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El puente

E xtendieron el mapa en la nieve bajo el árbol. Mientras lo desplegaban, el tieso papel crujía y parecía amarillo contra la helada blancura.

—No, Ullr —dijo Jenna—. No te sientes ahí. —Levantó el fragmento perdido del mapa—. ¿Tengo que hacer algo especial? —preguntó—. ¿Cómo decir ReUnir o algo así?

—No —respondió Beetle sonriendo—. Está preparado.

Jenna soltó el trozo circular de papel y este bajó lentamente. Ullr quiso darle con la pata, pero Jenna cogió el gato y lo sujetó fuerte. El fragmento perdido flotó durante unos segundos por encima del agujero, dio una vuelta, decidiendo dónde ir, y luego, se colocó en su sitio emitiendo un sonido. El mapa de Snorri volvía a estar completo.

—Es asombroso —dijo Jenna—. Ni siquiera ves la juntura.

Beetle inspeccionó el mapa con aire profesional.

—Buen trabajo.

Septimus sacó la lupa de su cinturón de aprendiz y la sostuvo encima del centro del mapa. Al pasar la lupa, los muchachos pudieron ver los detalles minuciosamente anotados por la pulcra caligrafía de Snorri. Vieron el edificio octogonal sombreado por un delicado gris. En letras destacadas sobre el gris, Snorri había escrito CASA DE LOS FORYX. En mitad del octágono, había dibujado una llave, y enrollada alrededor del octágono había una enorme serpiente. La Casa de los Foryx estaba sobre lo que parecía una isla, conectada a la tierra circundante por los trazos delgados de un puente. Junto al puente había un árbol y una pequeña figura con una flecha que le apuntaba. Snorri había escrito en letras muy pequeñas CUIDADO CON EL HOMBRE DEL PEAJE. También había escrito las palabras ABISMO SIN FONDO sobre el hueco en el que se tendía el puente, pero a Septimus no le importó. Estaba tan aliviado de que la Búsqueda no lo hubiera alejado de la Casa de los Foryx que sentía que podía caminar por encima de cien abismos sin fondo si era necesario, aunque preferiría no hacerlo. Uno era suficiente.

Con Ullr arrellanado en la mochila, cómodo y protegido, Jenna se detuvo un momento entre las dos vertiginosas columnas que formaban la entrada del puente. Miró hacia arriba y las vio alzarse, negras y finas en el aire blanco, con sus finas cuerdas de alambre brillando por la humedad. La niebla se arremolinaba en torno a sus pies y en alguna parte, a lo lejos, algo emitió un largo y grave gemido.

Jenna tragó saliva. Aquel era el camino hacia Nicko, se dijo a sí misma, y era el camino que tenía que seguir. Pisó entre las columnas y sobre el polvo helado de la nieve virgen acumulada en la primera tabla precaria. Por delante de ella, la línea de tablas ascendía en curva y desaparecía en la niebla. Jenna sacó las manos para agarrarse a la barandilla de alambre. Era tenso, frío, y parecía terriblemente poco sólido.

Consciente de que Septimus estaba justo detrás de ella, Jenna hizo acopio de valor y dio otro paso adelante. El puente cedió un poco bajo su peso. Se quedó paralizada, con la horrible certeza de que solo mediaba una fina plancha de madera entre ella y una caída en el vacío, pero estaba decidida a no demostrar lo asustada que llegaba a estar.

—Está bien —dijo animada—. Vamos, Sep.

Septimus no se movió.

—Vamos —dijo Beetle.

Le dio un empujoncito suave y Septimus puso el pie en el puente. Jenna avanzó un par de pasos. Una vez más, el puente se balanceó. Sacudido por el pánico, Septimus se agarró a la barandilla de alambre.

—Esperadme —dijo Beetle, que parecía más seguro de sí mismo de lo que en realidad estaba.

Puso el pie en el puente, que volvió a moverse. Septimus se mareaba. Había decidido cruzar el puente con calma, como si no estuviera más que a unos centímetros del suelo, pero de repente supo que no podría hacerlo.

