CAPÍTULO CINCO

HEWAN abandonó los baños con el quimono chorreando en la mano. En la entrada estaba Murkha, haciendo guardia como le había pedido.

—No dejes entrar a nadie excepto a mi hermana. Y no dejes salir a la princesita, aunque no creo que lo intente —le dijo.

Su lugarteniente asintió con la cabeza mientras lo observaba marchar.

Estaba bastante enfadado. La idea de utilizarla como rehén para obligar al Imperio a alejarse de sus tierras no iba a ser efectivo porque la princesita era una bastarda, y todo el mundo sabía que en el Imperio había demasiados hijos bastardos con sangre imperial como para que se molestasen por uno que, encima, era una mujer. Pero si sabían que estaba viva, el gobernador de Kargul se vería obligado a ir a buscarla, y eso sería un grave problema para su pueblo. Por eso había decidido hacerles creer que estaba muerta, víctima de los animales salvajes. Era improbable que arriesgasen la vida de sus soldados sólo para vengarla, a ella y a los guardias que habían muerto.

Iba camino del hogar de Jadugara, el chamán y su mejor amigo, cuando se encontró con Bahana. Eso le ahorró el tener que ir a buscarla después. Habló con ella un rato, diciéndole qué tenía que llevarle a la princesita para que sustituyera el quimono que le había quitado y que ahora llevaba en la mano, y aunque su hermana intentó protestar, la acalló con un gesto y siguió su camino sin prestar los oídos a sus reparos.

El domicilio de Jad parecía más un laboratorio que un hogar. Había trastos por todos lados: alambiques, crisoles, desecadores, embudos, matraces, morteros, probetas, tubos de ensayo, y muchos más de los que Hewan ni siquiera conocía el nombre.

Jad estaba sobre un libro de aspecto muy antiguo, completamente concentrado, mientras iba haciendo anotaciones en un papel, soltando alguna exclamación de vez en cuando.

—Pareces muy ocupado —dijo Hewan al entrar.

—Tengo que encontrar la manera, bhai —contestó levantando la vista de los papeles para mirarlo.

Hewan sonrió ante el término que utilizó para referirse a él. Realmente eran como hermanos. Cuando los padres de Jad murieron y se quedó huérfano con apenas cinco años de edad, Kucaan y Alu se hicieron cargo de él, y crecieron juntos, tan hermanos como si lo hubiesen sido de sangre.

—Lo sé, pero no debes obsesionarte.

Hacía meses que Jad se había comprometido consigo mismo a encontrar la manera de hacer que el efecto del té de phüla fuese más duradero, pero hasta el momento no había tenido éxto.

—No es obsesión, bhai, pero la supervivencia de nuestra gente depende de ello. ¿Qué ocurrirá si los humanos encuentran el único valle en el que la flor sigue creciendo? ¿O si por algún desgraciado accidente, el paso de acceso queda cerrado? Sólo nos quedan suficientes hasta la próxima luna, y si en la siguiente cosecha no recolecto las suficientes. ¿serás tú quién decida qué bakú tiene derecho a beber el té, y quién no?

Hewan se pasó la mano por el rostro y resopló, con la desesperación impregnada en su tono.

—¿Crees que no lo sé? La mayoría de las noches ni siquiera consigo dormir pensando en cómo solucionar este asunto. Si hubiese alguna manera de recuperar aunque fuese parte del valle ocupado por los humanos. Pero todo lo que hemos hecho hasta ahora no ha servido de nada, excepto para atraer más soldados a nuestras puertas. Pensé que podíamos usar a la princesita para conseguirlo, pero resulta que es una bastarda, así que la idea queda descartada.

—Dvesi está empezando a hablar abiertamente en tu contra. No tardará el día en que lo haga en el Consejo, y tendrás que enfrentarte a él.

—Dvesi no me desafiará; tiene demasiado miedo.

—Pero puede empujar a otros a hacerlo. No es el único en pensar que si hiciéramos correr la sangre entre los colonos, acabarían marchándose. —¿Tú también piensas así?

