CAPÍTULO OCHO

HEWAN salió de su casa muy alterado. Lo había planeado todo para humillar a Rura otra vez, aunque la última parte no había estado preparada. Cuando le tiró la bandeja por encima, la rabia nubló su raciocinio y quiso castigarla; pero al ser consciente de las miradas lujuriosas de sus amigos, la cólera se trasladó hacia ellos y se apoderó de él un instinto posesivo que nunca antes había experimentado, y tuvo unas ganas poderosas de echarlos de allí de forma violenta.

Afortunadamente, ninguno insistió en quedarse y se fueron sin decir una palabra, probablemente comprendiendo mejor que él lo que le ocurría.

Porque él no lo entendía en absoluto. Deseaba a Rura de una manera que no podía comprender, con una fuerza y una pasión que jamás había vivido, pero no era sólo eso. Algo en su interior lo impulsaba a protegerla, y era precisamente contra esta locura que luchaba tan denodadamente, pagando ella las consecuencias. Y no era justo.

Rura no podía evitar ser hija de quien era, de la misma manera que él no podía negar su propio linaje, y a pesar de todo lo que le había hecho, ella no había suplicado ni una sola vez, no había lloriqueado como hubiera hecho cualquier otra en su lugar. Era una mujer valiente y orgullosa, y ese orgullo residía más en su propia fortaleza que en la estirpe de la que provenía.

La admiraba. Debería odiarla, pero en realidad, había terminado admirándola.

Una mano se cerró sobre su codo y se giró rápidamente, dispuesto a golpear a quien fuera.

Jadugara tiró de él sin compasión y lo arrastró hacia uno de los corredores de salida en el que no había nadie, y donde podrían hablar con tranquilidad.

—¿Qué coño ha pasado ahí dentro? —le espetó nada más quedarse solos.— ¿Es que te has vuelto loco? ¿O has olvidado todo lo que tu padre nos enseñó?

—Tenía que darle una lección —contestó Hewan a la defensiva, soltándose de la mano de Jad de un tirón.

—Una lección, y una mierda. Ahí dentro ha pasado mucho más. La has humillado de una manera que no te hubieras atrevido con cualquiera de nuestras mujeres. ¿Qué harías si alguien le hiciera lo mismo a tu hermana?

—Lo mataría —contestó sin dudarlo, con un brillo salvaje en los ojos.

—Pero Rura no tiene a nadie que la defienda o se preocupe por ella. No tiene ninguna familia aquí. ¿Es por eso que está bien hacerle lo que le has hecho? ¿Porque está sola? ¿Porque es una

imperial? Estás volcando en ella todo el odio y la rabia que has acumulado, pero ella no es culpable de nada, ¡de nada! Y estoy empezando a pensar que ella tiene razón cuando te llama animal, bestia, monstruo, porque te has comportado como tal, avergonzándola y avergonzándonos. No te reconozco, Hewan. Tú no eres mi bhai.

Terminada la lista de recriminaciones, Jad dio media vuelta y se fue, dejándolo solo y abatido.

Su amigo tenía razón. Ni él mismo se reconocía. Lo que había hecho pasaba la raya de lo lícito y aceptable, incluso para una prisionera. Se había comportado sin honor ni vergüenza, utilizando su poder para hacer daño a una mujer que estaba totalmente indefensa y en sus manos, algo que no distaba mucho de una violación. Y no importaba que a ella pareciera gustarle.

Golpeó la pared con el puño y gritó de dolor y de rabia, y después se dejó caer poco a poco, deslizando la espalda contra el muro y sentándose en el suelo, con las rodillas dobladas y los brazos apoyados en ellas.

Tendría que pedirle perdón, se lo debía, y era lo mínimo que podía hacer.

Se levantó pero no dio ningún paso, asaltado por las dudas. Ella era su prisionera, y si se humillaba disculpándose, ¿no estaría dándole poder sobre él? Sacudió la cabeza, aturdido, y la razón volvió a su mente: ya no era un juego de poder, ni una diversión. Había sobrepasado todos los límites imaginables y su honor le exigía pronunciar esas palabras. Cualquier otra cosa sí le costaría el orgullo y el honor, y un buen sopapo de su madre en cuanto se enterase del comportamiento tan insultante que su hijo había mostrado.

Sonrió con indulgencia. Aún le tenía miedo a su madre y a su mano abierta, como cuando era niño. Eso sí sería humillante si llegaba a saberse.

Regresó sobre sus propios pasos y entró en su casa, yendo directamente hacia la habitación en la que había dejado a Rura.

Y se volvió loco.

Rura estaba todavía desnuda, de rodillas en el suelo, y detrás de ella, a punto de penetrarla, estaba Dvasi.

Se abalanzó sobre él, poseído por el dolor sordo que amenazaba con hacerle estallar el corazón, mientras un salvaje rugido le surgía de la garganta y los puños empezaban a volar, golpeando carne y rompiendo huesos.

Dvasi intentó protegerse levantando los brazos y apartándose de la prisionera, pero fue inútil. Hewan lo agarró por el pelo y lo lanzó por la puerta. Rebotó contra los escasos muebles y probó de levantarse, pero Hewan estuvo allí antes que pudiera parpadear, y volvió a golpearlo una y otra vez, y a lanzarlo de nuevo.

Salió rodando por la puerta principal, chocando contra la balaustrada exterior, pero Hewan no tuvo bastante y salió detrás de él, con los puños manchados por su propia sangre y la de Dvasi.

Intentaron separarlo de él, pero su furia era tan intensa que golpeó a todo el que se le acercó,

ciego por la rabia que sentía, y siguió golpeando al inerte Dvasi, ajeno a lo que pasaba a su alrededor, incluso al hecho que su rostro y sus manos habían empezado a cambiar, hasta que Jad lo cogió por detrás y tiró de él para inmovilizarlo.

—Basta, bhai —le susurró al oído. Sabía que en ese estado, los gritos no harían más que acicatearlo. Hewan había empezado a transformarse inconscientemente, y garras y fauces había sustituido sus manos y boca—. Basta.

Hewan respiraba con dificultad, resollando como un toro, y sudaba copiosamente. Tenía los nudillos en carne viva, ensangrentados, pero Dvesi estaba mucho peor.

Lo miró, deseando poder seguir golpeándolo hasta romperle el último de sus huesos. Verlo encima de Rura había roto algo en su interior, algo que ni siquiera sabía que estaba allí, y la rabia seguía pulsando como un veneno corriendo por sus venas.

—Está bien. Puedes soltarme.

Jad lo hizo. Por suerte, había ido en su busca para pedirle disculpas por las palabras tan duras que le había dirigido antes, y llegó justo a tiempo de impedir que su amigo matara a golpes a Dvasi. Porque lo habría hecho, no tenía ninguna duda.

Hewan se levantó ayudado por su amigo, que después se agachó al lado del herido para atenderlo.

—¿Qué ha pasado, Hewan? —Intentaba comprender qué había provocado a su amigo hasta este

punto.

—Después. Ahora tengo algo que hacer.

