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Prometido
D espués de contemplar como Silas y un perro lobo muy desconcertado eran alzados lentamente hasta las ramas de Benjamin Heap, Morwenna se dirigió directamente hacia la Vieja Cantera. La predecesora de Morwenna, la señora Agaric, había dirigido el Aquelarre de las Brujas de Wendron desde los vastos espacios de una gran cueva excavada en lo alto de las paredes de la Vieja Cantera, en lo más profundo del Bosque. El reinado de la señora Agaric llegó inesperadamente a su fin una fría noche de invierno que había luna llena cuando la vieja bruja tardó una fracción de segundo más de lo debido en congelar a un hombre lobo que había encontrado husmeando en los montones de trastos mohosos que tenía almacenados al fondo de su cueva, y en general nadie lo lamentó.
Una de las primeras cosas que hizo Morwenna cuando se convirtió en bruja madre fue inaugurar el campamento de verano de las brujas en la colina. Puso fin a todos los pequeños feudos y maleficios personales que estaban muy extendidos entre las brujas, alentados por la vida que llevaban en la opresiva cantera.
A Morwenna le gustaba supervisar los detalles del traslado, y uno de esos detalles era hacer de la Vieja Cantera un lugar seguro y acogedor para su regreso el día del equinoccio de otoño.
Morwenna tomó el atajo que iba a la Vieja Cantera, un sendero oculto que descendía hasta el valle secreto de los Abetos de la Estrella Azul, unos árboles que solo crecían allí. Al entrar en el camino, un embriagador aroma a resina de abeto azul llenaba el aire, un aroma que adormecía a los viajeros desprevenidos y los convertía en presa fácil de las serpientes azules que infestaban las ramas altas de los abetos. Pero Morwenna no era ningún viajero desprevenido; sacó su pañuelo de topos verdes, echó unas pocas gotas de aceite de menta y se lo apretó contra la nariz. Morwenna salió del valle y se detuvo un momento junto a la Alberca Verde, un antiguo estanque excavado en el suelo de roca del Bosque. Se arrodilló, hundió las manos en las frías aguas y bebió. Luego llenó una botellita de agua y continuó su viaje.
Al cabo de media hora aproximadamente, Morwenna bajaba con dificultad el último trecho del sendero inclinado y rocoso que llevaba hasta la Vieja Cantera. Saltó con agilidad desde la última piedra y puso el pie sobre el liso suelo de la cantera. Se detuvo un momento para tomar aliento y levantó la vista hacia la gran roca que se alzaba delante de ella. La Vieja Cantera tenía una forma vagamente semicircular. Pero estaba formada por la piedra amarilla pálida con que se habían construido muchas de las casas más viejas del Castillo, y de hecho, el Palacio; las paredes toscamente labradas que se alzaban hasta las cúpulas de los árboles estaban inquietantemente oscuras, veteadas y ennegrecidas por el hollín de las hogueras de cientos de años de ocupación por parte de las brujas de Wendron. Las paredes también constituían el hogar de un liquen autóctono del Bosque, que tenía un feo color negro verduzco y desprendía un pésimo olor cuando se mojaba. Salpicadas aquí y allá en la cara de la roca se abrían las oquedades aún más oscuras de las entradas a diversas cuevas que habían sido abiertas por los picapedreros. Era en aquellas cuevas, a salvo —casi siempre— de las merodeadoras criaturas nocturnas del Bosque, donde vivían las brujas de Wendron en invierno.
Aquel día Morwenna quería comprobar y salvaguardar las cuevas inferiores. No tenía ninguna gracia volver a la cantera un frío y húmedo día de otoño, cargada con sucias tiendas de campaña y con los lechos mojados, para encontrarse con que una manada de zorros del Bosque habían decidido que tus cuevas les hacían mucho mejor servicio que a ti y estaban dispuestos a demostrarlo.
Lo único que en realidad le gustaba a Morwenna de la Vieja Cantera era que se trataba de uno de los pocos lugares de terreno llano y abierto que había en el Bosque. Cruzó con paso decidido el suelo de piedra amarilla. Notó con aprobación que todo parecía barrido y ordenado y no se había quedado nada fuera, o si se había quedado, algo se lo había comido ya y les había ahorrado la molestia de limpiarlo. Al acercarse a las sombras negroazuladas del pie de la cara de la roca, un súbito movimiento dentro de una cueva grande la sobresaltó. Morwenna se quedó quieta como una muerta. Muy lentamente, se puso la capa verde para mostrar la parte inferior moteada, haciendo que se fundiera en las sombras. Y entonces esperó, canturreando entre dientes las palabras de bruja: «Aunque visto haberme puedas, no me has visto a mí…, no a mí…, no a mí…».
