CAPÍTULO DOCE

KAYEN observaba cómo salía el sol desde el adarve de la muralla que rodeaba el fuerte Tapher. La fortaleza había empezado a construirse unos años atrás, cuando el Imperio llegó allí por primera vez, y se había hecho deprisa y corriendo, con edificios y empalizadas de madera de los árboles talados en las cercanas montañas, para poder colonizar el valle con rapidez. Después, habían levantado la muralla de piedra para reforzarla ante los ataques de los hombres bestia, pero los edificios del interior no habían sido sustituidos; por eso le parecía extraña y un tanto perturbadora, como aquel mismo paisaje agreste que lo rodeaba.

El sol empezaba a iluminar el valle Tidur, y podía ver los campos arados, y algunas granjas, y la aldea cercana donde se reunirían los granjeros y campesinos al día siguiente.

Los informes que sus hombres le habían facilitado de allí no eran nada buenos para sus habitantes. El alcalde de la aldea, durante los últimos años, había estado enviando emisarios a Kargul de forma periódica informando de ataques indiscriminados, brutalidad y crueles asesinatos en manos de los hombres bestia, pero los soldados que él había enviado para investigar por qué la guarnición no hacía nada, o parecía ser insuficiente para pararlos, le habían informado que las cosas no eran lo que parecía. Durante el tiempo transcurrido sí había habido algún ataque, pero estos se habían limitado a quemar alguna cosecha y robar animales de las granjas. A un campesino le habían dado una paliza cuando se había enfrentado a ellos, pero se recuperaría sin secuelas.

Lo que sí había sido terrible, fue descubrir que la caravana en la que había enviado a Rura hacia el monasterio de las Hermanas Entregadas había sido asaltado, y que habían encontrado las ropas ensangrentadas de la princesa no muy lejos del lugar del ataque. En su rápido viaje hacia aquí, se habían cruzado con el mensajero que llevaba las malas noticias hacia Kargul. Kayen las había recibido con estupefacción, pues en ningún momento pensó que su primera esposa correría peligro en aquel viaje ya que llevaba una escolta numerosa y bien entrenada, guerreros curtidos en múltiples batallas, y algo parecido a la culpabilidad lo había mantenido insomne desde entonces. Dormía a ratos, entre recuerdos y malos sueños, y acababa levantándose antes del alba, más cansado que antes de acostarse.

Su matrimonio con Rura había sido una batalla constante, una cadena de enfrentamientos, insultos, desprecios y traiciones que lo habían llevado hasta el punto de tener en riesgo su vida, y se había salvado gracias a la que ahora era su esposa, Kisha, que en aquel momento era una esclava.

No podía perdonar a Rura, por lo menos aún no, pero tampoco le había deseado una muerte tan horrible. Ojalá Dayan estuviera allí con él, pensó, pero su amigo aún no había regresado del viaje que había emprendido con su mujer, la sanadora. En cuanto a sus otros amigos, Faron había ocupado su lugar como gobernador mientras él estaba ausente, y Lohan hacía días que había desaparecido, buscando a la princesa amazona.

El grito de alerta de uno de los centinelas lo puso sobre aviso. Corrió por el adarve para llegar hasta el soldado que había gritado, y miró más allá. Por el camino venía un jinete a todo galope.

Rura se detuvo a suficiente distancia del fuerte para que no dispararan flechas contra ella: sería un absurdo final si ocurría algo así. Hizo caso de los consejos que le había dado Bahana antes de separarse y se bajó del caballo, golpeándolo en la grupo para que se alejara de allí. Después dejó caer al suelo el manto con el que se había protegido para que, a pesar de la distancia, vieran que era una mujer, y levantó las manos para indicar que iba desarmada.

Estaba agotada. Bahana y ella habían corrido montaña abajo hasta llegar a los establos donde los bakú guardaban los caballos. Se había sorprendido cuando su amiga le había dicho que tenían una buena cuadra de animales, y que cogerían dos para llegar hasta el fuerte. Convencer al guardián no había sido difícil, pues a la hermana de Hewan le encantaba cabalgar y solía ir allí a menudo.

