CAPITULO CUATRO

HEWAN regresó pasadas dos horas. Había estado hablando con Jad, y este lo había tranquilizado: había conseguido suficientes flores phüla hasta la próxima luna llena. Estaban a salvo durante un mes más.

Pero esto no podía seguir así. Cada vez era más difícil encontrarla, y llegaría un día en que no tendrían suficientes para todos los habitantes de Khot Bakú, y entonces ¿qué? ¿Cómo lo harían? ¿Cómo decidirían quién tomaba el té de phüla y quién no?

Durante estos años transcurridos desde la llegada de los soldados del Imperio, habían intentado cultivarla. Nunca antes lo habían probado, no había hecho falta porque todo el inmenso valle Tidur estaba lleno de ella; no lo habían conseguido. La flor de phüla era una planta típicamente salvaje y caprichosa, y no había arraigado en ninguno de los lugares donde habían esparcido sus semillas.

Tenían que conseguir que los soldados y los campesinos se marcharan, y ahora, gracias a su prisionera, quizá lo lograrían. Al fin y al cabo era una de las nietas del Emperador y, aunque podía pecar de ingenuo pensando así, quería creer que podía utilizarla para conseguir que este ordenara a las tropas abandonar el territorio. Con un poco de suerte, en unos meses la flor volvería a cubrir el valle y ellos estarían a salvo de nuevo.

Pero para eso, primero tenía que hacerles saber que Rura estaba en su poder, y que estaban decididos a matarla si el Emperador no se avenía a razones.

No le gustaba hacer algo así. Para los bakú, las mujeres eran importantes, y no solo unos simples receptáculos para su placer y para parir a sus hijos. Las mujeres bakú eran tratadas como iguales, con los mismos derechos y deberes que cualquier hombre, y tan fieras y peligrosas como ellos.

No le parecía bien utilizar a su prisionera así.

Cuando, después de la llegada del Imperio, las caravanas aún se atrevían a intentar cruzar el paso, los bakú las atacaban y mataban a los hombres, pero a las mujeres las dejaban en libertad, sin dañarlas de ninguna manera, permitiéndoles regresar hasta el fuerte.

Eso era lo que debería haber hecho con Rura, pero en cuanto la vio, se reveló ante la idea de dejarla marchar. No sabía por qué, y eso era algo que lo ponía nervioso hasta el extremo de volverlo

agresivo.

Entró en su casa y se dirigió hacia la habitación donde ella estaba encadenada. No le había llevado nada para comer, y esperaba que ahora estuviera hambrienta y más inclinada a ser dócil, pero cuando cruzó el umbral de la puerta vio la bandeja con los cuencos vacíos, y a Rura sobre un montón de cojines, envuelta en una manta, durmiendo apaciblemente.

Maldita sea, pensó mientras ponía los brazos en jarras. Reconoció los cuencos como los que hacía su hermana, con esos dibujos en colores chillones adornándolos. Bahana siempre tenía que meterse donde no la llamaban.

Se acercó a Rura y se acuclilló a su lado. Tenía el pelo revuelto y las mejillas sonrosadas por el calor. Se había quedado de medio lado, y el escote del quimono se había resbalado por el hombro, dejándoselo al descubierto junto con el nacimiento de un pecho. La polla de Hewan se endureció, saltando con alegría y chocando contra el cuero de su falda. Una sonrisa perversa le curvó los labios, y una idea un tanto descabellada echó raíces en su mente.

Con un dedo, y con mucha suavidad, tiró hacia abajo del quimono hasta que el pecho quedó al descubierto. Era hermoso y grande, difícilmente abarcable aún con su enorme mano. El pezón, de un color tostado, lo miraba fijamente, y Hewan se relamió los labios. Deseaba meterlo en su boca y chuparlo hasta ponerlo duro como una roca.

Bajó la cabeza poco a poco, y se apoderó de él mientras acunaba el pecho con una mano. Chupó con fuerza y lo mordió con los dientes, lo suficiente para que Rura emitiera un quejido somnoliento, pero no tanto como para hacerle verdadero daño.

Rura se movió sin despertarse, girándose levemente, dándole un acceso más fácil, e inconscientemente arqueó la espalda, acercando más el pecho a su boca.

Hewan tiró de la manta sin soltar el pecho, que seguía chupando con ansiedad, y empezó a subir el quimono poco a poco, dejando al descubierto las bien torneadas piernas, los suaves muslos y, finalmente, el nido de rizos.

Un gemido se escapó por su boca cuando el aroma de la excitación de Rura llegó hasta sus fosas nasales.

