~~ 37 ~~

Una invitación

M arcia disfrutaba al estar otra vez al mando de la Torre del Mago.

En cuanto se marchó el último participante del cónclave, algo confuso por la súbita conclusión de su salida, Marcia inspeccionó de arriba abajo la Torre del Mago para comprobar que no quedase ningún rezagado. Ya había tenido bastante ración de fantasmas de magos extraordinarios para una temporada y no quería toparse unos días con alguno que se hubiera quedado dormido en un oscuro y olvidado rincón. Descubrió a uno durmiendo en la alacena de un mago ordinario, y a otra deambulando por el pasillo del decimoquinto piso en busca de sus dientes. Al comprobar el último armario del pasillo y sacar de su escondite a Catchpole, Marcia pensó que aquello era muy parecido a fumigar para eliminar los ratones.

Después de reestablecer su autoridad en la torre, para su satisfacción, y tras haber comprobado cómo estaban los magos ordinarios más ancianos, Marcia decidió concentrar su atención en encontrar a Septimus. Supuso que se había ido al Bosque para estar con sus hermanos, o que se habría encaminado a casa de tía Zelda, en los marjales Marram. Hubiera hecho cualquiera de las dos cosas, sabía que un hechizo de encontrar serviría para llevarlo hasta él.

Lo que Marcia no sabía era que, en el preciso instante en que cerró la puerta púrpura de sus dependencias y respiró aliviada, Jenna, Septimus y Beetle caminaban por un antiguo camino del Bosque hasta un paraje congelado. Con una enorme sensación de alivio, subió la estrecha escalera de piedra hasta la biblioteca, que estaba alojada en la magnífica pirámide dorada en la cima de la torre, y se sentó en su mesa. Marcia respiró el olor del cuero viejo, de los hechizos en descomposición y el polvo de papel (los escarabajos del papel rampaban a sus anchas en la biblioteca) y se relajó. Todo volvía a estar en paz con el mundo.

Al cabo de diez minutos, Marcia no estaba completamente segura de que todo estuviera en paz con el mundo. Su hechizo de encontrar no funcionaba. Consciente de que ninguna Magia es fiable al ciento por ciento, aunque Marcia confiaba en que esa sí lo sería en un noventa y nueve coma nueve por ciento si la repetía, volvió a hacer encontrar una vez más, pero siguió sin funcionar.

Después de media hora y tres intentos más de encontrar, Marcia estaba preocupada. Daba la impresión de que Septimus había desaparecido.

—¡Fume! —exclamó Marcia, poniéndose en pie de un salto y dando un puñetazo en la mesa—. ¡Maldito Fume! Él está detrás de todo esto. Lo sé.

Al cabo de dos minutos, después de poner la escalera de caracol en avance rápido de emergencia, Marcia caminaba a grandes zancadas por el vestíbulo de la Torre del Mago, muy mareada y con algo más que unas ligeras náuseas.

Fuera, el aire fresco la reanimó; cruzó el patio, con los tacones de sus zapatos color púrpura repiqueteando sobre los adoquines.

Bajo la Gran Arcada alguien había dejado, para asco de Marcia, un montón de ropa sucia. No había excusa, pensó, para que los magos tirasen sus viejas ropas sucias en la entrada del patio de la Torre del Mago. ¿Qué pensaría la gente? Con una expresión de disgusto, Marcia cogió una esquina de la túnica, buscando una etiqueta con el nombre. Todos los magos tenían que coser etiquetas con su nombre en las túnicas para que la lavandería de la torre pudiera devolvérselas al mago correcto. No siempre ayudaba. Una vez, cierto mago ordinario llamado Marcus Overland había recibido la túnica de Marcia de la lavandería y se había paseado por el Castillo con ella durante tres días enteros, comportándose de manera escandalosa, antes de que Marcia lo arrinconase. Marcus se fue poco después.

Pero, mientras Marcia levantaba la mugrienta tela azul, de repente se percató de que había un cuerpo dentro de la túnica.

—¡Hildegarde! —exclamó.

Rápidamente, Marcia retiró la capucha que cubría la cara de la submaga. Hildegarde estaba lívida, pero aún respiraba. Marcia sopló un pequeño revivir sobre ella y Hildegarde recuperó algo de color en las mejillas. Se puso a refunfuñar.

—Hildegarde…, ¿qué ha pasado? —preguntó Marcia.

Hildegarde se debatía intentando sentarse.

—¡Puaj! Yo… Sep… timus…

—¿Septimus?

—Se ha marchado. La Búsqueda.

—Estás delirando, Hildegarde —dijo Marcia severamente. Lo más seguro es que no haya ido a la Búsqueda. Ahora, espera aquí e iré a buscar a alguien que…

—¡No! —Hildegarde hizo esfuerzos para sentarse. Tenía los ojos fijos en Marcia y dijo con mucha parsimonia—: He sido habitada por una cosa. Yo… le di a Septimus la piedra de la Búsqueda. Él la aceptó. Dijo… gracias. —Hildegarde sonrió lánguidamente—. Es tan… educado… Septimus.

