CAPÍTULO ONCE

—¿A dónde crees que vais, Bahana?

La voz de Dosta las frenó en seco cuando intentaban salir del hogar de Hewan. La aludida se giró y lo miró con una sonrisa exagerada ocupando todo su rostro.

—¿A dónde va a ser? A los baños. Ambas necesitamos refrescarnos y limpiarnos —explicó. —Ella no puede salir. Son órdenes de Hewan.

Bahana se acercó a él y alzó la cara para poder mirarle a los ojos. Dosta era mucho más alto que ella, así que se puso de puntillas para poder susurrarle al oído.

—Hewan te agradecerá que nos permitas ir a los baños, créeme. Además, si tú no se lo dices, él no se enterará.

—Bahana...

—¡Oh, cállate ya!

Se giró y cogió a Rura por el codo, llevándosela con ella. Si no fuese porque las circunstancias no eran nada divertidas, se hubiese reído al ver al bakú apresurar el paso para seguirlas y no perderlas de vista. No hizo ningún intento de detenerlas, quizá porque tenía la seguridad que sería inútil.

Entraron en los baños y Dosta se quedó en la puerta de entrada. Era el de las mujeres, y él no podía pasar más allá.

—¿Qué haremos ahora? —pregunto Rura preocupada. Intentar escapar era una locura, pero si no lo conseguían empeorarían la situación de Hewan.

—No te preocupes. Ven. —La arrastró hacia un lado de la cámara y entraron en un corredor—. Esto lleva a los baños de vapor. Afortunadamente ahora todo el mundo está en el comedor y los baños están vacíos. Tú solo quédate ahí quieta. Yo atraeré a Dosta hasta aquí dentro de un rato, con la excusa que el baño de vapor te ha sentado mal y te has desmayado. Por primera vez en mi vida, ser más pequeña de lo normal me será de utilidad —añadió con sarcasmo—. Me creerá cuando le diga que no puedo contigo.

—¿Y qué haremos una vez esté aquí dentro?

Bahana sacó algo del bolsillo de su pantalón. Era pequeño, y estaba envuelto en un trozo de cuero. Lo abrió y le enseñó una aguja. Cuando Rura alargó la mano para tocarla, la apartó de su alcance.

—No lo toques. Está impregnada en un líquido que lo hará dormir en cuanto se la clavemos. —¿Clavársela?

—No le hará daño, te lo prometo.

Rura no dijo nada durante unos segundos, mientras miraba cómo Bahana se guardaba la aguja de nuevo.

—¿Estás segura de todo esto? —preguntó finalmente. —Es el único camino. Sé que no quieres irte, pero...

—No me refería a eso. Bahana, ¿qué te pasará a ti por ayudarme? ¿Y a Dosta?

—No nos pasará nada, no te preocupes. Dosta estará avergonzado durante un tiempo por haberse dejado engañar por dos mujeres, pero su orgullo se recuperará. En cuanto a mí, todavía estoy considerada una niña, y las leyes bakú me protegen. Me echarán una bronca monumental, y probablemente me obligarán a doblar los turnos en las cocinas, pero poco más. —Lo que no le dijo, era que, con toda seguridad, no le permitirían celebrar su mayoría de edad aquel año, y que tendría que retrasar doce meses sus planes de seducir al hombre de su vida durante las próximas fiestas de primavera.

—¿Y Hewan?

—Me odiará durante un tiempo, pero mamá y papá se encargarán de hacerle ver que en realidad le he salvado el pellejo. —Sonrió ampliamente intentando bromear—. Seré una heroína, ya ves.

Rura esbozó una triste sonrisa y la estrechó entre sus brazos.

—Ayúdale todo lo que puedas —le susurró al oído, esforzándose por no llorar—. Y ten mucha paciencia con él.

—Lo haré, no te preocupes. Pero ahora —siguió mientras se desembarazaba de su abrazo—, tienes que cambiarte de ropa. No puedes salir con ese quimono, llamas demasiado la atención.

Sacó unas prendas limpias que había escondido hacía un rato, antes de ir en busca de la princesa: unos pantalones de cuero y un top como los que ella solía usar, además de unas botas de caña alta y un manto con caperuza que la cubriría totalmente.