Durante un instante, Jad fijó su único ojo en el rostro de su amigo. El otro lo había perdido hacía mucho tiempo, y lo llevaba cubierto por un pañuelo que ataba en la parte posterior de su cabeza.

—Sabes de sobra que no. La mayoría somos conscientes que una matanza de humanos desembocará en otra guerra que puede aniquilarnos. Pero hay algunos estúpidos que pueden planear algo así sin tu conocimiento.

Hewan se dejó caer en el suelo, recostándose contra un grupo de mullidos cojines, y se tapó los ojos con el brazo.

—Cuando peleé para ser el sásaka, realmente creí que podría hacer algo por nuestro pueblo. Tenía tantas ideas... tantos planes. Fui un ingenuo.

—Entonces todos lo fuimos, porque te apoyamos la mayoría de nosotros, ¿recuerdas? —Jad dejó la pluma sobre la mesa y se reclinó al lado de su amigo—. Lo intentaste, Hewan. Tanteaste el diálogo con el gobernador para encontrar una solución pacífica, y cuando eso no funcionó, planeaste la forma de presionarlos sin provocar una guerra abierta que nos destrozaría.

—Pero tampoco está funcionando. Las ideas se me acaban, igual que nuestro tiempo. —Se incorporó lentamente, recogiendo las piernas y apoyando los brazos en las rodillas—. Incluso he llegado a pensar que quizá los dioses se han empeñado en hacernos desaparecer —musitó.

Jad le puso una mano en el hombro y apretó, intentado darle ánimos.

—No debemos perder la esperanza. Quién sabe, quizá tu princesita nos haya sido enviada por ellos y sea la solución a nuestros problemas. Hewan se rio con amargura.

—Lo dudo mucho. Una princesa bastarda, obligada por su padre a casarse con un hombre de un rango muy inferior al suyo, y enviada al otro extremo del Imperio. —Sacudió la cabeza—. No creo que podamos utilizarla como baza para ganar esta batalla. —Dejó caer el quimono al suelo, al lado de Jad—. Y hablando de ella, he venido a traerte su ropa. Quiero que la prepares para que parezca que ha sido atacada y muerta por alguna alimaña. Murkha se encargará de llevarla y dejarla en los alrededores de la columna de soldados que matamos.

Jadugara lo cogió y frunció el ceño.

—Está empapado.

—No quería lavarse —contestó Hewan con una sonrisa maliciosa arqueándole los labios—. Tuve que tirarla vestida dentro de la piscina para obligarla. Jad soltó una carcajada. —¡Esa mujer te gusta!

—¿Estás loco? Es una princesita orgullosa, malcriada, egoísta, cabezota. —Y a ti te gusta —lo cortó su amigo—. Puedes negarlo todo lo que quieras, pero a mí no me engañas. Te has sentido atraído por ella desde el primer momento.

Exasperado, Hewan se levantó y empezó a caminar de un lado a otro bajo la atenta mirada de Jad.

—¡Está bien! —exclamó finalmente alzando los brazos—. La deseo. Quiero follarla hasta hacerla gritar. Pero al mismo tiempo me saca de quicio. Representa todo lo que odio más profundamente. —Parecía desesperado—. No quiero desearla, no quiero que. —se golpeó el pecho con el puño—, que esto lata más deprisa cuando estoy con ella. Está equivocado, todo está mal.

Jad había cerrado los ojos, y suspiró con fuerza. Después se rio sin ganas, como si supiera exactamente de qué estaba hablando su amigo.

—No puedo ayudarte en eso, bhai —susurró con cansancio.

Hewan asintió con la cabeza y se pasó la mano por el pelo.

—Voy a buscarla. Ha tenido tiempo de sobra para lavarse, y Bahana le habrá llevado su "ropa nueva". —Sonrió con perversidad—. Estoy seguro que estará furiosa. —Eres un redomado cabrón. Hewan se encogió de hombros. —Ya lo sé.

Hewan se fue, dejándola sola durante un rato. Supuso que había ido a llevarle el quimono a alguien que lo prepararía y lo dejaría en el monte para que, cuando lo encontraran, la creyeran muerta.

