CAPÍTULO TRES
HEWAN salió de la cueva que era su hogar dando grandes zancadas, totalmente humano otra vez.
Su mente era un torbellino confuso de emociones. Odiaba a la zorra, la odiaba, se repetía una y otra vez, por todo lo que era. Llevaba la sangre de su enemigo, del hombre que estaba causando un gran sufrimiento a su pueblo, un hombre al que mataría sin dudarlo si tuviera la oportunidad. El emperador.
Los bakú habían vivido en paz durante muchos siglos. Los humanos de Kargul y las amazonas de Iandul sabían perfectamente que las montañas Tapher eran su territorio, y que no debían acercarse, excepto cuando querían utilizar el paso para atravesar las montañas. En ese caso, los bakú permitían a las caravanas cruzarlo previo pago de un peaje.
Pero cuando el Imperio se apoderó de Kargul, los viejos tratos murieron.
Los soldados llegaron al valle Tidur, junto al paso que cruzaba las montañas, y construyeron un fuerte para protegerlo, una edificación hecha de madera y piedras donde se cobijaban, y se mantenían vigilantes. Los bakú habían intentado disuadirles, negociando primero y atacando después, pero el Imperio era una fuente inagotable de hombres y armas, y los bakú eran muy pocos en comparación. Muchos murieron en esos enfrentamientos.
Para sobrevivir, los bakú se vieron obligados a cesar las hostilidades, manteniéndose en las montañas inexpugnables para los humanos.
Y detrás de los soldados, llegaron los campesinos.
Las tierras del valle Tidur eran muy generosas, fácilmente cultivables, y varias aldeas nacieron de la noche a la mañana. Los campesinos empezaron a arar la tierra, arrancando todo tipo de plantas para poder sembrar sus cultivos, y en consecuencia, los bakú corrían un peligro que solo ellos conocían: perder la flor de phüla.
Esta planta, de tallos largos y espinosos, solo florecía una vez al mes. Hasta la llegada de los colonos del imperio, la flor había llenado todo el valle Tidur, cubriéndolo como un manto lila. Pero con la llegada de los campesinos y sus arados, ahora únicamente se podía encontrar en un valle cerrado entre altos picos y acantilados.
Su flor, de pétalos liláceos, era fundamental para la salud de los bakú; sin la infusión que hacían con ella, y que tomaban cada semana en un ritual cargado de significado, enloquecían poco a poco, se volvían agresivos, violentos, asesinos, y acababan perdiendo su forma humana permanentemente.
Cuando eso ocurría, eran irrecuperables y tenían que ser sacrificados como un perro rabioso. Por eso la flor phüla era tan importante. Y con la presencia del Imperio en la zona, conseguirla estaba siendo cada vez más difícil.
Sin darse cuenta, Hewan llegó al hogar de sus padres. Había subido dos niveles sin ser consciente de lo que hacía, saludando mecánicamente a los bakú con los que se cruzó.
Se paró delante de la puerta, indeciso. ¿Por qué sus pies lo habían traído hasta aquí? Lo que necesitaba era salir afuera, que le diera el aire frío de la montaña; o quizá buscar alguna de las chicas que le hacían ojitos y echar un buen polvo.
La discusión con la princesita lo había puesto cachondo como un perro. Le dolían las pelotas y tenía la polla dura como el hierro, algo muy vergonzoso teniendo en cuenta que la falda con que se cubría se levantaba como una de esas tiendas que usaban los soldados para dormir.
No entendía por qué se había puesto así de encendido. Por regla general, no le gustaban las mujeres humanas, aunque había tenido su ración de ellas durante los doce meses que había pasado viajando por el Imperio, intentando comprender cómo funcionaba ese engranaje tan letal que les estaba asediando.
Rura era una mujer fría y manipuladora; se había dado cuenta de ello en cuanto abrió la boca y empezó a hablar. ¡Había intentado seducirlo para que la ayudara a escapar! ¡Por la Madre Montaña! Y él, en lugar de permanecer impasible, le había seguido el juego, acercándose a ella e inhalando su aroma, queriendo sonsacarle información y, de paso, ponerla nerviosa.
Pero esa mujer tenía los nervios de acero. Había hecho falta que él empezara a transformarse, dejando entrever mínimamente qué era, para que se descompusiera y desmayara.
Y no estaba seguro que aquello no fuese también una artimaña.
Lo peor de todo, fue que al oler la excitación en ella, se puso. como perro en celo. ¡Santa cumbre nevada!
Al final, después de estar titubeando un buen rato, entró.
