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Fuera de las Malas Tierras

J usto antes del alba, Merrin se levantó de la cama y caminó con torpeza y medio dormido por el Observatorio en busca de un tubo de larvas de Glo. Con los ojos empañados, sacó un puñado de larvas de Glo recientes, dispuesto a emprender el viaje, y fue entonces, mientras estaba tapando el tubo, cuando Merrin abrió los ojos como es debido… y gritó. Se había olvidado de las cosas. Una docena de cosas se apiñaba alrededor del tubo de larvas de Glo observando su más mínimo movimiento. El resto vagaba sin rumbo, como mecidas por una brisa invisible. Consciente ahora de que las cosas no le sacaban la vista de encima, Merrin entró en la escasamente amueblada habitación de Simón, abrió un armario con llave y sacó una cajita negra en la que ponía: «Chucho».

Merrin se abrió paso a codazos a través de su fiel congregación de cosas y metió la caja de Chucho en una mochila junto con otros pocos tesoros. Luego se la cargó al hombro y respiró hondo. Sabía que ya era el momento de marcharse, pero justo entonces, incluso el frío, lúgubre, húmedo y solitario Observatorio abarrotado de cosas le parecía mucho más acogedor que el viaje que se le presentaba por delante. Sería un empinado descenso de cientos de escalones oscuros y resbaladizos cortados en la roca y tendría que pasar a hurtadillas por la vieja cámara de los Magogs y luego salir por un largo y viscoso agujero de lombriz. Pero Merrin sabía que no tenía más remedio que ir.

Cualquier esperanza que Merrin pudiera albergar de que las cosas hubieran terminado su labor y se quedaran en el Observatorio se desvaneció cuando, después de haber bajado los primeros escalones internándose en la oscuridad, se volvió y vio una hilera de cosas. Avanzaban arrastrando los pies, todo codos y rodillas, empujándose y dándose patadas, intentando llegar a los escalones más próximos a él. ¡Fantástico —pensó Merrin—, sencillamente fantástico!

Al cabo de media hora, Merrin se hallaba en la entrada de la Galería de la Lombriz abandonada, pero no estaba solo. Sabía que había veintiséis cosas detrás de él; notaba cómo le miraban. Le entraba una sensación de picor y de frío helado en el cogote. Tamborileando con nerviosismo los dedos regordetes en la pared de la galería, que estaba cubierta de baba de lombriz, Merrin se estremeció en el aire húmedo. Contempló atentamente el oscuro perfil que trazaba la cima de los riscos al otro lado del barranco.

Por mucho que Merrin anhelaba salir de la Galería de la Lombriz, iba a esperar a que los primeros rayos amarillos del amanecer aparecieran en el cielo. La noche era un tiempo peligroso para salir a la intemperie en las canteras de pizarra de las Malas Tierras. En el curso de los años, le habían contado bastantes historias macabras como para saber que el momento más peligroso era el alba. Es entonces cuando las lombrices de tierra se ponen en movimiento; cuando al caer la noche rompen su ayuno de todo el día, o cuando regresan por la mañana a sus galerías para proveerse de un último bocado que las mantenga durante todo el día, que suelen pasarlo enroscadas en lo más profundo de los helados riscos de pizarra.

Al cabo de diez largos y gélidos minutos, Merrin estaba seguro de que podía ver el perfil de las rocas recortadas que tenía delante con más claridad. Y mientras observaba, un lento movimiento deslizante justo debajo de la línea del horizonte le dijo que el alba estaba a las puertas: una lombriz de tierra regresaba a su galería. Merrin contempló fascinado cómo la criatura, que parecía un cilindro interminable, entraba en la cara de la piedra del otro lado del barranco. Se preguntó cuántas estarían haciendo lo mismo en aquel mismo instante en su lado del barranco, tal vez a unos pocos metros de donde él se encontraba, pues las lombrices son silenciosas de noche, por lo que tenía entendido. El único sonido que anunciaba su presencia —con suerte— era el ruido que hacían al mover involuntariamente una piedra, cuando se preparaban para matar. En ese momento, una ducha de guijarros cayó de los riscos que estaban por encima de Merrin y, con el corazón latiéndole a toda velocidad, retrocedió rápidamente. Como una hilera de fichas de dominó, las veintiséis cosas que tenía detrás hicieron lo mismo.