Cogió el paño y el jabón que le había tirado hacía un rato y se lavó, frotándose a fondo. Que le dijese que olía mal, la había ofendido.

Estaba como adormecida emocionalmente, insensible, aturdida. Acababa de comunicarle que no tenía posibilidad de regresar a su casa, al imperio, y no sabía cómo reaccionar.

Debería estar furiosa, o sentirse asustada por el futuro que se le presentaba; en cambio, era como si le hubiesen quitado un gran peso de encima, como si privándola de libertad, la rescatasen del destino que la había estado dirigiendo hasta aquel momento.

Era libre. Libre de su padre y sus órdenes; libre del imperio y sus rígidas normas; libre, incluso, de la desmedida necesidad de tener la aprobación del príncipe Nikui.

De repente, empezó a reír a carcajada limpia.

Hacía años que no reía así, sin preocupaciones ni miedos, sin sentir odio por sí misma y los que la rodeaban. Rio y rio, dejándose caer hacia atrás en el agua, hasta que le saltaron las lágrimas. ¡Ya nada importaba! Ni lo que había hecho, ni lo que le deparaba el mañana; ni siquiera el incierto futuro le preocupaba ya. ¿Qué podrían hacerle los bakú, que no hubiese sufrido en sus carnes antes? ¿Humillarla? ¿Despreciarla? ¿Utilizarla como a una puta? ¿Quitarle lo que más amaba? Nada nuevo. Su padre se había encargado de curtirla en estas lides.

—¿Eres estúpida, Rura?

El príncipe Nikui había entrado en su dormitorio cuando aún no había despuntado el día, despertándola bruscamente, agarrándola por el brazo y arrastrándola fuera de la cama, dejándola tirada en el suelo, asustada.

—No, padre —contestó en un susurro.

—Pues lo parece. Tienes ya dieciséis años, y no pareces comprender lo que necesito de ti. Eres hermosa, y los hombres te quieren en sus camas, pero solo debes dejarte follar por los que yo te diga.

Rura se encogió, cerrando los ojos. Sabía que su padre se enteraría de su desliz, lo supo en el mismo momento en que dejó que Lalien la tocase de forma indebida, pero lo amaba, y él a ella. ¿Por qué no tenía derecho a ser feliz?

—Te has dejado manosear por un simple guardia de palacio, por un hombre que está muy por debajo de ti. —Nikui paseaba frenéticamente de un lado a otro, con las manos unidas en la espalda, sin mirarla—. Un hombre que anda pavoneándose de su logro. El muy estúpido cree que ahora te obligaré a casarte con él.

El corazón de Rura se contrajo de dolor. ¿Eso era lo que Lalien quería? ¿Emparentar con la familia imperial?

De repente, su padre cesó de pasearse, se giró y la miró con fijeza.

—¿Es eso lo que quieres tú? ¿Casarte con ese idiota?

¿Sería posible? Durante un momento, la esperanza anidó en el pecho de Rura. Ni siquiera le importaba si Lalien no la amaba de verdad, porque estaba segura que con el tiempo, ella conseguiría su amor.

—¿Puedo, padre? ¿Lo consentiríais?

—¡Por supuesto que no! Casada no me sirves de nada, serías otra inútil mujer más, y de esas ya tengo bastantes. No es que ahora me seas de mucha utilidad, pero de vez en cuando haces felices a hombres a los que me interesa tener contentos, y regresan a sus hogares pensando que han tenido el honor de follarse a una princesa, y debiéndome un favor que me cobraré cuando sea el momento. Como si follarte a ti fuese tan difícil.

El desprecio en la voz de Nikui fue como una bofetada en el rostro, pero después de tantos años oyéndola, ya casi no la afectaba. Casi.

¿Por qué su padre seguía sin amarla? Hacía todo lo que él le ordenaba sin objetar nada, se comportaba como una auténtica dama cuando era necesario, se mostraba orgullosa y altiva como él le exigía; incluso se mostraba cruel con los demás para complacerlo. Sobre todo, se mostraba complaciente y sumisa con los hombres que le enviaba a su dormitorio, haciéndoles lo que le ordenaban, y dejándose hacer lo que querían.