Jad lo miró mientras se giraba y entraba de nuevo en su hogar, preguntándose si debería ir tras él, pero la urgencia del estado de Dvasi lo reclamó. Se arrodilló al lado del herido, que estaba inconsciente y sangrando; seguramente tendría varios huesos rotos. Ordenó que fueran en busca de una camilla, y lo trasladaron con cuidado hasta su casa. Al padre de Dvasi no iba a gustarle aquello. Sólo esperaba que las consecuencias no fueran demasiado nefastas para el sásaka.

Cuando Hewan entró de nuevo en su casa, encontró a Rura vistiéndose con el horrible saco que le había dado como ropa. Estaba de pie, y lo miró con un odio y un rencor que antes no estaban ahí.

—¿Por qué? —le preguntó con tanta rabia que ella tembló como si las palabras hubieran sido bofetadas—. ¿Tan desesperada estabas que tenías que dejarte follar por el primero que entró?

Rura palideció y, aunque no se movió, él la vio replegarse dentro de sí misma y la frialdad volvió a apoderarse de sus ojos.

La pregunta de Hewan fue como un mazazo directo al corazón, y le rompió el alma en mil pedazos. ¿Pensaba que ella lo había aceptado de buen grado?

—¿Y qué podía hacer yo? —le replicó, escudándose de nuevo en la armadura de fría indiferencia y orgullo desmesurado—. Al fin y al cabo, tú le enviaste, y yo estoy atada a esta cadena —la cogió con las manos y la sacudió, haciendo que los eslabones tintineasen—. ¿A dónde podía ir? ¿Eh? ¡Dime!

Aquello golpeó a Hewan. ¿Quizá ella no..?

—¿No le buscaste tú? —le preguntó, la furia irradiando por todos sus poros—. Porque yo no he visto que pusieras muchos reparos a que te follara. Parecías bien dispuesta.

No vio venir la bofetada que restalló en su mejilla. La mano de Rura chocó contra su rostro y provocó un estruendo que retumbó en toda su alma.

—No. Soy. Una. Puta. —Rura susurraba, intentando contener todo el dolor que aquella conversación le estaba provocando—. Me dejaste tirada en el suelo como si no fuera nada, y te marchaste, dejándome sola. Ese hombre entró y. —contuvo el aliento, luchando contra el llanto que se estaba acumulando en su garganta—. Tú lo enviaste, ¿no? —volvió a acusarlo—. No tenías bastante con jugar conmigo, querías destrozarme, obligarme a gritar, a suplicar. ¿Te divertiste mientras lo preparabas, imaginándote mi dolor? ¿Mi humillación? Pues desengáñate, porque una violación más no es nada en mi vida. —Quiso callar, no seguir hablando, pero toda una vida de horror le estalló en la boca y no pudo detenerse—. Jamás he suplicado, ni cuando mi padre me envió por primera vez a satisfacer a uno de sus amigotes. Yo tenía doce años y no solté ni una lágrima mientras ese hombre me violaba. Tampoco lo hice la vez siguiente, ni la siguiente, ni la siguiente. —No se había dado cuenta, pero estaba empezando a gritar, soltando de una vez toda la rabia acumulada durante tantos y tantos años—. ¡Tampoco lloré, ni supliqué, cuando me trajo la cabeza del único hombre al que he amado en mi vida! ¡Ni cuando en castigo por haberme atrevido a soñar, me entregó a sus propios guardias! ¿Por qué piensas que tú conseguirás lo que él no pudo? Me he pasado la vida intentando hacer que me amara, que por una vez en su podrida vida estuviera orgulloso de mí en lugar de repetirme una y otra vez que debería haber muerto al nacer, haciendo todo lo que él me pedía sin protestar ni una sola vez, ¡y lo único que he conseguido ha sido hundirme más y más en la mierda, hasta ahogarme! —Intentó respirar profundamente para calmarse, pero jadeaba, temblando como una hoja en otoño—. ¡No hay nada con lo que puedas zaherirme, avergonzarme o lastimarme! Puedes degradarme todo lo que quieras, pero mi alma ya hace años que está corrompida, y no hay nada ¡nada! con lo que consigas hacer que me arrastre, porque ya no tengo corazón, ni alma, ni vergüenza, ni honor. —Al final, el sollozo rompió en su garganta y las lágrimas afloraron en los hermosos ojos, encharcándolos y resbalando por las mejillas sin que ella fuera consciente—. ¿Quieres reírte a mi costa? ¡Hazlo! ¿Crees que me importa? ¡Nada me importa! ¿Por qué tendría que hacerlo? Nadie en mi desgraciada vida se ha preocupado por mí, a nadie le he importado jamás, ¿por qué tú tendrías que ser diferente? Y sin embargo lo esperé. —Se dio cuenta que estaba empezando a divagar, pero no podía detener las palabras que salían de su boca, como flechas disparadas con un arco. Su voz había bajado de intensidad, y empezó a susurrar, como si la fuerza estuviera abandonándola, cansada, tan cansada—. Me sentía segura a tu lado. Qué incongruencia, ¿verdad? Pero te creí cuando me dijiste que los bakú no hacíais daño a las mujeres. Te creí, y por primera vez en mi vida me sentí libre de la carga que suponía ser hija de mi padre. Soy una prisionera, nunca lo he olvidado, y aun estando atada a esta cadena —volvió a sacudirla— había empezado a tener ganas de sonreír de nuevo... Ya no recuerdo cómo se hace —musitó, dejándose caer al suelo de rodillas, liberada completamente al dolor y al llanto—. Ya no.

Los temblores le estremecieron los hombros y se abrazó a sí misma, hipando con desesperación.

¡Cómo odiaba a Hewan en aquel momento! Por lograr romper el armazón con que se había protegido durante tantos años, entrando en su corazón para después hacerlo trizas. Pero, ¿qué se esperaba? Había hecho demasiado daño como para que ahora tuviese derecho a tener un poco de paz, no digamos una porción de felicidad que sabía que no merecía. Había mentido, traicionado, engañado; había herido físicamente, y causado dolor a tanta gente. y todo por ganarse el cariño de un hombre que no se lo merecía.

Durante el camino de su vida, se había transformado en una mujer odiosa, vengativa, cruel y mezquina, hasta el punto que lo único que le quedaba era la amargura que dominaba su vida. Una amargura y un odio que proyectaba hacia los demás solo para mentirse y no reconocer que, a quién detestaba realmente era a sí misma, por ser una cobarde incapaz de luchar contra su destino.

Hewan había asistido a la explosión de Rura sin atreverse a hacer ni un movimiento. El que creyese que había enviado a Dvasi para que la violara, lo dejó congelado en el sitio, no sabiendo si enfurecerse por la idea tan equivocada que tenía de él. Empalideció cuando se dio cuenta de lo que aquella afirmación significaba: que Dvasi había intentado violarla, y que si él no hubiese llegado a tiempo, lo habría conseguido sin que Rura opusiese ninguna resistencia, no porque lo desease, sino porque su vida había estado tan llena de mierda, que otro cubo más ya no le importaba lo más mínimo. Y todas las incoherencias que dijo después, dejaron de serlo cuando su mente procesó palabra por palabra lo que le estaba contando, entre gritos, sollozos, lágrimas e hipidos.

