CAPÍTULO SIETE
DOS semanas después de la demostración sexual de Hewan, Rura parecía haber perdido nervio. Seguía respondiendo a sus provocaciones, quizá incluso con más dureza que antes, pero había desaparecido la chispa con que brillaban sus ojos. Se mostraba triste y taciturna, y varias veces la había sorprendido abrazándose a sí misma cuando él no estaba presente, con los ojos vidriosos como si estuviera a punto de llorar, aunque en cuanto se percataba de su presencia soltaba un respingo irritado, levantaba la barbilla y le giraba el rostro, como si estuviera ofendida.
Y cuando la arrinconaba y la acariciaba, se excitaba, sí, pero notaba en su cuerpo una rigidez extraña que antes no había estado allí, como si esperara que en cualquier momento fuese a hacerle daño de alguna manera.
No creyó ni por un momento que estuviese fingiendo, y también estaba seguro que no era por haber hecho el amor con Kutiya delante de ella. Lo que había golpeado a la princesita tenía que ser algo más profundo y doloroso para que su máscara impertérrita se rompiera y lo mostrase, aunque fuese solo cuando se creía sola.
La pregunta era: ¿qué?
Tenía que hacer algo, porque echaba de menos a la Rura combativa pero divertida, que se reía de él con los ojos, que lo provocaba con sus respuestas rápidas y sarcásticas, y que, sobre todo, no le tenía miedo en ningún momento a pesar de las circunstancias.
Entró en la sala donde se reunía el consejo perdido en esos pensamientos. Extraño que su preocupación más inmediata y acuciante fuese el estado de ánimo de una mujer que no significaba nada para él. Estaba atraído por ella, sí, y le resultaba excitante provocarla hasta los límites; pero eso era todo.
Y ahora tenía problemas más apremiantes, como esta convocatoria por parte del consejo, que probablemente le pediría explicaciones sobre la presencia de Rura en Khot Bakú y, sobre todo, le preguntarían qué pensaba hacer ahora con ella.
Como si él lo supiera.
En cuanto pisó el interior de la sala de reuniones, Jad se acercó a él y lo cogió del brazo, llevándoselo a un aparte para poder hablar sin que los oídos indiscretos los pudiesen escuchar.
El resto de miembros del consejo aún no se habían sentado en sus respectivos lugares, y estaban charlando informalmente esperando la llegada de los dos que faltaban.
—¿Qué ocurre, bhai?
—Dvesi, eso es lo que ocurre. Como te anticipé, ha estado llenando los oídos de alguno de los miembros del consejo, y están algo asustados por la presencia de tu princesa y lo que supondría si el gobernador de Kargul se enterara que sigue viva y aquí.
—¿Y qué pretenden que haga, soltarla? Ahora ya es imposible, sabe demasiadas cosas sobre nosotros que nadie en el imperio debe saber jamás.
Jadugara negó con la cabeza.
—No lo sé, pero esto no pinta bien, nada bien.
Cuando llegaron los dos consejeros que faltaban, todos se sentaron en el suelo, formando un círculo. Jad, como chamán, tenía el honor y la obligación de encender la hoguera que presidía el centro de la sala, y así lo hizo, esparciendo sobre las llamas el polvo de canela y las flores de lavanda para propiciar la necesaria vibración espiritual y la paz interior en cada uno de los asistentes, mientras entonaba el cántico con el que siempre se iniciaban las reuniones.
—¡Oh, Padre y abuelo Devatoam! Tú eres la fuente y el fin de todas las cosas. Tú eres el uno que vigila y mantiene todo lo que vive. ¡Oh Madre y Abuela Tapher! Tú eres la fuente terrestre de toda existencia. Madre Tierra, los frutos que llevas son la fuente de vida de todos los pueblos. Tú velas sin cesar por tus frutos, como una madre. ¡Que los pasos que damos sobre ti durante la vida sean sagrados y sin desfallecimiento! ¡Ayúdanos, Devatoam! A caminar por el sendero con paso firme. ¡Que nosotros, que somos tu nación, podamos estar de pie ante ti de una forma que te sea grato! ¡Danos la fuerza que viene de la comprensión de tus Poderes! Porque nos has hecho saber tu voluntad, queremos caminar santamente por el sendero de la vida, llevando en nuestros corazones el amor hacia ti y el conocimiento de ti. Por esto y todas las cosas, te damos las gracias.