Y entonces, exhausta por el esfuerzo, se desplomó y cayó en un sueño profundo, con ronquidos incluidos.

Marcia ayudó a llevar a Hildegarde a la enfermería, una sala espaciosa y aireada del primer piso, luego puso la escalera en marcha lenta y bajó tranquilamente hasta el vestíbulo, pensando en lo que Hildegarde había dicho. De no haber sido porque el encontrar había fallado, Marcia habría supuesto que eran las divagaciones delirantes de una súbita fiebre, pero ahora no estaba tan segura. ¿Y si era cierto…, y si Septimus estaba en la Búsqueda? Sumida en sus pensamientos, Marcia caminaba por el patio y sus pasos la llevaron por la vía del Mago.

Respondió distraídamente a las preguntas llenas de preocupación sobre la Torre del Mago que le formulaban los paseantes más valerosos, mientras sus pies la llevaban sin tregua hacia el final de la vía. Los pies de Marcia tal vez supieran adónde se dirigían, pero la propia Marcia no tenía ni idea hasta que dobló la esquina y se metió en la Grada de la Serpiente.

Ante la alta y estrecha casa de la Grada de la Serpiente, Marcia respiró hondo e hizo sonar la campana educadamente. Esperó, nerviosa, ensayando su discurso.

Al cabo de unos minutos y dos llamadas más, Marcia oyó los pasos vacilantes de alguien que arrastraba los pies y se acercaba a la puerta. A continuación oyó correr el pestillo, una llave girar en la cerradura y la puerta se abrió unos milímetros.

—¿Sí? —dijo una voz vacilante.

—¿Está el señor Pye? —preguntó Marcia.

—Sí, soy yo.

—Yo soy Marcia. Marcia Overstrand.

—Ah…

—¿Puedo entrar?

—¿Quiere entrar?

—Sí, por favor. Se trata…, bueno, se trata de Septimus.

—No está aquí.

—Lo sé, señor Pye; realmente necesito hablar con usted.

La puerta se abrió un poco más y Marcellus se asomó con inquietud. Su ama de llaves tenía el día libre y le había dicho que ya era hora de que aprendiera a responder a la puerta. Había ignorado las primeras dos llamadas de Marcia, diciéndose que si la campana sonaba una tercera vez, respondería. Maravillado de haberse atrevido, Marcellus abrió la puerta del todo y dijo:

—Por favor, entre, señora Marcia.

—Gracias señor Pye. Llámeme solo Marcia —dijo la maga mientras entraba en el oscuro y exiguo vestíbulo.

—Y usted llámeme Marcellus —respondió él con una pequeña reverencia. ¿Qué puedo hacer por usted?

Marcia miró a su alrededor, temiendo de repente que alguien pudiera oírlos. Sabía que la casa estaba conectada con el Manuscriptorium por medio de los Túneles de Hielo y que era probable que la escotilla estuviera desellada. Cualquiera podía estar escuchando, y eso incluía a Tertius Fume. Necesitaba algún lugar seguro.

—¿Le apetecería venir a tomar un té —dijo Marcia—, en la Torre del Mago? ¿Dentro de media hora?

—¿Té? —preguntó Marcellus, pestañeando de sorpresa.

—En mis dependencias. Daré instrucciones a las puertas para que lo esperen. Será un placer, señor Pye… hummm, Marcellus. En media hora.

—¡Oh, sí! Para mí también… será un placer. En media hora, entonces. Adiós.

—Adiós, Marcellus.

Marcellus Pye hizo una reverencia y Marcia se marchó. Marcellus exhaló ruidosamente el aire, cerró la puerta y se inclinó para apoyarse en ella. ¿Qué estaba pasando? ¿Y dónde había puesto sus mejores zapatos?

—Ya lo ve —dijo Marcia, sirviendo la quinta taza de té a Marcellus y observando cómo el alquimista le añadía tres generosas cucharadas de azúcar—. Me temo que lo que ha dicho Hildegarde sea cierto. Y si lo es… —Su voz se extinguió y liberó un suspiro—. Si es cierto, entonces debo aprender todo lo que pueda sobre la Búsqueda. Y usted, Marcellus, es la única persona viva que tiene experiencia sobre la Búsqueda. ¡Oh!, hay muchos fantasmas, claro, pero francamente, ya estoy harta de fantasmas por el momento.

Marcellus sonrió.

—Y sus intereses no son siempre los de los vivos —dijo, recordando la pobre compañía que habían supuesto los fantasmas de sus viejos amigos mientras él se iba haciendo cada vez más viejo.

