CAPÍTULO SEIS

HEWAN le dio de comer en la boca como si fuera una niña, compartiendo su plato con ella. Intentó mantenerse digna y aristocrática, incluso cuando un poco de salsa del estofado de carne le resbaló por la comisura de los labios e intentó atraparla pasándose la lengua por allí. Un gesto seductor y provocativo que no pretendió en absoluto.

Todos los hombres silbaron y aporrearon la mesa, riéndose, profiriendo alguna que otra exclamación obscena que Hewan tuvo que cortar con un gruñido agresivo.

—Comportaros, joder —exclamó—, que estáis ante toda una dama. ¿No es verdad, princesita?

—Los hombres son hombres en todos lados —replicó ella—. Si los más civilizados se comportan como animales, no puedo esperar menos de vosotros.

El silencio sepulcral que siguió a esa afirmación, hizo que pensara que quizá se había excedido, pero no exteriorizó ni un poco de inquietud y se mantuvo firme y digna, sentada en el regazo de Hewan.

De repente, uno de los hombres empezó a reír a carcajada limpia, y al cabo de unos segundos le siguieron el resto de ellos, aporreando la mesa mientras los ojos se les llenaban de lágrimas.

—Hewan, chico, vaya fiera tienes ahí —dijo entre carcajadas uno de los más viejos—. Será mejor que mantengas su cadena bien corta y segura, o cualquier día te despertarás con la garganta cercenada.

Hewan la miró, y después negó con la cabeza.

—No creo que la princesita sea de las que se manchan las manos, Krom. Más bien es de las que envían a alguien a hacer el trabajo sucio.

Rura sintió que el frío le recorría la espalda al oír esa afirmación. ¿Sabría Hewan el motivo que la había llevado hasta allí? El complot para matar a Kayen había corrido de boca en boca por Kargul, y no sería extraño que los bakú tuvieran espías en la ciudad que los informaran regularmente de todo lo que pasaba allí. Si era así, acababa de darse cuenta que había metido la pata irremediablemente al decir su verdadero nombre. Estúpida prepotencia, que la había impulsado a hacerle saber, rebosante de orgullo, quién era ella.

—No creo que nadie se prestara a hacerme el favor —replicó, intentando simular que seguía la broma—. Así que mejor no dejes ningún objeto afilado a mi alcance. —No te preocupes, princesita. Ya me he encargado de ello.

Un rato más tarde, volvía a estar encadenada a la pared de la habitación que Hewan llamaba "dormitorio". Según Rura, para que pudiera denominarse de tal forma, debería haber por lo menos una cama, pero era evidente que los bakú no las usaban, y que dormían en el suelo, eso sí, sobre las mullidas alfombras, que eran mucho más cómodas de lo que parecían a simple vista.

Había vuelto a dejarla sola, y aunque a veces el dicho de mejor sola que mal acompañada podía considerarse un buen consejo, este no era el caso: estaba mortalmente aburrida.

Estar con Hewan podía resultar mortificante a veces, pero era divertido en la mayoría de los casos, y era consciente que estaban desarrollando una relación que, si bien era muy extraña debido a su situación, también era completamente nueva y refrescante para ella.

Odiaba los ratos en que la dejaba sola, principalmente porque no le quedaba más remedio que pensar, y la mente, traidora, se empeñaba en bucear en el pasado, trayendo a su mente recuerdos que prefería mantener bien enterrados.

Su vida no había sido fácil, pero el pasado era imposible cambiarlo, y lamentarse por él era una pérdida de tiempo. Todos estaban seguros que no tenía conciencia, que su corazón estaba muerto y enterrado, y probablemente era así. Desde la muerte de Lalien y su posterior castigo, se había sentido entumecida, como cuando te duermes en una mala posición y te despiertas sin sentir una pierna o un brazo.

Pero desde que Hewan había entrado en su vida, esto había empezado a cambiar.

Era una incongruencia sentirse así. Había pasado de ser princesa y la esposa de alguien poderoso, a estar prisionera en una ciudad subterránea donde la consideraban una enemiga, y sin embargo, era ahora cuando estaba empezando a ser ella misma, a sentirse libre.

A la hora de la comida, llegó Bahana con una bandeja y dos servicios, que dejó encima de la

mesita.