Una vez terminado el ritual, Jad se sentó en el lugar que le pertenecía por derecho como itsaka, o guía espiritual de su pueblo.
En cuanto Jad se sentó, Vasa, el cabeza del consejo, empezó a hablar.
—Hewan, te hemos convocado porque estamos preocupados.
Dos horas después salía de allí completamente agotado, pero satisfecho. Había convencido al consejo que no había ningún peligro en que Rura permaneciera allí, dándoles la seguridad que era imposible que se escapara, habida cuenta que: uno, estaba encadenada a una pared; y, dos, el laberinto de corredores que había en todas las salidas de Khot Bakú eran impracticables para un humano que no supiera el camino, además de estar bien vigiladas. Y Murkha se había hecho cargo de dejar el quimono cerca del lugar del ataque, previamente preparado por Jad, que se había encargado de hacer parecer que había sido obra de un animal salvaje. No había nada que indicase que iban a pensar otra cosa, ya que los bakú no habían atacado jamás a una mujer.
Pero la malicia de Dvesi había hecho mella en el consejo, que ahora se hallaba dividido, aunque los que vociferaban alarmados por el peligro que podía suponer Rura, eran los menos.
Si no hacía algo pronto que les indicara que la princesa no era un peligro para ellos, las cosas podrían complicarse. Y si acababan determinando que el riesgo era demasiado alto, podrían tomar una decisión que les marcaría para siempre, a todos ellos como pueblo, y a él en particular como responsable directo por haberla traído aquí.
¿En qué demonios estaría pensando cuando tuvo el impulso de llevársela? ¿Por qué diantres no la dejó allí, como habían hecho siempre con las mujeres?
No tenía excusa ni explicación.
Caminando por el tercer nivel, de vuelta a su hogar, se encontró con Murkha y Dosta, otro de sus guerreros, que le abordaron para preguntar si seguía en pie la reunión semanal para jugar a cartas. Aquella semana les tocaba en su casa, pero como tenía a Rura allí, no sabían si se celebraría o tendrían que cambiar de lugar.
Ante aquello, Hewan esbozó una sonrisa y su mente empezó a trazar una nueva forma de hacer rabiar a la princesita, así que después de asegurarles que nada había cambiado, se fue a buscar a su hermana para que fuese a instruir a su prisionera sobre las funciones que debería desempeñar aquella tarde.
Casi estalló en carcajadas.
—¿Qué quiere que qué? —Rura estaba fuera de sí ante las palabras de Bahana—. ¿Quién se ha creído que es? ¿Y por qué está obsesionado con humillarme?
—A esa última pregunta sí puedo contestarte —replicó Bahana con una sonrisa maliciosa—. Mi hermanito está acostumbrado a que las mujeres hagan fila para desmayarse, pero tú, contra todo pronóstico, te estás resistiendo a sus encantos.
—Eso tiene fácil solución —gruñó Rura, irritada—. Me desmayaré todas las veces que quiera; incluso suspiraré como una idiota cada vez que me mire. Lo que sea con tal que deje de provocarme de esta manera.
Bahana se rio ante la cara de fastidio de la que se estaba convirtiendo en su amiga. Le palmeó el hombro y sirvió otra taza de té.
—Bébete eso y no te enojes con él. En ese aspecto, es como un niño mimado. —Y es a mí a quién acusa de serlo.
—Mira, sé que lo que te pido es humillante para ti, pero piensa en lo humillante que será para él si ejerces como la perfecta anfitriona. Como lo haría su esposa, en caso que la tuviera. —Y. ¿qué es, exactamente, lo que tendría que hacer?