Durante las primeras horas habían ido despacio, siguiendo caminos de montaña descendentes, con guijarros y tierra resbaladiza para los cascos de los caballos, pero en cuanto llegaron al paso, pudieron empezar a galopar. Pasaron la primera noche allí, resguardadas bajo unas rocas, sin atreverse a encender una fogata porque sabían que a esa hora, los bakú ya habrían salido a buscarlas.

El amanecer las sorprendió cabalgando. No podían mantener el galope todo el rato porque no querían agotar los caballos, y Bahana se mantenía alerta al más mínimo ruido, rezando a Devatoam para que no las encontraran y pudieran llegar hasta su destino. La segunda noche estaban completamente agotadas, pero no se detuvieron: el fuerte estaba cada vez más cerca y temían que, si paraban para descansar, los bakú acabarían alcanzándolas.

Llegaron al final del paso cuando aún era noche cerrada. Rura se detuvo y miró hacia las luces del fuerte. Estaban lejanas, pero de noche refulgían en la vasta llanura que era el valle Tidur.

—Aquí tenemos que separarnos —dijo Bahana en un susurro. Rura hizo girar el caballo hasta quedar frente a frente con ella. Se abrazaron con fuerza, sin molestarse a disimular la congoja ni las lágrimas—. Nunca he tenido una hermana, y tú siempre serás lo más cercano a una que tendré.

Rura asintió con la cabeza, comprendiendo cómo se sentía su amiga. Si ella hubiera tenido una familia así, que siempre se mantenían unidos, haciendo los unos por los otros cualquier cosa necesaria para mantenerlos a salvo, su vida hubiera sido muy diferente.

—Siempre serás mi hermana en el corazón —contestó la princesa, con la agonía de la

separación ahogando las palabras—. Nunca te olvidaré. Y por favor, cuida mucho de Hewan, y hazle comprender por qué lo hemos hecho.

Se separaron con mucho dolor por ambas partes. Rura hizo girar su caballo, y se internó en la noche del valle, dejando atrás lo que había sido la única felicidad que había conocido durante toda su existencia.

Los jinetes del fuerte no tardaron mucho en llegar. Rura los había visto salir y galopar hacia ella, y cuando llegaron hasta donde estaba, uno de ellos la reconoció porque la había visto durante las horas que había pasado en el fuerte antes de internarse en el paso por primera vez.

La saludaron con admiración y algo de recelo, al fin y al cabo todos la creían muerta y en aquella parte del mundo las supersticiones también ocupaban una buena porción de los corazones de la gente. Se subió a la grupa, detrás de uno de los jinetes, y fue llevada al fuerte y hasta la presencia de Kayen con rapidez.

—Todos pensábamos que habías muerto —fue lo primero que le dijo el que había sido su marido, con voz firme.

Rura empezó a llorar sin darse cuenta. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo. Ni siquiera pensó en si quería evitarlas. Había pasado tanto tiempo escondiendo sus verdaderos sentimientos, atrincherados bajo la amargura y el odio, que ahora que había roto todas las armaduras y murallas que los contenían, afloraban espontáneamente sin ningún tipo de pudor.

Kayen se sorprendió por su reacción. No estaba acostumbrado a ver llorar a aquella mujer y durante un segundo dudó si consolarla o no, pero vio tal tristeza en aquellos ojos negros que no pudo evitar abrir sus brazos para que se refugiara en ellos.

Rura corrió hacia allí, y se aferró a la cintura de Kayen cuando los sollozos se descontrolaron y empezaron a hacerla temblar.

—Lo siento —susurró con voz entrecortada—. Lo siento, lo sientolosientolosiento...

Hipaba y emitía unos pequeños gritos agudos a consecuencia del llanto. Kayen no sabía qué era exactamente por lo que se estaba disculpando, pero presintió que no era el momento de preguntar. Ya habría tiempo para ello.

Cuando por fin Rura se calmó, se separó de él limpiándose las lágrimas con las manos. Se giró y abrazó a sí misma, y sin mirarlo, dijo con voz clara pero suave:

—Necesito tomar un baño y descansar, si no te importa. Pero después tenemos que hablar largo y tendido, sobre muchas cosas.

