LA FIESTA DEL POBRE

En los libros sagrados, delante de los dioses, se nombran los manjares con moroso deleite y uno sueña al profeta saliendo de los ojos y ve que esas palabras se hacen agua la boca y que el verbo ceñido se le pone jugoso a pesar de sus carnes flageladas de ayunos y de los cataclismos que predica en el viento.

—Esa es tu maldición de tinieblas, Job,

tu úlcera de espanto,

la ruina de tu hacienda y de tus mieses.

—Nada veo en los párpados de la mañana, Jehová;

dame un puñado de alba.

—La luz pace muy lejos. Tu cereal es muerto.

Las comidas presiden todas las ceremonias.

Se ofrenda hacia el silencio de los signos mayores con los frutos eximios, con las rojas primicias que las manos y el clima elaboran pacientes para aplacar la furia traidora del misterio y el compacto designio de la esfinge en la piedra.

—He aquí la piedra, Isis.

—Desbástale el silencio: quiero verla por dentro. —Amón reside dentro.

—Haz una piedra, Osiris.

—Tengo manos de niebla.

—Llama al esclavo. Él puede.

—Nadie puede al silencio. Nadie, ni aún la arena.

—Llama al esclavo. Él come y el bocado le duele.

Su cántaro de miel perdurará.

Después, cuando los dioses descienden a la tierra y entran a los asuntos domésticos del hombre, comparten aromáticas fuentes de codornices, odres de viejo vino, verdes tallos crocantes, abundosos racimos de dátiles y uvas y hasta el sexo terrestre de la hembra del hombre.

—La escudilla es un vientre, Li Po, voraz como la vida.

—Come tu arroz, Ying Lu, la lluvia no cesará esta noche.

—Siémbrame.

—No se siembra sin luna y con el cielo ausente.

Come tu arroz,

Ying Lu.

Jocundos haraganes, burócratas del tedio,

bajaron del exilio a buscar la alegría,

porque en los fríos templos la sangre era holocausto

y no la fiesta insomne del animal ardiente

que había domeñado el fuego y los metales

enfangado en la muerte y los apocalipsis.

—Vete a los baños, Claudius y vomita de nuevo,

¡aún hay vino en las ánforas y más ricos manjares!

—(Varinia…

—Di, Spartacus.

—Reparte el cereal por puñados iguales…)

—Hay que gozarse, Claudius. El tacto de la noche

es ya la piel de marzo.

En Hangchow, al sur de China, la ciudad de los lagos,

he visto el santoral tallado en la montaña:

gigantescas figuras de los dioses terribles,

sables como colmillos, colmillos como sables;

pero también he visto recostado en la piedra

un dios de enorme abdomen y plácida sonrisa.

Es el que está de vuelta de las eternidades.

Guiña un ojo. Denuncia la farsa de sus primos.

La gente allí le llama: Buda de la Alegría.

Pero dioses como este resultan subversivos,

exaltan la abundancia, la libertad del diente.

Proclaman, como Baco, el júbilo del vino

y la plena lujuria del amor a la siesta.

¿Cuál pudo ser la suerte de los Emperadores,

los caudillos del crimen, los Reyes, los Señores,

si acaso el pobrerío venerara su euforia?

Hubo que separar el cuerpo del espíritu.

Investir de poderes urgentes al Demonio.

Proscribir las especias. Encerrar los aromas.

Nombrarlo Comandante en Jefe del Pecado

y destinarle un reino de azufre en las cavernas,

para que el pobre prójimo de harapo y servidumbre

humillara la vida soñando con la muerte.

—Swami, los campesinos están quemando todo.

—Yo no veo hacia afuera.

—Todo arde, Swami, el templo…

—Nada existe ahí afuera. Ni el fuego de los hombres.

Flagrantemente áulicos, obesos dignatarios,

los zánganos zanguangos del Templo o del Estado,

llámense obispo, duque, vuesencia, señoría

milord, burgomaestre, alcalde, capitán,

no olvidaban su cuerpo, lo cuidaban muy bien;

los Reyes, bien se sabe, comían como reyes

espirituales liebres, faisanes, corderitos,

tortillitas de pámpanos con huevos de palomas,

ensaladas de pétalos, claro vino del Rhin.

Compraban en el cielo cámaras de descanso,

altos lechos de nubes a la diestra de Dios

acaso porque, el pobre, era un anciano solo,

sordo ya, distraído, ausente como un Dios.

—Y ahora, síganme…

—¿Adónde?

—Si lo supiera, iría solo.

—¿Solo? ¿Por qué?

—Porque sería Dios. Síganme.

—A los hombres no se los sigue. Se los persigue.

—Es lo que hago con Dios.

Ellos fueron felices y comieron perdices.

Morían confortados al tiempo de morir.

Hacían mea culpa y salían absueltos:

el espíritu al cielo, el despojo al Panteón.

El cuerpo, despojado, hervía de gusanos.

Cosa del Diablo. Espanto. Olor del pudridero.

Yacen de mármol. Huelen bajo las catedrales.

El hedor que despiden se tapa con incienso.

Ese es el olor típico de los templos del mundo.

Todas las religiones tienen olor a muerto.

Y que las brujas asaltaron el granero dando alaridos,

doy fe, ante este Tribunal de la Santa Inquisición,

volando, con niños y trinchantes delante de las faldas

y los dientes horribles delante de las órbitas

y llevándose sacos ubérrimos de granos,

volando sobre escobas y comiendo a los niños,

doy fe, con esta mano sobre las Escrituras…

Y el cuerpo fue olvidado. Su destierro fue largo.

La piel fue sometida milenio tras milenio.

Ayunos y flagelos ahogaban sus ardores

y el hambre fue el aliado de las grandes liturgias.

Los templos se construían con hambre acumulada.

Con hambre, los castillos, los grandes monumentos;

los tronos, las ciudades, las armas de los príncipes,

las altas catedrales, las joyas de las damas,

la corona del Rey, la gran Muralla China con cimientos de huesos;

Las Mezquitas, los fríos y ciegos Monasterios,

el aire a media voz que anda en las Sinagogas,

fueron erguidos todos con hambre de los siglos.

Pero si había un fasto de Bodas o Bautizos

o una coronación o la paz de una guerra,

los dueños de la vida ordenaban comer

tres días y tres noches, bajo un Dios indulgente.

—Dios me ha tocado ayer.

—¿En qué sentido?

Por eso la comida es la fiesta del pobre.

El festival del día. Su desquite ancestral.

Cuando nutre su cuerpo hinca el diente en la vida.

Libera, dentro suyo, la alegría infinita

que funda las raíces del canto y el amor.

—La tierra sabe a tierra.

—La tierra sabe. Es hembra.

—Destruyan el olvido.

—Entiérrenlo en la tierra.

Aquí en la vieja América, todavía es costumbre

enterrar a los muertos con ánforas repletas

de aloja y de comida para su largo viaje.

Aquí no separábamos el cuerpo del espíritu

y la muerte era un tránsito hacia la Pachamama.

Un regreso al origen desde donde regresa

la vida, caudalosa, como un río en verano.