EL DÍA QUE LLEGARON LAS GAVIOTAS
1
Seguramente brumoso, de niebla por delante,
el día que llegaron las gaviotas, olvidó las señales
y las madres tuvieron que ocuparse de los breves asuntos familiares
demorando los sueños que traían atados a la punta de los pañuelos
como una torpe estrella de esperanza
y dar de mamar a los críos y de comer a los abuelos,
mientras los altos hombres indagaban el aire, tensos y recelosos,
dejados de la mano del mar ya para siempre
Y para siempre lejos de todo nacimiento que no
fuera el asombro
o acaso, el simple miedo.
Porque todo era tierra de lo gris hacia adentro
según se presentía
y Oeste o Sur o Norte sonaba a desmesura
y todo era un abismo de cielo y horizonte sin posible regreso,
desde el lejano día en que los mástiles fueron traídos a la tierra
y clavados allí: en la entraña del viento,
no solo para señalar algo
sino para empinar alguna eternidad en tanto desamparo,
sin saber que los barcos no vuelven de la tierra
y aquí, en la arena virgen, empezaba el olvido como una polvareda.
Seguramente nadie se sentía leyenda
y así fueron filiándose por nombre y por oficio:
como fundamentando su presencia en la bruma,
nombrándose, cumpliendo los ritos del arribo:
carpintero, albañil, picapedrero, gente de la materia denodada,
duros agricultores de manos verde pámpano.
Así eran las gaviotas el día que llegaron.
2
Luego entraron al viento, a los largos caminos
recién inaugurados por el polvo primario o el galope,
echándose el olvido a las espaldas, cavilando el silencio
de esta enormidad terrestre, siempre de sol al tope,
inmersos, derrumbados por la crueldad descomunal del paisaje
sin nada ni armadura o hierro o fuego o hueso
para que resistiera la distancia y el vértigo del cielo
que no acaba;
demorando en la boca las antiguas palabras,
el sonido a regazo del idioma natal,
la impotente plegaria que ahora no servía,
que ya no serviría para espantar el miedo,
porque, de golpe, el miedo ya no era ni la muerte
sino una noción nueva de durar en la arena
asediados por toda la furia de la tierra.
Era peor que la muerte ese miedo a la tierra.
Porque todo era extraño. Era inmisericorde.
Y allá lejos, muy lejos, la ternura tenía parientes y raíces
y la agonía un dulce ritual de padre y madre.
Así de lentamente,
mordiendo sus cebollas y galletas,
la cabeza caída a la fatiga de los trenes jadeantes,
amontonando el sueño en los baúles,
bebiéndose la sopa junto con el respiro,
cuidando la flor a las adolescentes
que soltaban los pájaros de su pelo de trigo,
así de lentamente, entraron en el viento.
3
Todo quedó horizonte y demorado, ahí donde lo ve:
donde ya estaba
de amarillo quemado como cuero.
Así de lejos siempre.
Entonces, regresaron las costumbres.
Todo se repetía como un rito para salvar la vida que sabían,
el decoro del tiempo que vivieron atrás, al fondo mismo del abuelo,
en la región más honda de la memoria, que ejercitaba gestos y ademanes,
una que otra palabra rescatada del polvo.
No sabían que entraban a la geología,
a la inocencia oscura de la tierra,
al animal olvido
que era piedra y no hueso debajo de las cosas.
Porque aquí anduvo el viento solamente. Solo y a dentelladas
en torno del incendio que era el clima
como una piel del fuego que calcinaba el aire, adentro,
en el útero continental del mapa.
El viento solamente. Su furia largo a largo.
De ahí que ellos callaran como para afirmarse,
que anduvieran hombreando la sombra que trajeron.
Lejos, a tanto mar de su raíz, temían.
Todo aquí era fantasma.
Acecho de distancias.
Por eso hablaban poco, solo lo necesario para reconocerse
en cierta leve estirpe lejana de la bestia.
Y es que la tarde, que inmolaba soles,
la agonía de luz de las distancias,
derrumbaba en la sangre la tristeza, empozaba la voz, cavaba adentro
como un topo de sombra hacia la índole.
Les fue muy necesaria la ternura. Era tan necesaria
que entonces se obcecaron en los gestos de hacer el pan
y el fuego y las comidas y mirase a los ojos mansamente
mientras la noche ardía en las hornallas
y era la piel del cosmos, ahí afuera,
compacta soledad de dura sombra.
