CAPÍTULO TRECE

HEWAN había tardado cuatro días en recuperarse. El período de curación de los bakú era muy rápido, pero el líquido con el que se impregnaba el látigo de los castigos hacía que fuese más lento de lo normal. Empezó a tener fiebre a las doce horas de haberlo llevado a casa de sus padres, y le duró casi veinticuatro. Farfullaba incoherencias, pero había un nombre que pronunciaba bien claro: Rura.

Jad estuvo a su lado durante todo ese tiempo, ocupándose de él, luchando para que la fiebre bajase y la infección no se extendiera. Estaba preocupado, no tanto por su salud (Hewn era muy fuerte), como por su reacción cuando supiera que Rura se había ido y que su hermana la había ayudado.

Al tercer día, Dosta regresó con Bahana. La había encontrado al inicio del paso, cerca del fuerte, pero ya era tarde: Rura ya estaba fuera de su alcance y no podían ir a buscarla sin enfrentarse a los jinetes que galopaban hacia ella. Podrían luchar, ganar y llevársela, pero eso haría que los soldados del fuerte les dieran caza, y Dosta no quiso arriesgarse llevando a la hermana de Hewan con ellos.

Cuando despertó al cuarto día y preguntó por Rura, la mirada indecisa de Jad y los ojos tristes de su madre le dijeron que algo iba mal.

—¿Qué han hecho con ella los del consejo? —gritó intentando levantarse, pues esa fue la primera idea que le vino a la mente. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que pudiese haber escapado.

Kucaan puso las manos sobre los hombros de su hijo y lo obligó a volver a acostarse.

—Los del consejo no han hecho nada con ella, hijo —le dijo con calma, y respiró con resignación—. Rura se ha ido.

—¡¡¿Qué?!! —Volvió a intentar levantarse mientras mascullaba mil maldiciones, pero estaba débil aún y Kucaan pudo retenerlo. A Jad le hubiese parecido una situación divertida si no supiera que su bhai iba a sufrir mucho con la noticia—. Bahana escuchó a escondidas la reunión que tuviste con el consejo, y tuvo miedo, por ti y por ella, así que la convenció para que escapara.

Hewan estaba mudo de asombro, tumbado y arropado como un bebé. Intentaba procesar lo que le estaban diciendo, pero su mente se negaba a creerlo.

—Mamá, si es una broma, es de muy mal gusto —gruñó. Su madre lo miró con pena y después giró la cabeza para enfocar los ojos en Jad. Este se dio cuenta que era el momento de intervenir.

—Tu madre dice la verdad. Bahana engañó a Dosta para que las llevara hasta los baños. Allí lo atacó, tumbándolo con una dosis de narcótico. Cuando despertó horas más tarde y avisó a Murkha, ya fue imposible encontrarlas. Cogieron dos caballos y cabalgaron casi sin detenerse hasta llegar al fuerte. Cuando les dio alcance, ya era demasiado tarde.

—¿Quieres decir...? —carraspeó porque la voz le fallaba. No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Rura lo había abandonado? ¿Después de todo lo que habían hablado y compartido?— ¿Quieres decir que se fue sabiendo que iban a azotarme? ¿Que aprovechó que yo iba a estar fuera de combate durante varios días?

—Ella no lo sabía —respondió una voz desde el fondo. Bahana se acercó dubitativamente, sin atreverse a mirarlo a los ojos—. No se lo dije, o no habría querido escapar.

Hewan la miró con intensidad, sintiendo cómo la rabia iba creciendo en su interior. Su propia hermana lo había traicionado. Se hubiera esperado algo así de cualquiera, pero no de alguien de su familia, y nunca de ella.

De repente, el mundo se hundió bajo sus pies. Se encontró incapaz de hacerle frente a nada, con las fuerzas huidas cobardemente, dejándolo solo y abatido, perdido en mitad de una niebla que le rodeó la mente, ahogando los gritos de rabia que querían salir de su garganta; una niebla que se aposentó sobre sus hombros, encorvándolos y convirtiéndolo en un anciano antes de tiempo. Nada parecía tener sentido, y su futuro le pareció un desierto estéril en el que nada podía sobrevivir.

