso únicamente podría determinarlo un buen psiquiatra que lo examinara a fondo. Mis últimos contactos con él han sido muy superficiales. Un simple intercambio de frases corteses, porque sé positivamente que nunca podrá volver a ser el muchacho entusiasta y sincero de aquellos días en el desierto. Ha dejado de interesarme.

—Sin embargo, a nosotros nos interesa.

—Lo imagino. Sobre todo después de esa escaramuza aérea del Nimitz y la sarta de amenazas que ha lanzado en su último discurso. ¡No es más que palabrería…!

—No estamos tan seguros… —señaló Sam Holden convencido—. Y allá arriba lo están mucho menos que nosotros… Ese loco tiene tanto dinero, ese mismo que le pagamos nosotros por su asqueroso petróleo, que todos los desaprensivos de este mundo están dispuestos a venderle cuantas armas solicite… Incluso armas atómicas si se emperra en conseguirlas… ¿Quién nos asegura que en uno de sus momentos de desequilibrio no sería capaz de hacer saltar todo por los aires por el simple placer de pasar a la Historia como el «hombre espoleta» que acabó con la Humanidad…?

—En ese caso no habría ya más Historia y él lo sabe.

—Pero tal vez no le importe. No podemos saber qué es lo que le importa o no a un lunático… —Hizo una pausa en la que bebió de nuevo, largamente, de su vaso de leche—. Y, desde luego, no podemos sentarnos tranquilamente a esperar a averiguarlo porque es mucho lo que está en juego. Millones de vidas no valdrían un céntimo si a ese chiflado se le antoja atacar las bases de la OTAN en el sur del Mediterráneo. Últimamente hemos detectado a sus aviones sobrevolando Sicilia, Malta y Chipre como si anduvieran por su propia casa… Y está tratando de asesinar a nuestro mejor aliado, el presidente egipcio Anwãr al-Sadãt. Hay que pararle los pies —concluyó convencido, agitando una y otra vez la cabeza con tanto ímpetu que un mechón de lacios cabellos cayó casi hasta sus ojos—. Hay que pararle los pies, sea como sea.

—Imagino que derribar dos de sus aviones de un golpe le habrá servido de aviso. ¿O no?

—Ya lo oíste gritar en su último discurso.

—Bueno… Eso era de cara a la galería, en su propia casa y frente a un montón de beduinos que lo aclamaban sin saber siquiera de lo que hablaba. Estoy de acuerdo en que puede estar medio loco, pero no es tonto y se lo pensará dos veces antes de dar un paso en falso.

—Ya lo ha dado.

Lo miró largamente, en silencio, tratando de averiguar si trataba de engañarlo. Extendió la mano, tomó el vaso de pipermín y lo estudió al trasluz, observando cómo cambiaba el mundo de color. Le gustaba pensar a través de un vaso de menta aguada, llevaba años haciéndolo y siempre le había dado resultado, como si el verde relajase su mente y aclarase sus dudas.

—Ha ordenado a sus aliados pakistaníes acelerar los trabajos sobre la bomba atómica que está financiando, y ha mandado una fuerte expedición a la zona de Aouzou, una franja de desierto, rica en uranio, que le ha arrebatado, por la fuerza, a su vecino el Chad.

—Pero Gadafi sabe que ni los israelíes ni el Pentágono le permitirán nunca hacerse con una bomba atómica. Antes se la dejarían ellos caer en la cabeza.

—En eso estamos de acuerdo —Sam Holden abrió las manos con un significativo gesto que tenía, tal vez, algo de cómico—. Ha llegado el momento de dejársela caer en la cabeza.

Los marcianitos zumbaron al morir en la lejana maquinita electrónica de Klaus, puesto que un pesado silencio se había apoderado de la amplia estancia al tiempo que Elliot Bukhanan advertía que nuevamente la sensación de vacío se apoderaba —ahora con mayor fuerza aún— de la boca de su estómago. Con esfuerzo, preguntó:

—¿Qué pretendes decir?

—Que hemos recibido una orden de arriba, de lo más alto. Una orden tajante: «Matar a Gadafi, antes de que mate a Anwãr al-Sadãt».