4
De manera que entonces, hablaban breves cosas,
solo el suceso hereje del desmonte,
ni un sí ni un no muy hondo: los nombres y la siembra
la lenta fundación de las regiones.
Nadie les dijo nunca grandes cosas,
que empezaba con ellos un pueblo muy adentro,
que cuando regresara del humus la semilla,
al año caviloso, cuando volviera el clima,
la vida que trajeron salvaba para siempre el júbilo del hombre.
Por eso se vinieron desde el mar a la tierra
y los que trajeron a los niños, las madres, los abuelos,
eran menos capaces de la soledad, sencillamente,
una manera simple de encontrar el coraje.
Los que venían solos se volvían, comúnmente volvían.
La soledad es cruel como la muerte.
Fue de ese modo que la gente innominada,
la que había sufrido las heridas y el frío
y el viento de Tercera,
los hombres del olvido, las gaviotas caídas a la tierra,
comieron lentamente las semillas
con los ojos perdidos en su propio destino,
en realidad pensando la escritura del humo
para desentrañar lo que vendría luego,
cuando el amanecer retirara las redes y se viera allá lejos,
la distancia y el monte enmarañado y hosco,
largamente inviolado,
todo un cruel territorio de violenta sequía.
5
Sucedió entre tareas e inmigrantes.
¡Vaya a saber de dónde, aunque lo sepa!
De pronto hizo su sombra, dio su paso.
Nombrado por el mundo apenas hombre
adquirió su lugar, fue incorporado.
Vaya a saber de dónde es que venía
mezclándose, a mezclarse y reencontrarse.
Oficio de nacer, de andar la tierra,
náufrago de los puertos, descastado,
llegó y entró en el otro como huyéndose,
como reconstruyéndose el naufragio.
Allá también vivió por las orillas.
También olvidó el nombre y fue olvidado.
Vino a ganar el agua, el continente
y a avanzar el pedazo, el trecho árido,
vino a hacerle regiones al desierto
y después comprender o nunca o cuándo
y entonces ya no importa la memoria,
la historia nos comienza, ha comenzado
su espesa multitud y el nacimiento
de altas artesanías, tempestades
de tarea y tarea y dura ciencia
y amor y agricultura, ha comenzado
a serle imprescindible a los caminos
su callada paciencia, su ancha mano,
porque ya es para siempre esta tarea,
la vida es para siempre. Hemos pactado.
Desde luego el empeño, desde luego
el país tiene orillas manejadas,
desde luego que algunos no pudieron,
no pueden y hay orillas, van quedándose,
muriéndose, sufriéndose y queriendo
su bien ganada sal, su poco de agua.
Sentirse un remolino, una violencia,
un hombre por hacer, un rostro exacto,
unas desmadejadas multitudes
fuimos, somos, seremos, esperamos.
Llegó y entró en nosotros como huyéndose.
Penetramos en él como un naufragio.
Apellido central, ya se está viendo:
sube en la levadura solitaria,
por cierta iniquidad y ciertos odios
entre circulaciones inmigrantes.
Se lo ve aparecer carnal, rotundo
materialmente duro y terminado,
anecdotario y hecho, aparecido,
sufrido de país, vamos hallándolo;
cercano a no poder pero siguiéndose,
negado y castigado y explotado
y succionado y basta y no paremos
y empujemos la voz, vamos compadre:
métale esta raíz hasta los huesos
a la materia nuestra del paisaje.
Hay que ver cuántos modos tiene un hijo,
con que rostro aparece y en qué año.
Bueno es seguir, cantar con fundamento,
levantarse cantado, reencontrarse
exactamente igual en lo que fuimos,
en lo que somos siendo tan exactos
y atestiguar los pobres nacimientos,
los tantos, los montones, los millones,
sumados a la suma de la sangre.
Pero también amor, pero aguardemos
porque esta anatomía crece y crece
y lleva el corazón diseminándose.
Espéreme compadre, que lo esperen,
vamos por nacimientos rescatados,
esperemos nomás, pero cuchillos,
pero la misma lucha mientras tanto,
tantos que hemos nacido, que nacemos,
veámosle la sombra al olvidado
y sus tantas historias diariamente:
veámosle llegar, hacerse hermano.
Tanto que hemos nacido al fin, entremos,
volvamos al total de cada uno,
regresemos al útero más grávido,
donde por hombre y hombre sumergido
nos sube el apellido de la patria.