—De acuerdo. Tengo una reunión con los aldeanos sobre los problemas que últimamente están dando los hombres bestia y...

—¡No! —gritó, girándose con violencia y mirándolo con fuego en los ojos. Ahí estaba la Rura que él había conocido—. Retrásala hasta haber hablado conmigo. Tengo mucha información que cambiará la visión que tenemos de ellos, cosas que ni siquiera imaginábamos.

—Rura, no puedo retrasar una reunión por un estúpido capricho tuyo —arremetió él, enfadado. Acababa de llegar y ya estaba dándole órdenes como si él fuera un inepto.

Rura inspiró con profundidad, cerrando los ojos, y apretó los puños. Con esa actitud no iba a conseguir nada, y Hewan y los bakú dependían de ella. ¿Cómo podía volver tan fácilmente a su papel de princesa arrogante?

—No es un capricho, Kayen —replicó con tranquilidad, intentando mostrarse razonable. Suspiró, cansada, y dejó caer los hombros. A Kayen le pareció... derrotada—. Será mejor que hablemos ahora, por favor, si no te importa.

Parecía tan distinta de la Rura que había conocido. Aquel "por favor" y el "si no te importa" fueron como dos puñetazos. ¿Qué le habría pasado durante el tiempo que había estado desaparecida? Fuese lo que fuese la había cambiado, y mucho, volviéndola casi... humilde. ¿Estaría actuando? No lo parecía, pero no podía fiarse de Rura, no después de todo lo que había hecho en su contra.

—Está bien. Hablemos.

Le indicó con la mano que se sentara en una de las sillas. La habitación era rústica y casi sin muebles, y éstos eran ordinarios. La chimenea crepitaba en una de las paredes, y hacia allí se dirigió, envolviéndose en el manto que se había vuelto a poner cuando montó en la grupa del caballo.

—Cuando nos asaltaron —empezó—, pensé que iban a matarme. Salí corriendo, tropecé y me di un fuerte golpe en la cabeza. —Era mentira, pero tenía que hacerlo así. No podía contar la verdad, que la habían hecho prisionera y encadenado a una pared, o daría una imagen muy distorsionada de los bakú—. Cuando me desperté, me habían llevado a su ciudad.

—¿Ciudad? —preguntó Kayen, extrañado. Él, como todos, estaba convencido que los hombres bestia vivían en los árboles, al raso; o en cuevas, apelotonados como animales. Al fin y al cabo, era lo que parecían.

—Ciudad, sí. No son animales, Kayen. Se llaman a sí mismos bakú, y tienen una sociedad tan estructurada como la nuestra. No son salvajes con los que no se puede hablar. Incluso te enviaron un mensaje cuando llegamos a Kargul, para parlamentar y llegar a un entendimiento por el problema suscitado con el valle y el fuerte...

—No me llegó ningún mensaje —contestó a la defensiva.

—Me lo imaginé. La respuesta que les dieron no era de tu estilo.

—¿Contestaron?

—Supongo que fue Yhil...

—No pronuncies ese nombre —exclamó con furia. Había confiado en él y lo había traicionado, al igual que Rura, enviando un asesino tras él para matarlo. Su nombre y su recuerdo no era bien recibido.

—Pero vamos a tener que hablar de él tarde o temprano. —Lo miró, y lo vio tan enfadado por los recuerdos que se sintió agredida. ¿Llegaría a perdonarla algún día? —Pero no ahora —concedió—. La cuestión es que se puede hablar con ellos. El valle era suyo antes que el Imperio llegara, y es muy importante para ellos. La flor que aquí crecía... —Ahora que llegaba a la preocupación principal de Hewan, no estaba segura que el enfoque que había pensado darle fuera el correcto, pero no tenía tiempo para inventar otra cosa—. La flor es muy importante para sus ritos, y casi no crece en ningún otro lado. Han intentado cultivarla, pero no lo han conseguido. Por eso quieren echarnos de aquí, aunque estoy segura que si hablarais, llegaríais a un acuerdo.

