—¿Dónde está la urna Hayashi?
Summer contempló su rostro frío y hermoso en la semipenumbra del coche. Iba viendo las cosas con un poco más de claridad conforme iba recuperando la calma, y empezaba a sospechar que el peligro no había desaparecido. ¿Por qué demonios le había dicho que la vasija del museo era una réplica?
—En un sitio seguro —se limitó a contestar—. Creo que ya es hora de que me lleves a mi casa.
—No creo que eso sea una buena idea —le dijo él, mientras ponía el coche en marcha—. A menos que tengas la urna escondida allí, en cuyo caso lo más probable es que ya se la hayan llevado.
—No soy idiota, ya han registrado mi casa. La he escondido en un sitio donde nadie podrá encontrarla.
—¿Dónde?
Estaba claro que estaba metida en un buen lío. Había escapado del fuego para meterse en las brasas, y ni siquiera se había dado cuenta. Como iban a mucha velocidad, no podía abrir la puerta y saltar del coche como hacían en las películas, porque lo más probable era que acabara hecha picadillo. Lo más razonable era arriesgarse a seguir con aquel elegante desconocido; además, no tenía pinta de querer hacerle daño.
—Mira, no sé quién eres ni qué hacías merodeando por el museo si mi madre no te ha contratado, pero no pienso decirte nada. Ya te he contado demasiado, así que o me llevas a mi casa, o me dejas en la siguiente esquina y ya me las arreglaré.
Él permaneció en silencio, con la mirada fija en la carretera. Era obvio que iban hacia la autopista, y entonces sí que estaría realmente atrapada. Decidió que a lo mejor sólo acabaría con unas cuantas magulladuras si saltaba del coche, pero cuando deslizó la mano con disimulo hacia el cierre del cinturón de seguridad, él se la agarró con un movimiento tan rápido que la asustó.
—Ni se te ocurra —le dijo, antes de acelerar aún más.
Siguió aferrado a su mano, y Summer se dijo que probablemente debería forcejear, pegarle, distraerlo para que apartara su atención de la carretera. Aquella noche ya había sobrevivido a un accidente de coche, y a lo mejor podría superar otro si no iban demasiado rápido. El problema radicaba en que no sabía qué era más arriesgado, salirse de la carretera o seguir con aquel hombre.
Se dijo que no iba a atacarla ni a hacerle ningún daño; al fin y al cabo, acababa de rescatarla. Tenía que aferrarse a aquella certeza antes de que el pánico la abrumara y la impulsara a cometer alguna estupidez.
—Vale —le dijo al fin.
Relajó el puño que había cerrado de forma inconsciente, y él la soltó al cabo de unos segundos. Se volvió hacia él, y contempló fascinada su perfil iluminado por los coches que circulaban en dirección contraria. Alguien tan guapo no podía ser un asesino, ¿verdad?
Apartó aquella idea de su mente, y le preguntó:
—¿Adonde me llevas?
—Querías ir a tu casa, ¿no?
Summer cerró los ojos cuando él se incorporó a la autopista a toda velocidad, convencida de que iba a morir; segundos después, soltó un suspiro de alivio al ver que circulaban con normalidad. Decidió que en cuanto llegara a su casa se quitaría la ropa y se metería en la bañera, y que no volvería a salir de allí en toda su vida.
Aunque tendía a conducir demasiado rápido y habrían llegado a su casa en un cuarto de hora con ella al volante, el desconocido tardó diez minutos. Había estado pensando en la manera de deshacerse de él rápidamente en cuanto llegaran, pero no supo qué pensar al ver que aquello no iba a ser ningún problema, porque él se limitó a detenerse delante de la vivienda sin parar el motor; además, ni siquiera había tenido que decirle dónde vivía.
—Bueno, ya hemos llegado —comentó él, sin inflexión alguna en la voz—. Te acompañaría hasta la puerta, pero supongo que sólo conseguiría ponerte más nerviosa.
—¿Vas a dejar que me vaya sin más? —le dijo ella, con una mezcla de incredulidad y de esperanza.