Merrin estaba asustado. Por mucho que deseara escapar de las cosas, decidió que no pondría un pie fuera hasta que hubiera visto salir el sol y no hubiera peligro. Sin embargo, el sol no le ayudaba. El cielo permanecía gris y Merrin esperaba… y esperaba. Entonces, justo cuando se había convencido de que, como de costumbre, había tenido la suerte de elegir el único día en la historia de la humanidad en que no iba a salir el sol, vio un disco blanco deslavazado que se alzaba lentamente en el cielo por encima de los sombríos riscos. Por fin, había llegado el momento de marcharse.

Pero antes tenía que desembarazarse de las cosas, Merrin no iba a pegarse la caminata hasta el Castillo con una larga fila de cosas deprimentes pisándole los talones. ¡Ni en pintura! Se volvió hacia la primera cosa de la fila.

—Me he olvidado la capa en el Observatorio —le dijo—. Traédmela.

La cosa parecía perpleja. Su amo llevaba puesta la capa.

—¡Traédmela! —gritó Merrin—. ¡Todas vosotras…, traedme la capa!

Una cosa sirviente no puede desobedecer a su amo. Con miradas reprobatorias —pues las cosas sirvientes de Merrin no carecían de inteligencia— las criaturas se largaron por la vieja Galería de la Lombriz. Y no les pilló por sorpresa el fuerte topetazo, seguido de una ráfaga de aire, que les indicó que Merrin había cerrado el enorme tapón de hierro de la galería. Con aire resignado, las cosas prosiguieron su tarea y todas, salvo una, estarían aún buscando la capa inexistente cuando Simón y Lucy regresaran pocos días después.

Pero, sin que Merrin lo supiera, una de las cosas —la que había invocado con las invocaciones inversas— no estaba obligada a obedecer a su amo. Por eso, cuando Merrin les ordenó volver sobre sus pasos, el gran tapón de hierro de la Galería de la Lombriz se abrió una vez más. La cosa salió a hurtadillas y empezó a seguir a quien le había invocado. Y en el hombro de la cosa colgaba un cochambroso saco de lona lleno de huesos. La cosa había llegado rápidamente a la conclusión de que su nuevo amo iba a necesitar toda la ayuda que pudiera conseguir. Y un saco de huesos oscuros podía ser precisamente la ayuda que iba a necesitar.

Merrin tomó el camino que discurría pegado a las paredes de los precipicios de pizarra que conducían hasta los Labrantíos. Conocía bien aquella parte del trayecto y no se inmutó cuando, al doblar la primera curva, un desprendimiento de tierras le bloqueó el paso. Con una mezcla de emoción e inquietud, Merrin trepó por las resbaladizas rocas. Se cuidó mucho de precipitarse demasiado, por temor a desplazar una de las rocas y caer en picado varios cientos de metros hasta el torrente que aguardaba abajo. Alcanzó la cima sano y salvo y empezó a deslizarse con cuidado por el otro lado, pero a mitad de camino se le resbaló el pie y se desprendió un puñado de rocas pequeñas que repiquetearon barranco abajo. Merrin se quedó quieto y contuvo la respiración, esperando que empezara la avalancha y se lo llevase consigo, pero la suerte no le había abandonado y con cautela volvió a ponerse en marcha. Al cabo de unos minutos, sus pies tocaron el suelo firme del camino. Merrin soltó un triunfante grito de júbilo y dio un puñetazo en el aire. ¡Era libre!

Acompañado por el rugido del río que fluía mucho más abajo al fondo del barranco, Merrin bajó raudamente el sendero. No miró hacia atrás ni una sola vez. Y, aunque lo hubiera hecho, probablemente no habría distinguido a la cosa, que se mezclaba con las sombras y tomaba la forma de las rocas, tal como hacen las cosas cuando no quieren que las vean.