Y Rura dejó de ser la imperial, la hija de su enemigo, para ser solamente una mujer rota y desesperada, que se aferraba con uñas y dientes a lo único que le quedaba: una dignidad marchita y desgastada, llena de rotos, con la que se vestía como una armadura para protegerse del mundo que le había tocado vivir. Una mujer que, desafiante, lo había mirado a los ojos en todo momento, no en un acto de orgullo mal entendido, sino de una valentía nacida de la desesperanza y la indiferencia.

L o s bakú respetaban a sus mujeres. Las consideraban casi sagradas, y eran incapaces de hacerles daño de ninguna manera, ni con actos ni con palabras; y todas las cosas que Rura había confesado haber vivido desde su más tierna infancia, era algo inconcebible para él; y mucho menos, en manos de su propio padre. Si alguien intentase hacerle un solo rasguño a Bahana, Alu, su padre, lo mataría sin dudarlo ni un instante, y sus propias leyes lo respaldarían.

Cuando se dejó caer al suelo, con las fuerzas huidas tras las palabras, no pudo contenerse más y se arrodilló a su lado, intentando abrazarla para poder consolarla, protegerla, mientras sus propias lágrimas le picaban detrás de los ojos. Rura intentó luchar contra él, empujándolo, intentando huir, pero Hewan apretó el abrazo a su alrededor, y empezó a susurrarle palabras para tranquilizarla, para hacerle saber que estaba a salvo allí, que nadie, nunca más, le haría daño.

—Lo siento —le susurró al oído, su propia voz rota por la emoción—. Lo siento, lo siento, lo siento. no envié a Dvasi, te lo juro por mi honor. Jamás haría algo así. Pero entiendo que lo pensaras. Me he portado como un bárbaro contigo, haciéndote pagar la confusión que me haces sentir, pero nunca, jamás, haría algo como esto. —Rura dejó de luchar. Sin fuerzas ya ni para seguir llorando, se dejó caer contra el pecho de Hewan, apoyando allí la cabeza y las manos, mientras las lágrimas seguían rodando por sus mejillas—. Lo siento, princesa. Lo siento.

Agotada, Rura se quedó inmóvil, arropada por el tono tan distinto en que había pronunciado la palabra princesa, no como un insulto ni cargada de desprecio como hasta entonces, sino con ternura y compasión. Casi intentó luchar contra él de nuevo porque odiaba despertar compasión, pero tan agotada estaba que ni siquiera tuvo fuerzas para protestar, y al poco rato estaba profundamente dormida.

Hewan se acostó con cuidado, sin soltarla de entre sus brazos, y también durmió, con ella pegada a su torso desnudo, sintiendo el calor de su cuerpo, y jurándose que nunca más permitiría que le hiciesen daño.

Cuando se despertó al cabo de un par de horas, le dolían los nudillos, pero Rura seguía durmiendo apaciblemente, y no se atrevió a moverse para no molestarla.

Por primera vez desde que la había traído a Khot Bakú, la miró de verdad, olvidándose de quién era y lo que representaba.

Le pasó la yema de los dedos por las mejillas, con mucha suavidad, y se deleitó con la exquisitez de su piel. Tenía un leve morado en el pómulo, y se preguntó con pesar si había sido él quien se lo había hecho. Ella suspiró ante el leve contacto, y Hewan se quedó inmóvil, con la mano suspendida en el aire.

Las pestañas de Rura revolotearon, y abrió los ojos. Él bajó la mano y sonrió.

—Buenos días, princesa —susurró con tono amable, casi cariñoso. Ella intentó incorporarse, incómoda, pero él se lo impidió—. No pasa nada, princesa. Quédate un rato más así.

Ella claudicó, y volvió a cerrar los ojos, apoyando de nuevo la mejilla en su pecho.

—Siento mucho lo que pasó. —La voz de Hewan emanaba tristeza—. Jamás debí traerte aquí. Debería haberte escoltado hasta la entrada del cañón para que pudieras regresar al fuerte. Si pudiera volver atrás en el tiempo, es lo que haría.

—Pero no puedes —replicó ella con voz cansada—. Y no me importa, Hewan. Puede parecerte extraño, pero al secuestrarme, me liberaste. Me apartaste de mi pasado y de todo lo que me había convertido en una mujer odiosa y amargada. Ya no tengo que ser la perfecta hija de mi padre, ni tengo que seguir sus órdenes. Lo que él me hizo. y lo que me obligó a hacer a lo largo de los años.

—No es necesario que me lo cuentes —le dijo al darse cuenta que estaba a punto de llorar otra vez. No quería verla triste, nunca más.

—Ya lo sé, pero quiero hacerlo. Hay tantas cosas de las que me arrepiento, y que si pudiera, borraría de mi vida. He sido una persona horrible.

—A causa de tu padre —replicó él.

—Pero no puedo echarle a él la culpa de todo. Podría haberme negado a hacer lo que me pedía, podría haber huido; incluso, cuando me obligó a casarme con Kayen, hubiera podido poner de mi parte para que el matrimonio funcionara, bien saben los dioses que él lo intentó. —Hewan apretó la mandíbula con fuerza al oír nombrar al gobernador; ¿por el odio que sentía hacia él, o por los celos que lo invadieron al pensar en ellos dos juntos? Pero Rura no se dio cuenta, y siguió hablando—. Fue amable conmigo desde el principio, y fueron mi desprecio y mis palabras hirientes, las que lo apartaron de mí. Si en lugar de eso le hubiera contado la verdad. —Hewan resopló, dándole entender así su disconformidad con lo que decía—. Sé que tú lo odias por ser el gobernador de Kargul, pero es un buen hombre, Hewan. En realidad, se parece a ti en muchos aspectos. Quiero decir que es un hombre de honor, y no es tan cruel como todo el mundo dice. Yo soy la prueba viviente de ello.

—Te desterró.

—Envié un asesino a por él, Hewan —confesó en un murmullo, sabiendo que tenía que contarlo todo aunque eso significase que el respeto que ahora sentía por ella, fuese poco o mucho, podría desaparecer completamente—. Fue por orden de mi padre, pero eso no me exculpa. Podría habérselo dicho, avisarle que mi padre quiere acabar con él porque le tiene miedo, que por eso nos obligó a casarnos, porque quería tenerlo controlado. Pero no dije nada, cegada por mi obsesión de ganarme el cariño y el respeto de mi padre, un hombre que no quiere a nadie más que a sí mismo, y que desprecia a todo el mundo. —Hewan no dijo nada, y Rura temió lo peor, que ahora él también la despreciaría. Decidió seguir hablando, vaciar su alma y su conciencia hasta que no quedase nada—. Kayen se enamoró de una esclava, y yo sentí tanta rabia y amargura. La azoté hasta casi matarla, pero era a mí misma a quien quería azotar y matar, y poder huir de mi propia vida. A esas alturas ya sabía lo que me esperaba. Si la conspiración para matar al que era mi marido tenía éxito, yo volvería a ser la puta que mi padre podría ofrecer a quien quisiera, a cambio de favores, o para robar documentos, o para poder chantajearle, o. en fin, para lo que siempre me había usado. Y seguiría obedeciéndole sin oponerme, tratando a todos con el mismo desprecio con que él me trataría a mí. — Soltó una risa de burla—. Parece que al fin y al cabo, sí soy una puta.