Fue incapaz de encontrarle sentido a algo, muerto por dentro, tan helado como la cima nevada del monte Arok.

Hewan se incorporó, y esta vez Kucaan no hizo nada por detenerle. Quizá vio en su mirada que intervenir hubiera sido una mala idea. Apartó la manta con que estaba cubierto, y se levantó. Estaba débil aún, pero eso no le impidió ponerse en movimiento. Jad se acercó a él para ayudarle. Hewan levantó la mano para detenerle, y su amigo se quedó helado al ver la derrota en sus ojos. Bahana se apartó, con las lágrimas fluyendo como un manantial, rodando por sus mejillas.

—Lo siento —susurró con apenas voz. Hewan la miró a los ojos y ella tuvo que desviar los suyos, avergonzada.

—No me hables, Bahana —le espetó con una infinita tristeza—. Mantente apartada de mí. —Tenía que hacerlo, compréndelo.

—Lo único que comprendo es que no has confiado en mí y en mi capacidad como sásaka. Pensaste que no sería capaz de protegernos, a Rura y a mí mismo, y a nuestro pueblo. Con tu acción, me has insultado y humillado. Pero eso no es lo que más me duele, Bahana. Lo que más me duele es saber que has alejado a Rura con engaños, y que la has enviado de vuelta a una vida de la que no conoces nada. Todos creéis que ha sido fácil, mimada y consentida... y no tenéis idea, no sabéis que...

No pudo seguir hablando. Sacudió la cabeza y siguió caminando, alejándose de todos. Necesitaba ir a su casa, comprobar por sí mismo que aquello no era una maldita pesadilla, y después buscar un rincón lo suficientemente oscuro para hacerse un ovillo y llorar como un niño.

Pasó varios días completamente hundido. Comía porque su madre se preocupaba de llevarle una bandeja, y se quedaba allí hasta que él terminaba. No salía para nada. Se pasaba las horas sentado, con la espalda apoyada contra la pared, con la cadena que Rura había llevado alrededor de su cuello asida con fuerza entre sus manos. Era lo único que le quedaba de ella.

A veces, cuando el sueño lo vencía y se hundía en ese estado de duermevela en que uno no está ni dormido ni despierto, le parecía oír su voz, fustigándolo con algún comentario mordaz. Entonces se levantaba como un resorte y apartaba la cortina de un manotazo, con el corazón latiéndole como timbal desenfrenado y el estómago burbujeando de ansiedad. Pero la otra habitación seguía estando tan vacía como cuando llegó, y volvía a su rincón, hundido y desesperado.

Otras veces, cuando sucumbía al cansancio y acababa durmiendo profundamente, soñaba con ella. La veía tumbada y sonriente, con los brazos extendidos, invitándolo a unirse con ella. En esos sueños le hacía el amor con una ternura que lo hacía llorar, y siempre le susurraba al oído aquellas palabras que nunca se había atrevido a decir en voz alta.

¡Cómo la echaba de menos! Nunca hubiese creído posible que algo así le sucediera. Ahora comprendía cuando su padre le decía a veces, medio en broma medio en serio, que no era nada sin su madre. Porque él no era nada sin Rura.

Parecía sumido en un extraño letargo, y todos estaban preocupados por él. Bahana no paraba de llorar. Estaba triste y silenciosa; la chica atrevida, cuyas carcajadas siempre resonaban por toda la caverna, había desaparecido. Kucaan y Alu parecían aturdidos y desconcertados; no reconocían a su hijo y no sabían cómo ayudarle.

Jad se consumía viendo sufrir a las personas que más quería en el mundo, y estaba desarrollando una especie de animadversión en contra de Hewan. ¿Cómo podía ser que se hubiese dado por vencido sin siquiera empezar a luchar? Aquel no era el amigo que conocía desde siempre. Si algo había caracterizado a Hewan hasta aquel momento, era que nunca admitía una derrota sin haber luchado hasta el último aliento, y que cuando quería algo, peleaba por ello hasta conseguirlo. ¿Por qué con Rura era diferente?