Introdujo una mano entre las piernas de ella, deslizándola por los rizos húmedos de deseo. Rura abrió las piernas mientras una fina capa de sudor empezaba a cubrirle la frente. Aún no se había despertado.

Hewan introdujo un dedo en el mojado canal, y Rura gimió de nuevo, empujando con las caderas. Chorreaba de deseo y Hewan tuvo el fuerte anhelo de probar su néctar.

Se movió con cuidado de no despertarla, abandonando el suculento pecho, hasta posicionarse de rodillas entre sus piernas abiertas. Separó los mojados pliegues con los dedos y bajó la cabeza.

Lamió con la lengua, rodeando el clítoris. El sabor de Rura le estalló en la boca como un pastel de bayas, dulce, jugoso y lleno de crema, y sintió cómo su polla se hinchaba y moría por penetrarla.

Rura emitió un quejido y empezó a moverse. Su respiración era agitada y temblorosa, y Hewan intensificó el ritmo de los lametones, penetrándola con la lengua y jugando con el henchido clítoris mientras le sujetaba las caderas con las manos.

De repente, el cuerpo de Rura se quedó inmóvil, tenso como un arco, y cesaron los jadeos.

Hewan supo que se había despertado; por fin. Se incorporó con una sonrisa malévola dibujada en el rostro, apoyó una mano en la pared y se relamió los labios muy lentamente, mientras Rura lo miraba con los ojos muy abiertos y la respiración contenida.

—Tu hermana me dijo que no era una esclava —susurró entre dientes, intentando mantener la calma y no ponerse a chillar.

—Y no lo eres —contestó Hewan sin dejar de mirarla, mientras se pasaba la mano por la entrepierna, haciendo hincapié en el bulto que allí había—. ¿Quieres que continúe?

—Por supuesto que no —susurró iracunda, incorporándose y tapándose con la manta.

—Pues es una lástima, porque te lo estabas pasando muy bien.

—Eso es mentira.

La risa cabrona que soltó Hewan, junto al brillo de sus ojos grises, le erizó el vello de la nuca, avivando el calor que ya sentía en el útero.

Hewan se inclinó hacia delante, poniendo una mano en el suelo y acercando el rostro al suyo. Rura se echó hacia atrás, intentando separarse, pero él la cogió por la nuca y la mantuvo quieta en su lugar.

—Tengo mi lengua empapada en tus jugos, princesita —le dijo casi labios contra labios.

Ella intentó escapar, pero la agarró por el pelo, tirando hacia atrás, y se apoderó de su boca a la fuerza, violándola con su lengua, penetrándola con ímpetu agresivo, chocando los dientes. Rura puso las manos sobre los pectorales de Hewan, empujando para apartarlo, y él contraatacó mordiéndole el labio inferior.

Estaba asustada. Aquella agresividad, la forma en que Hewan la dominaba, obligándola a aceptar el beso en contra de su voluntad, estaba prendiendo fuego en su cuerpo, un ardor que nunca había sentido con aquella intensidad magnificada.

Pasó de empujar para apartarlo, a agarrarse de su pelo para evitar que aquel beso terminara. Quería más, mucho más. El deseo que la había despertado unos momentos antes, estaba creciendo a pasos agigantados, incrementándose con cada empuje de su lengua, con cada mordisco en el labio, con cada gruñido de Hewan.

Él se apartó unos centímetros, y la miró con la diversión brillando en los ojos.

—¿Sigues afirmando que soy un mentiroso, princesita? —dijo entre jadeos.

La pasión se convirtió en furia, y Rura empezó a gritar, insultándolo mientras lo golpeaba con sus pequeños puños, mientras Hewan se reía de sus esfuerzos por hacerle daño.

Le agarró las manos y tiró hacia atrás, aprisionándola con su cuerpo sobre el suelo, los puños por encima de su cabeza. Los pechos de Rura subían y bajaban al compás de su agitada respiración, y Hewan le mordió un pezón, haciendo que ella se arqueara de nuevo, gritando de rabia.

—¡Suéltame, animal! —gritó, más desesperada porque volvía a desearlo, que no por el miedo que fuera a violarla. ¿Violarla? Difícilmente podría acusarlo de algo así cuando su cuerpo lo deseaba ardientemente, y tenía que esforzarse por no aprisionarlo con las piernas y frotar su coño contra él.

Hewan soltó el pezón y puso su nariz sobre la de ella. El aliento, a hojas de menta, le llegaba a la cara, y tuvo que cerrar los ojos para que él no viera el tumultuoso apetito que despertaba en ella.