—No, no lo eres, y todo eso ya terminó.

—Sí. Gracias a ti.

Rura alzó el rostro para poder mirarlo a la cara. Quedaron tan cerca el uno del otro, que Hewan no pudo contener el impulso de besarle la frente con mucha suavidad. Sentir la piel bajo sus labios casi lo volvió loco, porque se dio cuenta que tendría que hacer un esfuerzo sobre humano para contenerse y no reclamar nada más.

—Hewan —susurró ella. Ahí estaba lo que tanto había anhelado recibir, una muestra de ternura en forma de casto beso en su frente, pero ella quería más y deslizó los labios por su mandíbula, plagándola de besos.

—Rura, basta. —Ella se quedó inmóvil, dolida por el rechazo, e intentó de nuevo incorporarse. Hewan se lo impidió de nuevo y la estrechó con fuerza, acariciándole la espalda—. Lo siento. No quería rechazarte, pero reclamaré mucho más de ti que un beso si empezamos, Rura.

—Por favor —susurró—. Lo deseo tanto como tú.

Hewan inspiró profundamente en un jadeo al oírla: una súplica que jamás hubiese esperado

recibir.

Bajó el rostro lentamente, dándole tiempo a ella a retractarse, pero la avidez con que recibió sus labios le dijeron que no habría tal cosa.

La invadió con la lengua, deleitándose en su sabor, profundizando el beso hasta volverlo salvaje, posesivo, desesperado.

Rura se abrió a él, aferrándose a sus hombros como si temiera caerse aun estando en el suelo, abandonándose a una pasión que nunca había sentido antes. Se sentía viva, el corazón palpitándole desbocado en el pecho, los pezones doloridos raspando contra la gruesa tela vasta que los cubría, la sangre corriendo vertiginosamente por sus venas.

Hewan le acarició el cuello mientras la poseía con la lengua, mientras una mano se abría camino hacia abajo, desatando el cordón que sujetaba la ropa y abriéndola. Usó la palma para rozar ligeramente las puntas de los pezones, mientras que con la otra le encontró el coño, y la pasó a través del triángulo de vello.

—Todo es mío ahora —murmuró, y Rura supo exactamente a qué se refería. No tenía nada que ver con el hecho de ser su prisionera, ni con estar encadenada. Era algo más, mucho más profundo.

—Tienes un coño tan apetitoso, Rura —murmuró con voz ronca—. Tan mojado. en mis labios sabe dulce como la miel, y está tan hinchado.

Ella cerró los ojos con un gemido mientras el cuerpo respondía a sus palabras y caricias.

—Y estos pezones —elogió, con la mano corriendo entre ambos pechos. Chasqueó la lengua—. Nunca he visto antes unos pezones de este color, tan rosados.

Rura expulsó un jadeante gemido cuando Hewan siguió jugando con sus pezones y su clítoris. Con los ojos todavía cerrados, inclinó la cabeza hacia atrás, sabiendo que el orgasmo se acercaba irremisiblemente, sintiéndolo crecer en su centro femenino, pulsando con fuerza.

Cuando sus pechos empezaron a subir y bajar por la respiración agitada, él colocó la yema de

su pulgar contra el clítoris y aplicó una presión agonizante con un movimiento circular. Ella jadeó.

—Por favor —volvió a gemir, arqueándose. Los párpados se volvieron increíblemente pesados, imposible abrir los ojos aunque deseaba poder mirarlo y deleitarse con la visión.

—Buena chica —dijo él con voz áspera, maravillado aún con las súplicas que surgían de su boca y su cuerpo. Su intensa mirada nunca dejó su rostro mientras la veía retorcerse y gemir. Aumentó la presión, frotándole el clítoris más fuerte—. Córrete para mí.

—¡Dioses! —gritó Rura mientras los pezones empujaban hacia arriba, y después, cuando el orgasmo le sacudió el vientre, emitió un gemido largo y fuerte. Meció las caderas instintivamente, arriba y abajo, dándole tanta fricción a su clítoris como fue posible.

Cuando la intensidad comenzó a menguar y fue consciente de nuevo de lo que la rodeaba, alzó la mirada hacia él.

—Esto ha sido. —murmuró. No tenía palabras para describirlo.

—Shhht. No ha terminado.

—Eso espero.

Volvió a besarla, con fuerza y pasión, haciendo que se estremeciera de pies a cabeza.

Rura le recorrió el cuerpo con las manos, extasiándose con cada centímetro de su piel, con los fuertes bíceps, los poderosos pectorales, los maravillosos abdominales, hasta llegar al pene, aún escondido debajo de aquella falda con que se vestían todos los bakú. Se apresuró a subirla para acceder a los fuertes muslos y clavar las uñas en los hermosos glúteos, mientras Hewan le recorría el cuello con los labios, odiando el collarín metálico que se encontró.

—¡Quítate de encima de ella, animal!

El grito de Bahana los sacudió de pies a cabeza. Hewan se giró, furioso, gruñendo con violencia mientras mostraba los dientes con agresividad, dispuesto a saltar sobre quién fuera que los hubiese interrumpido, y un cojín se estrelló contra su rostro.

Paralizado por la sorpresa, se quedó boqueando durante un segundo que se le hizo eterno, mientras miraba incrédulo a su hermana, de pie en la puerta, con los brazos en jarras y dirigiéndole una mirada furibunda.

—Será mejor que te largues de aquí inmediatamente, enana, o te pondré sobre mis rodillas y te daré una tunda.

Rura se incorporó, cubriéndose con su ropa, divertida e incómoda al mismo tiempo. Le puso una mano en el brazo a Hewan, apretándolo ligeramente.

—Bahana —le dijo—. No pasa nada. Tu hermano no estaba haciendo nada que yo no le haya

pedido.

La boca de Bahana se abrió con la sorpresa, y enrojeció inmediatamente al darse cuenta que había interrumpido algo completamente consentido.

—Yo. —musitó, tragando saliva. Era un momento tierra trágame—. Lo siento.

Desapareció como una exhalación, igual que había entrado, y Hewan suspiró, dejándose caer hacia atrás y apoyando el brazo sobre los ojos. Toda la excitación había volado igual que su hermana.

Rura lo miró. Sintió que algo en el estómago empezaba a temblar, su boca se ensanchó, le escoció la garganta y, de repente, soltó una carcajada que la tiró hacia atrás, dejándose caer al lado de Hewan.