—El capullo de mi hermano me ha pedido que te traiga algo de comer porque dice que está suuuper ocupado y que no puede llevarte al comedor. —Se dejó caer sobre uno de los cojines, cruzando las piernas, y le hizo un gesto a Rura para que se sentara a su lado—. Es un idiota, pero no se lo tengas en cuenta. Creo que quiere hacerse el interesante contigo.

—¿Hacerse el interesante? —preguntó extrañada mientras se sentaba y cogía uno de los cuencos.

—Sí, ya sabes lo que quiero decir.

Bahana sirvió el estofado caliente y partió el pan con las manos. —Realmente, no tengo ni idea de a qué te refieres.

Bahana se quedó con la cuchara a medio camino de la boca, miró a Rura como si le hubiesen salido dos cabezas, y de repente se echó a reír.

Rura se encogió de hombros y empezó a comer, dejando a la hermana de Hewan partirse de

risa.

Después hablaron durante un buen rato. Bahana era joven, dieciséis años, pero tenía una mente rápida y no le pasó por alto que, aunque de forma disimulada, Rura acababa llevando la conversación hacia el terreno que le interesaba: Hewan. Y ella, feliz de fastidiar un poco a su querido hermano, le contó todo lo que quiso saber.

Así, se enteró que hacía dos años que era el sásaka de los bakú, título que venía a ser una especie de general o estratega, en cuyas manos estaba la organización de los guerreros, proteger la ciudad de los enemigos, y planear las estrategias a seguir para mantenerlos a todos a salvo. Mucha responsabilidad para alguien que aún no había cumplido los treinta años de edad.

Bahana lo contó con orgullo mal disimulado, añadiendo que era el sásaka más joven de la historia de los bakú.

También le reveló que no tenía esposa, pero sí varias amantes. Eran una sociedad libre y abierta, que no consideraba a las mujeres una propiedad, y que éstas tenían los mismos derechos y deberes que los hombres, en todos los aspectos, incluso en el sexual.

Acabó confesando, entre risitas, que estaba deseando cumplir los diecisiete años, edad a la que se consideraba a las hembras ya adultas, y que por lo tanto podría, por fin, perder su virginidad en la próxima fiesta de primavera.

Terminaron de comer, relamiéndose con los dulces que había traído de postre, y después se fue, dejándola nuevamente sola pero no sin antes prometerle que, si el idiota de su hermano no venía a buscarla para cenar, ella misma se encargaría de traerle la cena y hacerle compañía durante otro rato.

Relajada, satisfecha y sin nada que hacer, Rura decidió matar el aburrimiento con una siesta.

Se envolvió en la manta, se acomodó entre los cojines y se puso a dormir.

No supo cuánto tiempo había pasado, cuando la despertaron unas risitas ahogadas y el rumor de unas voces apagadas, susurrando en la habitación de al lado, aquella a la que daba la cortina y que venía a ser una especie de ¿salón? Era difícil catalogar cada cubículo de aquella cueva que era el hogar de Hewan.

Abrió los ojos lentamente, no sabiendo si sentirse amenazada o no. No podía ir hasta la cortina y asomarse porque la cadena con la que la tenía atada a la pared, no era lo suficientemente larga, así que se limitó a sentarse y rodearse las rodillas con los brazos, esperando lo que fuese.

Pero las voces no cruzaron la cortina, y pasaron a ser gemidos y jadeos.

¿Estaban... follando?

Oyó un gruñido, y lo reconoció inmediatamente. Era extraño que en apenas tres días pudiese distinguir sin ninguna duda el tono de Hewan.

La otra voz también le era conocida, aunque no pudo ponerle rostro. Con toda probabilidad era la fresca que, en el comedor, aprovechó para refregarle las tetas por la espalda a él. Menudo zorrón.

Pero claro, las cosas en Khot Bakú era muy distintas al imperio. Allí las mujeres no tenían barreras, ni eran catalogadas como trozos de carne. Qué ironía que aquellos que tenían clasificados como bestias, fuesen mucho más civilizados que ellos. Una ironía cruel.

Los jadeos aumentaron de intensidad, y Rura no pudo evitar empezar a imaginar qué estaban haciendo. Podía ver en su acelerada mente el culo prieto de Hewan empujando contra la zorra, besándola y recorriendo su cuerpo con los labios, dándole el placer que a ella le había negado.