Jenna miró hacia atrás y vio los ojos verdes de Septimus llenos de pánico.

—Está bien, Sep —dijo—. El truco es dar solo un paso cada vez. Un pie delante de otro es todo lo que tienes que pensar. No importa cuán largo sea, porque sabemos que vamos a llegar al otro lado. Lo único que tenemos que hacer es poner un pie delante del otro, ¿vale? Es fácil.

Septimus asintió. Tenía la boca demasiado seca para poder hablar.

Como tres serpientes reptando por una cuerda para tender la ropa, ascendían por el puente mientras Jenna contaba los pasos.

—Uno… dos… tres… cuatro… cinco… eso es, Sep, lo estás haciendo muy bien. Mira lo lejos que hemos llegado… oh, no, no me refería a eso, no mires, sigue, sigue, diez… once… doce… trece…

Septimus obedeció, poniendo un pie delante del otro como si fuera uno de los autómatas de Ephaniah. Miraba al frente en la niebla sin pestañear. La escena que se desarrollaba ante él era extrañamente inmutable, siempre unos pocos centímetros de puente delante de él, subiendo en una curva gradual y desapareciendo en la blancura. A veces una ráfaga de viento se llevaba parte de la niebla y revelaba poco más del tramo que tenía delante, pero Septimus no lo veía, siempre que pasaba cerraba los ojos hasta que el puente dejaba de balancearse.

Pero al cerrar los ojos seguía oyendo los terribles gemidos y gritos desesperados que salían del abismo sin fondo. A medida que avanzaban por las planchas tambaleantes, agarrados a las heladas barandillas con dedos ateridos, los gritos eran más fuertes y más desesperados. Aquello turbaba a Beetle más que el puente, y empezó a cantar su propia versión desafinada de un viejo éxito del Castillo, «¿Cuánto vale esa comadreja de la ventana?». Por primera vez en su vida, Septimus no puso ninguna objeción.

Y de este modo, con el acompañamiento del sonsonete de Beetle, que a veces era difícil de distinguir de los gemidos de abajo, ponían un pie delante del otro y subían la curva ascendente. No llevaban más de un cuarto de hora en el puente cuando Jenna dijo:

—Se está allanando. ¿Lo notáis? Debemos de estar cerca de la cima.

Cuando dijo «cima», Septimus tuvo una repentina visión de ellos suspendidos en medio de la nada. La vertiginosa ausencia de tierra le subía por las plantas de los pies y hacía que la cabeza le diera vueltas. Se tambaleó hacia atrás, Beetle lo cogió y la canción de la comadreja acabó.

—¡Hey! Cuidado, Sep. Despacito.

Septimus no podía moverse. Agarrado con todas sus fuerzas a los alambres, tenía los nudillos blancos. Jenna notó que también se impregnaba de su miedo. Un largo y desolado lamento subió desde el abismo, subía y bajaba como si contara el solitario cuento de una de las almas perdidas que habitaban en la niebla. Septimus escuchaba, extasiado. Sintió una aplastante necesidad de dejarse caer en la mullida almohada de niebla y unirse a las voces de abajo. Se soltó de la barandilla. En aquel momento se levantó un jirón de niebla y Jenna vio un gran pájaro negro que se cruzaba volando en su camino y profirió una exclamación de sorpresa.

Septimus se despertó de su trance.

—Jen…, ¿qué es esto? —dijo con voz ronca.

—No es nada, Sep. —Pero el vuelo del pájaro había disparado sus ideas—. Sep, el amuleto de volar. ¿Recuerdas?

Al oír las palabras de Jenna, Septimus sintió que la niebla se aclaraba en su mente. Recordó la sensación de tener el amuleto en la mano, las alas de plata sobre la flecha de oro moviéndose como las alas de un minúsculo pájaro y el amuleto zumbando en su mano. Y mientras recordaba, sus pies empezaron a sentirse más ligeros y menos anclados a las destartaladas planchas del puente. Sus piernas ya no le flaqueaban y los lamentos de abajo ya no le invitaban a saltar en la niebla. Acompañado por un nuevo asalto de la canción de la comadreja, Septimus dio un paso adelante.