¿Por qué no podía ver que todo lo hacía por él? ¿Por su amor?

—Voy a cortarle la cabeza —dijo de repente, y Rura levantó la cabeza, que hasta aquel momento había mantenido agachada, para mirarlo a los ojos, horrorizada. —¿Padre? —musitó.

—Sí, eso servirá —siguió Nikui, pensativo, como si hablara consigo mismo, probablemente olvidándose de la presencia de su hija—. La cabeza de Lalien servirá de ejemplo. Nadie toca a ninguna de mis hijas sin pagar un alto precio. ¡Podría haberlo intentado con alguna de tus hermanas! ¿Imaginas tamaño despropósito? Un simple guardia, tocando a una de mis hijitas.

Hijitas. Ella no era una de sus hijitas. Esas eran sus hermanastras, Hana, Mün y Suta, las Princesas Imperiales, hijas legítimas, no unas bastardas como ella.

Cómo las odiaba.

Su padre se fue sin decir nada más, y Rura se levantó sintiendo que las lágrimas afloraban en sus ojos, llenándolos y resbalando por las mejillas.

Iba a ordenar la muerte de Lalien. ¡Tenía que avisarlo! Quizá aún tenía tiempo para huir. ¡Incluso podrían huir juntos! ¿Por qué no? Si se llevaba las joyas que sus amantes le habían ido regalando durante los últimos cuatro años, seguro que se la llevaría con él.

Se vistió rápidamente, cogió las joyas y las metió en una bolsita de seda. La escondió debajo del quimono, atándolo para que no se cayese, y corrió por palacio.

Aún no había amanecido, y Lalien tenía guardia hasta la salida del sol en el adarve norte de la muralla.

Sus pies la llevaron volando por los jardines, subió las escaleras sintiendo que los pulmones estaban a punto de estallarle, y al llegar arriba, lo vio. Era tan guapo, con su melena rubia, los poderosos brazos y esos labios tan gorditos.

—¡Lalien! —lo llamó, y él se giró, sorprendido de verla allí.

—¿Qué haces aquí?

—Mi padre —balbuceó, intentando recobrar el aliento—. Tenemos que huir. Mi padre quiere dar ejemplo contigo, ¡quiere cortarte la cabeza!

Lalien palideció, y durante un instante pareció que iba a derrumbarse.

—¿Qué?

—Quiere matarte, mi amor. ¡Huyamos! He cogido todas las joyas que tengo, ¡mira! —Le enseñó el saquito que había escondido bajo el quimono—. ¡Vamos! No hay tiempo que perder.

Lalien la miró como si intentara descubrir si todo aquello era real. Finalmente, sacudió la

cabeza.

—No podemos ir juntos —le dijo, abrazándola—. Si vienes conmigo, nos perseguirá. Lo sabes. —¡Pero yo no le importo! —exclamó, desesperada.

—Eso da igual. Eres su hija. Si huimos juntos, se convertirá en una cuestión de orgullo y no se detendrá hasta atraparnos. Si me voy solo, quizá tenga una oportunidad.

Los ojos de Rura se llenaron de lágrimas, pero comprendió lo que le decía.

—Tienes razón —musitó. Sacó el saquito con las joyas y se lo dio—. Toma. Llévatelo.

Lalien lo cogió y se lo guardó. Después le dio un rápido beso en los labios, apenas un aleteo, y se fue corriendo sin siquiera dirigirle una palabra de amor.

Desapareció escaleras abajo, dejándola sintiéndose más sola y desesperada que nunca.

Una semana más tarde, el príncipe Nikui le trajo un regalo: la cabeza cortada de Lalien.

La muerte de Lalien fue mucho más que el final de una vida: también supuso la muerte de la propia Rura.

El día que su padre le trajo la cabeza del que había sido su amor, su corazón se secó, la esperanza en un futuro desapareció, y nació una profunda amargura, unida a un odio feroz hacia todo el mundo, incluida sí misma.