¿Y por qué se sentía ofendida? Que su cuerpo deseara a ese hombre, no significaba que su mente lo aceptase, porque no era así. En ningún momento iba a entregarse a él, bajo ninguna circunstancia. Ya había tenido suficientes amantes en su vida, no necesitaba más, gracias.

Aunque visto por otro lado.

Las pocas veces que Hewan la había tocado, su cuerpo había reaccionado como nunca antes lo había hecho. Había estado entumecida, fría, muerta, pero desde su llegada a este mundo nuevo, había empezado a despertar: el corazón le latía otra vez, la sangre le corría veloz por las venas, los pulmones se encontraban incapaces de aspirar suficiente aire. incluso a veces llegaron a temblarle las manos, algo inusual en ella, que siempre mantenía la calma y se escudaba tras una máscara de frialdad absoluta.

Se estaba volviendo loca. No había otra explicación.

La cortina se agitó, y una maraña de manos y piernas entró rodando en su dormitorio.

Rura se quedó quieta, mirando fascinada el hermoso cuerpo desnudo de Hewan, mientras este empujaba con fuerza entre las piernas de la mujer.

De pronto se salió de ella, poniéndose de rodillas, y pudo ver la enorme polla alzarse majestuosa entre el nido de rizos.

Hewan le devolvió la mirada, con un brillo travieso en los ojos.

—¿Quieres unirte a nosotros, princesita? —le preguntó con sorna.

Rura bufó, haciéndose la indignada, y se tapó la cabeza con la manta, pero siguió mirando disimuladamente por una pequeña rendija mientras le oía reír a carcajadas.

La compañera de juegos de Hewan se dio la vuelta, molesta porque le hiciera caso a su prisionera en lugar de a ella y, poniéndose a cuatro patas, empujó el culo contra él, llamando su atención.

—Hewan, por favor. —gimió, y él volvió su atención hacia la mujer, palmeándole el trasero. Se inclinó hacia adelante y le mordió la oreja con suavidad, haciéndola gemir, mientras la penetraba de nuevo.

Empezó a bombear mientras jugaba con uno de sus pezones, y Rura miraba fascinada la elegancia de sus movimientos; la dureza de sus músculos, tensos por el esfuerzo; el brillo de sus ojos, que seguían mirándola, provocando; la dureza de los envites, que eran respondidos por agudos gemidos y temblores.

Estaba excitada como nunca antes, y se mordía el labio, escondida bajo la manta, para no gritar de frustración y cólera. Debería ser ella la mujer debajo de él; debería ser ella la que suplicase por el orgasmo, la que gimiese y le pidiese más.

Con todas las cosas que le habían obligado a hacer, había llegado a aborrecer el toque íntimo de un hombre; pero con Hewan, lo ansiaba desesperadamente, y no comprendía por qué. ¿Quizá era porque él la provocaba para dejarla después? ¿Porque no se había rendido a sus encantos desde el primer momento? ¿Porque se burlaba de ella de una forma casi infantil, convirtiéndolo todo en un

juego?

El odio que Hewan decía profesarle, no podía verlo por ningún lado. Sus ganas de humillarla la hacían sentirse juguetona. ¿No era raro eso? ¿Y en qué la convertía a ella?

Cualquiera que hubiese intentado hacer lo mismo en la corte de Ciudad Imperial, o en Kargul, hubiera tenido su respuesta de una manera rápida, categórica y violenta: se hubiera vengado de forma expeditiva. Pero la amargura que la dominaba parecía haberse esfumado, y lo veía todo desde unos ojos distintos.

Incluso la escena que estaba desarrollándose delante de ella, con toda la impudicia del mundo, en lugar de escandalizarla o mortificarla, la estaba excitando terriblemente.

Pero lo peor vino después, cuando tanto Hewan como la mujer tuvieron su orgasmo y se dejaron caer sobre la alfombra, desmadejados, sudorosos, jadeantes y satisfechos.

Hewan abrazó a su compañera, la atrajo hacia sí, y le dio un beso en la frente con una ternura que a Rura casi la hizo llorar.

A ella nunca le habían dado un beso así. Jamás. Y eso le partió el corazón de una forma sangrante y horrible que la obligó a replantearse toda su pasada existencia y darse cuenta, con veracidad inalienable, cuán sola y vacía había estado. Y seguía estándolo.