Pero Morwenna se aseguró de que ella sí veía. Al escrutar las sombras, buscando, oteando, sus penetrantes ojos azules se lijaron en un resplandor brillante… un repentino destello blanco atrajo su atención. Morwenna contuvo la respiración: ¿qué era aquello? ¿Qué era esa gran criatura blanca que había dentro de la cueva?
Morwenna vio la blanca forma moviéndose hacia la parte delantera de la cueva. Rápidamente hizo un hechizo de escudo protector básico, uno de los más fundamentales de las brujas. Estaba preparándose para congelar a la criatura en cuanto pudiera verla con claridad cuando la gran forma blanca casi se cae de la cueva. Morwenna dejó escapar una exclamación y rompió el hechizo.
—¡Ephaniah! —gritó—. ¡Ephaniah! —Pues no cabía duda de que se trataba del hombre rata, incluso a lo lejos se distinguía.
Ephaniah Grebe frenó y parpadeó a la luz. Parecía sorprendido de oír su nombre, pero reconoció la voz de inmediato.
—Morwenna —chilló emocionado—. Tenía tantas esperanzas de encontrarte… ¡Y aquí estás! —Se dirigió hacia la bruja, cojeando al caminar.
Se encontraron a medio camino. Morwenna abrazó a Ephaniah tan fuerte que el hombre rata tosió; el abrazo de la bruja le había aplastado sus pequeños pulmones de rata.
Morwenna dio un paso atrás y miró a Ephaniah de arriba abajo.
—Cojeas —dijo preocupada.
—¡Oh, solo son mis torpes pies! —murmuró Ephaniah.
Morwenna, al igual que muchas brujas, sabía el lenguaje de las ratas y los gatos.
—Ven a nuestro campamento. Te prepararé un emplasto —dijo con tono compasivo.
Los ojos de Ephaniah sonrieron, pero sacudió la cabeza con pesar.
—Por desgracia no puedo quedarme. Tengo que cuidar de unas pequeñas responsabilidades.
Morwenna enarcó las cejas.
—¿En serio? —Parecía sorprendida, aunque no era su intención.
—No, no. No son mis hijos. No, ha ocurrido algo en la Torre del Mago. Tengo al aprendiz extraordinario, que huye de la Búsqueda, conmigo.
—¿La Búsqueda? —dijo Morwenna—. Así que ya ha llegado el momento otra vez, ¿no? ¡Qué triste! Desperdiciar tan joven talento. ¡Qué terrible recompensa para siete años de duro trabajo! —Morwenna se quedó callada, confusa—. Pero ¿no es aún demasiado joven ese muchacho? Aún no lleva ni tres años de aprendiz.
El chillido de Ephaniah se convirtió en un susurro.
—Morwenna, he venido a pedirte ayuda. Aunque están huyendo de la Búsqueda, ellos también están…
—¿«Ellos»? —preguntó Morwenna.
—También traigo conmigo a la princesa y a un antiguo miembro del personal del Manuscriptorium.
—Bien, bien. No eres de los que hacen las cosas a medias, ¿verdad, Ephaniah? La princesa está en el Bosque, ¿eh? Esto es toda una primicia.
—Necesito tu consejo. Han perdido a su hermano.
—En otra época, eso parece.
—¿Lo sabías?
—Una bruja debe estar al tanto de los rumores. —Morwenna sonrió.
—Yo… tengo que pedirte un favor —dijo Ephaniah algo vacilante.
—No hay nada malo en preguntar.
Ephaniah respiró hondo.
—He venido a pedirte que les muestres la Vía del Bosque.
—¡Ah! —La alegría que Morwenna había sentido al ver a Ephaniah se desvaneció. Dio un paso atrás, como para distanciarse de él.
—Por favor.
Morwenna suspiró.
—Ephaniah, no me corresponde a mí regalar este conocimiento. Deben pagar por él.
Ephaniah suplicó con los ojos.
—Pero podría salvar dos jóvenes vidas… o más.
—Acabas de aumentar el precio.
—Morwenna…, por favor.
Morwenna sonrió un poco distante.
—Basta, Ephaniah. Pasad el día en nuestro campamento. Te vendaré los pies y luego hablaremos. ¿De acuerdo?
Septimus y Beetle disfrutaron del campamento de verano aquella tarde, Jenna no. Mientras Morwenna aplicaba una gran cataplasma verde en los pies hinchados de Ephaniah, Septimus y Beetle charlaban con las brujas jóvenes.