Lo único que le quedó de aquella niña que había sido, era la desesperada necesidad de ganarse el afecto de su padre. Y aquella misma noche, cuando aún lloraba su propia muerte y la de su amor, le sobrevino el castigo a su desfachatez.

El príncipe Nikui entró como una tromba en su dormitorio. Sin mediar palabra, la agarró por el brazo y la arrastró fuera de allí. Rura intentó protestar de forma instintiva, pero la mirada fulminante de su padre la calló. Intentó seguir su paso, pero Nikui caminaba dando grandes zancadas y la estrechez del quimono le impedía ir tan deprisa, así que tropezaba y caía de rodillas cada dos por

tres. Con cada caída, la impaciencia y la ira de su padre aumentaba, y le apretaba el brazo con más fuerza, haciéndole daño y dejando allí marcados los dedos de la mano.

Atravesaron corredores y bajaron escaleras, hasta llegar a uno de los cuartos donde los soldados que estaban de guardia iban para refrescarse o comer algo en los breves descansos que les eran permitidos.

Había cuatro soldados allí, que se levantaron rápidamente y se inclinaron en señal de respeto en cuanto vieron entrar al príncipe. Ella les tenía vistos, y sabía que habían sido amigos de Lalien. Se le cerró la garganta cuando empezó a intuir cómo pretendía castigarla su padre. Solo a una mente tan retorcida como la del príncipe Nikui podría ocurrírsele algo así. Seguro que su cinismo lo llamaría justicia poética.

—Vosotros erais amigos de esa cucaracha al que ordené decapitar, ¿verdad?

Los soldados se miraron entre sí antes que uno de ellos, el más decidido, respondiera.

—Sí, Alteza Real. Éramos amigos de Lalien.

Nikui asintió con la cabeza y sonrió con frialdad.

—Eso me habían dicho. ¿Sabéis también por qué ordené que lo decapitaran? —Por desertor, Alteza Imperial. Abandonó su puesto y huyó de palacio.

—Exacto, exacto. —Los miró, condescendiente, y sonrió como el gato que se había bebido la leche—. ¿Ysabéis qué lo impulsó a huir?

Los soldados volvieron a mirarse unos a otros, extrañados por la pregunta. —No, Alteza Imperial, no lo sabemos.

—Pues resulta que yo sí lo sé. —Nikui empujó a Rura con fuerza, haciendo que tropezara y cayera al suelo entre el príncipe y los guardias—. Fue por ella —explicó—. Esta es mi bastarda, la vanidosa, la que se dedica a seducir a los guardias cuando están de servicio porque se aburre. —Rura miró a su padre, horrorizada por las palabras que estaba escupiendo. Negó con la cabeza, luchando contra las lágrimas, queriendo gritar ¡mentira! ¡mentira! Yo amaba a Lalien. Pero su garganta no tuvo espacio para producir sonido alguno—. Sedujo a vuestro amigo y cuando yo me enteré, en lugar de negarlo para protegerlo, presumió de ello, retándome a hacer algo para impedírselo. —¿Cómo podía..? ¿Cómo podía su propio padre decir tal cosa?— Lalien lo pagó con su vida. ¿Cómo creéis que debe pagarlo ella?

Todos se quedaron en silencio. Ninguno de los soldados se atrevió a decir nada, pero era evidente en el odio que destilaban sus ojos qué era lo que le harían si Nikui se lo permitía. Y el príncipe se lo permitió.

Se esforzó por apartar de su memoria el recuerdo de aquella violación, el dolor y el asco que sintió de sí misma. Las manos tocándola, las bocas recorriéndola, los golpes, los gritos, los insultos... Y ella suplicándoles clemencia, intentando explicarles que amaba a Lalien, que no lo había seducido, y ellos callándola amordazándola porque, supuso, así silenciaron también sus conciencias y pudieron dar rienda suelta a toda la rabia que borboteaba de sus corazones.