—Vamos —dijo—. Pronto habremos llegado.

Septimus no veía el final del puente, tenía la cabeza llena de la imagen del amuleto de volar y nada más. Pero a medida que Jenna y Beetle caminaban los últimos metros de puente, la adusta forma de la Casa de los Foryx empezó a materializarse poco a poco en la niebla.

—Es enorme —susurró Jenna.

Beetle sustituyó la canción de la comadreja por un largo y grave silbido. Con una gran sensación de alivio, Jenna se bajó del puente. Mientras se arrodillaba para liberar a Ullr de la mochila, sus ojos fueron atraídos hacia arriba por la Casa de los Foryx. Era una visión sobrecogedora. Descollando por encima de ellos, más una fortaleza que una casa, una imponente masa de bloques de granito colgaba en la cima de un escarpadura rocosa. Fiel a los dibujos de Snorri, constaba de una columna central octogonal flanqueada de cuatro torres octogonales que desaparecían en el lechoso cielo blanco, las almenas en lo alto de las torres estaban ocultas por una nube baja de nieve. Unas pocas ventanas pequeñas rompían la lisa superficie gris, pero un extraño remolino resplandeciente, como si fuera aceite en el agua, las cubría. A Jenna le recordaban los ojos de un gato viejo y ciego que ella y su amiga Bo adoptaron una vez.

Alentado por la vigesimoprimera versión de la canción de la comadreja, Septimus llegó por fin al final del puente. Se detuvo al final de la destartalada plancha y con una sensación de euforia por haberlo logrado, dejó ir la imagen del amuleto de volar. Volvió a sentir los pies pesados otra vez y las botas firmemente asentadas en el suelo. Con una intensa sensación de dolor, Septimus intentó estirar los dedos, que habían permanecido tensos y agarrotados en torno a las barandas de alambre, pero no se movieron. Hundió las manos heladas en los bolsillos de la túnica y la piedra de la Búsqueda se deslizó hasta la mano derecha y se acurrucó en su palma.

—¡Está caliente! —exclamó.

—¿Qué dices? —dijo Jenna—. ¡Si está todo helado!

Septimus no respondió.

Jenna tomó a Septimus con cuidado del brazo y lo alejó del borde del precipicio.

—Vamos, Sep —dijo—, sigamos.

Pero Septimus tenía algo que decir y no sabía cómo empezar. Así que sacó su agarrotada mano del bolsillo y la abrió; en su palma descansaba la piedra de la Búsqueda. Ahora destellaba con un tono brillante anaranjado rojizo, y destacaba en aquellos alrededores blancos y apagados como un faro.

—¿Qué es eso? —preguntó Beetle con recelo.

—¡Ja! —dijo Jenna—, es un calentador de manos mágico. Tendrías que habérnoslo dicho, Sep, podíamos haberlo usado todos.

—No es un calentador de manos —murmuró Septimus.

—No, no lo es, ¿verdad? —dijo Beetle mirando la piedra—. Lo has mantenido en secreto, Sep.

—¿Qué es lo que ha mantenido en secreto? —preguntó Jenna.

—La piedra de la Búsqueda —dijo Beetle—. Tiene la piedra de la Búsqueda. Sep, ¿por qué no lo has dicho?

—Porque estamos buscando a Nik y a Snorri, eso era lo importante. Y, bueno, al principio creí que no tenía ninguna importancia.

—¿Cogiste la piedra de la Búsqueda y creíste que no tenía ninguna importancia? —Beetle estaba horrorizado.

—Espera un poco, Beetle. Yo no sabía que era la piedra cuando la cogí. De haberlo sabido no la habría cogido. Me la dio Hildegarde justo antes de que escapáramos de la Torre del Mago. Dijo que era su amuleto de mantente a salvo.

—Bueno, es obvio que no se trata de su mantente a salvo —dijo Beetle algo cortante.

—Y que no era Hildegarde —dijo Septimus.