—Eso parece, ¿no?
—Y no piensas decirme quién eres, por qué estabas vigilándome, ni cómo sabías dónde vivo, ¿verdad?
Él se limitó a negar con la cabeza.
—Supongo que debería dar gracias por haber salido de ésta con vida —comentó ella.
Alargó la mano para desabrochar el cinturón de seguridad, y aquella vez, él no la detuvo ni se movió cuando abrió la puerta y salió. Tenía las piernas un poco temblorosas, pero consiguió disimular apoyándose en la puerta durante unos segundos. Siguió sin poder distinguir de qué coche se trataba; era bajo, estilizado y rápido, pero nunca le había prestado demasiada atención a las marcas de coches. Tendría que describírselo a la policía, pero en aquel momento, su cerebro no parecía funcionar al cien por cien.
Su madre no le había enseñado nada que mereciera la pena en veintiocho años, pero como Hana le había inculcado que siempre había que comportarse con educación, se inclinó sin soltar la puerta y le dijo:
—Eh... gracias por salvarme la vida.
Él esbozó una sonrisa apenas perceptible, y contestó:
—De nada, no tiene importancia.
Lo más deprimente era saber que aquello era la pura verdad, que su vida no le importaba en nada a aquel hombre; sin embargo, se apresuró a recordarse que aquello era inconsecuente, porque prefería ser invisible.
Sintió su mirada en la espalda mientras avanzaba por el camino de entrada hacia la puerta principal de su casa, y sintió una mezcla abrumadora de intrusión, invasión y protección. Era una combinación que no tenía ningún sentido, y no alcanzaba a entender por qué se sentía protegida por él. A lo mejor se debía a que le había salvado la vida antes de asustarla.
Cerró la puerta a su espalda, y después de echar la llave en las tres cerraduras, se apoyó en ella para recuperar el aliento. Cuando oyó que el coche se alejaba de la casa y de su vida, la tensión que la atenazaba se desvaneció, las rodillas le flaquearon, y se desplomó. Se apoyó en la puerta, y colocó la cabeza sobre las rodillas sin dejar de temblar.
No tenía ni idea del tiempo que permaneció allí, encogida y presa de un pánico ciego, pero al menos no se puso a llorar. La última vez que había llorado había sido a los quince años, cuando le habían notificado que Hana había muerto en un accidente de tráfico. Llevaba trece años sin verter una sola lágrima, y estaba decidida a seguir así.
Decidió que no podía seguir acobardada, así que agarró el pomo de la puerta y se puso de pie. Hizo acopio de fuerzas para intentar controlar el temblor de sus piernas, y al echar un vistazo por la ventana, no vio ni rastro del deportivo ni de su anónimo salvador; sin embargo, seguía sintiendo la fuerza casi tangible de su mirada a pesar de que se había ido.
Encendió la luz, y parpadeó ante el intenso resplandor. En aquel momento, se sentiría más cómoda entre las sombras, pero podían resultar muy inquietantes y ella no estaba dispuesta a seguir teniendo miedo. Ya había luchado una vez aquella batalla, y no iba a permitirse el lujo de volver a ser vulnerable.
Al notar que le dolían los pies, se dio cuenta de que había perdido los zapatos. No le importó lo más mínimo a pesar del dineral que se había gastado en ellos, porque eran muy incómodos. Quería deshacerse de todo lo que pudiera recordarle a aquella noche de pesadilla, así que iba a tirar a la basura la ropa que llevaba puesta; sin embargo, antes de nada iba a comer algo, lo que fuera, iba a tomar un buen vaso de vino, y se iba a desprender de aquella mirada que aún la perseguía.
El helado estaba escarchado, el yogur de fresa caducado, el queso florido, fue incapaz de encontrar el sacacorchos para abrir la botella de vino, y sólo tenía una cerveza japonesa que no le apetecía lo más mínimo. No quería pensar en nada oriental, así que atravesó la sala de estar sin mirar a su alrededor antes de abrir la puerta shoji. Estaba deseando quitarse la ropa y meterse en la bañera, pero Hana la había educado para que fuera disciplinada. Tenía los pies manchados de hierba y ensangrentados, y quería desprenderse de la impronta de aquella noche.
