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ReUnido

E l rostro medio ratonil medio humano estaba fantasmagóricamente iluminado por el fulgor amarillo del anillo dragón de Septimus. Jenna reprimió un grito.

El corpachón de Ephaniah Grebe estaba apoyado en el rincón del fondo de la casa, exactamente donde la cosa lo había dejado tras cambiarlo por el cuerpo más ágil del Hombre del Peaje. La cabeza de Ephaniah colgaba hacia delante como la de una muñeca rota, y sus ropas blancas parecían una montaña de sábanas sucias esperando a que las lavaran. En cuanto Jenna lo vio, supo que estaba deshabitado, la diferencia entre el Ephaniah actual y el de la última vez que lo había visto era obvia. Este era Ephaniah; no le daba repulsión, no tenía una aplastante sensación de que era una rata, ni la sensación de lástima y de desesperanza que le había producido el Ephaniah habitado. Y vio que no tenía ningún anillo en el meñique izquierdo. Corrió hasta el hombre rata y le tocó la mano; estaba fría.

—¡Oh, Sep! ¿Puedes oír… algo? —dijo en un susurro.

Septimus sabía lo que le estaba preguntando Jenna. Escuchó el latido del corazón humano.

—No lo creo —dijo; entonces vio la expresión de Jenna y añadió corriendo—: pero creo que es porque tiene mucho de rata. Lo único que oigo es el de Beetle, que late lenta y constantemente, y tu latido, que es muy fuerte.

—¡Oh! —dijo Jenna sorprendida—. Lo siento. ¿Y el tuyo?

—El de uno mismo no se puede oír —dijo Septimus. Lo pensó un momento—. Lo haremos a la manera antigua.

Septimus se arrodilló junto a Ephaniah y sacó su cajita de emergencia de Físika del bolsillo. La caja de hojalata estaba llena de cosas que Jenna no tenía ni la menor idea de para qué las podía querer. Entre ellas eligió un espejito redondo y se lo acercó a la boca entreabierta de Ephaniah, de la que salían dos dientes largos y estrechos. El espejo se empañó un poco.

—Bueno, aún respira —dijo Septimus.

—¡Oh, Sep, eso es maravilloso! —Jenna acarició con cuidado la suave nariz del hombre rata, intrigada por el modo en que los rasgos humanos se fundían de manera tan perfecta con el pelo de rata. Mientras acariciaba la piel, los ojos de Ephaniah parpadearon un breve instante—. Me ha visto —susurró Jenna—. Sus ojos sonríen. Está bien. Sé que lo está.

—Yo tardaré un poco en estar seguro de eso —dijo Septimus, que sabía lo suficiente de Físika como para decir que nada es seguro—. Pero al menos tiene una oportunidad.

La casa del árbol era sorprendentemente cómoda, aunque un poco extraña. Estaba totalmente forrada de una piel tosca y rojiza, y una vez cerrabas la portezuela, no entraba nada de luz. En el rincón opuesto al que yacía Ephaniah, con la cabeza sobre una almohada que Jenna había hecho con las mantas del Hombre del Peaje, había una pequeña estufa colocada sobre una gruesa lasca de pizarra. Tras varios intentos de encenderla con la caja de yesca de Beetle, Jenna consiguió una gran llama amarilla de un quemador grande y redondo. Septimus cogió la abollada olla que colgaba de un gancho encima de la estufa, bajó del árbol y cogió algo de nieve. Con la olla llena de nieve, se preparó para subir de nuevo hasta un lugar seguro, se detuvo un momento y escuchó. Un aullido ululante y aterrador, el mismo que habían oído la noche anterior, rasgó el aire y Septimus sintió que el suelo temblaba bajo sus pies.

Sobresaltado, miró hacia abajo y vio una sombra grande y oscura moviéndose por el sendero que bordeaba el abismo. Se acercaba hacia él, rápido. Con una súbita certidumbre, Septimus supo qué era aquello, y qué era lo que había pasado antes junto a ellos oculto por la niebla. No perdió ni un momento; soltó la olla y subió disparado por la escalera de cuerda. Mientras entraba de sopetón en la casa del árbol, todo el árbol empezó a sacudirse.

—¡Terremoto! —gritó Jenna.

Septimus sacudió la cabeza.

—No —dijo—. ¡Foryx!

Aterrada y fascinada a la vez, Jenna se asomó por la portezuela. Una falange de Foryx corría a toda velocidad por la nieve, tan rápido que lo único que vio Jenna fue un largo mechón de pelo al galope y colmillos, mientras los Foryx pasaban como un trueno por el sendero de debajo de la casa.

—¡Son reales! —dijo Jenna.

—Un poquito demasiado reales —opinó Septimus.

—Sabes de qué son estas pieles, ¿verdad? —dijo Jenna al cabo de unos minutos señalando las paredes de la casa del árbol.

—De Foryx —respondió Septimus con una mueca.