Cuando Hewan llegó, Rura lo tenía todo a punto. Había cepillado las alfombras y ahuecado los cojines, y preparado los aperitivos y las bebidas, que estaban colocados en una mesa auxiliar que Bahana le había traído de la otra estancia, ya que la cadena de su cuello le impedía llegar hasta allí.
Según la hermana de Hewan vendrían varios hombres de visita, y pasarían la tarde y parte de la noche jugando a patté, un juego de cartas muy popular. Su obligación sería estar allí, e ir sirviendo los aperitivos y las bebidas cuando se lo pidieran.
Nada que no pudiera hacer. Incluso mantendría una sonrisa incólume en el rostro. Lo que fuera con tal de fastidiarlo.
La reunión empezó bien. Los amigos de Hewan llegaron poco a poco, y se fueron sentando en el suelo alrededor de la mesita. Repartieron cartas y jugaron entre conversaciones, risas y alguna que otra pequeña discusión, sin más consecuencias.
Rura les servía cada vez que lo pedían, acercándoles los aperitivos, o llenando los vasos vacíos. Se había colocado detrás de Hewan, de rodillas en el suelo, sentada sobre sus propias piernas, y detrás de ella tenía la mesita con todo lo que necesitaría, así que apenas tenía que moverse para poder cumplir con su cometido.
Murkha era un hombre enorme. Le sacaba casi una cabeza a Hewan, y tenía el cuello como una columna de mármol. Su musculoso cuerpo era como una montaña, grande y aterrador como un ogro, pero su carácter contradecía totalmente esta idea. Casi no se atrevía a mirarla con sus negros ojos, como si estuviese avergonzado, le pedía las cosas por favor y le daba las gracias con una sonrisa titubeante que parecía extraña en un rostro anguloso y duro como el suyo.
Dosta era jovial, casi el bufón del grupo, y todos se reían de sus estúpidas ocurrencias e imitaciones. Era más joven que el resto, con un cuerpo delgado y flexible, de músculos bien definidos.
Baza era como un halcón, con ojos profundos que parecían no perder nada de lo que ocurría a su alrededor. Más delgado que Hewan, era igual de alto, pero con el pelo muy corto y negro como el carbón.
Jadugara era el último. Con el pelo alborotado, de un castaño rojizo, y un rostro suave, la miraba con amabilidad y con su único ojo chispeando, como si supiese algo que ella ignorase.
Después de tres horas de naipes, aperitivos y bebidas, el alcohol empezó a hacer mella en ellos, y las bromas y las frases dejaron de ser graciosas para entrar en el terreno más personal y obsceno.
Rura intentó hacer oídos sordos. No le importó cuando Dosta y Baza hicieron referencia a su trasero y a sus pechos de forma reiterada; ni siquiera cuando empezaron a tomarle el pelo a Hewan diciendo que ella era demasiada mujer para él y que nunca conseguiría domarla. Lo que realmente la sacó de quicio y la hizo perder los nervios fue cuando él la cogió por el pelo y la besó a la fuerza ante todos ellos, como una forma de castigo y para demostrarles lo equivocados que estaban.
Aquello la enfureció. No era un animal al que tenían que domar, ni uno amaestrado al que pudieran obligar a demostrar los trucos aprendidos. Era un ser humano, con sentimientos, y el recuerdo de la ternura que Hewan había demostrado días atrás con la mujer del comedor, en contraste con la dureza con que la besó a ella, hizo que algo en su interior se rompiera y, por primera vez desde
que había sido traída a la fuerza a Khot Bakú, se dejó llevar por un arrebato de ira. Se levantó, cogió la bandeja donde estaban puestos los platos con los aperitivos de repuesto que aún no se habían comido, y los tiró sobre Hewan mientras emitía un grito de rabia y frustración.
Las risitas de sus hombres exasperaron a Hewan. La valentía y el orgullo de Rura lo ponían duro como la roca en la que Khot Bakú estaba excavada, pero no cuando tenía de testigos a sus hombres de confianza y amigos.