—¡Están locos!

—¿Lo crees realmente…? ¿Es una locura querer acabar con un loco que pretende acabar con la Humanidad…?

—No. No lo es —admitió de mala gana el periodista.

—En ese caso, empezamos a entendernos y, la verdad, comprender nuestras razones siempre ayuda. ¿Estás de acuerdo conmigo en que quienes tienen en sus manos la responsabilidad de la paz del mundo no pueden, bajo ningún concepto, consentir que un esquizofrénico amenace al presidente electo de un país aliado y de vital importancia para la economía mundial?

—Nadie ha dicho que Gadafi sea un esquizofrénico —protestó su interlocutor visiblemente molesto.

—No juguemos con los términos —zanjó Holden—. Limitémonos a aceptar que es un tipo excepcionalmente peligroso. Yo diría que el «enemigo público número uno» de la raza humana. Alguien a quien todos quisieran ver muerto, excepción hecha quizá de algunos de sus familiares y amigos íntimos… Y hay que quitarlo de en medio antes de que sea demasiado tarde.

—Aun suponiendo que esté de acuerdo, opinión que me reservo… —puntualizó Elliot—. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—Mucho, porque matar a Gadafi no es empresa fácil. Si he de ser sincero, y creo que la sinceridad es importante en este caso, tanto los servicios secretos israelíes como nosotros mismos lo hemos intentado en varias ocasiones y siempre ha resultado un auténtico desastre. Ese zorro es listo, ¡endiabladamente listo! Sabe que vamos a por él y no se deja sorprender. Todas las noches duerme en una cama diferente, con frecuencia en pleno desierto o en los lugares más insospechados. No tiene residencia oficial fija, nunca se sabe dónde va a estar al día siguiente y toda Libia es como una inmensa fortaleza o una cárcel en la que nadie puede dar un paso sin que de inmediato lo detecten los servicios de seguridad. Tan grande como Francia, está poblada únicamente por dos millones y pico de habitantes, distribuidos por un desierto en el que cualquier presencia extraña es advertida de inmediato.

—Conozco el país… —le interrumpió Elliot—. No es necesario que lo describas… La última vez que lo visité, tuve la impresión de que me controlaban incluso el número de veces que hacía pis al cabo del día… Te pegan a la espalda un «guía» o un «intérprete» y no te permiten moverte.

—Ocurre con todos… —recalcó el hombrecillo que parecía inquieto por el hecho de que su vaso de leche estuviera ahora vacío—. Diplomáticos, técnicos petroleros, hombres de negocios e incluso los escasos «turistas» que se animan a ir y acaban huyendo cuando advierten que sólo por hablar con una mujer o las piernas al aire o el pantalón ceñido de su esposa provoca graves problemas… —Agitó la cabeza negativamente, como si todo aquello fuera algo en verdad muy molesto y poco ortodoxo—. Tal como están las cosas, nuestra información de cuanto ocurre allí dentro y de las posibilidades de llegar al coronel con un mínimo de probabilidades de éxito son muy escasas… Toda ayuda es poca.

—Puedo contarte lo que sé, pero no es mucho. Trípoli es la clásica ciudad del norte de África, a orillas del Mediterráneo, con una zona indígena, otra moderna, y ruinas romanas esparcidas aquí y allá. Tiene partes muy bonitas, barrios residenciales francamente hermosos y una kasba en la que te pierdes a los diez minutos. Todos los letreros están escritos en caracteres árabes y no hay forma humana de entenderlos, por lo que te llevan y te traen de un lado para otro como un ciego conducido por un lazarillo. Hacer fotos significa poco menos que jugarte el pellejo, porque siempre parece ser que estás enfocando un objetivo militar o a una señora tapada hasta los ojos cuyo marido resulta ser celosísimo y te monta un escándalo. Hay un policía de paisano o de uniforme cada quinientos metros por término medio y, cuando levantas el teléfono del hotel, percibes claramente giros del magnetófono en que graban tus conversaciones…

—¿Estás tratando de tomarme el pelo?

