CAPÍTULO XIX

Una hora antes del amanecer, una carga de goma-2 convirtió los restos de lo que había sido un poderoso camión en simples pedazos de chatarra desperdigados por el desierto y, cuando la primera claridad lechosa del amanecer se extendió por la llanura, los cuatro hombres se apresuraron a cubrir con arena los restos metálicos y los destrozados cadáveres de los soldados.

Apenas habían concluido y Omar al-Muzruk se concentraba aún en la tarea de cerciorarse de que todo estaba en orden y de que nadie sería capaz de descubrir que en aquellos parajes se había librado una pequeña batalla, cuando en el horizonte, llegando del noroeste, hizo su aparición un primer helicóptero, al que le siguieron dos más a los pocos minutos.

Ocultos en el fondo de una duna, los cuatro hombres observaron con atención las evoluciones de los aparatos que en un principio pasaron de largo para regresar luego una y otra vez, como desconcertados, en busca sin duda de un camión que debía de encontrarse en alguna parte de aquella llanura.

Uno de ellos incluso se posó a unos cinco kilómetros de distancia y, con ayuda de sus prismáticos, Omar pudo comprobar cómo dos hombres recorrían una amplia zona tratando de descubrir alguna pista que les condujera a la resolución de un misterio aparentemente tan inexplicable como la desaparición de un camión militar con toda su dotación.

El viento del amanecer había cubierto de arena la marca de las huellas, no se distinguía por parte alguna pese a que, según sus propios informes, debería encontrarse por aquella zona: podría llegar a creerse que, realmente, se lo había tragado la tierra o se había volatilizado.

Al mediodía, cuando el calor aumentó hasta límites insoportables, las tres aeronaves habían desaparecido de las proximidades y Omar y sus hombres pudieron abandonar momentáneamente su escondite y respirar a pleno pulmón, orgullosos de su propia astucia.

—Creerán que, de algún modo, nos apoderamos del camión y nos dirigimos hacia la capital —señaló Ahmed Jada— ni. —Nos buscarán en todas partes, menos aquí… —Se volvió a su jefe—. ¿Qué haremos ahora?

—Esperar.

Le miraron con asombro.

—¿Esperar? ¿Esperar a qué?

—Que se cansen de buscarnos. Que imaginen que hemos alcanzado Trípoli y alguien nos ha proporcionado refugio. Lo revolverán todo hasta que se convenzan de que hemos tirado el camión al mar, después de haber rastreado la capital casa por casa. Entretanto, nosotros habremos llegado a nuestro punto de destino. —Hizo una pausa—. Aún tenemos tiempo, mucho tiempo.

Buscó refugio bajo el diminuto toldo y se recostó en la arena, con las manos bajo la nuca a contemplar el cielo, casi blanco, tratando una vez más de imaginar cómo reaccionaría Mu’ammar al-Gadafi, si supiera que su antiguo amigo Omar, aquel hombre al que durante tantos años confió todos sus sueños, andaba tras su pista, intentando matarlo.

Tal vez se preocupara.

Sí, tal vez, pese a su suficiencia y a su eterno aire de superioridad, el coronel experimentaría un leve ramalazo de temor, porque le constaba que si alguien le conocía lo suficiente como para predecir sus acciones y adelantarse a ellas, ese alguien no era otro que Omar al-Muzruk, su confidente, su amigo y compinche de la infancia, aquel hombre al que no había podido destruir cuando se sintió traicionado, pese a que lo mandó perseguir hasta los mismísimos confines del infierno.

«Las cosas han cambiado, Mu’ammar —musitó para sí—. Ahora ya no ando huyendo por el mundo, volviendo la cara a cada instante, temeroso de que de cualquier sombra surja uno de tus asesinos dispuesto a clavarme un cuchillo en la espalda… Ahora las tornas han cambiado y la víctima anda en busca de su verdugo. Y no pienso darte tregua —continuó—. Voy a comportarme como tú lo hacías: con calma, con la infinita calma y la paciencia de un camaleón sobre la rama de una tarfa. No pienso dar ni un solo paso en falso porque sé que ése ha sido siempre tu juego: esperar muy quieto los errores de tus enemigos».

Era aquélla una táctica de beduino de las arenas, una táctica que Mu’ammar al-Gadafi había aprendido de muy niño y le había servido para alcanzar sus más locos sueños: convertirse en líder absoluto de su pueblo cuando aún no había cumplido treinta años.

Pero había transcurrido el tiempo, el hombre se había hecho importante y la magnitud de su éxito le había llevado a olvidar sus más firmes virtudes y las reglas sobre las que construyó su vida.

Ahora, vociferante, amenazador, endiosado y extrovertido, su antiguo compañero de armas no recordaba en nada al beduino paciente, astuto y silencioso de antaño, aquel que convencía sin discursos altisonantes ni grandes aspavientos y que razonaba en voz queda, escuchando opiniones y expresando la suya únicamente cuando estaba seguro de que iba a caer en tierra fértil, estudiando al contrario o al amigo con idénticas reglas, desconfiado siempre, por sistema, de todos y de todo.

«Te reservo una sorpresa, Mu’ammar —se dijo—, una desagradable sorpresa. Y lo que siento es que nunca sabrás que fui yo, el pequeño Omar, el confiado Omar, el asustadizo y despreciable Omar, quien te la proporcionó».