—Es verdad. ¡Cuánta razón tiene! —respondió Marcia recordando los horrores del cónclave. Miró a Marcellus a los ojos para comprobar si podía confiar en él. Marcellus sostuvo su mirada sin pestañear—. Creo que hubo tres Búsquedas en su época. —Y luego recordó que la vida de Marcellus había durado quinientos años o más—. O, hummm, incluso más…

—Muchas más —corrigió Marcellus Pye—. Pero durante mi período de vida natural, por así decirlo, tiene razón. De hecho, mi querido amigo Julius Pike perdió a sus dos aprendices en la Búsqueda.

—¡A los dos! —exclamó Marcia.

Marcellus asintió.

—La primera causó una terrible conmoción. Se llamaba Syrah Syara, me acuerdo muy bien. Yo estaba en el sorteo entonces. En aquellos días, ¿sabe?, el alquimista del Castillo trabajaba codo con codo con la Torre del Mago. Nos invitaban a todos los acontecimientos importantes.

Con cierta dificultad, Marcia reprimió una exclamación de desaprobación.

Marcellus continuó.

—Aún recuerdo el horrible clamor de los magos cuando ella sacó la piedra. Julius se negó a dejarla ir, Syrah era huérfana y él la consideraba como su hija. El pobre Julius se enzarzó en una gran pelea con Tertius Fume. Luego Syrah le dio un puñetazo en la nariz a Fume, olvidándose de que era un fantasma, y hubo una gran risotada. Fume se enfadó y puso la torre en estado de sitio durante veinticuatro horas, y para entonces Syrah ya se había ido. Había sido arrastrada hasta el barco de la Búsqueda por siete guardianes, y parece ser que también a ellos les soltó algunos puñetazos, eso nos contaron.

Marcellus Pye sacudió la cabeza.

—Fue algo terrible.

»Julius no tomó otro aprendiz hasta al cabo de algunos años. Cuando volvió a llegar la hora del sorteo, él era un hombre anciano y nadie podía creerlo cuando su aprendiz también sacó la piedra. Aquello acabó con Julius. Murió pocos meses más tarde. Y claro, el aprendiz, un joven muy agradable y muy tranquilo, nunca regresó. Siempre pensé que Fume lo hizo para fastidiar a Julius. Para demostrarle quién mandaba en realidad.

—¿Quiere decir que Tertius Fume controla quién saca la piedra? —preguntó Marcia.

Marcellus apuró su té.

—Eso creo. De algún modo, él controlaba la Búsqueda. Después de que Syrah se fuera, Julius intentó descubrir cuanto pudo sobre la Búsqueda, pero había desaparecido de todos los textos y protocolos antiguos. Se rumoreaba que Fume los había destruido porque contaban una historia muy diferente. Incluso he oído que la Búsqueda fue concebida como un honor, una recompensa para los aprendices con talento. —Pero, muy a mi pesar, ese no ha sido nunca el caso, sino lo contrario. Todos los que han ido nunca han regresado.

Marcia guardaba silencio. Aquello no era lo que deseaba oír.

—Pero Septimus en realidad no sacó la piedra —dijo—. Así que seguramente no está en la Búsqueda.

Marcellus sacudió la cabeza.

—El sorteo no es más que una formalidad —explicó—. Es, si me preguntas un modo de ritualizar lo inaceptable. El momento clave es cuando el aprendiz acepta la piedra. Al entrar en el sorteo, el aprendiz la acepta. Y al tomarla de un mago habitado y decir «gracias», me temo que Septimus también la ha aceptado. Y ahora está en la Búsqueda y por eso no puede encontrarlo. Como dice el proverbio: «Cuando aceptas la piedra, tu voluntad ya no te pertenece».

Agitada, Marcia se levantó y empezó a pasear por la habitación. Marcellus se puso en pie de inmediato, pues en su época era una grosería estar sentado cuando la maga extraordinaria estaba de pie.

—Esto es terrible —dijo Marcia recorriendo la alfombra de arriba abajo—. Septimus solo tiene doce años. ¿Cómo se las arreglará? Y lo que es peor, parece ser que Jenna también ha ido con él.

—Eso no me sorprende —dijo Marcellus—. Era una niña muy decidida. Me recordaba a mi hermana, aunque Jenna era menos gritona.

—¿Su hermana? ¡Ah, sí, claro! Me olvidaba que es hijo de una reina.

—Por desgracia no de una reina buena. Creo que la princesa Jenna habría sido una reina mejor, cuando llegara el momento.

—Bueno —dijo Marcia—, nunca llegará el momento si no los traemos aquí otra vez, ¿verdad?

Sin pensarlo, Marcellus puso la mano en el brazo de Marcia. Marcia pareció sorprenderse.

—Marcia —dijo muy serio—, tiene que aceptarlo. Ningún aprendiz ha regresado nunca de la Búsqueda.

—¡Paparruchas! —exclamó Marcia.