El lugar donde vivían sus padres era más grande que donde residía él. Como soltero, no necesitaba más que tres estancias: una sala donde recibir a sus amigos, y dos dormitorios. La casa de sus padres tenía cuatro dormitorios, y el salón era más espacioso.
Estaba decorado de forma parecida a su casa: con muchas alfombras y cojines. Los bakú no usaban muebles, excepto en el comedor comunal, y estos eran más por una necesidad de mantener el orden durante las comidas, que por comodidad.
Su madre estaba sentada sobre los mullidos cojines, con la espalda apoyada en la pared, remendando una tela que Hewan no supo ver qué era.
—Hola, mamá —dijo al entrar, y se agachó para darle un beso en la frente.
—Hola, hijo. ¿Es cierto lo que he oído? —preguntó dejando la costura a un lado y dando golpecitos en el cojín que había a su lado, para que Hewan se sentara allí.
Él obedeció, dejándose caer con indolencia, poniendo la cabeza sobre el regazo de su madre y cerrando los ojos.
—Veo que las noticias vuelan.
—Hay mucho chismoso —dijo una voz cantarina saliendo de dentro de uno de los dormitorios. Era su hermana Bahana, que salió y se sentó al otro lado de su madre—. Ya conoces a Murkha: le faltó tiempo para venir en busca de papá para contarle tu última estupidez. —Se rio, divertida—. ¡Y vaya estupidez!
—¡Oh, cierra la boca, enana! —protestó con fastidio.
—Tu hermana tiene razón —lo amonestó Kucaan, su madre—. Traer a esa mujer aquí ha sido una idiotez. ¿En qué pensabas?
—Pues cuando os diga quién es, me vais a echar a los lobos —masculló, ofendido.
Las dos mujeres se quedaron silenciosas y expectantes, esperando que siguiera hablando, y cuando no lo hizo, Bahana lo pellizcó en el hombro desnudo.
—¡Ay! —gritó como un crío, y se incorporó de golpe—. ¿No puedes estarte quieta y dejarme en paz? He venido a hablar con mamá, no a soportar tus niñerías.
—Ñeñeñeñeñe —lo provocó Bahana, sacándole la lengua.
—¡Basta! —Kucaan parecía enfadada—. Bahana, vete a ayudar a Jad con las flores phüla. La aludida se levantó, indignada.
—Siempre me echáis cuando la conversación se pone interesante —refunfuñó. —Aún eres una niña —la regañó Hewan.
—Por poco tiempo, hermanito. —Puso una expresión pícara en el rostro, y sonrió con malicia—. En el próximo cambio de estación, seré oficialmente una mujer, y no podrás mangonearme como hasta ahora. ¿Qué harás entonces?
—Suicidarme, probablemente —masculló Hewan entre dientes, y se ganó una colleja de su
madre.
—Eso ni en broma, muchacho. El que ahora seas el sásaka de nuestro pueblo, no quiere decir que tu madre vaya a consentirte estas tonterías.
Bahana se fue riéndose a carcajadas a costa de su hermano, y Hewan miró a su madre con los ojos entrecerrados mientras se frotaba la nuca.
—Mamá, a veces no comprendo cómo te soporta padre.
—Yo también me lo pregunto —contestó, simulando que se quedaba pensativa—. Supongo que será porque soy muy buena en el sexo. —¡Mamá!
Kucaan se echó a reír ante la mojigatería de su hijo, incapaz aún de asimilar que sus padres tuvieran sexo, y de una forma muy habitual.
Qué parecidos eran Hewan y Alu, su padre. Después de casi treinta y cinco años juntos, el hombre aún se sonrojaba cuando le pedía según qué cosas.
—Ahora que ya estamos solos, dime a qué has venido.
Hewan se dejó caer hacia atrás, apoyándose en la pared, y estiró las piernas cuan largas eran.
—Se trata de la prisionera. Tenías razón al decirme que no debí traerla, pero no pude evitarlo. Cuando la vi. me sentí muy atraído por ella.
—Pensaste con la polla en lugar de con la cabeza. ¡Qué raro en un hombre! —refunfuñó Kucaan.
Hewan negó con la cabeza, para acabar asintiendo. —Supongo que sí. El problema es que. es una princesa.
—¡Por la Madre Montaña! —se horrorizó—. Se echarán sobre nosotros. ¿Qué has hecho? —Una locura, ya lo sé. Pero creo que tengo la solución a ese problema.
—Pero no has venido aquí para hablar de tus planes: para eso tienes a tus hombres de confianza. ¿Para qué has venido realmente, Hewan?
Miró a su madre. ¿Para qué había ido allí? Ni siquiera él lo sabía. O quizá sí, pero no quería reconocerlo.