Se sentó al terminar de hablar. Las piernas ya no la sostenían, y sintió que las fuerzas estaban abandonándola. Odiaba sentirse débil, pero la habían sacudido tantas cosas durante las últimas horas. Había pasado de un estado de felicidad absoluta, a una de ruina total, seguida de la huida trepidante, cabalgando durante horas sin descansar para llegar aquí.

—Llevo tiempo sospechando que las cosas no son como han querido hacérmelas creer. Los constantes informes que me llegaban, tanto del fuerte como de los emisarios de los colonos, hablaban de muchas muertes y ataques. Por eso envié a hombres de confianza hace unas semanas, y lo que me han contado no tiene nada que ver.

—Entonces, ¿retrasarás la reunión hasta que te haya contado todo? —preguntó, esperanzada. No quería que allí se tomaran decisiones que después costaría cambiar.

—No, pero me limitaré a escucharles sin prometer nada.

Rura sonrió, y dijo una palabra que Kayen no le había oído pronunciar nunca, y que lo dejó mucho más anonadado que el arrebato de llanto del principio. —Gracias.

Cumplió con su palabra y no tomó ninguna decisión. Los aldeanos se limitaron a repetir las quejas de siempre, incluso le mostraron las tumbas de los que supuestamente habían muerto a manos de los hombres bestia, pero Kayen desconfió: parecían demasiado recientes a pesar de las fechas de algunas lápidas, como si las hubieran hecho durante las últimas horas, de forma apresurada, para tener algo que enseñarle. Era como si le estuvieran dando motivos para iniciar una guerra de exterminio, pero no comprendía por qué. ¿Por unas cuantas cosechas quemadas y unos cuantos animales robados? No tenía sentido.

Mientras, Rura se dio un buen baño y se acostó. Durmió durante varias horas y despertó cuando una criada le trajo una bandeja con comida. Preguntó por Kayen, pero aún no había regresado. La criada la ayudó a vestirse, con ropas simples que habían conseguido para ella, y miró con nostalgia la que le había proporcionado Banaha. Después comió sin mucha hambre, pero se obligó porque si caía enferma no podría ayudar a Hewan y su gente.

Su gente. En realidad sentía a los bakú como su propia gente. Había estado tan cerca de convertirse en una de ellos... Y ahora volvía a estar sola, y así seguiría el resto de su vida, una vida que le parecía completamente vacía y oscura. Pero había aprendido algo sobre sí misma durante el tiempo que había pasado con ellos, con Hewan, y era que podía tomar las riendas de su propio destino si tenía el valor suficiente. Sabía que no podía volver a Khot Bakú, aquel camino le estaba vedado, pero había otros que podía tomar, solo necesitaba descubrir qué podía hacer. De lo que sí estaba segura era que no iba a permitir que su padre, el príncipe Nikui, volviera a utilizarla nunca. Hablaría con Kayen sobre él, intentaría hacerle comprender que debía guardarse las espaldas y no confiar, que Nikui quería destruirle porque le tenía miedo, y trabajaría duro para ganarse su confianza y lograr que la perdonara, si él se lo permitía.

Se cansó de estar encerrada en la pequeña habitación en la que solo había una ventana. Bajó las escaleras hasta la planta baja del pequeño edificio y salió al exterior. Hacía un día magnífico, como siempre. Los días nublados en Kargul eran algo extraño, y los lluviosos aún más, pero había esperado que allí en las montañas fuera diferente.

Paseó por el patio ante los ojos desconfiados de los soldados, y subió hasta el adarve. Las montañas Tapher se veían magníficas e imponentes, con algunas nubes coronando los picos nevados. Recordó la promesa que le había hecho Hewan de llevarla a conocer los lugares mágicos que las montañas escondían, parajes maravillosos llenos de belleza y paz que ya no vería nunca. Suspiró con tristeza y se preguntó qué estaría haciendo él en aquel momento. ¿Habría salido tras ella, a buscarla? Quizá en esos momentos estaba mirando hacia donde ella estaba, escondido en algún lugar cercano, y se quedó allí un buen rato, soñando despierta mientras el viento le golpeaba el rostro y alborotaba su pelo.