—¿Qué está pasando? —preguntó Jenna, enojada—. ¿Quién no era Hildegarde? Contádmelo.

—Hildegarde no era Hildegarde —respondió Beetle con muy pocas ganas de colaborar.

—Beetle —protestó Jenna fulminándolo con su mirada de princesa.

—Beetle tiene razón, Jen —dijo Septimus acudiendo en ayuda de Beetle—. Le he estado dando vueltas y más vueltas al momento en que cogí la piedra. Sé que Marcia siempre dice que no acepte amuletos de extraños, pero no creí que Hildegarde fuera una extraña. Ella había estado cerca del caldero de la Búsqueda, ¿verdad? Y yo vi a la cosa en el caldero. Así que cuando Tertius Fume empezó a poner la torre en estado de sitio, calculo que la cosa debió de salir del caldero y habitar a Hildegarde. Todo estaba tan oscuro y tan enloquecido que podía haber pasado cualquier cosa.

Jenna miró a Septimus, perpleja.

—Pero ¿por qué no nos lo contaste? —preguntó.

—Bueno… al principio, cuando descubrí que la tenía, pensé realmente que si conseguía escapar del Castillo y de los guardianes de la Búsqueda, como Marcia me había dicho, todo estaría bien. Y podríamos ir a buscar a Nik y a Snorri y olvidarnos de la Búsqueda. Y luego cuando se puso verde…

—¿Cuándo se puso verde qué? —preguntó Jenna.

—La piedra. Empezó siendo azul, pero luego, cuando estábamos en la cabaña, vi que se había puesto verde, tal como Alther dijo que pasaría. Y entonces me di cuenta de que estaba en la Búsqueda.

—Pero ¿por qué no nos lo contaste?

Septimus tardó un rato en responder.

—No podía. Sencillamente, no podía. Lo siento. Estábamos siguiendo el mapa de Snorri y todo parecía bien, así que pensé… —Septimus se quedó sin palabras. Se sentía fatal, como si hubiera traicionado a sus amigos más íntimos.

—Pero, Sep, está bien. Aún estamos rescatando a Nik, ¿no? —dijo Jenna.

—No —terció Beetle de repente—. Esto no tiene nada que ver con Nicko ya. Estamos con Sep, y Sep está en la Búsqueda. No tiene otra alternativa. Una vez aceptas la piedra, tu voluntad no te pertenece. ¿No es cierto, Sep?

Septimus asintió con desolación.

Jenna sacudió la cabeza con incredulidad.

—¡No! Ni hablar. Estamos en nuestra búsqueda… de Nik. Y, mirad, lo hemos conseguido. —Jenna señaló las grandes torres octogonales que se erguían en la niebla—. La Casa de los Foryx.

Beetle se mantuvo inflexible.

—Eso no lo sabemos. No sabemos nada más. Como he dicho, lo único que sabemos seguro es que estamos con Sep, y Sep está en la Búsqueda. ¡Oh, sí…!, y un detalle más…

—¿Qué? —preguntó Jenna tranquilamente, sorprendida del furioso torrente de palabras de Beetle.

—Nadie ha regresado nunca de la Búsqueda.

Mientras lo iban asumiendo se hizo el silencio.

Septimus se sentía fatal.

—Yo… lo siento —murmuró—. Lo siento de verdad.

Empezaron a caer algunos copos de nieve del cielo. Jenna se los quitó violentamente de los ojos. Levantó la vista hacia la formidable fortaleza de granito que descollaba entre la niebla, muy por encima de ellos, esperando algo que les diera una pista de que Nicko estaba realmente allí. Mientras contemplaba las ventanas ciegas, una bandada de cuervos salió volando de una de las torres, graznando. Jenna se estremeció y se envolvió más fuerte en su capa. Ullr maulló desconsoladamente y se frotó contra su pierna con el pelo del lomo erizado.

Por fin Jenna habló.

—Bueno, si estamos en una estúpida Búsqueda, entonces está bien. La haremos y regresaremos… con Nik. Eso les enseñará. —Y, dicho lo cual, Jenna partió por el camino empinado y zigzagueante, con Ullr pisándole los talones.