—Quieres follártela —soltó Kucaan finalmente, al ver que su hijo no soltaba prenda.
—Joder, mamá, no seas tan directa, ¿quieres? —protestó. Hablar con su madre de sexo era algo extraño, pero siempre había confiado en sus buenos consejos, y por los dioses que ahora necesitaba uno—. Está bien, sí, es eso. Pero no creo que esté bien. Piensa que somos animales, pero se excitó cuando me acerqué a ella en forma humana. Y el aroma de. bueno, ya me entiendes, me volvió loco.
—Tú la deseas, ella te desea. Sedúcela y quítatela de la cabeza.
—Es mi prisionera, mamá. No sería ético. Además, es nuestra enemiga. No debería desearla, sino odiarla.
—Es una mujer, hijo, no un soldado. Y seducirla es tan ético como lo que ellos nos están haciendo a nosotros.
Hewan la miró con seriedad, negando con la cabeza.
—A veces, pienso que mi lado perverso lo he heredado de ti y no de papá —murmuró. —De eso puedes estar seguro, hijo. Por las venas de tu padre no corre ni un solo gramo de malicia.
—Te quiero, mamá —le dijo dándole un beso en la frente. —Yo también a ti, hijo mío.
Rura despertó con un sobresalto. Durante un momento pensó que todo había sido un mal sueño, pero al abrir los ojos y ver que todo había sido real, soltó un gemido mezcla de desasosiego y furia.
El maldito bakú la había engañado: no era un prisionero, sino su captor. Había aparecido ante ella como humano y.
En ese punto, Rura dejó de pensar. ¡Como humano! Los bakú podían parecer humanos. eso era algo que nadie sabía. Todo el mundo pensaba que eran poco más que animales, con esos cuerpos inmensos y peludos, y mandíbulas llenas de dientes afilados. Pero eran más, mucho más.
Ese bakú... (Hewan, había oído que lo llamaban), había sido completamente humano cuando entró por la puerta. ¡Ni siquiera lo había reconocido!
Se llevó la mano a la boca, ahogando una exclamación. Si se veían tan humanos que no se podían diferenciar. podían pasearse libremente por cualquier lugar del imperio sin ser detectados.
Si le llevaba esa información a su padre quizá.
No. A su padre no. Nunca más. Cuando consiguiera escapar, (porque no tenía duda que de una forma u otra, lo conseguiría), iría a Kayen.
Kayen. Pensar en el gobernador hizo que se sintiera extraña. Había sido su esposa durante cinco largos años, y ella lo había odiado cada segundo.
Cuando su padre le había dado la noticia que iban a casarla con él, se había revelado interiormente, pero calló. Sabía que era inútil oponerse, porque cuando el príncipe heredero daba una orden, era obedecida sin dudar. Y cuando le dijo el motivo, casi se echa a reír histéricamente. Por supuesto, ¿cómo iba a ser de otra manera?
Nikui quería que lo espiase. No le dijo nada más, pero Rura supo leer entre líneas. Kayen era un general venerado por sus numerosas tropas, alguien carismático que podía convertirse en un peligro si decidía que quería convertirse en Emperador, y si eso sucedía, estallaría una guerra civil que pondría en jaque al Imperio entero. Pero lo que su padre temía verdaderamente, era que Kayen ganase los suficientes adeptos como para salir vencedor.
Nikui había esperado toda una vida para convertirse en Emperador a la muerte de su padre, y no quería ver peligrar su futuro por culpa de un guerrero salvaje al que despreciaba en su fuero interno. Por eso la había metido a ella en su vida, colgándola del cuello de Kayen como una sentencia en caso que tomara decisiones equivocadas.
Durante cinco largos años, había cumplido con su cometido, haciendo cualquier cosa, incluso seducir a Yhil, el senescal de Kayen, cuando fue necesario. Durante cinco angustiosos años, odió a Kayen con todas sus fuerzas, cuando debería haber odiado a su propio padre por haberla usado durante toda su vida como un peón en un tablero de ajedrez, alguien útil pero fácilmente prescindible.
Le había prometido tantas cosas.
—Rura.
—¿Sí, Alteza Imperial?
Con doce años, Rura sabía perfectamente que cuando su padre se acercaba a ella y la llamaba por su nombre, era porque estaba a punto de pedirle que hiciera algo.
Hasta aquel momento habían sido niñerías insignificantes, más para poner a prueba su lealtad que otra cosa, pero aquel día intuyó, por la gravedad en el semblante de su padre, que iba a ser diferente.