Enseguida Merrin dejaba atrás los opresivos riscos de pizarra de las Malas Tierras y se encaminaba hacia las granjas dispersas por la colina de los Labrantíos Altos. Ahora era un territorio desconocido, pero Merrin siguió un amplio camino de tierra polvorienta y trillada. Cuando llegó a una bifurcación, fue recompensado por una señal de piedra. El alto poste de granito tenía una flecha tallada en la parte superior que señalaba a la derecha con una palabra: CASTILLO. Merrin sonrió. Con paso seguro, se dirigió hacia el sendero que se bifurcaba a la derecha.

Era un día frío de primavera y el sol calentaba poco mientras se alzaba perezoso por encima de las nubes bajas, pero el paso ligero mantenía a Merrin en calor. Pronto tuvo una familiar sensación de vacío en el estómago. Merrin siempre tenía hambre, pero ahora que era libre no estaba dispuesto a dejar que aquel estado de cosas continuase.

Mientras bajaba con desenvoltura por el camino que serpenteaba a través de los viñedos y campos de minúsculos frutales recién plantados, Merrin divisó una pequeña granja de piedra. No quedaba lejos, medio oculta en una hondonada. Empezó a correr. Pocos minutos más tarde entraba caminando en un jardín cubierto de maleza, rodeado de cobertizos destartalados, todo abandonado, a excepción de unas sucias gallinas que picoteaban el suelo. Ante él tenía una granja alargada y baja, con la puerta principal entreabierta. Merrin se acercó a la puerta y el olor a pan horneándose le golpeó como un mazo.

El estómago de Merrin hizo lo que le pareció una doble voltereta: necesitaba comerse ese pan. Con cuidado de no mover la puerta principal, que tenía todo el aspecto de chirriar en cuanto la moviesen, entró furtivamente en el interior. Se encontró en una habitación larga y oscura, iluminada solo por el fulgor de una cocina de leña, al fondo. Merrin se detuvo y miró a su alrededor. Allí no había nadie, de eso estaba seguro. Quien estuviera horneando aquel pan era obvio que tenía otras cosas que hacer, y mientras él o ella las hacía, Merrin aprovecharía la ocasión.

Merrin caminó, sigiloso como un gato, por el suelo de tierra, pasando ante una gran pila de heno y un montón de cajas de madera. Pero, a diferencia de lo que hubiera hecho un gato, pisó una gallina. Con gran estruendo la vieja gallina ciega se levantó aleteando en el aire.

—¡Chissst! —siseó Merrin con desesperación—. ¡Chissst, estúpida ave!

La vieja gallina no hizo caso y salió disparada, chocando contra una gavilla de vástagos cuidadosamente apilados y preparados para plantar judías. Los vástagos se desplomaron armando el estruendo más fuerte que Merrin había oído en su vida y oyó el ruido de unos pasos que se acercaban corriendo.

Apareció una mujer grande y de aspecto maternal, recortada en el umbral de una puerta, al otro lado de la habitación. Merrin se escondió detrás de una montaña de cajas.

—¡Gallinita! —gritó la mujer, corriendo a unos pasos de donde estaba Merrin. Tropezó con la gallina en la oscuridad y la cogió en brazos—. ¡Clueca tontina, ven, es hora de que desayunes, cariño!

«Es hora de que yo desayune, querrás decir», pensó Merrin, molesto de que a una vieja gallina roñosa la cogieran en brazos, le ofrecieran el desayuno y la llamaran «cariño», mientras él estaba allí escondido y hambriento en las sombras. Estaba seguro de que si la mujer hubiera tropezado con él en lugar de tropezar con la gallina, el resultado no habría sido el mismo. Aguantó la respiración mientras la mujer pasaba por delante de él con la gallina. Sus ojos color gris oscuro la siguieron hasta que desapareció por la puerta principal y salió a la claridad del sol. Luego, como un rayo de luz negra, Merrin salió disparado hacia la cocina, se bajó las mangas por encima de las manos, abrió la puerta del horno y sacó una gran hogaza de pan redondo.

