Si los secuaces del Shirosama hubieran querido matarla sin más, habría dejado que se las arreglara sola. Estaba muy enfadado, porque a pesar de que ella creía que le había salvado noblemente la vida dos veces, se lo había agradecido escapándose a las primeras de cambio.
Pero con quien estaba enfadado de verdad era consigo mismo. En condiciones normales, no habría cometido el error de dejarla sola para ir a cambiar de coche; de hecho, no habría tenido que tenerla en cuenta para nada, porque a aquellas alturas ya estaría muerta. No podía permitirse cometer errores si quería seguir vivo, y al luchar con todas sus fuerzas por seguir adelante después de estar en manos de aquel loco sádico, al sobrevivir cuando muchos otros no lo habrían logrado, había demostrado que quería aferrarse a la vida.
Madame Lambert debía de estar preguntándose qué demonios estaba pasando. Durante la noche, había preparado un plan muy sencillo: conseguir un coche menos llamativo, descubrir dónde estaba escondida la urna Hayashi, recuperarla, y por último intentar averiguar qué era lo que sabía Summer.
Aquélla había sido su misión inicial: mantener la urna alejada de las garras de la hermandad, encontrar la pieza que faltaba del rompecabezas, y borrar cualquier rastro que pudiera delatar su presencia; sin embargo, Summer Hawthorne parecía ser tan poco olvidadiza como obediente, y no estaría dispuesta a ignorar sin más lo que había pasado en las últimas veinticuatro horas. Tenía órdenes muy concretas sobre ella, le gustaran o no, y no podía malgastar más tiempo intentando evitar llevarlas a cabo. El Shirosama y sus seguidores no iban a detenerse ante nada, el año nuevo lunar se acercaba, y un error podía ser desastroso.
Se quedó mirándola sin intentar ocultar su exasperación. Otra vez parecía una rata ahogada, pero estaba acostumbrándose a verla con aquel aspecto; de hecho, la prefería así, porque parecía tener debilidad por el pelo rubio, y aunque el suyo tenía un hermoso tono dorado, parecía marrón cuando le caía sobre los hombros en mechones empapados. Y dejando a parte el color del pelo, nunca se había sentido atraído por una mujer pecosa.
El hecho de que fuera reacia a mirar a los atacantes era una suerte, porque a uno lo había matado rompiéndole el cuello al lanzarlo contra la pared, y al otro lo había herido con el cuchillo con el que había intentado atacarlo, y no tardaría en desangrarse. Había cometido otro error al dejar que se le escapara el tercer atacante, porque lo había reconocido y sabía que se trataba de Heinrich Muehler, uno de los seguidores más conocidos del Shirosama y también una de sus armas más peligrosas.
Si lo hubiera reconocido a tiempo, se habría concentrado en eliminarlo antes que a los demás... pero si lo hubiera hecho, Summer Hawthorne estaría muerta. Había ido primero a por el que se acercaba a ella con un cuchillo, y cuando lo había eliminado y se había vuelto para enfrentarse a Heinrich, ya era demasiado tarde. Había actuado por instinto, y sólo había conseguido volver a complicarse la vida.
La agarró del brazo, y la condujo hacia la parte posterior del callejón. Afortunadamente, ella no hizo ningún comentario, ni siquiera cuando vio el enorme y lujoso todo-terreno negro que había conseguido. Al ver que hacía una mueca de dolor al subir al vehículo, se preguntó si habría sufrido algún daño antes de que pudiera alcanzarla; al menos estaba viva... y si le dolía algo, la única culpable era ella.
Puso en marcha el coche y se incorporó al tráfico sin mirarla, con el rostro cuidadosamente inexpresivo. Era muy extraño que perdiera los estribos, sobre todo en una situación como aquella, pero estaba luchando por contener las ganas abrumadoras de darle una buena reprimenda. Sabía que su reacción era absurda, porque a pesar de la amabilidad con la que la había tratado, lo más probable era que ella supiera de forma instintiva que era tan peligroso como los hombres que la perseguían; él mismo se lo había dicho de forma más o menos clara.
—¿Adonde me llevas?, ¿de vuelta al hotel?
Taka se dio cuenta de que estaba mirando a ambos lados como si estuviera buscando algo, y que parecía mucho más alerta que antes.