Pero ahora estaba libre, incluso de aquello. El príncipe Nikui estaba lejos, casi al otro lado del mundo, y ya no importaba si se sentía orgulloso de ella o, si por el contrario, seguía despreciándola, porque ya no podía alcanzarla, ni con sus palabras, ni con sus órdenes, ni con sus humillaciones.

—Estás llorando. —La voz de Bahana la sobresaltó. No se había percatado de la llegada de la muchacha—. ¿Es porque te has enterado que nunca podrás salir de aquí? No te preocupes —la sonrisa de Bahana iluminó su rostro—. Mi hermano puede parecer un necio, pero en realidad es un buen hombre. Cabezota, muy bruto a veces, pero incapaz de hacerte daño, o de permitir que otros te lo hagan. Tu vida aquí no será tan mala.

Rura se limpió las lágrimas y salió de la piscina, cogiendo la toalla que Bahana le ofrecía. Se secó sin decir nada, mientras la muchacha la miraba.

—Te he traído algo de ropa. —La dejó sobre la mesita—. Vístete y no intentes huir. No lo lograrías y enfurecerías a mi hermano. Es un buen tío, pero no idiota, y si lo fastidias...

Dejó la frase sin terminar, pero Rura la entendió perfectamente. Asintió con la cabeza mientras cogía la ropa y la examinaba.

—¿Un saco. de arpillera?

La incredulidad en la voz de Rura fue tan evidente, que Bahana no pudo evitar echarse a reír. —Ya te dije que es un bruto.

Infantil, más bien, pensó, pero no lo dijo en voz alta. Si Hewan creía que iba a humillarla obligándola a llevar eso, le daría el gusto de demostrarle lo contrario.

Cuando Hewan regresó a buscarla, Bahana se había ido y ella ya se había vestido con el lindo modelito que le había dejado.

El saco le llegaba hasta las rodillas. Tenía dos agujeros por los que había metido los brazos, y estaba cortado por la mitad, como un chaleco. Se lo había atado a la cintura con una cuerda para evitar que se abriera.

La miró desde la entrada de los baños, repasándola descaradamente de arriba a abajo, con una sonrisa irónica serpenteando en sus labios.

—¿Te gusta tu ropa nueva? —le preguntó, burlándose.

Rura alzó la cabeza, mirándolo directamente a los ojos, y un destello de ira cruzó sus hermosos

ojos.

—Seguiré siendo una princesa sin importar la ropa que me obligues a vestir —dijo con orgullo. —Lo que quieres decir —replicó—, es que seguirás siendo una mujer malcriada y caprichosa, y que nada de lo que haga cambiará eso.

Rura casi se echó a reír. La idea que Hewan tenía de ella estaba tan equivocada. Toda su

actitud no era más que una fachada con la que se obligó a vestirse para conseguir la aceptación de su padre, el maldito príncipe Nikui; pero estaba tan arraigada que ahora era incapaz de deshacerse de ella. Una máscara tras la que esconderse, y una armadura con la que protegerse. No era así de niña. Recordaba reír a menudo, excepto cuando su padre estaba cerca; disfrutaba de las cosas pequeñas de la vida, y no necesitaba mucho para sentirse feliz: un vestido desechado, un plato de sopa caliente, una manta con que abrigarse, y una muñeca rota a la que abrazarse.

Pero su padre lo cambió todo, obligándola a ser cruel, a odiar en lugar de amar, a despreciarse a sí misma pensando que no era suficientemente buena, hasta que lo único que quedó fue la amargura y el resentimiento.

—Jamás me ha importado lo que los demás pensaran de mí. —Mentira, a pesar de todo el esfuerzo que había puesto en hacer que se convirtiera en verdad—. ¿De veras crees que me interesa lo que tú pienses?

Hewan se acercó a ella, remoloneando, caminando a su alrededor. —Tsk. Es una pena que un envoltorio tan hermoso no guarde nada dentro. —Mejor estar vacía que tener a un monstruo escondido tras unos ojos bonitos. Hewan sonrió de nuevo, mostrando su blanca dentadura. —Así que tengo unos ojos bonitos.