A Septimus incluso le hicieron unas trencitas en el pelo, para diversión de Beetle. Pero Jenna se sentó en la puerta de la tienda de invitados, sujetando corto a Ullr y observándolos con un notable aire de desaprobación. A Jenna no le gustaban las brujas jóvenes. Desconfiaba de sus conversaciones sobre diosas y espíritus y de su actitud altanera y segura de sí misma. Comparadas con los sobrios habitantes del Castillo parecían tan extrañas, con sus túnicas bordadas con cuentas brillantes, sus dedos llenos de pesados anillos de plata, sus cabellos ataviados con cuentas y plumas y ese aire general de mugre morena.
Ephaniah se sentó junto al fuego de campamento con los pies envueltos en una incómoda cataplasma caliente, intentando pensar cómo podía convencer a Morwenna de que les enseñara la Vía del Bosque. Después de prometerles —estúpidamente, ahora se daba cuenta— que Morwenna les ayudaría, ahora no podía fallar a Jenna y a Septimus. Estaba dispuesto a pagar algo de lo que pidiese Morwenna, pero ella no había dicho cuál era el precio.
—Hablaremos esta noche bajo la luna —era todo lo que había dicho.
Empezó a oscurecer y, con la transformación del Ullr diurno en el Ullr nocturno, la atmósfera se cargó de electricidad. Las brujas se apiñaban alrededor de Jenna y la pantera. No decían ni una palabra, pero sus brillantes ojos azules centelleaban en la oscuridad: Jenna veía por todas partes dos puntos azules que la miraban brevemente a los ojos y luego se apartaban. Ullr no demostraba ningún interés. Estaba tumbado al lado de Jenna, y salvo un vigilante espasmo en la punta de la cola, no movía ni un músculo.
Por fin después de un buen rato, la incómoda velada alrededor del fuego de campamento de las brujas llegó a su fin y Jenna, Septimus y Beetle se echaron agradecidos sobre un montón de pringosas pieles de cabra en la tienda de los invitados. Jenna, que estaba agotada, se quedó dormida enseguida con el brazo alrededor de Ullr. Pero Septimus estaba muy despierto, escuchando la charla intermitente de las brujas que se preparaban para pasar la noche y los arañazos y gritos esporádicos de las criaturas nocturnas que habitaban más abajo, en el Bosque.
Septimus estaba enfadado con Morwenna. Pensó que su madre tenía razón, mientras yacía bajo una húmeda piel de cabra y estornudaba por enésima vez. Nunca sabes qué esperar de una bruja de Wendron. Los acontecimientos de la velada desfilaban otra vez ante él. Había empezado bastante bien, aunque Jen parecía un poco nerviosa. Morwenna los había tratado como invitados de honor. Extendieron alfombras y almohadones para que se sentaran y les presentaron a todo el aquelarre, que se sentó junto a ellos formando un gran círculo alrededor de la hoguera. Sacaron grandes leños —se necesitaron tres brujas por tronco para transportarlos— del montón de leña y los arrojaron al fuego. Había estado mirando las llamas y las chispas que saltaban en el cielo nocturno y le embargó la sensación de que había esperanza y de que todo era posible que provoca un fulgurante fuego de campamento.
Las brujas jóvenes encargadas de la cocina habían servido un zorro asado extraordinariamente sabroso, e incluso el brebaje tenía buen sabor. Todo iba bien, hasta que Ephaniah formuló a Morwenna la misma petición. En un instante, como si alguien hubiera pulsado un interruptor, se hizo un silencio gélido. De repente a Septimus le pareció que estaba rodeado por un círculo de zorros en lugar de brujas.
Ephaniah había repetido incesantemente la pregunta.
—Pero, Morwenna, te suplico que nos enseñes la Vía del Bosque. Hazlo por mí, ¿quieres?
Septimus no entendió los chillidos, pero las respuestas estaban muy claras.
—¿Aún no he hecho bastante por ti? —dijo Morwenna con brusquedad.
Ephaniah parecía desilusionado y dolido.
—Sí —respondió con su hablar de rata—. Has hecho mucho por mí. Nunca podré agradecértelo lo bastante. Nunca.
Los ojos azules de bruja de Morwenna penetraron la oscuridad.
—Nunca te pedí nada a cambio, Ephaniah —le dijo—. Te di libremente lo que era mío, pero el conocimiento que me pides no es mío y no puedo dártelo. Yo soy solo la guardiana de la Vía del Bosque. Por tanto, debo cobrar por ello.
—Te pagaré lo que pidas —respondió de manera algo insensata.
Morwenna parecía sorprendida.