—No, y ni se te ocurra pensar que vas a poder salir del coche en cuanto me pare en un semáforo. No creo que quieras verme aún más enfadado —aunque habló con voz calmada, se sintió satisfecho al ver que ella tenía bastante sentido común para asustarse.
Aunque no se había abrochado el cinturón de seguridad, en cuanto él le lanzó una mirada elocuente se apresuró a hacerlo, pero no pudo contener un gesto de dolor. Tenía zonas enrojecidas en las manos y era obvio que sus pantalones estaban mojados con algo más que lluvia, pero en ese momento no podía detenerse para curarla porque lo principal era alejarse lo máximo posible del Pequeño Tokio.
—No sé por qué estás enfadado —le dijo ella al cabo de unos segundos — . No soy responsabilidad tuya, puedo cuidar de mí misma... —se calló al darse cuenta de lo absurdo que era lo que había dicho, y lo intentó de nuevo—. Podrías dejarme en casa de un amigo mío, así no tendrías que molestarte en...
—No voy a dejarte en ningún sitio, sólo conseguirías que tu amigo también corriera peligro.
—¿De verdad? —le dijo ella, claramente angustiada.
—¿Qué es lo que has hecho?
Al ver que permanecía en silencio, Taka se preguntó si iba a tener que hacerle daño para que hablara, pero ella decidió colaborar.
—He llamado a mi amigo Micah, y le he pedido que me traiga el coche y algunas cosas que tengo en mi despacho del museo.
—Mierda.
—Es imposible que alguien haya localizado la llamada, he utilizado un teléfono público.
—¿Y dónde se suponía que ibas a encontrarte con tu amigo?
—En la puerta del restaurante donde estaba.
—¿El restaurante donde te ha encontrado la hermandad?, ¿es que no te das cuenta del peligro que corres? Esto no es una película ni un juego, estamos hablando de gente peligrosa que no se detendrá ante nada para conseguir sus objetivos.
—Me parece que estás exagerando...
—¿No has visto lo que ha pasado en el callejón? —le preguntó él.
—No he mirado.
Taka se rindió y marcó unos números en su teléfono móvil. Después de identificarse con una cifra, escuchó el mensaje y colgó sin decir palabra. Apagó el teléfono para que nadie pudiera captar su señal, y giró bruscamente hacia la izquierda.
—¿Qué iba a traerte Micah Jones aparte de tu Volvo?
—Mi pasaporte, un montón de dinero, un par de tarjetas de crédito... — Summer se interrumpió de repente, y le preguntó temblorosa—: ¿cómo sabes su apellido?
—Acaban de encontrar un Volvo color verde oscuro del noventa y seis en el fondo de un barranco cercano a Santa Mónica. El conductor, un hombre afroamericano llamado Micah Jones, estaba muerto en el interior; al parecer, lo han sacado de la carretera.
Taka masculló una imprecación al ver que empezaba a hiperventilar. No sabía si iba a desmayarse o a vomitar, y como tenían que pasar bastante tiempo en aquel coche, ninguna de las dos opciones le resultaba demasiado atractiva. Tampoco podía aminorar la velocidad, así que la agarró por la nuca y la obligó a bajar la cabeza todo lo posible teniendo en cuenta que llevaba puesto el cinturón de seguridad.
—Respira profundamente —le dijo, mientras seguía conduciendo a toda velocidad.
Podía sentir su pulso acelerado contra la palma de la mano, pero supuso que se calmaría en cuanto se echara a llorar. Era obvio que se esforzaba por contener las lágrimas, pero era una persona normal que no estaba acostumbrada a los horrores que a menudo plagaban su vida, y necesitaba desahogarse; sin embargo, ella se limitó a temblar mientras él seguía manteniéndola agachada. De repente, apareció en su cabeza una imagen inesperada e indeseada en la que él le acunaba la cabeza a la altura de su entrepierna, y la soltó como si se hubiera quemado.
Ella se incorporó, con la mirada perdida, y susurró:
—Lo he matado, no me di cuenta de...
—No, no te diste cuenta —le dijo él, mientras intentaba olvidar el tacto de su piel cálida. No quería consolarla, pero no pudo evitar añadir—: estás en el sitio equivocado en el momento menos oportuno, y cualquiera que se involucre contigo correrá el mismo peligro.