—¿De quién es esta ropa?

—No preguntes tanto, Rura, y cámbiate de una vez.

Le hizo caso. Sabía que había estado remoloneando, intentando alargar el máximo tiempo posible antes de escaparse, esperando un milagro que no iba a producirse, pero era momento de dejar de soñar y aceptar la realidad: se iba de Khot Bakú y no iba a volver nunca.

En cuanto se hubo cambiado, Bahana abrió la puerta que llevaba a uno de los cubículos llenos de vapor y la empujó dentro.

—Espera ahí. Tírate en el suelo. Cuando Dosta entre verá tu silueta entre tanta bruma, y cuando se agache a tu lado para ver cómo estás, le clavaré la aguja. Permanece bien quieta, como si realmente te hubieras desmayado, ¿de acuerdo?

A Rura no le dio tiempo a responder antes que Bahana desapareciera dejándola allí sola. Miró el suelo y se tumbó en él, intentando ponerse de manera que pareciera que se había caído. Esperó unos minutos que se hicieron interminables, hasta que oyó la enfurencida voz de Dosta acercándose.

—Si se ha hecho daño, Hewan me matará a mí por permitirle salir, y yo te mataré a ti por lianta. No sé por qué no aprendo contigo. Siempre consigues meterme en problemas.

—No te quejes tanto y espabila. Creo que se ha dado un golpe en la cabeza.

—¿En la cabeza? Por la madre montaña, me va a despellejar vivo.

Dosta entró seguido de Bahana. Vio el cuerpo tendido y se acercó en dos zancadas. El vapor era tan denso que a duras penas se veía nada dentro. Cuando se agachó, sintió un leve pinchazo en el cuello.

—¿Qué..?

El efecto del narcótico fue fulminante, y cayó hacia adelante, sobre Rura, aplastándola con su enorme cuerpo.

—Vaya, hombre —exclamó Bahana, fastidiada—. No podía caerse hacia un lado. —Ayúdame —protestó Rura mientras intentaba empujarlo para quitárselo de encima. Bahana se agachó y empujó a Dosta hacia un lado. El guerrero quedó boca arriba, con la cabeza ladeada.

—Venga, vamos.

—¿Estás segura que estará bien? —preguntó Rura mientras era arrastrada por Bahana. —Sí. Se despertará en un rato y solo le quedará un leve dolor de cabeza. —Y tanto rato aquí dentro... ¿no será malo para él? Bahana se detuvo y lo pensó durante un instante.

—Quizá tienes razón. Mejor que cierre los conductos por los que el vapor entra y deje la puerta

abierta.

Lo hizo con rapidez. Después ayudó a Rura a ponerse el manto y le cubrió toda la cabeza con la capucha.

—Vamos.

Bahana había escogido aquellos baños en lugar de cualquier otro porque estaban cerca de una de los corredores que llevaban a la salida. Era un pasillo que no solía estar demasiado concurrido, y solo se cruzaron con dos bakú que volvían del exterior, a los que saludó con una sonrisa.

No tardaron demasiado en encontrar la salida. Bahana se conocía todo aquello como la palma de su mano y no vaciló ni un momento cada vez que se encontraban con una encrucijada. Era realmente un laberinto, y Rura estaba convencida que si hubiera ido sola, ya estaría perdida.

Llegaron al exterior sin cruzar ni una palabra. Rura temblaba de dolor y tristeza, pero no vaciló ni un segundo en ir tras ella. El guardia apostado allí las detuvo y las interrogó durante un momento.

Bahana le contó una historia sobre ir a ver los caballos y que volverían en seguida, y el centinela no hizo más preguntas: no tenía ningún motivo para desconfiar de ella.

Bajaron por la ladera siguiendo un camino. Cuando ya estuvieron fuera de la vista del guardián, Rura se volvió un instante para mirar hacia atrás. Ya estaba hecho. Entonces supo que nunca más volvería ver a Hewan, y la desolación que se abrió ante ella la hizo jadear. El tiempo pasado a su lado había sido como un nuevo renacer, un sueño que había llenado su vida de esperanza, ilusión y sueños, y ahora que había despertado se encontraba de nuevo sumida en la nada más absoluta.