Kayen regresó a media tarde y se reunió con ella inmediatamente. Quería saber todo lo que había averiguado de los bakú durante las semanas que estuvo con ellos. Ella contestó todas las preguntas que pudo, aunque muchas cosas, todas las importantes, se las calló: que se transformaban en humanos y podían pasar por uno de ellos; que de la flor de phüla dependía su supervivencia; que conocía perfectamente el camino de regreso hasta su ciudad... Sí le habló del respeto que les tenían a sus mujeres, y de la libertad que estas gozaban; de todo lo que había averiguado de su sistema de gobierno y que Bahana le había ido contando durante las innumerables horas que habían pasado juntas; de todas las cosas que realmente no tenían importancia para una estrategia militar, pero que a Rura le habían parecido precisamente las que marcaban una diferencia, y para mejor.

También le habló de Hewan, intentando que la voz no le temblara al hacerlo: de lo amable que había sido con ella, y cómo la había protegido y defendido mientras se recuperaba y el consejo decidía qué hacer con ella. Mintió, diciendo que al final la habían dejado libre, acompañándola hasta el inicio del paso entre las montañas. Tenía que conseguir que Kayen comprendiera, y accediera a dar el primer paso para llegar a un acuerdo entre ambos pueblos. Quizá mentir no era la mejor manera de hacerlo, pero era la única que las circunstancias habían permitido.

Kayen la escuchó con atención, preguntándose dónde estaba la princesa consentida y engreída

que había sido su esposa, porque la mujer sentada frente a él no era ella. Incluso sus ojos eran diferentes, negros como siempre, sí, pero ya no tenían el fuego que había anidado en ellos y que refulgía siempre que estaba enfadada, que era la mayor parte del día. Ahora parecían tristes y apagados, como si toda la energía se hubiera esfumado y no quedara nada. No había odio, ni amargura, pero sí un gran dolor que la hacía sonreír con tristeza.

—¿Qué te ha ocurrido allí, Rura? —le preguntó finalmente, interrumpiéndola—. ¿Qué te ha ocurrido de verdad?

Ella no contestó en seguida. Estuvo un rato encerrada en sí misma, con los ojos fijos en las llamas del hogar, pensando. ¿Qué le había ocurrido? Que se había enamorado, que había descubierto que podía convertirse en otra persona mejor, que el odio y la amargura que la habían invadido eran hacía sí misma por ser una cobarde, que se dio cuenta que otra vida podía ser posible para ella si luchaba para conseguirla. Pero sobre todo, se había dado cuenta que durante toda su vida había estado muerta y vacía, sin esperanzas ni sueños.

—Nada y todo —contestó finalmente, de forma enigmática, y Kayen la miró como si comprendiera. Ella sonrió, cansada, y alargó la mano para coger la de él—. Debo hablarte de mi padre.

Y pasó a contarle todo lo que sabía y sospechaba, advirtiéndolo del odio y el miedo que había despertado en el príncipe a causa de su carisma y de la fidelidad de sus tropas. Le contó que la orden de asesinarlo había venido de él, y que ella, en lugar de tomar la decisión correcta y advertirlo, había decidido erróneamente obedecerle porque en su ceguera, deseaba hacerle todo el daño que pudiera.

—Sé que no tengo derecho a pedirte perdón por todo el daño que te he hecho —terminó—, pero quiero que sepas hasta qué punto estoy arrepentida. De todo. Si en lugar de menospreciarte me hubiera tomado la molestia de intentar conocerte, si te hubiera dado una oportunidad al principio, hubiéramos podido tener una posibilidad de ser felices. Pero te miraba, y veía al hombre con el que me habían obligado a casarme porque era conveniente para el Imperio, y estaba tan cansada ya de hacer las cosas por el bien de mi padre. Y creía que en mí veías una forma de asegurarte poder y riqueza. No se me pasó por la cabeza, ni una sola vez, que pudieras ver a la mujer que había detrás de la princesa. Cometí un error. Porque durante todo el tiempo que he tenido para pensar, me he dado cuenta que sí me diste la oportunidad, al principio, pero yo la rechacé sin ninguna consideración.

—Realmente has cambiado —musitó, asombrado. Ella lo miró sonriendo con cansancio.

—Ahora soy la Rura que debería haber sido siempre.

Kayen apretó su mano y no dijo nada.