Lo había estado manteniendo informado puntualmente de todo lo que pasaba. El revuelo en el consejo cuando se supo la huida de la princesa fue descomunal, y temieron lo peor: que trajese al ejército del Imperio hasta sus puertas. Por eso cuadruplicaron el número de centinelas, y triplicaron el radio de vigilancia de las patrullas. Cuando fue evidente que todo seguía tranquilo, que no había movilizaciones ni incursiones, su conciencia empezó a molestarles. Quizá la princesa no les había traicionado; tal vez la habían juzgado mal dejándose llevar por la influencia de Rugart, que estaba más que molesto por la paliza que había recibido su hijo; podría ser que hubiesen sido demasiado duros al tomar en consideración la idea de... matarla, para mantenerse a salvo.

Cuando pasó una semana de su huida enviaron un grupo de centinelas hasta la entrada del paso, y cuando uno de ellos regresó varios días después con la noticia que el gobernador proponía una tregua y una reunión para llegar a un acuerdo, no supieron qué pensar. ¿Podía ser que la princesa hubiera hablado a su favor y conseguido que el gobernador diera este paso? ¿O no era más que una trampa?

Después de darles la noticia que le había llevado el centinela, Murkha se planteó qué debía hacer. A consecuencia de su actitud, el consejo había destituido a Hewan como sásaka, y lo había nombrado a él como sustituto de forma provisional, hasta que tomaran una decisión. Por lo tanto, no tenía la obligación de informar a su antiguo jefe sobre este tema. Por otro lado, Hewan era su amigo, y el mensaje oído a un soldado vociferante, era que el gobernador demandaba hablar con Hewan, no con otro, por lo que pensó que debía decírselo.

Sus propias piernas tomaron la decisión por él, encaminándose hacia el hogar de su amigo sin que él tuviese nada que ver.

Entró sin anunciarse. Había ido otras veces y pedido permiso para entrar, como era habitual en su comunidad, pero nunca había recibido respuesta, así que se había marchado sin atreverse a cruzar la puerta. Pero lo que hoy tenía que decir era demasiado importante, y Hewan tenía que escucharlo aunque no quisiese.

Lo encontró sumido en las sombras, y cuando silbó para que la estancia se iluminara, Hewan soltó una serie de maldiciones mientras de tapaba los ojos con las manos, molesto por el caudal de luz que inundó sus retinas.

—¡Dejadme en paz, maldita sea! —gruñó, mostrando un ápice de su carácter por primera vez en días.

—Que te jodan —le contestó Murkha—. Traigo noticias. —Te digo lo mismo que a Jad: No. Me. Interesan.

Murkha se dejó caer al suelo, sentándose a su lado. Su amigo parecía demacrado, con enormes bolsas bajo los ojos. Estaba perdiendo el tono dorado de su piel, que ahora parecía blanquecina y enfermiza. Los ojos vidriosos parecían los de un loco.

—¿Te tomaste el té cuando te tocaba? —le preguntó, preocupado.—Jad se encargó de ello —masculló. Su bhai lo había amenazado con volver con cinco guerreros para atarlo y meterle el té a la fuerza por la boca si no se lo tomaba voluntariamente. Y lo habría hecho. Jad nunca amenazaba en vano.

—Bien, porque el consejo va a necesitarte.

—El consejo se puede ir a la mierda. —Su voz sonó tan fría y decidida, que a Murkha se le heló la espina dorsal.

—No dirás lo mismo cuando te cuente de qué se trata.

—¿Alguna noticia? —preguntó Rura cuando Kayen entró en su dormitorio para visitarla, como hacía cada noche durante un rato desde el día en que se había sincerado con él.