El tono de voz era tan frío, cortante y amenazador que Elliot se desconcertó unos instantes y observó a su interlocutor como si de pronto hubiese recordado que se encontraba sentado frente a una serpiente venenosa, no frente a un ser humano.

—No entiendo… —masculló al fin, un tanto confuso.

—Sí me entiendes… —Holden alzó la voz impacientemente—. ¡Otro vaso de leche! —pidió—. Sí me entiendes —repitió igualmente cortante—. No nos tomes por estúpidos porque si fuéramos estúpidos, tu amiga, colega y sobre todo amante, Paola Cavani, habría sido violada y asesinada en Chile, sin que tú, con todo lo enamorado que estabas, hubieras podido hacer absolutamente nada. Viniste a suplicarme, incluso a llorarme, para que se la quitara de las manos a los bestias de la DINA de Pinochet, ofreciendo a cambio que estarías a mi entera disposición cuando necesitara algo de ti. ¡Y ahora me sales con éstas!

Elliot aguardó hasta que Klaus dejó el nuevo vaso de leche sobre la mesa y retiró el que ya estaba vacío: sólo cuando se cercioró de que había regresado con sus marcianos y no podía escucharlo, preguntó:

—¿Te salgo con qué? ¡No te entiendo! —protestó—. Yo no sé más sobre Gadafi y sus actuales movimientos de lo que puedas saber tú. ¿De qué te sirve pertenecer a la CIA, supuestamente la organización más poderosa de la Tierra, y tener millones de dólares a tu disposición, si a la hora de la verdad tienes que recurrir a un pobre periodista como yo para acabar con un hijo de puta como Gadafi? Con Salvador Allende no tuvisteis problemas. Tírale una bomba, manda a los comandos especiales, contrata asesinos, soborna a sus colaboradores… ¡Yo qué sé! ¡Ése no es mi oficio!

—Tampoco es el mío —le hizo ver el otro con tranquilidad, pues hacía un constante alarde de autodominio cambiando el tono de voz de un instante al siguiente—. Y ya lo liemos intentado todo y todo ha fallado. —Sonrió luego con picardía, como un muchacho travieso—. Lo cierto es que tenemos cuatro o cinco planes en marcha, a cual más sofisticado, pero a mí, concretamente, me ha tocado en suerte preparar uno nuevo, cuya figura eres tú.

—¿Yo? —se asombró el periodista absolutamente incrédulo—. ¿Por qué yo…?

—Porque te conozco y porque me debes un favor…

—En eso estoy de acuerdo, pero no entiendo el resto porque aun en el caso de que Gadafi me concediera una nueva entrevista y pudiera aproximarme a él, no tendría ni la más remota oportunidad de ponerle la mano encima sin que me hicieran trizas en un segundo: su gente no es tonta.

—De eso estoy seguro —concedió graciosamente Sam Holden—, pero en ti concurren otras circunstancias —hizo una pausa—. Has sido amante de Paola Cavani, por quien el coronel nos consta que siente una profunda simpatía y un gran aprecio, además estás casado con Ángela Ramírez, secretaria personal y brazo derecho de Sergio Fabbri, «socio» de Gadafi con el que ha producido ya dos películas y que muy pronto comenzará a rodar, con dinero libio, su mastodóntica superproducción Cita en Tubruq.

—No estoy casado con Ángela —le recordó puntilloso el reportero—. Estoy divorciado de Ángela, que no es lo mismo.

—Tienes dos hijas con ella, preciosas, por cierto, y vuestras relaciones, salvo en el plano sexual, son bastante buenas, —sonrió divertido—. No cabe duda de que tanto Paola como Ángela te escucharán con mucha más atención que a mí.

—¿Es que se te ha ocurrido que alguna de ellas asesine a Gadafi?

El otro lo miró de hito en hito y afirmó con la cabeza.

—Si creyera que tienen alguna posibilidad de hacerlo, no lo dudaría, pero no es eso lo que pretendo… Lo que pretendo es que logres gracias a Ángela que Sergio Fabbri meta a cuatro de mis hombres en el staff de su película.