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Las Vías del Bosque
—T e olvidas la pantera —suspiró Sam.
Jenna, Septimus y Beetle estaban fuera del refugio del Chico Lobo, a la luz gris verdosa del alba en el Bosque, parpadeando para quitarse el sueño de los ojos. Por lo que Sam veía, estaban todos menos la pantera.
Como tenía demasiado sueño para decir palabra alguna, Jenna sacó a Ullr de debajo de su capa y enseñó a Sam el pequeño gatito anaranjado. Sam se quedó mirando asombrado durante un momento, luego enarcó las cejas y sonrió. Típico de Jenna hacerse con uno de esos transformadores, pensó con admiración. La niña tal vez no poseyera nada de magia, pero algo teñía, eso seguro. Madera de reina, suponía. Morwenna no sabía a quién iba a enfrentarse, pero, lo supiera o no la bruja madre, era hora de sacarlos del Bosque antes de que el aquelarre viniera a mirar. No resultaba nada agradable la sensación de tener a un aquelarre mirándote.
Sam cargó tres mochilas. Eran de Jo-Jo, Edd y Erik, de los tiempos en que tenían que salir a buscar alimentos, pero ahora que las brujas de Wendron jóvenes les suministraban la mayoría de la comida, salvo el pescado, Jo-Jo, Edd y Erik habían dejado de salir de expedición a buscar comida y preferían haraganear por el campamento todo el día, para desesperación de Sam. Sam era experto en transitar por el Bosque, y había realizado un buen trabajo haciendo acopio de todo aquello que le parecía que los viajeros podían necesitar.
Jenna dejó a Ullr en el suelo. Sacó del bolsillo el precioso libro de los papeles de Nicko, lo colocó con cuidado en su mochila y luego se echó la pesada bolsa a los hombros.
—Ullr —susurró—, tienes que seguirme.
Ullr maulló.
Ahora ya entendía el lenguaje de Jenna igual de bien que el de Snorri. Era un gato fiel y seguiría a Jenna a todas partes.
Tres figuras cargadas y un pequeño gato anaranjado siguieron a Sam fuera del claro del campamento de los Heap. Era una mañana húmeda y apagada, y el vaho condensado caía de los árboles abriéndose paso entre sus ropas, y el frío del Bosque se les metía en el cuerpo. Sam avanzaba con paso firme por el amplio sendero que subía la colina desde el Campamento Heap. El largo bastón que sujetaba en la mano daba la medida de sus zancadas largas y relajadas, y Jenna pensó en lo mucho que parecía un hombre del Bosque.
Cerraron filas y caminaron junto a él, pero el ritmo de Sam era engañosamente rápido. Todos se alegraron cuando, al cabo de un kilómetro y medio más o menos, se detuvo junto a una roca grande y redonda. Sam se arrodilló y dio unos golpecitos en la roca, que le devolvió un sonido hueco como el de una campana. Asintió, satisfecho, luego se levantó y se internó en la floresta de altos y tupidos árboles de troncos delgados y lisos.
Sam se puso en marcha, abriéndose paso a través del Bosque, siguiendo un camino que solo él podía ver. Septimus, Beetle, Jenna y Ullr caminaban ahora en fila india, muy concentrados en seguir a Sam e intentando no perder de vista su capa parda azulada, que se mezclaba tan bien con la corteza moteada de los árboles. Por suerte el suelo era indulgente: un mantillo blando de hojas caídas durante centenares de estaciones mezcladas con minúsculas frondas de helechos verdes que estaban empezando a asomar la cabeza a la luz de la primavera como pequeñas serpientes curiosas.
De repente, Sam se detuvo.
—Hemos llegado… a la puerta —dijo con una amplia sonrisa—. Ya me parecía que conseguiría encontrarla otra vez.
—¿Solo te lo parecía? —dijo Septimus.
—Sí —confesó Sam—. Pero era un parecer del Bosque. Siempre son acertados. Tienes que confiar en tu hermano mayor, hermanito. Muy bien, ahora tenemos que atravesarla. A mí me dejarán pasar, pues huelo a Bosque, pero vosotros oléis al Castillo. No les gusta el Castillo por aquí. Será mejor que os pongáis las capas, están en las mochilas.