Jenna sonrió.

—Lo que significa, si lo piensas bien, que ya estamos en una Casa de los Foryx.

—Bueno, me gustaría que Nik estuviera aquí —dijo Septimus con tristeza.

—Lo sé. A mí también.

Jenna obligó a Septimus a volver por algo de nieve.

—Los oiremos si vuelven —dijo ella cuando Septimus puso reparos—. Y asegúrate de que coges nieve de un lugar limpio. No quiero baba de Foryx para cenar.

Septimus batió el record de recogida de nieve. Mientras Jenna hervía un poco de brebaje, Septimus se sentó junto a Beetle y echó un vistazo a su caja de Físika con una sensación de anticipación. Por fin tenía la oportunidad de probar la Físika que había aprendido con un paciente de verdad. A su lado su paciente, desmayado aún, dormía apaciblemente sobre el suelo de la casa del árbol, pálido, pero respirando a ritmo constante. La gruesa llama amarilla de la estufa llenaba la casa del árbol de un resplandor tranquilizador y el calor empezaba a llevarse el acre olor de las pieles de Foryx. Septimus decidió que ya era hora de que Beetle se despertara y bebiera un poco de brebaje. Sacó una pequeño ampolla en cuya etiqueta ponía: SAL VOLÁTIL y estaba a punto de ponérsela bajo la nariz de su paciente cuando Beetle abrió los ojos de repente. El hedor de la piel de Foryx era tan efectivo como cualquier frasquito de Sal Volátil.

Beetle tenía un feo corte bajo la oreja derecha y ahora que había entrado en calor empezaba a dolerle mucho.

—¡Aaay! —protestó mientras Septimus le limpiaba la sangre seca con un musgo de turbera mojado en antiséptico.

Jenna levantó la mirada mientras dejaba caer tres pastillas de toffee en el agua hirviendo.

—Lo estás poniendo púrpura, Sep —se rió.

—¿Púrpura? —preguntó Beetle—. ¿Qué estás haciendo, Sep?

—Es violeta de genciana —explicó Septimus—. Eso evitará que el corte se infecte, pero necesitamos juntar los bordes. Espera, aquí tengo algo.

Septimus cogió una gran aguja.

—¿Para qué es eso? —preguntó Beetle con suspicacia.

—¡Ah!, ¿esto? Bueno, cuando estaba aprendiendo Físika, Marcellus me llevó a ver a un cirujano en acción —dijo Septimus—. Hubo uno que entró con un corte profundo y le cosió los bordes.

—¿Eso hizo? —preguntó Jenna boquiabierta.

—Estás bromeando —dijo Beetle.

Septimus sacudió la cabeza.

—Puaj, Sep, eso es asqueroso —dijo Jenna—. No puedes coser a la gente como si fueran…, como si fueran sacos de harina.

—¿Por qué no? Funciona.

—Bueno, a mí no me lo harás —le respondió Beetle—. Así que ya puedes guardar esa aguja ahora mismo.

Septimus sonrió, complacido de que Beetle ya volviera a ser el mismo.

—No iba a coserte, Beetle. Tu corte no es lo bastante grande, y además está en un lugar muy raro para coserlo. Solo estaba buscando un vendaje. ¡Ah, aquí está!

Beetle dejó que Septimus pusiera un trozo de musgo limpio sobre el corte y le vendara la cabeza. Obedientemente bebió el brebaje que Jenna le había preparado y pronto se quedó dormido en el suelo de piel de Foryx.

—Marcellus diría que debemos despertarlo cada pocas horas para comprobar que está durmiendo y no está inconsciente —dijo Septimus.

—Pero si lo despertamos no dormirá —objetó Jenna—. Y mañana estará malhumorado y cansado.

—Lo sé —dijo Septimus—. Da lo mismo, creo que está bien. Está respirando bien.

Jenna sonrió.

—¿Sabes?, aunque fuera horrible que estuvieras atrapado en la época de Marcellus, has vuelto muy distinto… para bien. Sabes cosas. Cosas que nadie más sabe, ni siquiera Marcia.

—Sí —dijo Septimus abatido. Se quedó callado un rato y removió su brebaje, observando cómo el toffee daba vueltas cada vez más rápido. Luego añadió—: Sería mejor físico que mago.

—No seas ridículo —dijo Jenna—. Serás un gran mago. Uno de los mejores. Sabes que lo serás.

—Marcia no lo cree.

—Ella no ha dicho eso.

—No, pero sé lo que piensa. Dice que no hago más que enredar por allí con mis rollos. Es cierto, de verdad. Yo… en realidad, no creo que quiera ser mago, Jen.

Jenna asintió.

—A veces creo que yo no quiero ser reina —dijo—. Es horrible sentir que tienes que ser algo. Al menos tú puedes decidir no ser mago si no quieres.