Rio con ganas, como hacía años que no lo hacía, y al cabo de poco, él se le unió. Se abrazaron sin parar de reír, las lágrimas rodaban por sus mejillas, hasta que las fuerzas los abandonaron, les dolió el estómago e hiparon, medio ahogados por la falta de aire.

El estómago de Rura rugió, y Hewan se puso serio inmediatamente.

—Tienes hambre —afirmó.

—La verdad es que estoy famélica —confesó con una sonrisa. Él se incorporó de un salto. —Voy a buscar algo para comer. —Dudó durante un instante—. ¿Te importa quedarte sola unos minutos?

—No me importa. Vete tranquilo.

Él cabeceó y salió con rapidez. Su princesa tenía hambre, y eso no podía permitirlo.

CAPÍTULO NUEVE

Hewan bajó corriendo hasta la zona de la cocina. Habló con una de las mujeres, que le aseguró que le prepararía una buena bandeja para llevarse. Después subió con rapidez hasta casa de sus padres: tenía algo que pedirle a su madre, algo que creía que haría feliz a Rura.

Después de todo lo que ella le había contado sobre su vida, tenía la urgente necesidad de verla contenta. Las risas que habían compartido de una forma tan inesperada, habían ensanchado su corazón y aliviado su alma. Había creído que era una princesita mimada, a la que todo se le había dado regalado, y la había tratado con una severidad y un desprecio que no se merecía. Sí, había cometido errores, algunos incluso crueles, pero no podía juzgarla con dureza después de saber la verdad.

Salió de casa de su madre con un paquete envuelto, después de lavarse las manos. Se había dado cuenta que aún las tenía sucias de sangre, y se maldijo por haber tocado a Rura con ellas antes de limpiarse. Pero ella no se había quejado, recordó con una sonrisa insensata en los labios.

Bajó de nuevo a la cocina y cogió la bandeja, listo para subir de nuevo a su hogar donde ella lo estaba esperando.

Subió los escalones a la carrera, haciendo equilibrios con bandeja y paquete. Se sentía como un muchacho, con el corazón alegre y libre de preocupaciones. Sabía que era un espejismo, como los que asaltaban a los viajeros que se adentraban en el desierto sin ir convenientemente preparados, y que pronto tendría que hacer frente a las consecuencias de sus actos, pero no le importaba. Dvasi podría reclamar su cabeza si quería, pero nunca se arrepentiría de la paliza que le había dado: se la merecía, por haber intentado violar a Rura.

Cuando regresó, se la encontró aún tumbada en el suelo, medio perezosa y con los ojos cerrados, tan relajada y tranquila que a duras penas se reconocía a sí misma. Nunca se había sentido tan eufórica y esperanzada con el futuro, y precisamente por eso había una cierta inquietud anidando en ella, un miedo irracional que se esforzaba por mantener apartado. La única oportunidad de enderezar su vida que el destino le había otorgado había sido con Kayen, y la había estropeado a causa de su altanería. Ahora, una asquerosa vocecita parecía querer reírse de ella susurrándole que todo esto era demasiado bueno para durar mucho tiempo, que no tenía derecho a ello, y que debía prepararse porque en cualquier momento le sería arrebatado.

Al entrar Hewan y poner la bandeja sobre la mesa, ella abrió los ojos y se incorporó. Él le dio el paquete.

—¿Y esto? —le preguntó con sorpresa.

—Algo que espero que te guste. No es como los que estás acostumbrada a usar, pero te servirá.

Rura abrió el regalo con rapidez, y se quedó muda cuando vio lo que contenía: un quimono de seda, rojo como una amapola, con un delicioso bordado en los bajos y el cuello.

—Es precioso —musitó, con emoción ahogada—. Pero esta ropa no es la que las mujeres bakú utilizan.

Las bakú se vestían con cuero, pieles curtidas, lino y lana. Las más jóvenes llevaban pantalones, como los hombres, y tapaban sus pechos con tops, dejando al aire espalda y ombligo. Hewan la miró con extrañeza.

—¿Te gustaría vestir como nuestras mujeres? —Estaba algo decepcionado porque el regalo no había tenido el éxito que esperaba.

—Ahora voy a ser una de los vuestros, Hewan. O por lo menos, me gustaría poder llegar a serlo, ya que voy a pasar aquí el resto de mi vida. No quiero que sigan mirándome como a una extraña.

—Entonces mañana te conseguiré otra ropa. Pero mientras tanto...

La cogió de la mano y tiró de ella con suavidad para levantarla. Desató la cuerda que le hacía de cinturón, y dejó caer al suelo el maldito saco de arpillera que la había obligado a vestir.

Los pezones de Rura se pusieron tensos al notar el aire, y Hewan fijó la vista en ellos, hipnotizado. Sacudió la cabeza, medio avergonzado por lo fácilmente que se distraía con esta mujer, y colocándose detrás de ella, la ayudó a ponerse el quimono.

—No tiene obi, lo siento.

—No importa. —Se ató delante el cinturón de seda blanco, muy fino, con una lazada que cayó graciosamente sobre su vientre—. Es precioso —susurró acariciándolo.

—No tanto como tú —replicó Hewan con voz profunda. Inspiró profundamente—. Y ahora, lo que hace tiempo tengo ganas de hacer.

Se volvió a poner delante de ella, y Rura levantó el rostro y entrecerró los ojos lánguidamente, esperando que la besara, pero él levantó las manos y manipuló el collar metálico que asía su cuello y se lo quitó, dejándolo caer al suelo.

—¿Por qué? —preguntó Rura con un susurro, llevándose una mano al cuello. Hewan le pasó las yemas de los dedos por la mejilla, acariciándola.

—Porque llevas prisionera toda tu vida, y ya no más. —Rura lo agarró por la cintura y la rodeó con sus brazos, acercándose a él, pegándose a su cuerpo, y apoyó la cabeza en su pecho—. Pero hay condiciones, princesa. Debes darme tu palabra que no intentarás escapar. No solo me. —dudó durante un instante. Iba a decir "decepcionarías", pero pensó que no era la palabra indicada, habida cuenta de las veces que su padre debía haberla chantajeado con ella—. No solo me dolería, sino que sería peligroso para ti. Las cosas estarán algo alteradas durante un tiempo. El hombre que te atacó es bastante peligroso, e intentará utilizar el incidente contra mí, y tú podrías estar aún en peligro. Por eso habrá alguien de guardia en la entrada de mi casa, para que nadie pueda entrar impunemente como él hizo. Siempre saldrás acompañada, de mí si es posible, y si no, de quién esté de guardia. Y no intentes esquivarlo para huir, princesa. Los túneles de acceso a Khot Bakú son laberintos peligrosos si no conoces el camino. Podrías perderte muy fácilmente. Y aun en el caso que pudieras encontrar la salida.

Ella lo interrumpió, poniéndole la mano sobre la boca, y sonrió.

—No tengo intención de escapar. ¿A dónde iría? ¿De regreso a una vida que odio? —Negó con la cabeza—. Estoy mucho mejor aquí.