—No quería involucrar a nadie, sólo pretendía alejarme de aquí...
—Para eso me necesitas a mí.
Summer se volvió a mirarlo, y le preguntó:
—¿Quién demonios eres tú?
Taka se planteó si debería intentar de nuevo el ¡cuento de la Oficina de Antigüedades, pero descartó la idea de inmediato. El momento de las mentiras inocentes ya había quedado atrás, así que la próxima que le contara tendría que ser mucho más plausible e impactante si no quería que volviera a huir.
No podía permitir que ella se le escapara. A aquellas alturas, sólo podría alejarse de él si no existía la posibilidad de que la atrapara la hermandad, y tal y como estaban las cosas, eso sólo sucedería cuando estuviera muerta.
—Alguien que no va a permitir que el Shirosama te atrape —le dijo. Era una verdad a medias, porque Summer no era consciente de los extremos a los que estaba dispuesto a llegar.
Ella se reclinó en su asiento. Estaba muy pálida, y no le preguntó adonde se dirigían. Él siguió conduciendo rápidamente y con mucha seguridad, sorteando el tráfico con la tranquilidad de alguien que había aprendido a conducir en una de las ciudades más congestionadas del mundo, mientras ella iba retrayéndose en sí misma sin decir palabra.
Era incomprensible que no hubiera llorado ni una sola vez desde que se habían conocido. Había pasado experiencias traumáticas y había presenciado mucha violencia, pero a pesar de lo conmocionada que se había quedado, no había derramado ni una sola lágrima. No estaba acostumbrado a aquella actitud, y su control resultaba casi antinatural. Mientras mantuviera aquella calma inquietante, sería imprevisible y capaz de intentar huir de un momento a otro, y él no podía permitírselo.
Tenía que desmoronarse por completo, y si los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas no habían conseguido derrumbarla, él iba a tener que completar el trabajo. Summer Hawthorne sería un problema hasta que estuviera llorosa e indefensa.
Lanzó una mirada hacia su perfil pálido. La luz de los coches que circulaban en dirección contraria se disgregaba al atravesar el parabrisas salpicado de gotas de agua, y su rostro estaba bañado por un juego de luces y sombras.
Sí, tendría que lograr que se desmoronara... o a lo mejor no tendría más opción que matarla. Aunque lo más probable era que tuviera que hacer ambas cosas.
Isobel Lambert apagó su cigarro. Detestaba el sabor que le dejaba en la boca, el olor que impregnaba sus dedos, lo detestaba todo. Tendría que volver al médico para ver si había algún método nuevo que pudiera probar, porque nada le había funcionado a pesar de que había probado los parches, los chicles, el espray nasal, la hipnosis, la terapia cognitiva y todos los remedios habidos y por haber. Había conseguido durar un día, una semana, incluso en una ocasión había batido su récord con tres meses, pero siempre acababa sucediendo algo que la impulsaba a retomar aquel vicio.
El terapeuta culpaba a su trabajo. Su vida se centraba en la muerte, en causarla y en ordenarla, y fumando podía expiar sus culpas buscando su propia muerte de forma más lenta e insidiosa.
Le había dicho al médico que aquello era una tontería, y que si fumar le facilitaba aceptar las duras decisiones que tenía que tomar a diario, estaba dispuesta a pasar de dos a tres paquetes diarios; sin embargo, sabía que fumaba porque así evitaba que le temblaran las manos.
O'Brien no había cumplido con su trabajo, y los cadáveres iban amontonándose. Un civil se había despeñado en el coche de la mujer, y Takashi se había tenido que ocupar de un número indeterminado de seguidores del Shirosama. Le había preguntado qué demonios estaba haciendo, pero él estaba eludiendo sus mensajes y tenía la sartén por el mango. Era un hombre experto, frío y decidido, y si estaba manteniendo a la mujer con vida, debía de ser por alguna causa razonable.