Se levantó muy lentamente. Sus ojos eran dos rendijas por las que a duras penas se podía adivinar su color. Dio dos pasos hacia ella, y aunque el impulso instintivo de Rura fue retroceder, en su lugar plantó los pies en el suelo con firmeza, y levantó la barbilla, desafiante.
Hewan no dijo nada hasta que estuvieron nariz con nariz. La miró desde su altura, lo que la obligó a inclinar la cabeza hacia atrás para poder fijar los ojos en su rostro. Estaba furioso, mucho más de lo que nunca lo había visto, y Rura tuvo miedo aunque se obligó a no demostrarlo.
Hewan la cogió por la cadena, muy cerca del collarín que la ataba a su cuello, y enrolló la mano sin dejar de mirarla furioso a los ojos. Tiró de ella y Rura trastabilló cuando él empezó a caminar atravesando la habitación hasta la mesa baja, alrededor de la cual, sentados en el suelo encima de los almohadones, estaban sus invitados.
Dio otro tirón y la obligó a arrodillarse de nuevo, mientras él se inclinaba y vaciaba de un manotazo la mesita de todo lo que había encima. La arrastró hasta apartarla lo suficiente de los hombres, se sentó encima, y puso a Rura sobre sus rodillas, boca abajo y con el culo en pompa.
—¡Maldito seas! ¡Animal! ¿Qué vas a hacer? —Empezó a patalear y Hewan tiró de la cadena, obligándola a callar.
Inclinó la cabeza hasta que tuvo la boca bien cerca del oído de Rura.
—Voy a darte unos azotes —susurró. Los hombres rieron—. Es lo que te mereces por ser una niña malcriada y egoísta. Voy a levantarte este saco andrajoso que llevas, hasta que tu desnudito culo esté a la vista de todos. Puedes gritar y patalear todo lo que quieras, pero piensa en esto: mis invitados tienen una magnífica vista desde donde están, y si no mantienes tus piernas bien juntitas y quietas, verán tu sonrosado coño, se excitarán, y tendrás que lidiar con lo que venga después. ¿Has entendido?
Rura asintió con la cabeza. Su orgullo la impedía suplicar, pero estaba a punto de hacerlo, tan asustada estaba en aquel momento.
Las lágrimas de rabia empezaron a picarle en los ojos, así que los apretó con fuerza y se mordió el labio inferior.
Cuando Hewan tiró de la cadena para obligarla a bajar la cabeza, puso las manos en el suelo para equilibrarse y poder mantener los muslos bien juntos.
Nunca se había sentido así de humillada, vulnerable y desprotegida, ni siquiera cuando era una niña a la que habían metido a la fuerza en una habitación donde un hombre se encargó de violarla y arrancarle la virginidad entre sollozos.
Durante toda su vida adulta se había escudado en su linaje para exigir respeto y obediencia, pero en Khot Bakú no le servía de nada. Era una prisionera, peor que una esclava, y ahora, por fin, se daba cuenta que estaba totalmente a la merced de la voluntad de su captor.
Hewan levantó el saco muy despacio, para atormentarla, hasta enrollárselo en la cintura, exponiendo la suave piel de sus nalgas. Las acarició con suavidad, primero una, después la otra. Los hombres presentes rieron, Hewan gruño y Rura, tembló.
La princesa quedó horrorizada con la respuesta de su cuerpo. El coño se le inundó de jugos, el estómago se convulsionó, y la respiración salió agitada por la temblorosa boca, al mismo atolondrado ritmo de su corazón.
Rura siempre había sabido que era diferente al resto de mujeres, porque nunca había encontrado satisfacción con ninguno de los amantes que había tenido. Sus orgasmos nunca habían sido explosivos, siempre terminaba insatisfecha y frustrada, con un vacío en su interior que nunca había conseguido llenar y, desde luego, jamás se había excitado tan rápidamente como en ese momento.