—Ninguna —negó con la cabeza, y ella suspiró. Había tenido la esperanza que Hewan fuera detrás de ella, y que estuviera escondido en la boca del paso, observando y esperando. Por eso, cuando estuvieron discutiendo la posibilidad de firmar un pacto con los bakú, le había surgido una idea para ponerse en contacto con ellos.

Cada día, al amanecer, un soldado desarmado acudía al inicio del cañón, y cada sesenta minutos vociferaba un mensaje de parte de Kayen, gobernador de Kargul, para Hewan, sásaka de los bakú. En él le ofrecía una tregua y la posibilidad de reunirse para llegar a un acuerdo.

¡Estaba tan segura que Hewan estaría allí, buscando una manera de volver a verla! Pero eran esperanzas vanas. Ella nunca le había importado a nadie hasta ese punto. La verdad era que nunca le había importado a nadie en absoluto. Pero durante un día había podido soñar que era valiosa para alguien, y descubrir que todo era una mentira que se había imaginado, ávida de ser amada, había sido mucho peor. Se sentía como una jarra agujereada, incapaz de retener el agua en su interior, inútil y necia.

—¿Estás bien?

Rura asintió con la cabeza, incapaz de hablar. Sabía que si lo hacía desgarraría el aire con un sollozo, así que se limitó a mostrale a Kayen una sonrisa trémula.

—¿Cómo está... tu esposa? —preguntó para cambiar de conversación. Ya no se le hacía raro llamar esposa a la antigua esclava. Kisha había demostrado ser más digna que ella para ocupar ese lugar.

—Dice en su carta que me echa de menos —contestó con una amplia sonrisa.

—Te ama de verdad. Y tú a ella. —Se mordió el labio inferior no sabiendo si continuar—. Me alegro mucho por ti —confesó finalmente—. Te mereces ser feliz.

Kayen la miró con extrañeza otra vez. No acababa de acostumbrarse a esta mujer tan distinta a la que había enviado lejos de Kargul. Se fijó en lo triste y demacrada que estaba, muy lejos de la perfecta princesa, siempre hermosa y radiante.

—Tenemos que hablar de tu futuro —dijo mirando al suelo—. Aún no he notificado a tu padre que estás viva, pero la noticia no tardará en llegarle. —Después de todo lo que le había contado sobre el príncipe Nikui, sentía una enorme lástima por la que había sido su esposa.

—Lo sé.

—No voy a enviarte a Ciudad Imperial —afirmó con rotundidad. Rura lo miró, confundida—. No, no te he perdonado... aún —contestó a su muda pregunta—. Pero mi conciencia no me permite obligarte a volver a un lugar y una vida que no quieres.

—Eres un hombre bueno, Kayen. Y yo fui una estúpida por...

—No es necesario que te disculpes de nuevo. —Kayen había levantado una mano, y la alargó para coger la de ella y apretársela, intentando consolarla—. Puede que tu padre piense que te retengo para usarte como garantía.

—No me importa lo que piense mi padre, pero eso te pondrá en una situación nada fácil.

—Ya estoy en una situación difícil. No me importa que se complique un poco más. —Estuvo callado durante mucho rato, mirando fijamente las llamas del hogar—. ¿Por qué nunca fuiste a tu abuelo para contarle lo que tu padre te obligaba a hacer por él?

Rura pensó seriamente la respuesta a esa pregunta. Revivió su relación con su abuelo, y finalmente se encogió de hombros.

—Al emperador le importo tanto como a mi padre: nada. Es más, no estoy segura que no supiera lo que mi padre hacía. Siempre sabe todo lo que ocurre a su alrededor. Probablemente, si hubiese pedido su ayuda, hubiera sido mucho peor para mí.

Kayen asintió, y se levantó. Había oscurecido, estaba cansado y al día siguiente, si sus sospechas se confirmaban, iba a ser un día largo y agotador. Le dio un beso en la frente que sorprendió a Rura, y se despidió dándole las buenas noches.

¿Buenas? No había tenido ninguna noche buena desde su huida de Khot Bakú. Se las pasaba en vela, dando vueltas en la cama, ahogando la tristeza empeñándose en recordar los buenos momentos pasados en la ciudad subterránea. De toda su vida, aquellos eran los únicos buenos recuerdos que tenía.