—Me alegro que pienses así. Y ahora, ¿nos sentamos a comer?

La besó en la punta de la nariz, y después sus labios se fundieron en uno solo. Hubieron seguido besándose durante una eternidad, abandonados al calor de ese contacto, pero el estómago de Rura hizo acto de presencia de nuevo, rugiendo descaradamente, y ambos empezaron a reír mientras se sentaban y atacaban la comida.

Bromearon y se dieron de comer el uno al otro, no como una forma de reafirmar un dominio, como había sido cuando Hewan lo hacía en el comedor, sino simplemente porque les apetecía cuidar el uno del otro.

Rura se sentía muy extraña, liviana y feliz. Parecía que la antigua princesa, rencorosa, amargada y enfadada con el mundo, había desaparecido para dar paso a una mujer desconocida, alegre, brillante y encantadora. Así hubiese sido siempre si las circunstancias de su nacimiento hubieran sido otras, y si su padre no le hubiese dado unas lecciones de vida que la habían llevado por un camino tan equivocado.

—¿En qué piensas? Te has puesto muy seria de repente.

Ella esbozó una sonrisa radiante que le iluminó el rostro, y el corazón de Hewan se saltó un

latido.

—En nada importante. —Y no mentía, pues su padre y su pasado ya no tenían ninguna importancia para ella—. Cuéntame algo sobre los bakú —le pidió. Hewan sonrió como solo él sabía hacerlo. —¿Qué quieres saber?

—Todo, pero empieza por alguna leyenda. Me encantan las historias.

Él suspiró y lo pensó durante unos segundos. Los bakú tenían muchas leyendas y cuentos, como todos los pueblos del mundo, pero la más importante era la que contaba sus orígenes.

—La más preciada para nosotros, es la historia de nuestro nacimiento como pueblo. ¿Quieres

oírla?

—¡Sí! —exclamó con la alegría iluminándole el rostro. En aquel momento, a Hewan le pareció que veía en ella el rastro de la niña que había sido, ilusionada por un simple cuento narrado con cariño. ¿Había tenido algo así en su infancia? Lo dudaba, sobre todo después de conocer su pasado, aunque solo fuese a grandes rasgos; y no sabía si quería que le contara los detalles. Quizá lo mejor para ella era olvidarlo y pensar solo en el futuro, un futuro en el que él iba a estar presente de forma continua.

—Muy bien. Escucha atentamente. —Hewan se puso en situación y recordó el tono de voz que su madre utilizaba cuando le contaba esta misma historia, cuando era un niño, y la imitó durante toda la narración como si su audiencia no fuese una hermosa mujer sino una niña anhelante de cuentos.

Cuando Padre Cielo y Madre Tierra unieron sus fuerzas y crearon a los humanos, su hijo Devatoam, el Sol, tuvo celos y quiso crear a sus propios hijos. Pero Devatoam era joven e inexperto, y cometió muchos errores en su creación. En lugar de unos hijos de belleza etérea y espiritual, como los elfos, o de belleza terrenal y aguda inteligencia como los humanos, nacimos nosotros, los bakú, unos seres con aspecto terrorífico, de grandes mandíbulas, cuerpo peludo, garras bestiales y voz cavernosa. Éramos violentos, agresivos, destructivos, y Padre Cielo y Madre Tierra se enfadaron con su hijo Devatoam, así que le dieron un ultimátum: o conseguía civilizarnos, o nos destruirían.

Devatoam no se rindió. Decidió luchar por nosotros, porque si bien habíamos nacido de un arrebato infantil, creyó en nosotros y en lo que podíamos llegar a ser. Se reunió con su hermana Naturaleza, la que guarda todos los secretos de Madre Tierra, y esta le contó cómo podía convertirnos en seres civilizados, capaces de progresar y controlar nuestros instintos primarios: la flor de phüla. Así que regó el valle principal del valle Tapher, nuestro hogar, con las semillas de la flor, y cuando estas florecieron visitó en sueños a Itsaka, el bakú que se convertiría en nuestro primer chamán.

Itsaka era un bakú extraño, pues en lugar de dejarse llevar por los arrebatos de ira que dominaban al resto de la tribu, prefería usar la lógica y la racionalidad. Era capaz de pensar fríamente y no dejarse influenciar por las emociones, algo insólito para nosotros en esa época, lo que lo convertía en un guerrero formidable, pues era capaz de analizar fríamente a su oponente, determinar cuál era su punto débil e ir a por él. Por eso era respetado y temido.

Después que Naturaleza le enviara el sueño, Itsaka viajó hasta el valle, y se encontró con un manto de flores phüla. En la visión, la diosa le había explicado qué tenía que hacer con ella: cómo recolectarla, cómo secarla y cómo hacer una infusión para beberla. Era algo importante, porque la infusión permitiría a los bakú transformarse en humanos y evolucionar hacia un estado más civilizado, alejando la amenaza de extinción.

Itsaka siguió las instrucciones de Naturaleza, y llevó las flores hasta la tribu. Les habló del sueño, e hizo la infusión y la tomó el primero, para demostrarles la veracidad de la visión.

Ante los ojos asombrados de toda la tribu Itsaka se transformó en humano, y a partir de ese día, los bakú tomamos de forma regular el té de phüla, escogiendo en qué momento nos dejamos ver como humanos, y en cuál como bakú.

Le ahorró la segunda parte de la historia, en la que se cuenta cómo descubrieron que lo que había sido considerado una bendición, también era una maldición, pues todos estaban condenados a tomar siempre el té para evitar que su mente se desintegrara hasta convertirse en unos meros animales rabiosos, capaces de las más grandes atrocidades. Esa era una historia para más adelante, cuando Rura estuviese plenamente integrada.

—Ahora lo entiendo —susurró después de permanecer en silencio durante unos instantes—. Por eso queréis recuperar el valle. Allí la flor era abundante, pero con la llegada de los granjeros y agricultores, ha desaparecido. —La idea la entristeció. ¡Cómo cambiaba la historia según quién la contaba!— Todos piensan que es por pura territorialidad, pero la verdad es que es por la flor.

Hewan se encogió de hombros y aleteó la mano, quitándole importancia al asunto.

—No tiene demasiada importancia —mintió. Todavía no confiaba lo suficiente en Rura como para contarle la verdad: que estaban desesperados y al borde del abismo—. Hay otros lugares donde encontrarla, aunque son de más difícil acceso que el valle.

Rura supo que mentía, y aunque comprendió por qué lo hacía, sintió un leve pellizco de decepción.

—Si intentaras ponerte en contacto con Kayen...

Hewan la atajó antes que continuara, molesto con ella porque pensara que no había intentado algo tan básico.

—Fue lo primero que hice cuando me nombraron sásaka. Envié un mensaje a Kargul solicitando una tregua y una reunión con el gobernador, y la respuesta que recibí fue clara: no negociamos con salvajes.