Beetle y Septimus los siguieron.

—Lo siento —dijo Septimus al cabo de unos minutos—. Tenía que haberos contado lo de la piedra.

—Sí —dijo Beetle—. Tenías que habérnoslo contado. —Y minutos más tarde añadió—: Aunque no habría cambiado nada. Yo te habría acompañado igual.

—Gracias, Beetle.

—Jenna también habría venido —dijo Beetle.

—Sí —dijo Septimus—. No creo que hubiera podido evitarlo.

—No creo que puedas evitar que Jenna haga algo —comentó Beetle con una sonrisa—. No cuando se le mete algo en la cabeza.

A mitad de camino, Jenna se detuvo a esperar a que Septimus y Beetle la alcanzasen. Ahora la nieve caía sostenidamente y parecía como si el único color del mundo fuera el vivo anaranjado de la piedra de la Búsqueda que brillaba en la mano de Septimus mientras él y Beetle emergían de la niebla.

—¿Sabéis? —dijo Jenna—, este sitio me recuerda una historia que papá solía contarme sobre los viajeros incautos que subían a una enorme torre envueltos en la niebla. Llegaban a una puerta con extrañas criaturas talladas por todas partes y tiraban de la campanilla. Al cabo de mucho tiempo les abría la puerta una pequeña figura jorobada que se quedaba mirándolos durante horas y luego decía con una voz realmente escalofriante: «¿Síííííí?». ¿Te acuerdas, Sep?

—No —respondió Septimus—. Yo estaba en el ejército joven en aquella época…, probablemente en el fondo de una madriguera de zorro mientras tú escuchabas las historias de irse a la cama.

—¡Oh, lo siento, Sep! A veces creo que has estado con nosotros todo el tiempo.

—Me gustaría haberlo estado —dijo Septimus tranquilamente. A veces intentaba imaginar todo lo que se había perdido, pero no era buena cosa. Le producía una sensación de pesadez de la que luego le costaba librarse.

Volvieron a ponerse en marcha juntos, pero pronto el camino se estrechó y se vieron obligados a caminar en fila india. El sendero se hacía más cuesta arriba, serpenteando entre salientes rocosos, y mientras subían el aire se hacía cada vez más frío. A Beetle le daba la sensación de que estaban cerca de la cima. Se preparó para ver la serpiente que Snorri había dibujado envuelta alrededor de la torre.

«Debe de ser enorme», pensó. Se preguntó qué comería… y luego decidió dejar de pensar. No le estaba haciendo sentirse bien.

Ahora el camino se ensanchaba y empezaba a nivelarse. Sus botas aplastaban la fina gravilla mientras se acercaban al liso mármol blanco de la amplia terraza que rodeaba la Casa de los Foryx. Se detuvieron en la terraza para recuperar el aliento. Delante de ellos se alzó un banco de niebla, dando vueltas y arremolinándose con la nieve, y a sus espaldas apenas podían distinguir el granito gris de la Casa de los Foryx. Se miraron entre ellos. ¿Dónde estaba la serpiente?

A hurtadillas avanzaron sigilosos por la terraza, sus pies resbalaban en la húmeda lisura del mármol. Septimus sacó la piedra de la Búsqueda, que los guió como un faro a través de la blancura hasta el pie de unos escalones amplios y bajos.

—Esperad aquí —susurró Septimus—. Iré a comprobar dónde está la serpiente.

—No —dijo Jenna—. Iremos todos. ¿Verdad, Beetle?

Beetle asintió muy a su pesar; odiaba las serpientes.

—De acuerdo —dijo.

Con mucho cuidado subieron los escalones, con Septimus sosteniendo ante sí en la mano la piedra de la Búsqueda para que les indicara el camino.

—No hay ninguna serpiente —dijo Septimus entre la niebla—. Solo una puerta grande y vieja con extrañas tallas a su alrededor.

—¿No hay ninguna serpiente? —preguntó Beetle solo para asegurarse.

—Ninguna —dijo la voz de Septimus—, ni siquiera una pequeña de regaliz.