Después de darse una ducha rápida, se metió en la enorme bañera de cedro que tenía junto a su dormitorio, y sintió que entraba en el séptimo cielo. Cerró los ojos, y dejó que el agua caliente la relajara. Quería dejar de pensar y de preocuparse aunque fuera por unos minutos; durante un maravilloso momento de paz, podía limitarse a existir... y a intentar deshacerse del instinto irracional que le decía que allí fuera alguien seguía vigilándola.
Mientras avanzaba sigilosamente por la parte posterior de la casa, Taka pensó con cierta irritación que Summer Hawthorne era bastante descerebrada a pesar de ser tan inteligente. Ya había comprobado las medidas de seguridad que protegían su propiedad, y sabía lo patéticas que eran. A pesar de que hacía poco que alguien había entrado en la casa, no había tomado ninguna medida para reforzar la seguridad. Las tres cerraduras de la puerta trasera se abrían fácilmente, la cadena se rompía con facilidad con un buen empujón, y como no había ni sensores ni alarmas en el jardín, podía esconderse entre la maleza sin que nadie lo detectara.
Sus cortinas eran igual de patéticas, ya que estaban hechas de una imitación del papel de arroz asiático y resultaban prácticamente inútiles. Había dejado las luces de la sala de estar y de la cocina encendidas cuando había entrado en el cuarto de baño, y poco después había vuelto a aparecer desnuda y empapada y había cerrado los ojos extasiada al meterse en la enorme bañera de madera.
Su actitud revelaba que había sido sincera al decirle que la urna Hayashi no estaba en la casa. Él mismo ya había registrado el lugar la última vez que había estado allí, aunque lo había hecho con un poco más de discreción que los secuaces del Shirosama, y a pesar de que no había estado buscando el objeto en cuestión porque creía que estaba en el museo, era poco probable que lo hubiera pasado por alto.
Lo que había intentado encontrar era alguna pista que pudiera conducirlo hasta el santuario, porque si lo localizaban antes que el Shirosama, el Comité podría cortar sus planes de raíz. El Shirosama necesitaba aquel lugar sagrado para realizar sus rituales disparatados, y tanto sus seguidores como él eran demasiado supersticiosos para seguir con sus planes sin el santuario.
Sólo faltaban unos días para el año nuevo lunar, la fecha que según el Shirosama era la más adecuada para su misterioso ritual, y el tiempo se les estaba agotando. Si podían mantener tanto a Summer Hawthorne como la urna Hayashi alejadas de él durante los próximos días, tendrían un año entero para pensar en la manera de detenerlo.
Además, así no sería necesario silenciarla antes de que revelara la información que conocía sin saberlo.
La urna que había en el museo era una imitación muy buena, obra sin duda de un verdadero maestro de la alfarería. Había cometido un error al no darse cuenta de que el vidriado azul claro era demasiado uniforme, pero su atención había estado centrada en otros asuntos.
Era una lástima que a aquellas alturas no pudiera dejar las cosas tal y como estaban. El Shirosama robaría la urna falsa del museo sin notar la diferencia, pero seguiría necesitando a Summer; de hecho, ella era la parte más valiosa de la ecuación, y sus órdenes eran muy claras: destruir si fuera necesario una obra de arte japonesa con un valor económico, artístico, cultural e histórico incalculable, y matar sin pensárselo dos veces a la mujer que poseía la clave del lugar de donde procedía.
El problema era el «si fuera necesario». Tanto el Comité como la inconmovible madame Lambert confiaban en que sería capaz de valorar la situación antes de tomar una decisión, pero él no lo tenía tan claro, porque lo cierto era que no quería matar a Summer Hawthorne.
Si la encontraban muerta en la bañera, el Shirosama se daría por vencido y sus planes se cortarían de raíz. Era simple, práctico y necesario, y aunque entonces sería muy difícil localizar la urna, al menos seguiría intacta; tarde o temprano, quizás al cabo de décadas o cuando todos ellos ya estuvieran muertos, volvería a aparecer. Eso bastaría para satisfacer al Comité.