«¡A… aaa… aaaaaay!», exclamó Merrin entre dientes, saltando a la pata coja con un pie y luego con el otro mientras el calor húmedo del pan muy caliente le atravesaba las mangas. Haciendo malabarismos con la hogaza, como si fuera una gran patata caliente, salió corriendo por la puerta más cercana, rodeó la parte trasera de la granja y se encontró en el jardín. Le cerraban el paso una masa de gallinas, que alimentaba la mujer con cuyo pan Merrin hacía malabarismos. Al oír el cacareo y el revuelo que armaban las gallinas, la mujer levantó la mirada.

—¡Oye! —gritó.

Merrin se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. ¿Debía dar media vuelta y correr hacia la granja, arriesgándose a encontrarse con el marido de la mujer o con algún corpulento peón? ¿O debía ir recto hacia delante y salir al camino abierto?

—Ese es mi pan —dijo la mujer mientras avanzaba hacia él.

Merrin bajó la vista hacia la hogaza como si se sorprendiera de verla. Luego tomó una decisión y salió corriendo directo hacia las gallinas. Entre grandes cacareos y alharacas, las gallinas se dispersaron. Merrin se abrió paso entre el gallinero, soltando unas cuantas patadas bien dirigidas mientras huía en medio de una nube de plumas.

En cuestión de segundos había salido al camino y huía a la carrera. Miró hacia atrás una vez y vio a la mujer de pie en mitad del camino que le mostraba un puño amenazante. Sabía que estaba a salvo. La mujer no lo perseguiría corriendo.

Lo que Merrin no vio, en parte porque era de día y las cosas no se muestran demasiado bien a plena luz del día, pero sobre todo porque no esperaba verla, fue a la cosa. Fluía por entre los setos a cierta distancia detrás de él, como una corriente de agua sucia.

Otra cosa que Merrin no vio mientras corría, agarrado al pan cuyo calor ahora le resultaba agradable, fue una rata marrón sentada en la hierba a un lado del camino. Pero la rata había visto bien a Merrin. Stanley ex rata mensaje, ex rata del servicio ratisecreto, no tenía ninguna intención de acercarse a Merrin y mucho menos a su bota derecha, pero a Stanley le costaba abandonar los viejos hábitos del servicio ratisecreto y sentía curiosidad por saber adónde iba Merrin. En opinión de Stanley, el chico era problemático.

Stanley acababa de pasar un par de semanas con Humphrey, su antiguo jefe del Servicio de Ratas Mensaje, que había huido del Castillo unos seis meses después de que se formase la banda de los estrangularratas. Aunque Humphrey estaba disfrutando de su jubilación en el desván para las manzanas de una pequeña granja de sidra y no tenía intención de regresar, había intentado convencer a Stanley de que volviera a poner en marcha el Servicio de Ratas Mensaje. Stanley le había prometido que lo pensaría.

Stanley observó cómo Merrin se detenía en una encrucijada. El muchacho estudió las señales de piedra unos segundos y luego se puso garbosamente en marcha, en dirección hacia el Castillo. La rata lo vio a avanzar con aire resuelto por el camino. Con gente así dirigiéndose hacia el Castillo, pensó, el Servicio de Ratas Mensaje podría llegar a ser muy necesario. Hizo un pacto consigo mismo: seguiría a Merrin y si el chico se dirigía realmente hacia el Castillo, Stanley seguiría el consejo de Humphrey.

Y así fue como dos criaturas muy distintas siguieron a Merrin mientras desfilaba por los tortuosos senderos que llevaban a través de los Labrantíos. Animado por su recién estrenada libertad, Merrin avanzaba rápido y, cuando la noche empezaba a caer, vio el Castillo a lo lejos. Ahora ya más cansado, caminaba pesadamente cuando dejó atrás la última granja antes del río. Miró con anhelo las velas encendidas en las ventanas de la granja y a una familia sentándose a cenar, pero siguió andando, recorriendo el camino a través de un bosquecillo. Después de una curva cerrada, Merrin se encontró de repente fuera de la arboleda, a la orilla del río. Se dejó caer en la hierba, asombrado, y se puso a mirar. No había visto nada parecido en toda su vida.