—Puedes insultarme todo lo que quieras, princesita, —le dijo con los dientes apretados—, pero en este momento me deseas con desesperación. ¿Qué dice eso de ti? —Se apartó de un salto, levantándose mientras se burlaba de ella con esa risa sardónica que empezaba a exasperarla. Se pasó la mano por la boca, limpiándosela con el dorso sin dejar de mirarla—. Pero si quieres que llene ese coñito imperial tuyo con mi polla, tendrás que hacerlo mejor, princesita. Mucho mejor. Porque te prometo que no voy a follarte hasta que me lo supliques. Los bakú no hacemos daño a las mujeres.

Silbó, con un sonido agudo que casi le dolió los oídos, y la habitación se quedó a oscuras.

Rura se envolvió con la manta, temblando por la ira y el deseo insatisfecho, queriendo gritar. Le dolía todo el cuerpo. Tenía los pechos pesados, el coño empapado, pulsando, los labios hinchados por los mordiscos y el beso, y respiraba con dificultad. Se enrolló con la manta, aguantando el sollozo que estaba creándose en la garganta, intentando tranquilizarse. La cortina se apartó, y momentáneamente, mientras Hewan abandonaba la habitación, la luz de la otra alcoba penetró.

En aquel momento no supo si estaba más asustada por la reacción de su cuerpo ante aquel hombre bestia, o por la forma en que él había conseguido que la oscuridad la envolviera, con un solo silbido. ¿Era alguna especie de brujo? ¿Cómo lo había hecho?

Lo descubriría. La hermana de su captor, Bahana, parecía mucho más sociable. Esperaba que volviera, y cuando lo hiciera, intentaría sonsacarle información mostrándose amistosa con ella. En cuanto a su reacción. no quería ni pensar en ello. No podía.

—¡Arriba, princesita!

El grito la sobresaltó, incorporándose de golpe, desorientada.

Miró a su alrededor. La luz había vuelto, y Hewan estaba de pie en mitad de la estancia. Tenía una cadena más delgada en una mano, y una bolsa negra en la otra. Se había cambiado la falda de cuero de la noche anterior por otra de lana gruesa, tejida a cuadros verdes con líneas negras

—¿No puedes ser más delicado a la hora de despertarme? —se quejó Rura con irritación.

—¿La princesita se ha asustado? —Se llevó la mano al pecho, simulando estupor—. Lo lamento mucho, alteza imperialísima. ¿Vais a ordenar azotarme?

Rura se levantó. Se sentía sucia y horrenda, con el pelo enredado y el quimono lleno de arrugas. Y olía a sudor. Hacía años que sus axilas no olían.

—No me llames así —gruñó. —¿Princesita? ¿No te gusta?

—Me importa un comino si me llamas princesita. No te dirijas a mí como Alteza Imperial. No tengo el derecho a usar el título.

Rura intentó evitarlo, pero la amargura fue evidente en su voz. Hewan soltó una carcajada y puso los brazos en jarras. La cadena y la bolsa negra colgaban de sus manos.

—Vaya, vaya, vaya... Así que no eres hija legítima —se burló—. Lástima. Pensaba utilizarte como moneda de cambio, pero ya veo que no me servirás ni para eso. Probablemente, cuando la noticia de tu captura llegue a oídos de tu padre, el gran príncipe heredero, se sentirá aliviado. ¿No es así?

—¡Mi padre me quiere! —gritó furiosa—. ¿Me oyes, bestia inmunda? ¡Mi padre me quiere, y cuando venga a por mí, traerá con él todo el ejército imperial! ¡Destrozará estas montañas hasta encontrarme! Y tú y tu pueblo lo pagaréis con la exterminación.

Se sintió como una niña malcriada gritando toda esa sarta de mentiras, pero en aquel momento no podía afrontar la verdad que había en las palabras de aquel extraño.

La sonrisa de Hewan murió y su rostro se transformó en una máscara colérica.

—Claro que te quiere, princesita —siseó. Tenía el cuello en tensión, y los tendones se marcaban, abultados bajo la piel—. Por eso permitió que tu esposo el gobernador te repudiara y te exiliara.

Rura no contestó. ¿Qué iba a decir? ¿Confesar ante este extraño que se lo merecía por lo que había hecho? ¿Que tenía suerte de estar viva? Había conspirado para matar a Kayen. El hecho que fuese por orden de su padre, no la convertía en inocente. Además, estaba segura que su exilio tenía mucho más que ver con la paliza que le dio a la esclava, que con el intento de asesinato.

—¿No dices nada?