Cada uno sacó de la mochila una capa de piel de zorro. Ullr siseó cuando Jenna se puso la capa sobre los hombros.
—¡Puaj! —exclamó Jenna—. ¡Qué tufo! Y aún tiene patas.
—Se trata de que atufen, hermanita —dijo Sam—. Necesitáis oler como es debido. Y las patas sirven para atar la capa. ¿Veis? —Sam ató fuerte las patas de la capa de zorro de Jenna por debajo de la barbilla, tal como Sarah Heap solía atarle la capa cuando era pequeña—. Parecéis dos zorros con esa capa —afirmó Sam—; siempre se dejan las patas delanteras y la cola del zorro. Es una costumbre del Bosque.
Jenna miró hacia abajo y vio que, efectivamente, su capa tenía una cola de zorro de aspecto sarnoso colgando de sus bajos.
—Mientras no tengan dientes, no me importa —murmuró Septimus.
Se echó la capa sobre los hombros y se sorprendió de lo cálida que era y lo protegido que le hacía sentir. De repente era parte del Bosque, solo otra criatura que se ocupaba de sus quehaceres en el Bosque.
Sam supervisó a los tres nuevos habitantes del Bosque con aprobación.
—Bien. Ahora os aceptarán como si fuerais del Bosque.
—¿Quién tiene que aceptarnos? —preguntó Jenna, mirando a su alrededor.
—Ellos.
Sam señaló hacia un par de enormes árboles que se alzaban delante de ellos como centinelas. Los árboles eran los primeros de una larga avenida de pares idénticos y apiñados. De cada árbol caía una gruesa rama describiendo un arco que les cerraba el paso.
—Esperad aquí —añadió Sam—. No digáis ni una palabra y quedaos muy quietos, ¿de acuerdo?
Los tres asintieron. Sam se acercó a los árboles y empezó a hablar.
—Somos del Bosque igual que vosotros sois del Bosque —dijo con voz profunda y lenta—. Queremos ir a la Vía del Bosque.
Los árboles no reaccionaron. Sam no se movió. Se quedó allí quieto, con los brazos plegados, los pies separados, mirando sin parpadear hacia la frondosidad de los árboles. Jenna, Beetle y Septimus aguardaban con expectación. Ullr bajó a los pies de Jenna y cerró los ojos. El silencio del Bosque los envolvía. Sam se quedó allí plantado, quieto, esperando. Los minutos pasaban lentamente y Sam seguía esperando… y esperando. Nadie se atrevía a moverse. Al cabo de diez minutos, a Beetle le entró un calambre en la pierna e hizo una extraña y lenta pirueta para intentar aliviarlo. Septimus lo miraba, riéndose con los ojos. Beetle captó la risa e hizo un ruido raro para sofocarla. Jenna les dirigió una fulminante mirada de advertencia y ambos se esforzaron por parecer serios otra vez, hasta que, con un súbito crujido, Beetle se cayó y se quedó tumbado en el suelo sacudiéndose por la risa reprimida. Y Sam siguió sin moverse.
Por fin, cuando Jenna empezaba a preguntarse si Sam no habría inventado todo aquello, las ramas que les impedían el paso empezaron a moverse lentamente hacia arriba, y como si se tratase de una ola que se propaga, todos los demás árboles de la vía las imitaron. Sam les hizo señas para que avanzaran y en silencio lo siguieron por el recién abierto sendero entre los árboles. Al pasar, los árboles volvieron a bajar las ramas otra vez.
Al final de la vía salieron a un pequeño claro dominado por lo que parecían ser tres grandes y desordenados montículos de madera parcialmente cubiertos de turba, cada uno con una destartalada puerta.
—Son las viejas carboneras —dijo Septimus. Nos gustaban mucho en el ejército joven. Siempre era un lugar seguro para pasar la noche… y caliente.
Sam miró a Septimus con renovado respeto.
—A veces me olvido de que estuviste en el ejército joven. Tú también conoces el Bosque.
—Sí, pero de otro modo —dijo Septimus. Siempre éramos nosotros contra el Bosque. Tú estás con el Bosque.
