CAPITULO DOS
—¿QUÉ hacen esos ahí? —murmuró Murkha, agazapado detrás de la enorme roca que lo mantenía fuera del alcance de los ojos de los soldados imperiales que habían acampado unos metros más abajo, al lado del camino.
—Van a jodernos —susurró Jadugara, el chamán—. Esta noche es la noche, Hewan. Si no conseguimos las phülas, tendremos que esperar otro ciclo lunar, y no hay suficientes.
Hewan asintió con la cabeza. Sabía perfectamente cuán importante era la flor para su pueblo, y nada debía impedirles ir hasta el valle para recolectarlas. Pero aquel destacamento de soldados imperiales estaban acampando precisamente delante de la entrada oculta que llevaba al único lugar de todas las montañas Tapher, en que la maldita flor crecía ahora.
—Tendremos que atacar. Murkha, que los bakú se preparen —ordenó sonriendo con ferocidad.
Los soldados imperiales iban a llevarse la mayor sorpresa de su vida. De hecho, la última sorpresa de su vida.
Rura bajó del palanquín en el mismo momento en que los porteadores lo dejaron en el suelo. Necesitaba caminar un poco antes de cenar. El paso era un estrecho cañón de altas paredes escarpadas y desnudas, que de vez en cuando se ensanchaba lo suficiente como para permitir que algunos árboles crecieran en la linde, allí donde los cascos de los caballos no pisoteaban la tierra. Estos remansos espaciosos eran aprovechados por las caravanas para acampar y aunque hacía años que el trasiego había abandonado aquel lugar, todavía quedaban restos que evidenciaban su pasado.
Aquella noche no iban a montar la tienda en la que había dormido durante todo el viaje. En realidad, ésta se había quedado en el fuerte junto con la mayoría de los criados que los habían acompañado, así que las noches que pasarían en el cañón, no le quedaría más remedio que dormir encogida en el suelo del palanquín si quería evitar dormir sobre la tierra.
Los hombres estaban cansados, pero cada uno se ocupó de sus obligaciones. Algunos se encargaron de los caballos: había que cepillarlos y darles de comer. Otros se encargaron del fuego y de la comida para los hombres, y los que se iban a hacer cargo de la primera guardia se conformaron con un trozo de pan y carne seca antes de ocupar sus puestos.
Rura cenó en silencio, como siempre desde que había abandonado Kargul, y se encerró dentro del palanquín, envolviéndose en una manta para protegerse del frío.
Un aullido la despertó.
Los hombres bestia de Hewan atacaron tirándose por la pared vertical, cayendo durante varios metros. Era como si llovieran del cielo.
Tomaron por sorpresa a los soldados imperiales, que a duras penas pudieron reaccionar, desenvainando las espadas y quedándose congelados ante los monstruos que los atacaban.
Los hombres bestia eran realmente horribles. Medían unos dos metros y medio de alto, con cabezas alargadas parecidas a un perro, grandes mandíbulas repletas de dientes afilados, y enormes garras con las que podían despedazar a un ser humano sin esfuerzo. El pelo los cubría de pies a cabeza, y la única ropa que llevaban era una falda de lana vasta que los cubría de la cintura hasta la mitad de los muslos.
En un momento, los gruñidos de los hombres bestia y los gritos de los soldados, se unieron llenando el aire con una cacofonía terrorífica que reverberó por todo el valle.
Rura se despertó con el primer grito. Asomó la cabeza por la ventana del palanquín, apartando solo un poco la cortina que la protegía. Lo que vio la dejó horrorizada. Unos enormes animales que caminaban sobre sus pies, estaban atacando a los soldados.
Hombres bestia, pensó, y ahogó un grito de terror mordiéndose la mano.
Salió del palanquín por el otro lado, que quedaba cerca del camino y de un grupo de árboles. Si conseguía llegar hasta allí, quizá podría esconderse y salvar la vida.
Se arrastró por el suelo sin soltar la manta. El color oscuro cubriría los bordados brillantes de su quimono, y la ayudaría a confundirse con el entorno. Era casi de noche, y la oscuridad había envuelto el lugar.
Ya casi había llegado a su destino cuando alguien se le echó encima.