¿Qué era lo que la había puesto a mil? ¿Su captor? ¿La anticipación de recibir una zurra en el trasero? ¿Que los ojos de varios hombres estaban fijos en su culo? ¿La unión de esos tres hechos extraordinarios? No lo entendía. Toda su vida había sido vejada y humillada, y nunca se había sentido así de excitada: todo lo contrario. ¿Por qué ahora? ¿Por qué con él? ¿Y por qué así? No ansiaba que la zurraran; lo que su corazón anhelaba era ternura, cariño, amabilidad.
Era culpa de Hewan, sin dudarlo. El vigor y la pasión que había visto en sus ojos la habían encendido desde el primer momento en que lo había visto. Había deseado con fuerza haber sido ella la mujer del otro día, y sentir sus manos recorriéndole el cuerpo. Y ahora iba a tocarla y aunque no era como había soñado, su cuerpo se rebelaba contra su propia furia y no tenía en cuenta su propio deseo de mantener intactos su orgullo y dignidad. Él iba a tocarla, eso era lo único que importaba.
Hewan bajó la mano y la azotó una vez. Rura apretó los dientes para ahogar el gemido que se construía en su garganta. Con el segundo azote hundió las uñas en la alfombra que cubría el suelo mientras la piel se le erizaba. Con el tercero, empezó a respirar fatigosamente, y el corazón amenazó con salírsele del pecho.
¡Por la diosa madre! Con cada golpe de la mano de Hewan en su culo, se excitaba más y más, y las risillas de los hombres que, aunque ella no podía ver, sabía que tenían los ojos fijos en su culo, la acicateaban aún más.
Hewan siguió azotándola con la palma de la mano abierta, reemplazando los golpes de vez en cuando por caricias que aliviaban el picor de las dos nalgas, y Rura ya no pudo encubrir el gemido que escapó de su boca.
—Parece que te gusta, princesita —susurró Hewan con una sonrisilla satisfecha, y la certeza de aquella afirmación la mortificó más que el sonido de sus propios gemidos—. El aroma de tu excitación inunda mis fosas nasales. —Levantó la vista hacia sus amigos que, todos excepto Jad, estaban extasiados mirando el espectáculo, y la furia, unida a un desconocido afán protector, se apoderó de él—. ¡Fuera de aquí! ¡Todos!
Sus amigos se levantaron y abandonaron la cueva, malhumorados y refunfuñando. Todos menos el chamán, que lucía una sonrisita sospechosamente irónica en los labios.
Cuando se hubieron ido, dejando caer la cortina al salir, aislándolos del resto de la caverna y de los ruidosos trasiegos de sus habitantes, Hewan volvió a prestar atención a su prisionera. Tenía la respiración agitada y el cuerpo en tensión, y la quería sobre sus rodillas, sí, pero desnuda y suplicando por su toque.
Tiró de la cadena hasta ponerla de rodillas en el suelo. Ella alzó la cabeza, fulminándolo con la mirada llena de ira, y Hewan sonrió cuando tiró del cordón vasto que tenía cerrado el saco que le servía de vestido, quitándoselo.
Rura cerró los puños con fuerza, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no cubrirse con las manos: se negaba rotundamente a mostrarse más vulnerable ante él.
Hewan sonrió ante su demostración de orgullo, y volvió a ponerla en posición sobre sus rodillas.
—Tus nalgas están preciosas así —le dijo mientras las acariciaba, y Rura tembló de placer—. Enrojecidas por mis manos. —Pasó la palma, siguiendo el camino de su columna vertebral, y la deslizó por el costado hasta apoderarse de uno de sus pechos—. Tienes los pezones enhiestos, duros como piedras. ¿Estás excitada, princesita?
Por toda respuesta, Rura gimió, y Hewan soltó una risita satisfecha.
Le amasó el pecho y le pellizcó el pezón con el índice y el pulgar. Rura soltó un gritito y se revolvió, nerviosa. Hewan apartó la mano de su pecho y la azotó de nuevo, dos veces.
—Quieta, princesita. Esto es un castigo, no un regalo. No deberías mostrarte tan ansiosa. —No estoy ansiosa —gruñó entre dientes, negándose a aceptar lo que era tan evidente. Hewan se rio, burlándose de ella, y deslizó la mano por sus nalgas hasta el empapado coño. —Tu dulce coñito dice otra cosa, princesita.