—Hay algo que tienes que hacer por mí. —Siempre empezaba con esa frase, y le daba una ligera palmada en la cabecita que ella tomaba siempre por un gesto cariñoso—. Pero hoy será algo especial que no has hecho nunca.
Un "encargo especiallo llamó. Y le dijo que a cambio, podría dejar de ser la doncella de sus hermanastras y empezar a llamarlo padre. Incluso ordenaría a todo el mundo que empezara a llamarla princesa, y que la honraran como tal
Ella aceptó inmediatamente. No lo dijo con palabras, porque sabía que no tenía opción, pero por primera vez se prestó a lo que fuera de forma voluntaria, con alegría incluso, porque pensó que la recompensa lo valía.
Pobre niña ilusa.
Nikui la cogió de la mano y la llevó por el palacio hasta el ala donde dormían los invitados. En aquella parte siempre había gente importante que no debía ser molestada, y ella siguió a su padre con renuencia porque se le había prohibido multitud de veces que pisara aquellas baldosas.
Entraron en unas dependencias. Era una habitación hermosa, como todas las de palacio, con una enorme chimenea que chisporroteaba, sofás tapizados en seda, alfombras cubriendo el suelo, y cortinajes de terciopelo.
—Esperarás aquí, Rura. Vendrá un hombre, y harás todo lo que te diga, sin lloros ni protestas, ¿entendido?
Rura asintió con su pequeña cabecita, mirando a su padre con sus enormes ojos asustados. No sabía qué querría ese hombre de ella, pero su corazón le decía que no iba a gustarle nada.
Su padre se fue, y se quedó allí sola y asustada, con el pequeño cuerpecito temblando, hasta que el hombre entró.
Su padre había vendido su virginidad, a cambio de un tratado comercial con unas lejanas islas, cuando solo contaba doce años. El recuerdo del dolor, de los manoseos y la humedad de la lengua recorriéndola, aún estaban muy presentes en su mente. Durante mucho tiempo tuvo pesadillas con aquella noche, y se tenía que levantar de la cama y frotarse enérgicamente durante horas con la esponja empapada en agua y jabón hasta enrojecerse la piel, y ni siquiera así conseguía sentirse limpia.
Pero a cambio, consiguió poder llamar padre a Nikui, y dejar de ser una simple doncella. Tuvo su propio dormitorio, y sus propias sirvientas para atender sus necesidades. ¿Qué importaba, que de vez en cuando, su padre volviera a pedirle uno de esos "encargos especiales"?
Rura respiró con profundidad, llenando los pulmones de aire y exhalándolo lentamente, buscando tranquilizarse.
Se levantó, tambaleante, y miró alrededor. Estaba temblando, con el frío adherido a los huesos, y buscó una manta con la que envolverse. La encontró en un rincón, y después caminó hasta la pared y se dejó caer allí al suelo, tapándose.
Maldito fuera su padre.
Estaba medio adormecida cuando oyó entrar a alguien. Abrió los ojos y se encontró con el rostro de una muchacha de ojos grises y pelo rubio, muy cerca del suyo propio.
—Te he traído algo de comer —le dijo señalando con el dedo hacia su espalda—. Supongo que tendrás hambre, y el idiota de mi hermano ni siquiera habrá pensado en ello.
La muchacha, que había estado acuclillada a su lado, se levantó y dio dos pasos atrás, apartándose. Vestía como un hombre, con pantalones de ante teñidos en rojo chillón, y un chaleco cerrado que dejaba su ombligo al aire.
Rura vio que había vuelto a poner en su sitio la mesita que ella había tirado, y encima había una bandeja con varios cuencos de fruta y un guiso que olía muy bien.
—Me llamo Bahana, y soy la hermana del impresentable que te ha secuestrado. ¿Y tú eres..?
Rura se levantó, intentando mantener la dignidad.
—La esclava de tu hermano —dijo, apartándose un mechón de pelo del rostro.
—¿Esclava? Los bakú no tenemos esclavos. Nuestras manos son lo suficientemente fuertes como para hacer cualquier trabajo. No necesitamos que otros lo hagan por nosotros. Tú eres su prisionera, no su esclava.
—¿Y cuál es la diferencia? —Cogió el collar que tenía alrededor del cuello y tiró de él—. Sigo estando encadenada.
Bahana se encogió de hombros y sonrió.
—Vas a volverle loco —sentenció ensanchando la sonrisa—. Será divertido.
Cuando se dio la vuelta y se fue, riendo, Rura se permitió el lujo de dejar de lado la dignidad y lanzarse sobre la comida que había traído. Estaba famélica y se lo comió todo con rapidez, pensando que si Hewan volvía antes que se lo hubiera terminado, sería capaz de quitárselo para mortificarla.