Hewan había acabado con cuatro soldados y estaba peleando con un quinto. Le lanzó un zarpazo al cuello, pero el otro lo esquivó, devolviéndole el golpe con la espada, que le rozó el costado y le abrió un corte. Aulló más de rabia que de dolor, saltó y le golpeó el pecho con los dos enormes y peludos pies. El soldado trastabilló, bajando la guardia, y Hewan aprovechó para desgarrarle la garganta.
Se giró buscando otro enemigo, y entonces lo vio: era un pequeño bulto reptando por el suelo como una serpiente.
Olfateó el aire y rugió con fuerza, encorvando la espalda y separando los brazos del cuerpo, con sus grandes manos abiertas.
El bulto estaba a varios metros, pero Hewan era un bakú, y podía salvar esa distancia en un solo salto.
Cayó sobre sus pies al lado mismo, alargó la mano y, agarrando la manta, tiró.
Una mujer.
Hewan parpadeó, confuso, ante aquella visión.
Era una mujer hermosa, de ojos negros como el cielo nocturno, igual a la larga melena que le caía en cascada por los hombros y la espalda. Vestía un quimono de seda y, aunque ahora estaba manchado por la tierra, era evidente que era costoso.
La mujer se había girado sobre el suelo cuando él tiró de la manta, y ahora estaba de espaldas, con los codos apoyados sobre el suelo, e intentaba huir moviéndose hacia atrás, alejándose de él. No había proferido ni un solo grito, pero estaba claro que tenía miedo. Cualquiera lo tendría en su lugar.
Hewan sonrió y se acercó a ella.
—¿A dónde crees que vas, mujer? —gruñó con esa voz cavernosa que le salía siempre que estaba transformado en bestia
Ella lo miró con los ojos centelleantes y, a pesar de la humillante postura, alzó la barbilla, orgullosa.
—Es evidente que intentaba esconderme —contestó.
—Pues no lo has hecho muy bien —se burló Hewan, cogiéndola por la muñeca y obligándola a levantarse de un tirón.
Al levantarse tan bruscamente, el quimono se deslizó y dejó los hombros al descubierto. La piel dorada llamó la atención de Hewan, que fijó los ojos allí y ensanchó la nariz, olfateando.
Por Devataom, pensó sorprendido. Aquel aroma lo llamaba como la miel a las moscas, y su polla creció inesperadamente, amenazando con levantar su falda como si de una tienda de campaña se tratara.
Gruñó, enseñando los dientes, enfurecido por esta extraña reacción de su cuerpo. Quería asustarla, pero ella se limitó a echar los hombros hacia atrás, levantar la barbilla y mirarlo con orgullo.
—No me gruñas —le dijo, y sonó como una orden dada por alguien acostumbrado a ser obedecido.
Aquello era interesante.
La agarró por la cintura con una mano y la levantó del suelo para ponerla sobre su hombro. Se giró y regresó hacia el campamento, donde sus hombres ya habían dado cuenta de todos los soldados.
Boca abajo sobre la espalda de aquella bestia, Rura pudo ver el tamaño de la masacre. Todos los soldados que Kayen había enviado para protegerla, estaban muertos. Los porteadores, también. Lo que no comprendía era por qué ella seguía viva. Dudaba mucho que aquel gran macho peludo se sintiera atraído por ella, a pesar de la evidente reacción que había visto en su entrepierna.
—No me gusta que me lleven como si fuera un saco de harina —protestó con voz fría.
Hewan se rio torvamente. Aquella mujer era extraordinaria. O muy estúpida. Cualquier otra en su lugar estaría llorando y suplicando por su vida, o por una muerte rápida. En cambio, esta intentaba darle órdenes y protestaba serenamente por la forma en que la estaba tratando. Ni siquiera pataleaba, como si la dignidad lo fuese todo para ella, incluso en la posición en la que estaba.
—No me interesa lo que te gusta o no, mujer.
—Tu hombro se me clava en el estómago, animal descerebrado.
Incluso cuando lo insultaba, se mantenía fría como el hielo de las montañas.
Hewan soltó una risotada. Por respuesta, le dio una palmada en el trasero que a Rura le escoció.
—Animal —siseó, pero no dijo nada más.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó Murkha acercándose, mirando divertido las piernas que habían quedado desnudas al subírsele el quimono hasta los muslos.
—Un regalo ofendido —contestó Hewan con una sonrisa—. ¿Verdad, nena? —le preguntó a Rura dándole otra palmada en el trasero.
Ella no respondió, pero él notó cómo todo su cuerpo se envaraba.