Sam asintió. Cuanto más conocía a Septimus, más le gustaba. Septimus entendía las cosas… no tenías que explicárselas; simplemente, las sabía.
—Pero en realidad —dijo Sam— no son carboneras de verdad. Son las Vías del Bosque. Cada uno conduce a un bosque diferente…, eso dicen.
Jenna miró los tres montones de madera con pena, no se le había ocurrido que hubiera bosques donde elegir.
—Pero ¿cómo saber cuál es el bosque que queremos?
—Bueno, supongo que podemos abrir las puertas y echar un vistazo —contestó Sam.
—¿En serio? —preguntó Jenna—. ¿No tenemos que entrar?
—No, ¿por qué tendríais que entrar? No hay reglas en el Bosque, ¿sabes?
Beetle no estaba tan seguro de ello. A él le parecía que había un montón de reglas; reglas sobre llevar apestosas pieles de zorro y reglas sobre quedarse quieto, por citar solo dos, pero no dijo nada. Se sentía como el niño nuevo de la clase, intentando no cruzarse con criaturas que eran más grandes que él y a la vez comprender un extraño lugar. Miró como Sam, seguro de sí mismo, abría la puerta del montículo del medio. Les golpeó una ráfaga de aire caliente.
—Este es un desierto —dijo Sam mientras un remolino de arena voló por encima de sus pies.
—Pero, yo creía que eran bosques —dijo Jenna.
—Son Antiguas Vías, y los bosques cambian —le explicó Sam—. Lo que antaño era un bosque puede haberse convertido en un desierto. Lo que antaño era un desierto puede haberse convertido en un mar. Todas las cosas cambian con el tiempo.
—No digas eso —dijo Jenna bruscamente.
Sam miró a Jenna, sorprendido, y luego se dio cuenta de lo que había dicho.
—Lo siento, Jen. Nik será el mismo Nik cuando lo encuentres, tú espera y verás. Veamos si este es el que tú quieres. —Sam cerró la puerta del desierto y abrió la puerta del montículo de la izquierda. Emanó un calor húmedo y el estridente ruido de los loros invadió la paz del Bosque—. ¿Este? —preguntó Sam.
—No —dijo Jenna.
—¿Estás segura?
—Sí —dijo Septimus.
—De acuerdo, entonces debe de ser este.
Con un gesto teatral, Sam abrió la puerta del último montículo. Una ráfaga de nieve les mojó la cara. Jenna se lamió los labios; el gusto metálico de un copo de nieve de otra tierra le acercaba un poco más a Nicko.
—Este es —dijo ella.
—¿Estás segura? —preguntó Sam.
—Sé que es este. Nicko hizo una lista… de cosas para calentarse y pieles.
—De acuerdo, vale… si estás segura. —De repente, Sam parecía haber perdido la confianza en sí mismo. Para Sam, una cosa era guiar a un esporádico extranjero perdido de una caravana del desierto o a una canoa de la jungla volcada de nuevo a su propio Bosque y otra cosa muy distinta era enviar a su hermano y a su hermana pequeños a lo desconocido—. Dejadme ir con vosotros.
Septimus negó con la cabeza. Aquello era algo que quería hacer sin que su hermano mayor le dijera cómo tenía que hacerlo.
—No, Sam. No nos pasará nada, estaremos bien.
—¿Seguro?
—Sí, de verdad, Sam, no nos pasará nada —dijo Jenna—. Y volveremos pronto con Nicko.
—Y con Snorri —añadió Septimus.
Sopló otra ráfaga de nieve. Sam se desató el pañuelo rojo que llevaba alrededor del cuello. Lo ató en lo alto de su bastón y se lo dio a Septimus.
—Pon esto en el suelo para señalar por dónde habéis entrado. He oído que es difícil saberlo cuando estás dentro.
—Gracias —dijo Septimus.
—Está bien —murmuró Sam.
—¡Oh, Sam! —dijo Jenna abrazándolo fuerte—. Gracias, muchas gracias.
—Sí —dijo Sam.
Entraron en la carbonera y sus pies se hundieron en la nieve.
Sam los saludó con la mano.
—Adiós. Adiós Jen, Sep, Beetle. Tened cuidado.
Y luego cerró la puerta.