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Ratas mensaje

L a Atalaya de la Puerta Este estaba, por extraño que pareciese, en el lado sur del Castillo. La había trasladado una reina particularmente tiquismiquis hacía muchos años, tantos que ya nadie se acordaba del motivo. La pequeña torre redonda se alzaba airosamente en lo alto de las anchas murallas del Castillo. Si te aventurabas hasta arriba podías divisar varios kilómetros del Bosque que bordeaba la parte oeste y suroeste del Castillo.

En los viejos tiempos, cuando el servicio de ratas mensaje estaba en auge, toda la torre estaba llena de ratas, pero ahora solo contaba con una rata solitaria y muy desconsolada. La mortecina luz de una única vela brillaba en la pequeña ventana de la planta baja de la torre y en la puerta vieja y destartalada habían colgado tres letreros cada vez más acuciantes. El primero decía así:

SE BUSCAN RATAS PARA EJERCER DE RATAS MENSAJE

NO SE NECESITA EXPERIENCIA

FORMACIÓN A CARGO DE LA EMPRESA

SOLICITUDES EN EL INTERIOR

El segundo decía:

LOS MEJORES SUELDOS

¡PAGAMOS EL DOBLE QUE EN EL PUERTO!

¡NO SE PIERDA ESTA MARAVILLOSA OPORTUNIDAD!

Y el tercero:

¡COMIDA GRATIS!

Stanley se preparaba para pasar su cuarta noche en la Atalaya de la Puerta Este. Había levantado el campamento en la vieja oficina de la planta baja. Delante de él estaban los restos de la cena que había rapiñado de un cubo de basura muy productivo apostado en el exterior de una casita situada unas cuantas puertas más allá, siguiendo la muralla del Castillo. Aquella noche el pastel de carne con puré de patatas había estado especialmente bueno, y Stanley había disfrutado mucho de la corteza tostada, aunque fría, y de los tomates, si bien estaba menos satisfecho de los trocitos crujientes, que sospechaba que eran trocitos de uñas cortadas. Pero en general había sido una buena cena y estaba encantado de descubrir que no había perdido su toque para recuperar cosas de la basura de la gente. A excepción de los asuntos referentes a la recuperación de basura, las cosas no marchaban bien. Le estaba resultando muy difícil poner en marcha el Servicio de Ratas Mensaje, a pesar de que había hecho todo lo imaginable. Incluso había limpiado la oficina, había quitado el polvo a la vieja mesa de Humphrey y arreglado la pata que cojeaba, luego había rescatado el libro de contabilidad, la agenda, el calendario de viajes de rata patentado y la lista de precios de un baúl de hojalata que estaba debajo del suelo. Ahora todo estaba instalado, preparado y aguardando, pero tenía un gran problema: no había ratas. Por mucho que lo había intentado, Stanley no había podido encontrar ni una sola rata en el Castillo.

Pero aquella noche, mientras Stanley se sentaba al otro lado de la solitaria mesa de despacho con una rara sensación mezcla de estómago lleno y tristeza, de repente, para su alegría, olió una rata. Stanley olisqueó el aire lleno de emoción. Era un olor a rata muy fuerte, debía tratarse de más de una rata, eso seguro. Como mínimo media docena de ratas, calculó, y todas acudían a responder a su anuncio. ¡Vaya suerte!

Cuando llamaron a la puerta, Stanley se contuvo para no ir corriendo a responder. En lugar de eso, cogió la pluma, abrió el libro de contabilidad y empezó a mirarlo como si estuviera inmerso en un ajetreado día de trabajo. Luego, haciendo todo lo posible para parecer ocupado y preocupado, y no rebosante de emoción, Stanley gritó:

—Adelante.

La puerta se abrió y entró la rata más grande que Stanley había visto en su vida. Stanley se cayó de la silla a causa de la impresión.

Ephaniah Grebe esperó pacientemente a que Stanley se levantara del suelo y se recompusiera con tanta dignidad como le fue posible, y volviera a subirse a la silla.

—Solo estaba poniéndolo a prueba —murmuró Stanley—. Nos gusta que nuestras ratas sean imperturbables. La ha superado. ¿Cuándo puede empezar?

—No he venido por el empleo —dijo Ephaniah, aliviado por el hecho de poder conversar en voz alta con alguien que le entendía.

Stanley estaba terriblemente contrariado.

—¿Está seguro? —preguntó—. ¿Y si trabaja solo media jornada como mensajero? Estamos aceptando trabajadores a tiempo parcial solo durante esta semana. Aproveche mientras pueda, es una gran oportunidad.

—No dudo de que lo sea, pero ya tengo un empleo que requiere dedicación exclusiva, gracias. He venido a enviar un mensaje.

—¡Ah! —dijo Stanley. Entonces se dio cuenta de que no parecía todo lo complacido que debiera, teniendo en cuenta que, al fin y al cabo, aquel era su primer cliente. En buena medida, ello era debido a que no se correspondía con su sueño, es decir, pasarse todo el día sentado en la oficina mientras un equipo de ratas jóvenes y preparadas se hacía cargo de la mensajería. Tendría que hacerlo él mismo—. ¿Adónde? —preguntó, rezando para que no fuera a los marjales Marram.