—¿Qué piensas hacer con ella?
—Convertirla en mi mascota.
La afirmación, dicha en tono jocoso, hizo reír a Murkha, pero a Rura le subió un escalofrío por la columna vertebral. Le había sonado como una sentencia de muerte.
Media hora después, Rura estaba sentada en el suelo, con las manos atadas con una cuerda, cuyo otro extremo estaba en las manos de Hewan, que se mantenía a pocos pasos de ella, vigilante.
Cuando Jadugara, el chamán de los bakú, llegó por fin con el zurrón lleno de flores phüla, se pusieron en marcha.
Hewan tiró de la cuerda, forzando a Rura a ponerse en pie y caminar, o a ser arrastrada. —¿Tendrás bastantes hasta la próxima luna llena? —le preguntó al chamán. Aún estaban todos en su forma de bestia. Jadugara lo miró con su único ojo y se encogió de hombros.
—Sin problemas. ¿Algún herido?
—No.
—Excepto tú. ¿Crees que no he olido tu sangre? Hewan se encogió de hombros.
—Es solo un arañazo. Habrá tiempo de atenderlo cuando lleguemos a casa.
Dos horas después, Rura no podía dar un paso más. El ritmo de los hombres bestia era muy rápido, algo fácil de mantener con sus piernas largas y sus músculos prominentes, pero ella era mucho más bajita, y no estaba acostumbrada a hacer ejercicio.
—No puedo más —dijo, parándose y dando un tirón de la cuerda.
Hewan, por toda respuesta, volvió a colgarla de su hombro y siguió caminando.
Empezaba a amanecer cuando estaban acercándose a la entrada de su hogar. Hewan la puso de pie sobre el suelo, la miró a los ojos y llamó al chamán.
Jadugara se acercó mientras sacaba un frasco del zurrón. Sabía perfectamente qué necesitaba Hewan de él. Empapó un trozo de tela con el líquido del interior y se lo puso a Rura sobre la nariz y la boca.
Rura intentó forcejear durante un momento, pero cayó inconsciente casi inmediatamente. Hewan la sostuvo entre los brazos, apretándola inconscientemente contra su pecho en un gesto protector del que no se percató.
—¿Tardará mucho en despertar?
Jad negó con la cabeza.
—Media hora. ¿Por qué la has traído?
—¿No me has oído antes? Necesito una mascota —bromeó.
Jad se lo quedó mirando muy serio durante unos instantes. Después sacudió la cabeza y alargó el paso, dejándolo atrás.
Khot Bakú, el hogar de los hombres bestia, era una caverna gigantesca. Accedieron a ella a través de un túnel angosto y oscuro, lleno de recovecos, sucio y maloliente, que no invitaba a presagiar lo que se encontraba al final.
La caverna estaba iluminada uniformemente por una extraña luz; era como si los puntos de luz estuvieran suspendidos en el mismo aire, y flotasen livianos como dientes de león, mecidos por la brisa.
Tenía once niveles, a los que se llegaba a través de intrincadas escaleras talladas en la roca, protegidas por sólidas barandas decoradas con diversas escenas cotidianas gravadas en ellas.
En cada nivel se apreciaban las entradas a múltiples cuevas, los hogares habitados por cada familia, que protegían su intimidad tapándolas con una especie de cortinas trenzadas con hilos multicolor, que sobresalían sobre la monotonía gris de la roca, dándole al lugar un aspecto vivo y alegre.
El camino de acceso de cada nivel estaba protegido por una balaustrada que daba un rodeo a la totalidad de la caverna, y también había una intrincada red de puentes colgantes, hechos de madera y lianas, que cruzaban el aire y acortaban el camino entre los distintos extremos de cada nivel.
A ras de suelo había una enorme cocina de carbón, con grandes ollas, pucheros, sartenes y cazuelas humeantes, atendidas y vigiladas por al menos dos docenas de mujeres, que charlaban, bromeaban y reían entre ellas mientras la mezcla de deliciosos aromas se extendía por la caverna.
Sobre la cocina, colgando del lejano techo durante metros y metros, una chimenea de construcción natural, un capricho de la naturaleza en forma de embudo invertido, que absorbía todo el humo y el vapor que emanaba de la cocina, impidiendo que el aire resultara irrespirable, expulsando los gases nocivos en multitud de agujeros en la superficie, que se extendían en varios quilómetros a la redonda.