Rura arqueó una ceja y torció los labios en una mueca despectiva.

—¿Me vas a decir que no eres consciente de tu atractivo? —lo provocó—. Lástima que no sea más que una fachada y que detrás se esconda un animal.

Hewan se puso delante de ella, nariz con nariz. Rura se negó a apartarse a pesar que tenía ganas de salir corriendo, no porque tuviera miedo de él, sino porque temía su propia reacción ante su cercanía. Lo deseaba como nunca había deseado a nadie, y en su fuero interno rezaba para que se abalanzase sobre ella y le hiciese el amor, aun en contra de su voluntad. Su orgullo la obligaría a luchar contra él, pero cuando se rindiera, porque lo haría sin dudarlo ni un instante, disfrutaría de cada minuto en que él la poseyera.

—Ese brillo en tus ojos. ¿es odio, o deseo? —le preguntó susurrándola en el oído.

La respiración de Rura se volvió inestable y violenta, a pesar de sus esfuerzos por controlarla. Los pechos subían y bajaban, agitados, bajo el áspero saco. Apretó los puños con fuerza y tensó la mandíbula.

—¿Tú qué crees? —preguntó, provocándolo inconscientemente. La risita de Hewan no la tomó por sorpresa.

—¿Creer? Estoy seguro que me deseas, princesita. No hay que ser un adivino para verlo. —Le mordisqueó el lóbulo de la oreja, y ella se mordió los labios para ahogar un gemido—. Estás deseando que abarque tus pechos con mis manos, que construya un húmedo camino con mi lengua por todo tu cuerpo. —Le lamió el cuello, percibiendo el ligero temblor que sacudió su cuerpo y que lo hizo sonreír—. Si pusiera mi mano en tu entrepierna, la encontraría preparada para recibirme. —Se separó bruscamente—. Pero no lo voy a hacer, princesita. Me divierte verte tan desesperada por mí, pero tú a mí no me interesas lo más mínimo.

En aquel momento Rura lo odió con todas sus fuerzas, y escondió la rabia y la decepción tras una máscara de fría indiferencia.

—¿Has terminado con tus tonterías? Porque estoy empezando a tener hambre. —Miró fijamente hacia su abultada entrepierna—. Y no retuerzas mis palabras, porque no hay ninguna implicación sexual en ellas.

—No soy yo quién las ha retorcido —replicó con una sonrisa traviesa—. Te llevaré al comedor. Al fin y al cabo, es hora que empieces a conocer lo que será tu hogar durante el resto de tu vida.

Rura no dijo nada mientras Hewan cogía la cadena del suelo y volvía a encajarla en el collar de su cuello.

—Vamos, princesita —dijo tirando de ella—. Es hora de tu paseo. —¿No vas a cubrirme la cabeza? —preguntó con sorna, provocándolo.

—Si lo hiciera, no podría darte de comer, mascota —contestó mientras abandonaban el corredor de los baños.

—¿Darme de comer? Soy perfectamente capaz de comer yo solita, gracias. No es necesario

que.

Rura se quedó sin palabras en cuanto pisó la galería y pudo ver Khot Bakú por primera vez, con sus largos balcones, los puentes colgantes, la enorme chimenea, y todo el bullicioso ir y venir de sus habitantes.

Se quedó quieta, sorprendida, y después dio dos pasos hasta la balaustrada mientras Hewan la observaba atentamente.

—Es. absolutamente magnífica —susurró sin darse cuenta antes de recuperarse de la sorpresa, pero Hewan la oyó perfectamente y sonrió satisfecho.

—¿Magnífica para ser el cubil de una recua de animales, o magnífica sin más?

Rura, con su máscara de indiferencia colocada de nuevo en su lugar, se giró y lo miró alzando una ceja.

—¿Magnífica? Pasable como mucho, si no apestara a estiércol —contestó, y Hewan no pudo evitar soltar una carcajada que llamó la atención de la gente que estaba a su alrededor.