Tardó menos de treinta segundos en abrir las tres cerraduras de la puerta posterior, y avanzó por la casa con sigilo. Se acercaría a ella por la espalda y la hundiría en el agua sin darle tiempo a reaccionar.
El ahogamiento no era una buena elección. No podía hacerlo pasar por un accidente, se tardaba demasiado, y ella se asustaría. No quería hacerla sufrir si podía evitarlo, sólo quería acabar con aquello de una vez. No había otra alternativa.
Estaba sentada en la bañera de espaldas a él, con el pelo suelto y oscurecido por el agua, tarareando una cancioncilla desentonada que se lo ponía aún más difícil. Pero no podía dudar, así que se movió con tanta rapidez que ella no tuvo tiempo de volverse ni de darse cuenta de su presencia. Deslizó la mano bajo la densa mata de pelo, y apretó con fuerza al encontrar el punto exacto. Ella se quedó inconsciente en cuestión de segundos, y entonces la hundió de espaldas en el agua y la mantuvo allí, inmóvil, con el pelo extendido como un abanico a su alrededor y su rostro sereno y sobrecogedoramente hermoso.
Sabía que ella no sentía nada, que estaba cumpliendo con su obligación, pero fue incapaz de hacerlo.
La sacó de la bañera de golpe, y se cargó al hombro el peso muerto de su cuerpo desnudo y empapado. No sabía cuánta agua había tragado, pero estaba seguro de que no había sido bastante para matarla. Después de tumbarla en la cama, empezó a rebuscar en sus cajones y agarró lo primero que supuso que le serviría; al parecer, toda su ropa era negra, incluyendo la lencería. Cuando estaba a punto de empezar a vestirla, sintió un ruido que procedía del exterior. El Shirosama ya había descubierto que había perdido a su presa, y había enviado a más secuaces en su busca.
La envolvió de inmediato con la colcha, y metió la ropa negra en el capullo protector antes de levantarla en brazos. Era muy pesada. Las mujeres americanas siempre parecían pesar más que el resto, sin importar lo delgadas que estuvieran; a lo mejor tenían los huesos más grandes. De todas formas, Summer Hawthorne no era una flor delicada. Aunque estaba trabajando, la observación era una parte primordial de su tarea, y se había dado cuenta de que tenía un cuerpo terso y curvilíneo; de hecho, no se ajustaba al tipo de mujer que solía atraerlo.
Se la echó al hombro de nuevo y segundos después desapareció con ella en la oscuridad de la noche, mientras los miembros de la hermandad irrumpían en la casa.
Summer tenía frío, estaba mojada, se sentía fatal y no tenía ni idea de dónde estaba. No podía moverse pero avanzaba a toda prisa, y apenas podía respirar mientras luchaba por expulsar el agua que la atragantaba. Cuando por fin consiguió recuperar el aliento, intentó apartarse el pelo de la cara, pero se dio cuenta de que tenía los brazos atrapados a ambos lados. Sacudió la cabeza, y se dio cuenta horrorizada de que estaba de nuevo en aquel maldito coche con aquel maldito hombre, y que otra vez avanzaban a toda prisa en medio de la noche.
—¿Qué demonios...? —dijo con voz débil. Intentó moverse, pero estaba envuelta en su colcha con los brazos atrapados, y rodeada con el cinturón de seguridad.
—Has tenido unos visitantes inesperados, y pensé que estarías mejor conmigo que con los miembros de la hermandad —le dijo él, sin molestarse en mirarla.
Summer intentó hablar, pero empezó a toser con tanta fuerza que los espasmos la sacudieron de los pies a la cabeza.
—Debieron de intentar ahogarme —consiguió decir al fin—. ¿Cómo te has enterado de lo que pasaba?
—Estaba vigilando para controlar la situación, supuse que no se darían por vencidos con tanta facilidad.
Tras permanecer en silencio durante unos segundos, Summer le preguntó:
—¿A cuántos has matado?
