CAPÍTULO XII
— Ocurrió cuando acabábamos de separarnos. —Su voz sonaba trémula, casi inaudible a veces, y tenía la mirada clavada en la oscuridad del mar, frente a ellos, mientras sus manos jugueteaban nerviosamente con la tibia arena—. Me sentía profundamente desgraciada, porque, aunque te cueste creerlo, aún seguía queriéndote y no podía hacerme a la idea de pasar el resto de mi vida lejos de ti… —Guardó silencio unos instantes, como para darse ánimos, y alzó la mano permitiendo que la arena se deslizara de ella con mucha suavidad—. Tú te habías llevado a las niñas de vacaciones y el mundo se me caía encima, porque comprendí que ése era mi futuro: ellas se irían algún día, definitivamente, y yo me quedaría terriblemente sola, condenada a recordar los años en que habíamos sido felices. Busqué compañía en un par de tipos imaginando que no me costaría olvidarte, pero la cosa no funcionó. Me daban asco, yo misma me asqueaba. Luego, una tarde, la conocí en un bar. Era hermosa, educada, elegante y maravillosamente divertida. Fuimos al cine, cenamos juntas, quedamos en vernos para ir de compras al día siguiente. Congeniamos y me sentía a gusto con ella, pues podía hablarle de mi vida y mis problemas sabiendo que me comprendía, porque había pasado hacía un par de años por un trance semejante. Me enseñó su casa, me hizo regalos y una noche, aún no sé cómo, me descubrí haciendo el amor con ella.
Guardó silencio. Un larguísimo y pesado silencio, roto únicamente por el murmullo de las tímidas olas que venían a romper a la orilla, a cinco metros de sus pies.
Elliot permanecía muy quieto, casi como una estatua, plenamente consciente de que no podía, ni debía, hacer comentario alguno y de que su papel se limitaba, en esos momentos, a aguardar a que ella concluyera, a su modo, su relato.
Por fin Ángela pareció cobrar fuerzas una vez más y siguió adelante:
—No duró mucho, tal vez una semana, no lo sé, pero lo que sí sé es que cuando llegaste con las niñas, sentí salir de un sueño hipnótico, una pesadilla de la que me negaba a admitir que había sido una de las protagonistas. La llamé, le dije que no quería volver a verla nunca y nunca más volví a verla.
Se diría que había concluido, pero, al poco, con un auténtico quiebro de la voz, añadió:
—Hasta hoy.
—¿Dónde la has visto?
Ahora sí que giró el rostro y sus hermosos ojos oscuros aparecían húmedos y brillantes:
—En fotos —musitó apenas—. Unas terribles y repugnantes fotos, en las que se ve, con absoluta claridad, cómo hacemos el amor como los animales. ¡Dios bendito! —sollozó.
El mar batió sordamente contra la arena, musitando apenas, mientras Elliot Bukhanan pasaba el brazo sobre el hombro de su ex esposa, la atraía hacia sí y permitía que ocultara el rostro en su pecho, humedeciendo de lágrimas su camisa.
Le acarició el cabello dulcemente.
—¿Quién las tiene? —preguntó al fin.
—Un tipo al que no conozco —contestó ella sin alzar los ojos—. Amenaza con enviárselas a las niñas y a Cameron, incluso con hacer que se publiquen en una de esas revistas pornográficas… si no colaboro con él.
—¿Qué te ha pedido que hagas?
—Matar a Gadafi.
Elliot se echó hacia atrás, le tomó la barbilla y la obligó a mirarle de frente.
—¿Matar a Gadafi? —repitió asombrado.
—Exactamente.
—¡Pero eso es demencial! —protestó—. ¿Cómo pretende que una mujer que jamás ha manejado una arma mate al hombre más peligroso del mundo?
—Por lo que dijo, no tendría que hacerlo yo personalmente. Lo que me piden es que ayude.
—¿Cómo?
—Aún no lo sé. Me darán instrucciones más tarde.
Elliot la apartó de sí, la tomó por los hombros y la obligó a que le mirara de frente, a los ojos.
—¿Cómo es eso de que te darán instrucciones más tarde? Ni siquiera se te puede pasar por la cabeza la idea de ir más adelante en este asunto… ¿O sí?
—¿Y yo qué sé? —contestó ella confusa—. Para eso te he llamado. Necesito consejo… ¡Que me ayudes! —sollozó de nuevo, inconteniblemente—. Yo no quiero matar a nadie, ni contribuir a ello aunque aseguren que se trata de un loco que puede hacer estallar el mundo, pero tampoco quiero que las niñas vean esas fotos. ¡Dios de los cielos! Antes me tiraría al metro que pasar por semejante vergüenza. —Se inclinó sobre sí misma, casi a punto de enterrar la cabeza en la arena—. Toda una vida dedicada a ellas, a hacerme querer y respetar por ellas. Son lo único que me queda y ya nada tendría ningún sentido. ¿Es que no lo entiendes?
—Lo entiendo… —admitió—. Pero si te quieren como yo estoy seguro de que te quieren, aceptarán que en un momento dado puedas haber cometido un error. ¡Es humano! ¡Todos los cometemos!
—No esa clase de error. ¡No! —repitió al tiempo que movía la cabeza de un lado a otro, casi obsesivamente—. No esa clase de error. Aunque lo entendiesen, aunque me perdonasen, ya no sería nunca la misma para ellas. —Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y su voz sonó firme y decidida—: Prefiero morir que volver a mirarlas a la cara después de eso.
Elliot se puso en pie y paseó, despacio, de una parte a otra de la playa, llegando casi al borde mismo del agua para regresar hasta donde Ángela se había sumido en un doloroso silencio.
—Tranquilízate —fue todo lo que dijo al fin—. Tranquilízate y déjame pensar. Las niñas no van a ver nunca esas fotos, puedes estar segura. Como que me llamo Elliot Bukhanan, que mis hijas no van a pasar el resto de sus vidas con ese recuerdo de su madre. Al fin y al cabo, sé muy bien que todo es culpa mía.
Continuó despacio su andadura, meditando, mientras ella lo observaba con los ojos fijos en su rostro, levemente esperanzada, como si abrigara el convencimiento de que él era el único que sabría ayudarla en aquel trance.