Alrededor de la cocina, puestas con cuidadosa armonía, filas y filas de mesas y bancos, donde los bakú se sentaban cada hora de comer.
Entre mujeres, hombres y niños, la caverna daba refugio a casi dos mil personas.
Rura despertó al cabo de poco rato, sintiéndose mareada y desorientada. Se encontró tumbada en el suelo, sobre una mullida alfombra multicolor, tejida con intrincados dibujos tribales. Levantó la cabeza poco a poco, llevándose una mano a la cabeza, intentando enfocar la vista.
Era un lugar cálido y acogedor, muy colorido. La alfombra sobre la que estaba no era la única; había varias esparcidas, cubriendo totalmente el suelo, y otras en las paredes, colgadas como tapices, revistiéndolas, dando un toque muy hogareño.
También había muchos cojines sobre las alfombras, de colores brillantes, y una mesita baja en el centro, de madera labrada, sin nada encima.
Se movió intentando levantarse, y un tintineo unido a un extraño peso en su cuello, le llamó la atención.
Se llevó la mano al cuello y se encontró con un collar metálico del que pendía una cadena. Extrañada, tiró de la cadena, y se dio cuenta que estaba clavada en la pared. Estaba prisionera.
De golpe, le llegó el recuerdo de lo sucedido: el viaje hacia las montañas, el ataque de los hombres bestia, y aquel enorme monstruo que se la había llevado a la fuerza.
—¡¡¡¡AAAAGGGGG!!!! —gritó con todas sus fuerzas, llena de ira—. ¡¡¡Maldito animal!!!
Se levantó, y en un ataque de furia, fue cogiendo los cojines del suelo y los tiró contra las paredes, uno tras otro, y volcó la mesa. Frustrada, se quedó en mitad de la estancia, con los puños apretados y respirando agitadamente.
Una de las alfombras se movió, y vio que esa no estaba sobre una pared, sino que tapaba un hueco excavado en la roca: un acceso a otra parte.
Caminó hacia allí, decidida, sin darse cuenta que la cadena no era lo suficientemente larga, y tiró de ella cuando no dio más de sí, haciendo que se cayera de culo al suelo.
—Maldita sea —susurró, poniéndose de rodillas y frotándose las nalgas con una mano.
L a cortina se abrió en ese momento, y entró un hombre que se la quedó mirando con una sonrisa burlona en los labios, y los brazos cruzados sobre el desnudo torso.
El hombre era alto y musculoso, y solamente vestía una falda de cuero que le llegaba a las rodillas. Iba descalzo.
Tenía el pelo castaño muy claro, casi rubio, y lo lucía largo y suelto, cayéndole sobre los hombros en una ensortijada ondulación. Los ojos, de un gris tormentoso que le erizó el vello, la miraban risueños por debajo de unas pestañas largas y tupidas. Tenía unas cejas espesas, que se arqueaban con diversión mal contenida. Los labios, gruesos y carnosos, le parecieron los más seductores que había visto en su vida.
La forma en la que se movió a su alrededor, mirándola sin decir nada, se asemejaba a la de un felino, sigiloso y peligroso, y ese aire se acentuaba con la rubia melena leonada que le caía por los hombros.
La miró apreciativamente, con una sonrisa sardónica plasmada en los ojos, y una ligera curvatura acentuando los labios.
En contra de su voluntad, a Rura se le erizaron los pezones y su coño se empapó de un deseo que no debería sentir en la situación en la que estaba.
—¿Quién eres tú? —le preguntó, levantándose del suelo y mirándolo con altivez. Él se limitó a ensanchar la sonrisa.
—Las preguntas las hago yo —contestó ladeando la cabeza ligeramente—. Mi amo desea saber quién eres, y qué hacías tan lejos de los caminos seguros del Imperio. —¿Tu amo? Eres un esclavo —dijo con desdén.
—Prisionero. Como tú. —El gesto de desprecio en el rostro de Rura fue tan evidente, que el hombre se rio descaradamente—. Sí, cariño, como tú. No sé a lo que estabas acostumbrada hasta ahora, pero te aseguro que es mejor que lo olvides.
El hombre seguía caminando lentamente a su alrededor, mirándola de arriba a abajo. Rura se negó a seguirlo girando sobre sí misma, y se mantuvo quieta en su lugar, esperando que él completara el círculo. Cuando terminó y volvieron a estar cara a cara, se acercó a él y bajó la voz.