Septimus no respondió. Se metió la mano en el bolsillo y palpó la piedra de la Búsqueda. En cualquier caso, no creía que tuviera muchas oportunidades de decidir nada.

—Jen.

—¿Qué pasa, Sep? —Jenna parecía preocupada.

—¡Oh…, nada! —No pudo decírselo.

Más tarde, cuando cayó la noche y Jenna y Beetle estaban durmiendo, el Ullr nocturno estaba atravesado en la puerta e incluso Ephaniah respiraba apaciblemente, Septimus sacó la piedra de la Búsqueda. Jenna se rebulló en su cama y él la volvió a guardar rápidamente en el bolsillo, pero no antes de ver que el amarillo se había convertido en un naranja apagado: «Naranja para advertirte de que te caerás». Y ahora Septimus sabía exactamente lo que significaba.

Septimus se despertó a la mañana siguiente un poco mareado por los vapores mohosos de la piel de Foryx. Aún estaba oscuro dentro de la casa del árbol y el único modo que Septimus tenía de saber que era de día era la presencia de un pequeño gato anaranjado que maullaba con impaciencia para que lo dejaran salir. Ullr levantó una esquina de la puerta de piel de Foryx, irguió la cola y salió a tomar el aire de la mañana. Al cabo de un momento el gato aterrizaba con un suave golpe en la nieve de debajo del árbol y se preparaba para cazar un desayuno más interesante que el pescado seco.

Como no estaban versados en el arte de cazar ratones, los ocupantes de la casa del árbol tuvieron que prepararse el desayuno. Pusieron a hervir un poco de agua y se preguntaron si el pescado seco sería más interesante hervido con toffee. Jenna creía que no, aunque a Septimus le gustó la idea. Beetle se levantó con dolor de cabeza y la nuca rígida y rechazó malhumorado tanto el pescado como el toffee, ya fuera por separado o junto.

Septimus puso fin a la discusión de pescado o toffee usando la olla de agua hervida para una infusión de tiras de corteza de sauce de su caja de Físika. Obligó a Beetle a bebería. Era amarga y a Beetle le dieron nauseas, pero media hora más tarde el dolor de cabeza y la rigidez de nuca habían mejorado y estaba ayudando a Jenna a abrir otros tres paquetes de Sam. Descubrieron unos finos pasteles de uvas pasas que Marissa había preparado para Jo-Jo, y una larga tira de beicon seco. De repente el desayuno parecía mucho más interesante.

Septimus decidió tomarle el pulso a Ephaniah; se preguntó si estaría en el lugar habitual. Así era, pero su muñeca estaba cubierta de suave pelo de rata. El pulso era débil pero regular, y Septimus estaba seguro de que ahora Ephaniah estaba sumido en un sueño profundo y no inconsciente, pero no se le ocurría que hubiera nada en su cajita de Físika que pudiera ayudar al hombre rata. Pensó que era cuestión de tiempo, y más tarde se le ocurrió algo para aliviarle las pesadillas recurrentes que siempre afligen a quienes han sido habitados.

A eso de media mañana, según el silencioso reloj de Beetle, habían acabado de desayunar y decidieron que lo único que podían hacer era dejar a Ephaniah en la casa del árbol para que se recuperase, y volver a buscarlo cuando regresaran.

—Nik es muy fuerte —dijo Jenna—. Con él será mucho más fácil ayudar a Ephaniah a regresar al Bosque.

Septimus no dijo nada. No creía que regresaran algún día, y mucho menos con Nicko, pero Ephaniah estaba más a salvo en la casa del árbol que en ningún otro sitio, más a salvo de lo que iban a estar ellos.

Jenna se arrodilló junto al hombre rata, lo tapó con su piel de zorro y lo puso cómodo.

—Adiós, Ephaniah —dijo—. Tenemos que irnos, pero volveremos pronto. —Los bigotes de Ephaniah se movieron y Jenna le acarició la frente—. Te pondrás bien —añadió, y entonces Ephaniah entreabrió un ojo—. ¡Se está despertando! —exclamó Jenna.

Ephaniah parecía tratar de enfocar a Jenna. Gruñó y levantó nerviosamente la mano. Jenna se la cogió y la puso con cuidado sobre el pecho del hombre rata, pero Ephaniah se resistía. Jenna la soltó y observó cómo sus largos y huesudos dedos hurgaban entre los pliegues de sus ropas alrededor del cuello.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jenna—. ¿Te duele el cuello?

Por toda respuesta, Ephaniah sacó algo de un bolsillo oculto y lo puso en la mano de Jenna. Luego, exhalando un largo suspiro, cerró los ojos y se sumió en un profundo sueño.

Jenna se miró la mano. En ella tenía un círculo de papel ligeramente brillante lleno de trazos de lápiz delicadamente detallados. Por un momento Jenna se preguntó qué podía ser, pero solo por un momento. Y entonces lo supo: era el fragmento perdido del mapa. Era la Casa de los Foryx.