—Muy bien, mañana por la mañana te diré el precio. Y en cuanto te lo pida, deberás pagarlo.
Ephaniah asintió con gravedad.
—Lo comprendo —dijo con sus chillidos de rata.
Y, dicho lo cual, la bruja madre se puso en pie y todo el círculo de brujas la siguió en silencio. Aquello fue el final de la velada.
Septimus se sentó y se quitó de encima la asquerosa piel de cabra. Decidió que era alérgico a las cabras, sobre todo a las mugrientas. Se preguntó si podría cambiar la piel de cabra por la manta de Beetle sin que este se diera cuenta.
—¿Estás despierto, Sep? —preguntó Beetle en un susurro desde el otro lado de la tienda.
—No. Siempre duermo sentado.
—¿En serio?
—Claro que estoy despierto, Beetle. ¿Tú también?
—No, estoy profundamente dormido.
—Ja, ja. Oye…, ¿qué es eso?
Altas y distorsionadas sombras aparecieron de repente en un lado de la tienda. Un estallido de risitas rápidamente reprimidas delató el juego: había un grupito de brujas jóvenes al otro lado de la tienda de campaña.
—No… ¿De veras va a pedirle eso al hombre rata? —preguntaba una voz incrédula.
—Eso es lo que dijo. Siempre me cuenta esas cosas cuando la ayudo a acostarse. Le gusta relajarse y hablar de cosas.
—Serás la eterna aspirante a bruja madre si no vas con cuidado, Marissa.
—¡Oh, ja, ja! No lo creo.
—Pero el hombre rata no tiene que darle lo que pide, ¿verdad? —intervino una voz seria.
—Sí. Ha aceptado, ¿verdad?
—Ha chillado como una rata —dijo una voz nueva—. Podría significar algo. Podría significar: «¡Suéltame el pie, so gorda!».
—Chissst. Estás loca llamar gorda a la bruja madre. Sabes lo susceptible que está con lo de su peso. Acabarás convertida en rana por un día… o algo peor.
—Pero ¿para qué quiere a la princesa? —intervino la voz más seria.
Septimus y Beetle abrieron los ojos como platos de la impresión. Ambos se esforzaron en oír la respuesta.
—Quiere la pantera. —Aquella era Marissa—. Morwenna siempre ha querido un transformador de día a noche.
—Y entonces, ¿por qué no pide solo la pantera?
—Dos por el precio de uno —dijo Marissa soltando una risita—. Si pide la pantera, solo se queda con la pantera, pero si pide la princesa, la pantera va en el lote. Es lista, ¿eh?
—Sí…
—Y si tiene a la princesa, será realmente poderosa, ¿verdad?
—Morwenna dice que el Palacio está lleno de toneladas de cosas de la vieja magia que, para empezar, las reinas nos robaron a nosotras. Solo quiere que nos devuelva lo que legítimamente nos pertenece.
—Entonces, ¿de verdad va a pedir a la princesa?
—Sí, la va a pedir. Es lo primero que hará por la mañana. Así que tendremos a la señorita Tiquismiquis Real y a su escuálido gato viviendo aquí. Pronto aprenderá. ¡Jo, jo, jo!
Hubo otro revuelo de risitas, esta vez algo más malévolas, y, para su consternación, Septimus empezaba a sentir ganas de estornudar. Se cogió la nariz y contuvo la respiración. No debía estornudar. No debía hacerlo, no, no, a… a… a… Beetle vio lo que se avecinaba. Se levantó de un salto y le tapó la nariz con la mano, de manera que ya no tuvo ganas de estornudar. Lo único que quería era respirar.
La conversación de las brujas jóvenes proseguía, inconscientes de que a su lado los chicos las estaban oyendo, separados solo por una gruesa tela de lona. Ahora era Marissa la que hablaba. Parecía impaciente.
—Sam llegará pronto. Veo que se acerca su antorcha por el camino. No podemos esperar a Bryony mucho más tiempo.
—Dale un par de minutos, Marissa. Tenía que limpiar la olla. Qué es más de lo que tú hiciste esta mañana. Es asqueroso.
—Bueno, yo odio limpiar la olla. Nadie nota un pedacito de desayuno en su guiso de zorro. ¡Oh, estoy cansada de esperar! Voy a buscarla. O viene ahora o que se olvide.
—De acuerdo. Iremos contigo. —La sombra más alta abandonó el grupo y las otras tres sombras la siguieron deprisa.
Beetle y Septimus se quedaron mirándose fijamente.
—¿Has oído eso? —dijo Beetle en voz baja, vocalizando exageradamente.
Septimus asintió.
—Tenemos que sacar a Jen de aquí —susurró.