Se puso la mano sobre el corazón luchando por contener las lágrimas que, rabiosas, escapaban sin su permiso. Durante un segundo le pareció que ya no latía, que se había quedado tan muerto como ella se sentía, y se sorprendió al notar otra vez el acompasado ritmo.

Sonrió con amargura y bajó la cabeza, girándose para seguir alejándose. Durante toda su vida se había sacrificado por su padre, un hombre que no lo merecía, y nunca había sentido tal dolor en el alma. Pero Hewan valía su sacrificio. Los bakú lo valían. Y ella no merecía ser feliz, no después de todo el daño que había causado con su ciega obsesión por ganarse el cariño de su padre. Lo único que realmente sentía de toda aquella situación, era que Hewan también tuviese que sufrir. Solo esperaba que los dioses fueran misericordiosos con él, y le borraran pronto del pensamiento el recuerdo de su princesa.

—¿Mis padres están avisados? —preguntó Hewan respirando profundamente. Estaba mentalizándose para lo que iba a suceder en unos minutos.

—Sí. Te llevaremos allí en cuanto todo acabe. Aunque sigo sin comprender por qué no quieres que te llevemos a tu propia casa —contestó Jad.

Hewan lo miró como si sopesara el decirle la verdad o no. Al final optó por lo primero.

—No quiero que Rura me vea en el estado en que estaré.

—Débil y vulnerable.

—Azotado y sangrante. Ya ha habido demasiada violencia y dolor en su vida.

Hewan le había contado brevemente a Jad lo que sabía del pasado de Rura, y este comprendió la preocupación de su amigo, aunque estaba convencido que lo de "débil y vulnerable" también tenía su peso en la decisión que había tomado.

—No te preocupes. Yo cuidaré de ella mientras tanto.

—Dos días como mucho. Sabes que me recupero rápido.

—Esta vez no, amigo —sentenció el chamán en un susurro, y sabía de lo que hablaba. Los bakú se recuperaban con rapidez de sus heridas; por eso, cuando alguien era castigado, el cuero del látigo se untaba en un líquido que impedía que las heridas cicatrizaran, alargando así el proceso. Era doloroso, quizá cruel, pero eran pocas las veces que se recurría a este tipo de castigo. Hewan sabía que su sentencia se debía más a querer dar una lección (nadie está por encima de nuestras leyes), que al delito

en sí: las peleas entre guerreros eran algo habitual y se solucionaban con una disculpa y un apretón de manos.

El mismo lugar donde se habían reunido hacía un rato, se había convertido en una sala de castigo. Habían colocado el mástil donde le atarían en medio del círculo de columnas, y las cadenas con las que iban a inmovilizarle, colgaban siniestras.

Se habían convocado algunos testigos, y estaban empezando a entrar entre murmullos y susurros. Vasa, el presidente del consejo, se adelantó y empezó un discurso hablando de leyes y ejemplos, y las voces fueron apagándose poco a poco para prestarle atención.

—No dejes que hagan daño a Rura aprovechando que yo estoy fuera de combate. —Hewan lo dijo con una pasión y una fuerza que no auguraba nada bueno—. No voy a permitir que el miedo nos convierta en los animales que todo el mundo cree que somos. Házselo saber al consejo: si se atreven a ponerle una mano encima, lo pagarán caro.

Acto seguido, se encaminó hacia el centro de la sala donde lo esperaban el mástil y las cadenas. Murkha estaba allí esperándole para afianzar las esposas en sus muñecas.

—Si quieres parar esta estupidez ahora mismo —le susurró entre dientes antes de ponérselas—, solo tienes que decirlo.

—Gracias, Murkha, pero prefiero llegar hasta el final.

—Lo siento.

—Lo sé.

Se puso delante del mástil y levantó la mirada hacia las esposas. Alzó los brazos y Murkha las cerró alrededor de sus muñecas. Rugart estaba presente, observándolo todo con una sonrisa satisfecha.

—Me dan ganas de borrarle esa sonrisa de un puñetazo —masculló Murkha antes de apartarse. Rugart dio un paso hacia adelante y su voz tronó, llenando toda la sala.