El alba la sorprendió despierta, metida en la cama y arropada hasta la nariz. Hacía frío en aquella zona de Kargul. A pesar que el desierto no estaba demasiado lejos, el viento que bajaba de las que ahora eran sus adoradas montañas refrigeraba el aire. En cambio, recordó, Khot Bakú, construido en el interior de la montaña, era siempre cálido pero no sofocante, y podía dormir completamente desnuda sin miedo a enfriarse.

Con la salida del sol, los ruidos del día a día empezaron a apoderarse del silencio que había reinado durante la noche, y se levantó antes que llegara la doncella que Kayen le había asignado para atenderla. Otro día más. Otro vacuo y sin sentido día más.

Kayen estaba de pie desde mucho antes del amanecer. Sus sospechas habían resultado ser fundadas, y lo que aquello implicaba no le gustaba. Echaba de menos a sus amigos, que siempre le proporcionaban una visión distinta y lo ayudaban a ver los posibles pasos a seguir cada vez que tenía un dilema ante él. Y este era bastante grave.

Hacía días que lo sospechaba, pero no había querido dar el paso porque sabía las ampollas que levantarían sus órdenes, pero después de las evidencias que demostraban que tanto los colonos como el capitán del fuerte habían exagerado sus informes de ataques por parte de los bakú, no tuvo más remedio. Aquella misma noche, varios de los hombres de confianza que lo habían acompañado desde Kargul, habían ido al cementerio y cavado en las tumbas para verificar si había o no cadáveres dentro. Había cincuenta tumbas, y sólo siete estaban ocupadas.

¿Por qué habían mentido? No lo sabía, pero hoy iba a descubrirlo. Llevaba demasiado tiempo ya lejos de sus obligaciones en Kargul, y echaba mucho de menos a su esposa, y todo por culpa de un grupo de campesinos y unos oficiales que pensaban que podían engañarle y salir airosos. Pues hoy iban a descubrir que nada estaba más lejos de la realidad.

A media mañana, Rura paseaba por el adarve cuando lo vio regresar al fuerte de su última reunión. Los representantes de la aldea venían con él, escoltados por los soldados, y los oficiales que estaban al mando del fuerte también parecían estar arrestados. Kayen estaba muy furioso, y los prisioneros, asustados.

Entraron en el interior y ella bajó corriendo las escaleras para enterarse qué había pasado. Cuando los soldados escoltaron hacia las mazmorras a sus prisioneros, se acercó a Kayen con la mirada llena de preguntas.

—Después hablamos —le dijo, y ella asintió, comprendiendo que no podía darle explicaciones allí, delante de tantos testigos.

Más tarde, cuando fue a visitarla por la noche, se lo contó.

Todo había empezado tres años atrás. A pesar que los campesinos y granjeros les tenían prohibido a sus hijos adentrarse en las montañas, los críos habían desarrollado uno de esos juegos estúpidos en los que tenían que demostrar cuán valientes eran. Un grupo de ellos, a escondidas, habían huido para pasar varios días en las montañas, ocultándose de los bakú que creían que vivían esparcidos por los montes. Cuando por la mañana sus padres se levantaron y se dieron cuenta que no estaban, obligaron a los demás muchachos a confesar qué habían hecho. Salieron a buscarlos, acompañados por varias patrullas de soldados del fuerte. Y una de ellas los encontró, durmiendo en una pequeña cueva en la que había, a plena vista, una veta de oro que parecía muy rica.