A lo mejor había sido demasiado pronto para que volviera a estar en activo, pero era ideal para aquella misión y había tenido que asignársela. Hablaba y leía el japonés, y tenía tanto la base cultural como los contactos necesarios. Nadie podía igualarlo en aquel sentido. Además, se había recobrado de los métodos más avanzados de tortura que se habían creado, y su sangre fría era un hecho. Pero entonces, ¿por qué no había completado aún el trabajo? Seguramente, pensaba que aún existía alguna posibilidad de solucionar las cosas sin tener que tomar medidas extremas, aunque ella no veía ningún indicio esperanzador. Era una estratega experta, y sabía que la única forma de detener a un megalómano desquiciado, si era imposible acercarse a él lo bastante para matarlo, era quitarle sus juguetes.
Summer Hawthorne no tenía ni idea de que sólo era eso... un títere, un juguete en manos de gente muy peligrosa. Ambos bandos eran mortíferos, experimentados y dispuestos a matarla antes de permitir que el enemigo la atrapara.
Takashi debía de estar convencido de que podían ganar algo si la mantenían con vida; de no ser así, la situación sería insostenible, y ella tendría que acabar con el paquete de cigarros que estaba racionando antes de volver a su apartamento y romper algo.
Lo había intentado con platos baratos, pero no le servían. Para que el dolor remitiera, tenía que destrozar algo valioso, algo hermoso e irremplazable, como la vida humana que había ordenado que se eliminara. Entonces podría calmarse y servirse un vaso de vino, y nadie sabría por qué le corrían las lágrimas por las mejillas. Porque al día siguiente su complexión perfecta y sin tacha no revelaría nada, y sólo Peter, que era quien mejor la conocía, sospecharía algo.
Agarró el móvil, y marcó los números que la conectarían a través de una ruta indirecta con el de Takashi. Aunque no esperaba poder contactar con él, al menos tenía que intentarlo. Necesitaba respuestas, algún tipo de informe que la pusiera al día, la más mínima esperanza que le permitiera creer que la situación no estaba completamente descontrolada.
Le dejó otro mensaje, y se esforzó por ignorar la poderosa sensación de inquietud que le tensaba los hombros bajo la seda del elegante traje que llevaba. Normalmente, cuando un operativo no contactaba era por una buena razón, así que había aprendido a soportar los largos silencios y las preguntas sin respuesta hasta que llegaba el momento adecuado. Era posible que Summer Hawthorne ya estuviera muerta a aquellas alturas. Taka era muy cuidadoso, así que seguro que ni siquiera se había enterado de lo que sucedía. Su habilidad para matar sin causar dolor y su conocimiento del sur de California eran dos razones más por las que lo había considerado perfecto para la misión; además, el lugar donde el Shirosama y sus seguidores querían actuar le resultaba demasiado cercano, y eso contribuiría a que para él la misión fuera especialmente tensa... quizás demasiado. A lo mejor tendría que haber enviado a otra persona, alguien que no tuviera ningún lazo emocional con el apocalipsis que el Shirosama planeaba desencadenar en Tokio y en el resto de grandes ciudades del mundo.
Pero ella era una mujer que se dejaba guiar por sus instintos, y como había estado convencida desde el principio de que Takashi O'Brien era el hombre perfecto para aquella misión, tenía que dejar de dudar de sí misma y de sus decisiones.
Hasta que Taka la llamara para informarla de que Summer Hawthorne estaba muerta, lo único que podía hacer era permanecer sentada en su despacho fumando sin parar, contemplar las calles de Londres, y arrepentirse de no haberse dedicado a otra cosa. Podría haber optado por trabajar en una agencia de viajes, o quizás se le habría dado bien la contabilidad... cualquier cosa que le hubiera permitido conciliar el sueño.
Dio un respingo cuando el móvil de última generación vibró en su mano, y apagó el cigarro que acababa de encender. Alguien le había dejado un mensaje de texto codificado, y por el canal en que lo había recibido, debía de ser Taka. Sólo tenía que colocar el teléfono en su base para leer la información, y entonces podría seguir adelante.
Permaneció inmóvil durante largo rato. Nunca había esquivado las verdades desagradables y no pensaba empezar a aquellas alturas de su vida, pero tenía que respirar hondo antes de enterarse de que se había completado otra pérdida necesaria. Necesitaba un cigarro más, otra taza de café, antes de que se le desintegrara otro pedacito de alma.