Él le lanzó una mirada rápida.
—¿Crees que soy un asesino despiadado?
—No tengo ni idea de quién o qué eres.
—Me llamo Takashi O'Brien, trabajo para la Oficina de Antigüedades del gobierno japonés. Llevamos mucho tiempo buscando la urna Hayashi.
Summer se quedó asombrada. Aquel hombre no encajaba con la imagen que tenía de un burócrata japonés, pero aquel día todas sus ideas preconcebidas parecían estar derrumbándose.
—¿Por qué no te limitaste a venir al museo para preguntarnos si sabíamos algo?
—No queríamos atraer la atención de la Hermandad del Conocimiento Verdadero, nuestro objetivo era recuperarla antes de que cayera en sus manos.
—¿Porqué?
Le castañeteaban los dientes, y cuando el tal Takashi encendió la calefacción, miró el reloj del salpicadero y se dio cuenta de que sólo era la una de la madrugada.
Hacía menos de tres horas que había salido del museo, pero en aquel corto espacio de tiempo había cambiado su vida entera.
—Ya tendrás tiempo de preocuparte por eso más tarde, lo más importante por ahora es llevarte a un sitio donde puedas estar a salvo y entrar en calor.
—Y secarme... ¡y vestirme! —añadió ella, horrorizada—. Estoy desnuda, ¿verdad?
— Sí, supongo que no sueles bañarte vestida. Recogí algo de ropa antes de sacarte de tu casa, está envuelta contigo en la colcha.
Summer ya no tenía frío; de hecho, estaba muy acalorada. Por razones en las que prefería no pensar, tendía a ser muy inhibida, y ese rasgo se había acentuado aún más porque a su madre siempre le había gustado andar por la casa medio desnuda para presumir de su cuerpo perfecto, sobre todo si había hombres cerca. Que aquel hombre impresionante y enigmático hubiera llevado de un lado a otro su cuerpo desnudo y mojado bastaba para que deseara que aquellos monstruos hubieran conseguido ahogarla.
Aunque si hubiera sido así, en ese momento estaría flotando desnuda en su bañera. Rogó para sus adentros que, en caso de que fuera a morir, al menos estuviera vestida... sobre todo si Takashi O'Brien iba a presenciar el acontecimiento. Pero si él estaba cerca, lo más probable era que consiguiera salvarla. Ya lo había hecho en dos ocasiones, y como era su ángel de la guarda a pesar de que él mismo se negaba a admitirlo, iba a tener que superar el hecho de que la hubiera visto desnuda.
—Vale —dijo con calma. Luchó por mantenerse en su sitio, porque él conducía de nuevo a toda velocidad—. ¿Adonde vamos?
—A mi hotel.
Summer sintió una nueva oleada de pánico y se dijo que su reacción era irracional, que aquel hombre estaba protegiéndola.
—¿Se supone que voy a entrar cubierta con una colcha?
— Ya te he dicho que te he traído algo de ropa, puedes ponértela mientras yo conduzco.
Ella miró por encima del hombro, pero el pequeño deportivo carecía de asientos traseros.
—No creo que sea una buena idea, será mejor que me saques de la ciudad para que me cambie entre la maleza.
— Summer, ya te he visto desnuda —le dijo él.
El tono de indiferencia de su voz no la ayudó en lo más mínimo.
—Entonces, ya sabes que no vas a perderte nada espectacular. Encuéntrame una calle oscura con algunos matorrales, y me las arreglaré.
Él se volvió a mirarla, y por un momento Summer creyó que iba a protestar. Abrió la boca para atajar su respuesta, pero empezó a toser de nuevo y cuando acabó se reclinó en el asiento de cuero, exhausta.
—De acuerdo, buscaré unos matorrales —le dijo él.
Ella creyó notar un extraño matiz de culpabilidad en su voz suave y desprovista de emoción, pero se dijo que debían de ser imaginaciones suyas; al fin y al cabo, ¿por qué tendría que sentirse culpable? La había salvado de nuevo... ¿verdad?