—Tú no estás encadenado.
—He aprendido la lección. No hay forma de escapar de aquí.
—Y, ¿dónde es aquí?
—Khot Bakú, el hogar de los bakú.
—¿Los bakú? —preguntó Rura con extrañeza.
—Es el nombre que los hombres bestia se dan a sí mismos.
Rura se estremeció.
—Más bestias que hombres, es lo que son. Bestias inmundas. Mataron a toda mi escolta, sin mediar provocación. —El menosprecio en la voz de Rura era evidente—. Solo estábamos de camino hacia el convento de las Hermanas Entregadas, donde iba a quedarme.
—¿Tú? ¿Una hermanita? —preguntó con sorna el desconocido.
Rura gruñó.
—No iba de buena gana, créeme. Órdenes del gobernador.
—Así que, —el hombre se acercó a ella hasta casi tocarse. Rura tuvo que levantar la barbilla para poder mirarlo al rostro—, fuiste una niña mala, y el gobernador se enfadó y te castigó.
La voz seductora y el aroma masculino que la envolvieron, casi la perdieron. Resopló para recuperar el control de sí misma, y se encogió de hombros. —Algo así.
El hombre dio dos pasos atrás y volvió a mirarla de arriba a abajo.
—Vienes de una familia rica, eso es evidente. Con lo que cuesta el quimono que llevas, en el Imperio comería una familia entera durante todo un año.
—Exacto. —Los ojos de Rura se iluminaron con una idea. Quizá este desconocido podría ayudarla a escapar si lo incentivaba adecuadamente—. Mi familia es muy rica, y pagaría generosamente a quién me rescatara o ayudara a escapar.
Los ojos del desconocido brillaron con codicia.
—Cuando dices muy rica, ¿a qué te refieres exactamente?
—Me refiero a la clase de riqueza que solo una familia en todo el Imperio puede poseer — musitó—. Me refiero a la riqueza que viene con el poder imperial.
Las fosas nasales del hombre se dilataron, y aspiró una profunda bocanada de aire. —¿Y cómo has dicho que te llamabas? —No lo he dicho.
El hombre volvió a cruzarse de brazos, y en esa postura, los bíceps se hincharon. Rura sonrió con coquetería, y se llevó una mano al cuello. Frunció el ceño al toparse con el collar, pero se repuso con rapidez, y deslizó los dedos por el escote del quimono. —Puedo ofrecerte... otros alicientes —susurró. —¿Cómo te llamas? —insistió el desconocido.
—Rura —dijo con voz suave y musical, acariciándolo con ella, mientras daba dos pasos para acercarse a él, alargando la mano para rozarlo.
Era hermosa y lo sabía, y si la promesa de una cuantiosa recompensa no era suficiente estímulo, pensó que no sería un sacrificio para ella seducirlo, con tal que la sacara de allí.
—Rura —repitió él con voz helada, apartándose de su toque—. Como la princesa que está en
Kargul.
Rura se encogió de hombros mientras se contoneaba.
—Esa soy yo. Y mi padre pagará mi peso en oro si consigues sacarme de aquí. —Tu padre es el príncipe Nikui, el heredero del Imperio.
La voz del hermoso hombre sonó tan dura y fría, casi como una amenaza, que Rura se estremeció, pensando que quizá había cometido un error capital. No se equivocaba. Alzó la barbilla con insolencia y lo miró, desafiante. —Sí. ¿Tienes algún problema con eso?
—¿Yo? —preguntó mientras se acercaba a ella, con ira contenida en la voz.
Peligrosas oleadas de agresividad emanaron de él y Rura retrocedió todo lo que pudo. Tropezó
con la mesa que antes había volcado y se cayó al suelo de lado, haciéndose daño en el brazo. Respiraba agitadamente, estaba asustada y quería echar a correr, pero no podía.
El hombre se inclinó sobre ella. Su rostro empezó a cambiar, los huesos crujieron mientras se movían de sitio, recomponiéndose, hasta que tuvo frente a ella el rostro del bakú que la había capturado y llevado hasta allí.
—El problema lo tienes tú, pequeña —le dijo con una sonrisa que mostró la hilera de dientes afilados que había en su boca.
Por primera vez en su vida, Rura gritó de terror y su cerebro colapsó, desmayándose.