Rura se escondió de nuevo tras su máscara de princesa. Levantó la barbilla con orgullo y se negó a hablar.

Hewan se acercó a ella, y Rura luchó con el impulso de huir de él. Le puso la bolsa delante de

la cara.

—Hueles que apestas —le dijo. Rura enrojeció de rabia y de vergüenza—. Te voy a llevar a los baños para que te puedas lavar, pero para eso tengo que taparte la cabeza. —No quiero ir. Puedo lavarme aquí si alguien me trae agua y jabón.

—Nadie te ha pedido tu opinión, princesita. —Le pasó la bolsa por la cabeza y se la anudó en el cuello, por encima del collar metálico—. No te preocupes, no dejaré que te caigas. creo.

Desenganchó la cadena que la mantenía sujeta a la pared, y aseguró la nueva cadena que llevaba en la mano, más delgada y corta.

—¿Tienes que llevarme como si fuera un perro? —preguntó indignada—. No voy a echar a correr.

—Por supuesto que no correrás —contestó Hewan, guasón—. Esta cadena no es para impedir que huyas; es para humillarte. —Eres un animal.

—Puede ser, pero no soy yo el que lleva collar y cadena, princesita. Y que no se te ocurra intentar quitarte la bolsa de la cabeza: si lo haces, tendré que arrancarte esos bonitos ojos que tienes.

El bufido estrangulado que escapó de su boca, divirtió a Hewan. Por supuesto, no tenía ninguna intención de hacerle daño. Los bakú no maltrataban a sus mujeres. Ni siquiera le hacía gracia llevarla atada a una cadena, pero la reacción de Rura la noche anterior le había dicho mucho sobre ella.

Era una mujer fuerte, acostumbrada a que todos la colmasen de halagos, que intentaran ganársela con palabras dulces y almibaradas. Con toda seguridad, siempre la trataban como a una muñequita de porcelana propensa a romperse. Y apostaría el brazo derecho a que ninguno de esos hombres delicados había conseguido sacarle ni un solo gemido de placer auténtico.

A la princesita le iba algo muy distinto. A la fina dama le gustaba el sexo salvaje, que alguien fuerte la doblegase y la forzase a aceptar lo que sentía, en contra de su voluntad.

Oh, sí. La noche anterior le quedó muy claro cuando al final, después de luchar contra él, acabó devolviéndole el beso con tanta ferocidad como lo recibía.

Salieron de su hogar. Rura caminaba insegura, dando pasos cortos, y él tironeaba de la cadena para obligarla a ir más deprisa.

—¡Maldita sea! ¿Quieres que me caiga? —protestó, y un coro de risas la tomó por sorpresa. Ni siquiera había pensado en que habría más bakú allí.

—Eres un incordio, princesita —gruñó Hewan. La cogió por la cintura y se la colgó en el hombro, dándole una palmada en las nalgas. Rura gritó, indignada—. Mantente calladita y quieta, o te obligaré a caminar otra vez, aunque vayas refunfuñando todo el camino. Serás una buena diversión.

Rura se mordió los labios y se forzó a callar, a pesar que tenía muchas ganas de gritar y patalear. Esta situación la sacaba de quicio. Mantén la dignidad, se dijo una y otra vez. Es lo único que te queda.

Hewan la llevó colgada del hombro durante todo el rato. Subieron dos niveles y cruzaron uno de los puentes colgantes de madera que atravesaba en el aire toda la ciudad, para ir al lado opuesto.

Cuando caminaban por el puente, pensó que si en aquel momento Rura no tuviera la cabeza cubierta por la bolsa, estaría gritando aterrorizada. La caída hasta el suelo era casi interminable, y si no se estaba acostumbrado a pasar por allí, podía dar pánico hacerlo.

Entraron en un corredor en forma de arco, embaldosado del suelo al techo, que moría en una caverna llena de pequeñas piscinas naturales conectadas entre sí por finos canales, que se abastecían de agua de un manantial que manaba desde la roca, y que proveía de agua caliente.

Había varias mesitas alrededor de las piscinas, con toallas y frascos de diversos líquidos, que

se usaban para lavarse y perfumarse.

Hewan la dejó en el suelo al lado de la más honda. Le quitó la bolsa de la cabeza y la cadena con brusquedad, tirándolas al suelo.

Rura se frotó los ojos, deslumbrada ante la intensidad de la luz que iluminaba el lugar y que, como en la estancia donde había estado recluida, no se veía de dónde provenía.

Se preguntó, no por primera vez, cómo lo hacían.

—Quítate la ropa —le ordenó, y ella lo miró entrecerrando los ojos.