Rura no acababa de comprender qué buscaba Hewan paseándola de esta manera. No creía ni por un momento que fuese estúpido y pensase que ella no intentaría escapar tarde o temprano, aunque había dejado de lado esa intención momentáneamente. Pasearla así, por toda la ciudad, dejándole ver Khot Bakú abiertamente, era una invitación a que buscara la manera de huir e ir de cabeza a Kayen a contarle todo lo que había descubierto: que los hombres bestia podían pasar por humanos; que, en contra de lo que creían, eran una sociedad completamente civilizada; y que vivían en lo más profundo de una de las montañas, y no esparcidos por los árboles como los monos.

Qué equivocados estaban al creerlos animales. A pesar de su apariencia cuando se transformaban, era evidente que los bakú no tenían nada de salvajes. Aunque jamás lo admitiría en voz alta, y mucho menos ante Hewan.

La llegada al comedor comunal causó cierto revuelo. Hewan atravesó la zona caminando con tranquilidad, llevando a Rura de la cadena.

La princesa caminó tras él con la cabeza bien alta, desafiando a todos con la orgullosa mirada, como si estuviera en mitad de la corte y vestida con sedas, en lugar de descalza y con un áspero saco cubriéndola.

Hewan no pudo evitar admirar su valentía, enfrentada a la presencia de toda una multitud de bakú que fueron quedándose en silencio a medida que iban reparando en su presencia.

Se sentó en una de las sillas, y cuando Rura intentó sentarse en la que había a su lado, Hewan tiró de la cadena, la cogió por la cintura y la obligó a sentarse sobre sus rodillas.

Rura abrió la boca para protestar, pero la cerró de golpe cuando comprendió que, si empezaba a quejarse, sería el hazmerreír de todos los presentes.

—¿No vas a refunfuñar, princesita? —la provocó Hewan.

Ella lo miró y, esbozando la sonrisa más inocente que pudo imitar, contestó:

—En absoluto. Aquí estoy mucho más cómoda que en esa silla tan dura.

Los bakú que estaban sentados a la mesa con ellos, se echaron a reír, y a Hewan le brillaron los ojos con la diversión, a pesar que aparentó permanecer serio. —Me alegra mucho serte de utilidad, princesita.

En aquel momento, una mujer joven y guapa, vestida con unos pantalones ceñidos que remarcaban las curvas de sus caderas, y un corsé de cuero que constreñía sus pechos hasta parecer que iban a estallar, se acercó contoneando las caderas, llevando un plato lleno de comida que dejó delante de Hewan.

—Gracias, cariño —dijo Hewan guiñándole un ojo al ver cuánta comida había allí—. Me mimas demasiado, Kutiya.

La muchacha se inclinó hacia adelante, rozándole la espalda con los pechos, y le susurró al

oído.

—Tengo que mantenerte fuerte, o no me durarás dos asaltos, chico malo. —Miró a Rura con los ojos entrecerrados—. No juegues demasiado con ella, porque después voy a hacerte trabajar duro.

Le palmeó ligeramente el hombro y se fue caminando seductoramente bajo la atenta mirada de Hewan, cuyos ojos chispearon divertidos cuando se dio cuenta de la rigidez que había adquirido el cuerpo de su princesita.

—¿Celosa? —le preguntó sin mirarla.

Rura bufó.

—No. Hambrienta. ¿Podemos comer ya, por favor? —Por supuesto.

Cuando intentó coger los cubiertos, él le palmeó la mano.

—Nada de eso, princesita. Una mujer de tu categoría no debería esforzarse ni para llevarse la comida a la boca. Lo haré yo por ti.

Los hombres sentados a la mesa se rieron, pero ella no reaccionó como esperaban. En lugar de enfadarse o sentirse ofendida, esbozó una radiante sonrisa, parpadeó coqueta y contestó:

—Qué amable por tu parte. Si sigues tratándome tan bien, me olvidaré de intentar huir y me quedaré aquí para siempre.

—Estupendo, porque eso es exactamente lo que va a pasar —replicó llenando la cuchara con puré—. Y ahora, abre esa boquita.