Ephaniah Grebe sacó un trozo de papel y leyó, con alguna dificultad, la caligrafía de Beetle.

—Puerta azul del arco, torreta más alta, final del Eco, los Dédalos.

Stanley respiró aliviado.

—¿Y el mensaje es?

—«Querida mamá —leyó Ephaniah con un poco de afectación—: He tenido que resolver un asunto urgente, pero volveré pronto. Hay algún dinero escondido en el viejo jarrón que está en el alféizar de la ventana. Por favor, no te preocupes. Besos, Beetle».

Stanley escribió el mensaje en el libro de registro con una feliz floritura. Era un mensaje fácil de recordar, corto y cariñoso, como a él le gustaban.

—Es urgente —dijo Ephaniah—. Llévelo lo antes posible, por favor.

Stanley suspiró. Volvía a experimentar todas las frustraciones de sus días de rata mensaje. Siempre era urgente, según su experiencia. Nadie, nunca, pensaba con un poco de previsión. Nadie había dicho nunca: «Me gustaría enviar un mensaje dentro de tres días, por favor. Prográmelo cuando le coincida mejor con su calendario». Pero un cliente era un cliente y, cuando menos, significaba cierta entrada de dinero. Con mucha teatralidad, Stanley buscó en la lista de precios, a pesar de que sabía perfectamente bien que los Dédalos era un área de precio uno.

—A ver, déjeme ver… será un penique llevarle el mensaje. Dos peniques si la rata ha de esperar respuesta. Tres peniques si tiene que pasar a buscar la respuesta al día siguiente. Las condiciones son que se paga estrictamente en metálico y por adelantado.

—El mensaje se envía en nombre de la princesa Jenna —dijo Ephaniah Grebe—. Tengo entendido que disfruta de una oferta de lanzamiento especial: mensajes gratis durante un año.

—Solo para aquellos mensajes que salgan del Palacio y se den en persona —dijo Stanley en tono eficiente—. A todos los demás se les aplica la tarifa normal. Entonces, ¿es solo de ida o hay respuesta?

Ephaniah Grebe salió de la Atalaya de la Puerta Este tres peniques más pobre, también tuvo que enviar dos mensajes más, uno a Sarah Heap y otro a Marcia Overstrand, pero bajo sus bigotes de rata esbozaba una sonrisa de felicidad. Se descubrió el rostro y dejó la nariz libre para olfatear el aire nocturno, luego tomó el anchuroso sendero que discurría por encima de las murallas del Castillo y caminó lentamente de regreso al Manuscriptorium. Disfrutaba de la sensación de tener una larga y sensible cola que le seguía como se suponía que debía ser, tocando las frías piedras y equilibrando su andar erguido. A veces era un alivio ser fiel a su auténtica naturaleza de rata.

Mientras Ephaniah deambulaba por las murallas, como hacía a veces cuando los confines del sótano del Manuscriptorium eran demasiado para él, miraba desde arriba los tejados de las casitas apiñadas contra las viejas piedras. Veía las velas en las ventanas de las buhardillas arder con luz brillante en la noche, y en el interior de las minúsculas habitaciones de techos inclinados, veía gente, un montón de personas, sin el menor rasgo de rata, ocupadas en sus quehaceres. Cosían junto a la chimenea, retiraban los restos de una opípara cena, daban de comer a un bebé o simplemente dormían a pierna suelta en un cómodo sillón, todos ellos inconscientes de que al otro lado de sus ventanas un tímido individuo, mitad hombre, mitad rata, se paseaba por allí cerca, observando la vida que podía haber llevado.

Ephaniah se sacudió de la cabeza sus tristes pensamientos, tal como una rata eludiría un cubo de agua sucia lanzado con buena puntería, y aceleró el paso. Cuando las débiles campanadas de media noche sonaban desde el reloj del Patio de los Pañeros, llegó a la cima del tramo de escalera que bajaba hasta el Manuscriptorium. Se detuvo y echó un último vistazo a la amplia extensión del Castillo que tenía ante él, antes de bajar otra vez a su bien iluminado sótano. Era de una belleza imponente. La luna remontaba el cielo, proyectando su fría y blanquecina luz sobre los tejados y creando largas sombras en las calles, mucho más abajo. Miles de puntitos de luz de velas resplandecían en la vasta extensión del Castillo de un modo que Ephaniah no había visto nunca. Asombrado, se quedó inmóvil, preguntándose por qué podía ver tantas velas, y entonces cayó en la cuenta. Las brillantes luces, mágicas, purpúreas y doradas, que alumbraban la Torre del Mago todas las noches habían desaparecido. Era como si la torre ya no estuviera allí, pero cuando Ephaniah contempló la oscuridad pudo distinguir el perfil de la torre contra las nubes iluminadas por la luna, aunque de ella no salía ni el más débil parpadeo de luz; la Torre del Mago se hallaba en estado de sitio.