—No.

Hewan esbozó una sonrisa torcida, inclinó la cabeza, y le preguntó: —¿Estás segura?

Rura asintió con la cabeza, preguntándose qué tenía en mente hacerle aquel hombre. Hewan se encogió de hombros, la cogió por la cintura antes que ella pudiera reaccionar, la alzó y la tiró al agua.

Rura gritó un segundo antes de quedar sumergida en el agua con un gran chof que salpicó a Hewan. Sacó la cabeza fuera, resollando, tosiendo y maldiciendo.

—Las damas no dicen palabrotas —la regañó, divertido, mientras cogía un paño y un frasco de la mesita que tenía al lado y los tiraba dentro de la piscina, al lado de Rura—. Ahora, quítate la ropa y dámela. Y después, haz el favor de lavarte.

—No pienso quedarme desnuda delante de ti —replicó airada.

En realidad, estaba deseando desnudarse y provocarlo, y se maldijo a sí misma por ello. ¿En qué estaba pensando? Debería odiarlo, y en realidad, se estaba muriendo por follárselo. —¿Vas a obligarme a entrar ahí y quitártela yo mismo? —No serías capaz —bufó, despectiva. Hewan se rio con ganas.

—¿De veras piensas eso? —Dio un paso para acercarse a la piscina, y Rura gritó. —¡No! ¡Está bien! Ya lo hago yo.

Lo miró furibunda durante un instante, y después se giró, poniéndose de espaldas a él, y se empezó a quitar el quimono.

—¿He de recordarte que no tienes nada que no viera anoche, princesita? —la provocó sonriendo.

Se había sentado en el borde de la piscina, y tenía los pies desnudos dentro del agua. —Eres un cerdo.

Hewan volvió a reírse. Lo divertía la forma en que ella refunfuñaba y se revolvía contra él. Cualquier otra mujer estaría asustada por su situación, y lloraría y suplicaría. Pero Rura no. Ella lo miraba desafiante como si fuera quien tuviera el control de la situación, lo retaba constantemente y ponía a prueba su paciencia.

Aun en contra de todos sus instintos, la princesita estaba empezando a caerle bien. —Dámelo.

Extendió la mano, y Rura le tiró el quimono con fuerza, yendo a chocar contra el rostro de Hewan. La ropa estaba empapada, y lo dejó chorreando. Se lo quitó de la cara con parsimonia, lo dejó caer a su lado, subió el pie hasta apoyarlo en el borde de la piscina, recostando el brazo en la rodilla, y emitió un exagerado suspiro de resignación.

—Te voy a contar cómo van a ir las cosas a partir de ahora, princesita.

La miró largamente. Ella se había girado y ahora estaba frente a él, con los brazos cruzados, lo que hacía que sus magníficos pechos descubiertos respingaran provocadores.

Hewan fijó los ojos en ellos y se pasó la lengua por los labios, recordando lo bien que le habían sabido la noche anterior, cuando los tuvo en su boca, chupándolos y provocándolos, y los gemidos que salieron de la garganta de Rura en respuesta.

La polla se le endureció, y se maldijo mentalmente mil veces antes de levantar la mirada y continuar con el discurso que tenía preparado.

—Tienes que ir haciéndote a la idea que pasarás el resto de tu vida aquí, con nosotros. —Un destello de rabia cruzó los ojos de Rura, pero el fuego se apagó rápidamente—. No era esta la idea que tenía en mente cuando te secuestré, pero cuando me cabreé y viste cómo empezaba a transformarme, eso selló tu destino. No puedo permitir que regreses al Imperio y cuentes que podemos vernos como humanos. Lo siento.

—No lo sientes en absoluto —siseó Rura, entrecerrando los ojos, viendo su disculpa como la burla que en realidad era.

Hewan se encogió de hombros, indiferente.

—Tienes razón. No me importas lo suficiente como para sentirlo, pero eso no cambia tu situación.

—Mi padre me encontrará. No dejará piedra sobre piedra hasta encontrarme. —No si cree que estás muerta.

—¿Y cómo piensas conseguir eso? —preguntó, alzando la barbilla, con un brillo desafiante en los ojos.

—Con esto —contestó poniéndose en pie y cogiendo el chorreante quimono del suelo—. En estas montañas hay muchos animales salvajes y peligrosos. Será muy fácil hacerles creer que fuiste devorada. No te buscarán, princesita. Así que es mejor que te vayas haciendo a la idea que vas a pasar el resto de tu vida bajo las montañas Tapher, sin volver a ver la luz del sol.