En la otra orilla del ancho y lento río, una gran muralla de luces se alzaba en el cielo nocturno proyectando sus parpadeantes reflejos en las oscuras aguas del río. Tras las luces se podía distinguir la sombría mole del Castillo. Merrin sabía que dentro había miles de personas, una por cada una de las luces, cada una viviendo su vida y ocupándose de sus quehaceres sin deparar en un muchacho sentado en la otra orilla. De repente, Merrin se sintió muy pequeño y solo.

El chico contemplaba las luces, resistiéndose al impulso de contarlas —era muy aficionado a contra cosas— y pronto sus ojos empezaron a descubrir más detalles y se hizo una idea de las siluetas que había tras ellas. Vio las altas murallas de los Dédalos, que parecían extenderse junto al río durante kilómetros enteros. Y, desde la silenciosa ribera del río, oyó la cháchara y las risas transportadas por el agua. Vio los pontones desiertos de los viejos muelles y los perfiles de unos pocos barcos deteriorados. Y entonces, mientras miraba, con los ojos muy abiertos como un búho, Merrin distinguió una escalera de luces que destelleaban de púrpura y oro y ascendían hacia el cielo hasta una altura imposible. En lo alto de la escalera había una pirámide dorada fulgurando con una fantasmal luz púrpura e iluminando la cara inferior de un banco de nubes bajas.

Merrin sintió un escalofrío. Sabía lo que era: la Torre del Mago, el lugar en el que, en otro tiempo, había pasado unos cuantos desdichados meses con su antiguo maestro, DomDaniel. También era el lugar, pensó con un súbito arrebato de ira, donde el llamado Septimus Heap estaba en aquel instante, sin duda sentado junto a un agradable fuego, cenando y hablando de cosas de magos mientras le escuchaban, como si lo que dijese fuera importante. Pero no por mucho tiempo, pensó Merrin. Acarició con el índice la superficie fría del Anillo de las Dos Caras que le ceñía —aún demasiado apretado— el pulgar izquierdo, y sonrió.

Bruscamente, Merrin se levantó de un salto de la húmeda hierba y salió corriendo a toda velocidad por el camino. Sabía que tendría que esperar al alba, cuando bajasen el puente levadizo, para entrar en el Castillo, y necesitaba algún lugar donde pasar la noche. El sendero lo alejó de la ribera del río, a través de unos campos enfangados cercados por altos setos. Cuando salía del último campo, Merrin vio aparecer las luces de la taberna El Rodaballo Agradecido. En el bolsillo apretaba con la mano la bolsa de los ahorros secretos de Simón que había cogido. «Es hora —pensó— de gastar un poco del dinero que con tanto esfuerzo he ganado».

Stanley vio a Merrin abrir la puerta de la taberna y entrar en el fulgor cálido y acogedor; Merrin se dirigía al Castillo. El Rodaballo Agradecido tenía una merecida fama de estar encantado. Nadie elegiría quedarse allí a menos que estuviera esperando a que arriasen el puente levadizo del Castillo a la mañana siguiente.

Mientras la rata se escabullía con premura, la cosa salió trotando hacia la puerta de la taberna, pero no se aventuró a entrar. Se hundió en un oscuro rincón del porche principal y se acurrucó en uno de los bancos que había en aquel lado, con su saco de huesos que le haría compañía durante la noche. La cosa no lucía precisamente una expresión risueña en su demacrado rostro, pero no estaba disgustada. Si a alguien se le hubiera ocurrido alguna vez preguntar a una cosa cuál era la idea de una noche divertida —lo cual aunque parezca extraño nadie ha hecho todavía—, sentarse fuera de una taberna encantada con un saco de huesos de nigromante por única compañía, probablemente habría ocupado el primer puesto de la lista.