—Ese no es el estilo de Kayen. —Negó con la cabeza con vehemencia—. Más bien parece cosa de Yhil. —Ante la mirada de extrañeza de Hewan, se apresuró a aclararlo—. Era su senescal, y muy fiel a mi padre. No me extrañaría que no le hiciera llegar tu mensaje y que contestara en su lugar para impedir que llegarais a un acuerdo.

—¿Y por qué haría algo así?

—Quién sabe. Hace tiempo que he dejado de pretender saber por qué la gente actúa como lo hace —susurró apartando la mirada—. Pero el príncipe Nikui odia y teme a Kayen. El Emperador le envió a Kargul para pacificar toda la zona, y aunque ha conseguido someter las ciudades que se sublevaron, las amazonas de Iandul y vosotros sois su gran fracaso. Y eso probablemente favorece los planes de Nikui.

Hablar sobre su padre entristecía a Rura, así que Hewan cambió de tema y empezó a describirle cómo eran las montañas en la primavera, y ella le escuchaba con la mirada soñadora fijada en su rostro, y cuando le aseguró que saldrían a pasear y que le enseñaría todos los lugares mágicos que conocía, empezó a reírse y a bromear con él olvidándose de todo lo relacionado con Nikui y su pasado.

Terminaron de cenar y se acostaron uno al lado del otro, abrazados. Hewan emitió un leve

silbido, y la luz que iluminaba la estancia se apagó. Rura quedó nuevamente asombrada por aquello, y no pudo evitar preguntar cómo era posible que todo Khot Bakú estuviera siempre tan iluminado sin necesidad de ninguna antorcha o lamparilla.

—Es magia —bromeó Hewan mientras la rodeaba con los brazos y pegaba la espalda de ella a su pecho.

—En serio, Hewan. No lo entiendo. Todo está iluminado como si la luz del sol llegara hasta aquí, pero no es así.

Hewan se encogió de hombros, y le apartó el pelo de la nuca para besarla allí.

—En estos momentos no entraría ninguna luz: afuera es de noche —murmuró con la boca enterrada en su pelo. Despacio, como quien no quiere la cosa, su mano empezó a vagar por el vientre de Rura, entrando por la abertura del quimono, llegando hasta la piel. Ella se estremeció y soltó un lánguido suspiro.

—¿No me lo quieres contar?

Hewan suspiró resignado, odiando tener que admitir la verdad.

—No lo sabemos. Jadugara está seguro que son seres vivos que están suspendidos en el aire, tan pequeños que no podemos verlos, pero su luminosidad llega hasta nosotros como miles de pequeñas luciérnagas. En cambio, las leyendas dicen que cuando Devatoam nos creó, vio que no podíamos convivir con los humanos y nos trajo hasta estas montañas. Vació el interior de algunas, creando enormes cuevas como Khot Bakú, comunicándolas con intrincados pasillos que son como laberintos, y que cuando terminó, vio que todo estaba tan oscuro que no podríamos adaptarnos a vivir dentro. Pensó en cedernos uno de sus rayos de luz, pero eran tan poderosos que nos hubiera cegado, así que acudió a su hermana luna una madrugada, cuando ésta se estaba preparando para ir a dormir, y se acercó a ella para cepillarle el pelo como hacía cuando eran niños. Pasó el cepillo con parsimonia por el centelleante pelo, y guardó cada diminuto granito de polvo lunar que caía del pelo de su hermana, y lo trajo hasta aquí para que nos iluminara de noche y de día, y nos enseñó a persuadirlo de apagarse cuando quisiéramos rodearnos de oscuridad. El polvo lunar odia los silbidos —añadió con una sonrisa jovial—. Por eso huye cuando silbamos.

Rura se quedó silenciosa durante un rato, tanto que Hewan creyó que se había dormido, pero finalmente se movió, acurrucándose más contra él, acunándole la polla entre sus nalgas de forma descarada.

—Me gusta más la segunda versión. No soportaría pensar en tener a miles de bichitos revoloteando a mi alrededor. —Hewan se rio entre dientes, divertido, y soltó un jadeo entrecortado cuando ella llevó la mano hacia atrás hasta posarla sobre su incipiente erección—. ¿Te has recuperado del susto que nos dio tu hermana, para seguir donde lo dejamos? —susurró con voz espesa mientras lo acariciaba por encima de la tela—. ¿O temes que vuelva a interrumpirnos?

Hewan se movió tan rápido que Rura casi no pudo creérselo. En un momento estaba detrás de ella, abrazándola con ternura, y al segundo siguiente ella estaba de espaldas con él encima, besándola con una pasión rayana en la desesperación. Se aferró a los duros bíceps y le devolvió el beso con todo el ardor de su alma, deseando fundirse con él para poder ser solo uno y dejar de existir: su pasado desaparecería y solo quedaría este momento eternizado en su memoria. El dolor, las humillaciones, la culpa que se había negado a cargar y que ahora estaba empezando a hacer acto de presencia, después que dejara caer la muralla con la que había protegido su alma y su corazón.

—Estoy aquí, Rura —susurró Hewan apartando los labios de su boca—. No te alejes de mí.

Rura reaccionó. Él se había dado cuenta que su mente había empezado a divagar, distanciándose de aquel momento, dejándose ir en medio de confusos pensamientos, y acudió a su rescate galantemente. Enfocó los ojos de nuevo y lo miró, acariciando su mandíbula con dedos temblorosos. Sonrió.

—Estoy aquí, Hewan. Estoy aquí... —Él asintió con la cabeza como si comprendiera, y quizá sí lo hacía. No le había contado todo, pero sabía lo suficiente como para imaginar a qué lugar había volado su mente—. Y nunca dejaré de estarlo.

Fue una promesa que se hizo a sí misma: pasara lo que pasase, siempre estaría ahí para él. No se hacía ilusiones porque sabía que ellos no tendrían la oportunidad de un final feliz, pero tan egoísta y orgullosa que había sido ella, ahora tenía la necesidad de ser generosa con él. Hewan le había dado todo sin pretender darle nada, y ella lo había cogido con impaciencia. Ahora se aferraría con uñas y dientes a estos instantes de felicidad a pesar de saber que no los merecía, y a cambio le daría todo lo que él reclamase de ella, hasta su misma alma.

Hewan entrelazó los dedos en su melena azabache, perdiéndose en la suavidad de su pelo, maravillándose con ella. Volvió a besarla y esta vez ella permaneció con él, pensando que en cualquier momento iba a estallar en llamas. Esos maravillosos y firmes labios se movían sobre ella, enviando oleadas de placer por todo su cuerpo, y esa lengua tan inquieta como un duende, se deslizaba sensualmente entre sus dientes, acariciando el cálido interior de su boca.

Hewan deslizó las manos por su cuerpo hasta acunarle el trasero, y Rura se sintió increíblemente bien cuando meció su erección contra ella. El coño le palpitó de necesidad y gimió cuando le mordisqueó con suavidad el labio inferior, enviando espirales de deseo por todo su cuerpo. Se desató el quimono y lo abrió, deseosa de sentir sus manos por toda la piel, esas manos ásperas y callosas que la hacían temblar de necesidad, y que masajearon sus pechos mientras la besaba y mordisqueaba la clavícula.