Aquello revolucionó el pueblo, pero la cueva estaba demasiado lejos y era excesivamente peligroso ponerse allí a trabajar para explotarla, con el riesgo de los bakú rondando por los alrededores. Podían dar informar de su descubrimiento a Kargul, para que destinaran tropas para proteger la mina y los que allí trabajaran, pero eso implicaba el riesgo que el emperador se apropiara de todo, y no solo de la parte que le correspondía, y ellos se quedarían sin nada. Así que pusieron en marcha un plan en concomitancia con los oficiales del fuerte, con los que se repartirían las ganancias: tenían que obligar al ejército imperial a internarse en las montañas y cazar a los bakú, y así, cuando todo terminara, podrían explotar la mina en secreto. Un plan arriesgado y a largo plazo, pero como confesó el alcalde de la aldea, ninguno de ellos tenía prisa, aunque a veces, saber que tenían tal riqueza al alcance de las manos y no poder arriesgarse a ir a por ella, era de lo más frustrante.

Más frustrante iba a ser para ellos el castigo que les llegaría, por mentir e intentar engañar a un gobernador y general del imperio, con pruebas y testimonios fraudulentos.

Hewan tardó más de lo que esperaba en llegar hasta los bakú que estaban vigilando la entrada

del paso. Se había recuperado bien de las heridas, pero los días pasados encerrado en su hogar, lamentándose y sintiendo pena por sí mismo, lo habían debilitado más de lo que pensaba. Saber que había perdido a Rura sin esperanzas de recuperarla, había supuesto un duro golpe que lo había hundido en la miseria más absoluta. Había estado en estado de shock durante todos aquellos días, incapaz de hacer nada excepto sentir lástima por sí mismo. Había intentado emborracharse para atenuar el dolor, pero cuando el alcohol que tenía en casa se terminó, no fue capaz de obligarse a salir ni siquiera para conseguir más. Pero la noticia que le había llevado Murkha lo había sacudido, haciéndolo reaccionar asiéndose a un atisbo de esperanza casi insignificante, pero lo suficientemente convincente como para aferrarse a él con desesperación.

Murkha y Jad lo habían acompañado, a pesar que no había esperado ni pedido permiso al consejo para ir. La noticia que el gobernador quería hablar con él, sólo quería decir una cosa: Rura había hablado con él y lo había convencido de algo, pero ¿de qué? Porque él estaba seguro que aquello no era una trampa. Rura le había dicho que el que había sido su marido era un hombre de honor, y él la creía. Se daba cuenta que confiaba ciegamente en Rura, incluso con su propia vida. Y la esperanza de poder verla de nuevo, era algo demasiado bueno como para retenerlo en Khot Bakú aun cuando todos le decían que fuera prudente.

Esperaron pacientemente a que amaneciera, y cuando, como cada día, el soldado apareció completamente desarmado y empezó a vociferar su mensaje. Hewan se transformó y saltó ante él, presentándose como el sásaka al que hacía referencia.

El soldado lo miró directamente a los ojos y no mostró ni un ápice de temor, algo que a Hewan le gustó, y accedió a acompañarlo hasta el fuerte y ser el invitado de honor del gobernador.

—No me gusta esto —murmuró Murkha mientras lo veía alejarse completamente solo—. Alguien más debería ir con él, aunque solo fuese para mantener sus espaldas cubiertas.

Jad negó con la cabeza. Sabía perfectamente por qué lo había hecho.

—Debemos seguir sus instrucciones y quedarnos aquí. Él tiene razón, Murkha. Confía en Rura con su vida, pero no tiene porqué arriesgar la de nadie más. Si su plan no sale bien, debemos estar preparados para cualquier cosa.

—Pero no es el sásaka ahora —murmuró—. Lo soy yo.

Jad lo miró, divertido. Sabía que su amigo no había hablado por celos ni inquina, sino por preocupación. Cuando el consejo se enterara que Hewan había actuado como sásaka a pesar que lo habían destituido, aunque fuera temporalmente, no iba a gustarle.

—Ya nos enfrentaremos a esa tormenta cuando llegue, Murkha. Pero si todo sale como Hewan planea, el consejo no tendrá nada que decir, excepto mostrarse sumamente agradecido, y suplicar a nuestro amigo para que vuelva a ocupar el cargo que le corresponde.

—¿Y si sale mal?

—Si sale mal no importará, porque no saldrá con vida del fuerte —sentenció con voz pesarosa.