—Como familiar directo de la parte ultrajada, reclamo el derecho a ser el ejecutor de la sentencia.

Murkha gruñó, mostrándole los dientes como si estuviera a punto de transformarse, y Rugart dio un paso hacia atrás, asustado.

—Un cobarde como tú no le pondrá las manos encima a nuestro sásaka —gruñó—. Como su segundo al mando me corresponde a mí empuñar el látigo.

—Eres su amigo —replicó, arrogante, y se dirigió a Vasa—. Nuestras leyes dicen que si un familiar de la víctima solicita ser el ejecutor del castigo, el consejo debe tomar en consideración su petición.

Bersandar, con la habitual calma que le proporcionaban la edad y la sabiduría que había acumulado a lo largo de los años, habló:

—Si quieres que tengamos en cuenta tu petición, tendremos que retirarnos para deliberar, y lo único que conseguirás será retrasar de forma indefinida este castigo. ¿Es lo que quieres?

Rugart gruñó algo que nadie entendió, y volvió a su lugar junto a los demás testigos. Bersandar sonrió y Vasa, con un gesto de la cabeza, indicó a Murkha que procediera.

Murkha cogió el látigo y lo hizo restallar en el aire para comprobar que era lo suficientemente flexible. Era de cuero, y llevaba entrelazadas pequeñas astillas de metal para rasgar la piel más fácilmente y provocar más dolor. Se encomendó a Devatoam, alzó el látigo, y golpeó.

Hewan apretó los dientes. El dolor fue lacerante, pero no insoportable. Había tenido heridas mucho más dolorosas. El segundo golpe fue más duro, sobre la primera herida abierta, y el sonido restalló por toda la sala. Para el tercer latigazo tuvo que morderse los labios, y sintió la sangre mojar su espalda. Con el cuarto, toda su ella empezó a palpitar. Con el quinto, lo único que existía era el dolor que se había apoderado de su cuerpo. Sintió las piernas debilitadas y se aferró a las cadenas con fuerza para soportarlo. Con el sexto cerró los ojos, incapaz de mantenerlos abiertos un segundo más, y le empezaron a lagrimear. Peleó contra el grito que se le estaba formando en la garganta, y odió a Rugart y a Dvasi con todas sus fuerzas por ponerlo a prueba de esta manera. Con el séptimo tuvo que luchar contra la necesidad de dejarse ir y perder la conciencia. El dolor era tal que durante un segundo pensó que no conseguiría aguantar. Nunca había tenido que soportar tanto. No habían pasado más que unos minutos, pero le parecía toda una vida. El octavo latigazo le llegó hasta el hueso, y lo único en lo que pensó, fue en si a Rura iban a molestarle las cicatrices que le quedarían. Con el noveno ya no fue capaz de pensar, y con el décimo, se aguantaba sobre sus propias piernas por puro milagro y cabezonería.

Murkha tiró el látigo al suelo y acudió a ayudarle antes que perdiera totalmente las fuerzas. Jad también corrió a ayudarlo, cogiéndolo por la cintura mientras el otro le soltaba las muñecas. Los brazos se desplomaron sin fuerza sobre ellos dos: había perdido la conciencia, pero había conseguido no soltar ni un solo grito a pesar de la brutalidad del castigo. Trajeron una camilla y lo acostaron boca abajo en ella, y lo trasladaron con rapidez a casa de sus padres.

Jad le lavó las heridas ayudado por Kucaan, mientras Murkha y Alu, su padre, esperaban inquietos en el exterior. En aquel momento Dosta se acercó a ellos corriendo, y murmuró algo al oído de Murkha, que masculló una serie de maldiciones que hicieron sangrar los oídos de Alu.

—Hewan no debe saberlo aún —le ordenó al guerrero—. Maldita sea, Dosta, cómo has permitido tal cosa. —Cuando el otro iba a contestar, continuó—: Da igual. Reúne a un grupo de hombres y sal a buscarlas. —Se giró hacia Alu—. Tú hija la ha liado buena esta vez —dijo bastante enfadado.

Alu suspiró con resignación.

—¿Qué ha hecho ahora?

—Ayudar a escapar a la princesa.