Se le escapó un tembloroso suspiro cuando él empezó a bajar con la boca hacia el estómago y se entretuvo en el ombligo, volviéndola loca de necesidad. Después dirigió sus traviesos labios otra vez hacia arriba, directos hacia un pecho, y chupó, besó y mordisqueó el pezón, apretándolo ligeramente entre los labios, dándole golpecitos con la lengua hasta que ella gimió y se arqueó hacia él, desesperada por sentir más de ese exquisito dolor.

—Creo que ya te lo dije, pero tienes unas tetas magníficas —murmuró contra su hipersensible

piel.

—Oh, por favor, Hewan —lloriqueó, clavando las uñas en su espalda—. No puedo...

La estaba volviendo loca, y su cuerpo se sacudía con pequeños temblores con cada roce de su boca, con cada golpecito de su lengua.

Hewan tiró del cinturón de cuero que mantenía sujeta su falda y se la quitó, quedando completamente desnudo. Por fin. Rura estaba al borde del orgasmo solo con la maravilla que le estaba haciendo con la boca, y luchó por respirar mientras las sensaciones se arremolinaban en su interior, amenazando con lanzarla más allá. Apretó el culo de Hewan con las manos, adorando sentir los duros músculos bajo la suave piel.

—Ahora —imploró, y metió la mano entre los dos, deslizando los dedos sobre el sedoso y duro eje, envolviéndolo con ellos. Había esperado mucho tiempo, toda su miserable vida, para tener un momento tan perfecto como aquel.

—Todavía no, princesa.

La detuvo con sus manos, controlándola con su enorme cuerpo, y ella gimoteó mientras su cuerpo temblaba a causa de las intensas sensaciones que lo recorrían. Hewan siguió torturándola con su boca y manos.

—Sí, por favor, ¡ahora! —jadeo mientras se retorcía debajo de él—. Por favor, por favor...

Pero él siguió con el suplicio, rodeando de nuevo el ombligo con la lengua. A ella la atravesó el calor como si fuera una lanza cuando empezó a darle golpes lentos y húmedos sobre el clítoris mientras con las manos le acariciaba el interior de los muslos, abriéndola para él. Y entonces la hundió allí, lavando sus labios empapados por la excitación con golpes firmes y largos, haciendo que ella se acercara más y más al desenlace final. Chupó con fuerza el clítoris, agarró sus caderas y se bebió a lengüetazos sus jugos mientras ella empujaba contra él, sintiendo las primeras oleadas del orgasmo.

Hewan se puso encima mientras ella intentaba respirar. Estaba jadeante y ruborizada, y aunque había alcanzado la liberación, no tenía suficiente. Su cuerpo palpitaba de deseo y necesidad. Lo quería dentro, y lo quería ya. Deslizó las manos por su musculosa espalda hasta la cabeza y enredó los dedos en su pelo. Estaba frenética por él. Levantó la cabeza y lo besó en la boca. Descendió las manos por su estómago y acarició sus testículos con los dedos, y después apresó su polla y la rodeó con ellos.

—Quiero tu polla en mi boca —le susurró. Él apartó la cabeza para poder mirarla a la cara. Sus ojos estaban de un gris tormentoso, oscuros y pesados.

—Después —le contestó jadeando—. Ahora quiero sentir este coño tan delicioso rodeandola.

Rura inspiró con fuerza cuando lo sintió penetrarla. Gritó de placer y alegría. ¡Por fin! Lo que tanto había ansiado y anhelado, lo tenía.

Él le cogió los brazos y los puso encima de su cabeza, inmovilizándola con una mano, y

después la besó, lamiéndole el labio inferior con ardor. Se movió más profundo, estirándola y llenándola. Rura estaba ardiendo, como si su cuerpo se hubiera convertido en un contenedor de fuegos artificiales como los que usaban para las celebraciones, y estuvieran estallando en su interior. Nunca se había sentido así, y jamás había soñado con poder vivir algo tan maravilloso. Notó que estaba a punto de culminar otra vez, y quiso impedirlo: no quería que aquello terminara.

Hewan se incorporó y le levantó los muslos, colocándole los tobillos sobre sus hombros. La agarró por las caderas y la llenó por completo. Rura gritó con brusquedad, y se cimbró para recibir mejor sus embestidas. Apretó los músculos interiores alrededor de la polla y él cerró los ojos, jadeando.

—Despacio, princesa, sin prisas —gimió. Se retiró con lentitud hasta que casi salió de ella y volvió a hundirse con rapidez.

—¡No! —casi gritó ella—. Lo quiero rápido, más rápido y duro. Por favor. —Confía en mí, princesa.

Rura gimió y lloriqueó. Ella se estaba muriendo y él se burlaba. Él empezó a bombear con un movimiento rítmico y lento, y las olas de placer se arremolinaron a su alrededor. Abrió los ojos, y se encontró con su mirada hambrienta mientras seguía empujando, cada vez más rápido y duro. Aspiró con fuerza cuando los dedos de él le rozaron el clítoris, y su mente y su cuerpo explotaron en diminutos fragmentos que se dispersaron a través del cosmos. Echó la cabeza hacia atrás, gritando mientras él seguía moviéndose en su interior, pellizcándole el centro de su feminidad hasta que un segundo orgasmo la golpeó. Hewan gimió y entrecerró los ojos, zambulléndose en su interior por última vez mientras se corría y se estremecía, gritando su nombre.

Jadeó cuando él bajó sus piernas y se estiró sobre ella. Se sentía bien tenerlo allí, sentirse aplastada por aquel cuerpo hermoso y caliente, puro músculo repleto de deseo, y casi sintió que perdía algo vital cuando él volvió a moverse para dejarse caer a su lado. ¿Y ahora qué? Se preguntó. ¿Qué pasaría ahora que había conseguido lo que quería? ¿La dejaría de lado tan fácilmente como se había apartado después de hacer el amor con ella? Pero entonces él la envolvió entre sus brazos y la atrajo hacia sí, rodeándola de calor y protección.

Nunca, jamás, había sido así para mí, quería decirle Hewan, pero se negó a pronunciarlo en voz alta porque ella ya tenía demasiado poder sobre él. Si descubría cuánto había llegado a significar... no podía evitar seguir temiéndola, de alguna manera. Era una imperial, y nieta del mismo Emperador. No podía darse el lujo de olvidarlo, a pesar que eso era lo que quería. Deseaba confiar ella, y lo hacía, pero hasta cierto punto, porque había una pequeña parte de él, mezquina y recelosa, que tenía miedo que todo no fuese más que una actuación para encontrar una manera de escapar, y no quería darse completamente hasta estar seguro que ella no fingía.

Porque la amaba. No sabía cómo ni por qué, pero se había enamorado de aquella mujer valiente y orgullosa que lo había mirado a los ojos sin miedo, desafiante desde el primer momento, y que había aceptado todas sus ofensas con una dignidad y un humor que habían logrado humillarlo a él. Y esperaba, con todo su corazón, no haberse equivocado.