Le introdujo un dedo y bombeó. Rura abrió las piernas de forma inconsciente, facilitándole el acceso. Hewan rio ante su gesto.
—No, no estás ansiosa —dijo mientras introducía otro dedo, separándolos como una tijera y rotándolos.
Rura gritó y corcoveó, levantando el culo, pidiendo más. Estaba tan cerca, le faltaba tan poco... y estaba segura que sería el orgasmo más arrollador de su vida.
Hewan se rio con fuerza, sacó los dedos de su interior y se levantó, haciendo que Rura cayera al suelo de cuatro patas, lloriqueando de frustración.
—Tengo asuntos que atender —le anunció con la voz calmada. Si no fuese por el bulto debajo de la falda, parecería que nada de lo que había hecho, lo había afectado—. Para cuando regrese, quiero todo este desastre recogido.
Salió de la cueva caminando con parsimonia, dejando a Rura en el suelo, con el cuerpo rígido y dolorido por la necesidad insatisfecha.
—Maldito cabrón —murmuró cuando estuvo segura que Hewan ya estaba lo suficientemente lejos como para no oírla con su fino oído—. Seguro que tú te has ido a aliviar con alguna de las busconas que te rondan. Me las pagarás, algún día.
Tenía que recoger y limpiar el suelo. Si no lo hacía, sabía que Hewan buscaría la manera de humillarla públicamente, otra vez, y aunque hasta aquel momento había sido divertido, el giro que había dado no le gustaba nada.
Pero el deseo insatisfecho era como un puñal clavado en el útero, que palpitaba dolorido reclamando terminar.
—Si tú no te ayudas, no lo hará nadie —murmuró para sí misma, y de rodillas, tal y como había caído, empezó a acariciarse el clítoris con una mano.
Estaba muy mojado. Maldito bárbaro medio hombre. siempre conseguía encenderla, incluso contra su voluntad.
Se metió tres dedos en la vagina, y se imaginó que era la polla de Hewan, grande y poderosa, y lo visualizó en su mente, de rodillas detrás de ella, embistiéndola con fuerza, tal y como había hecho con la mujer del comedor.
Gimió con voz rota, desesperada, y cuando sintió una mano áspera acariciándole las nalgas, creyó que Hewan había regresado para terminar lo que había empezado.
¡Sí! gritó su cuerpo, repleto de alegría, pero cuando giró la cabeza para mirarlo, el rostro que vio era el de un desconocido.
—¡Quítame tus sucias manos de encima! —silbó entre dientes, intentando apartarse de él.
El desconocido rio, y la agarró por un tobillo, impidiendo que se escabullera. Con la otra mano cogió la cadena y tiró de ella, izándola a la fuerza hasta que pudo rodearle la cintura con un brazo, inmovilizándola contra su pecho.
—Vamos, nena, no te quejes —le susurró al oído con voz divertida mientras ella forcejeaba para liberarse—. Si al fin y al cabo voy a hacerte un favor. Tú estás desesperada por una buena polla y, mira por donde, yo tengo una que va a hacer muy feliz a ese coñito imperial tuyo.
—¡Suélt.! —intentó gritar, pero un tirón de la cadena hizo que el collarín se le incrustara en la garganta, cortándole la respiración de forma momentánea.
—Me lo voy a pasar bien contigo, nena.
Le manoseó los pechos mientras ella intentaba luchar, pero no podía hacer nada excepto intentar apartar esa enorme mano.
El desconocido volvió a tirar de la cadena, esta vez hacia adelante, y Rura cayó dándose un fuerte golpe en el rostro contra el canto de la mesita. Volvía a estar de rodillas, indefensa, con el culo alzado y aquel hombre frotándose contra ella.
No iba a llorar, se dijo; aguantaría la violación sin soltar ni un sollozo, y siguió repitiéndose esa letanía cuando notó la punta de la polla intentando abrirse paso en su vagina.