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El índice oscuro
D e su escondite de debajo del colchón, Merrin sacó un libro delgado, gastado y con esquinas dobladas y cubierta de piel, cuyo título, El índice oscuro apenas se veía escrito en unas desvaídas letras negras. Sonrió; por fin podía leerlo sin tener que esconderlo de ese metomentodo Simón Heap y de la pesada de Lucy. Ella era peor incluso que Simón, se pasaba todo el rato diciéndole cosas como por ejemplo: «¿Qué estás haciendo, Merrin?» y «¿Qué estás leyendo, Merrin? Enséñamelo. ¡Oh, vamos, no seas tan cascarrabias, Merrin!».
El libro le había fascinado desde el momento en que Merrin lo encontró en el fondo de un armario polvoriento que Simón le había ordenado limpiar, El índice oscuro hablaba a Merrin en su propio idioma. Comprendía los hechizos, las reglas, y en concreto le gustaba la sección que le explicaba cómo romper las reglas. Hete aquí un libro escrito por alguien a quien Merrin podía entender.
De noche, en su pequeña celda, separado por una cortina del Observatorio (porque antaño Jenna había convertido la puerta en chocolate), cogía un tubo de larvas de Glo y leía durante horas debajo de las sábanas. Simón había notado la luz y le importunaba diciéndole que era un miedica al que le daba miedo la oscuridad, pero, por una vez en su vida, Merrin no respondía a la provocación. Le convenía que Simón no le hiciera más preguntas sobre la luz que alumbraba tenuemente hasta altas horas de la madrugada. Si eso era lo que Simón quería pensar, que lo pensara. Un día Simón Heap descubriría que Merrin no tenía el menor miedo a la oscuridad, o para ser más exactos, a lo oscuro.
Merrin encendió todas las velas que encontró, Simón era un tacaño con las velas y solo permitía que se encendiera una a la vez y las colocaba alrededor de la inmensa cámara circular del Observatorio. La penumbra que había creado al bajar las persianas fue sustituida por el cálido fulgor de las velas. Merrin se dijo a sí mismo que lo hacía porque necesitaba luz para leer, pero Simón tenía algo de razón: a Merrin no le gustaba la oscuridad, sobre todo cuando estaba solo.
Merrin decidió disfrutar del momento. Asaltó la pequeña cocina en busca de los últimos pasteles de Lucy, encontró dos de carne y riñones, uno de pollo con champiñones y otro de manzana al horno, luego se sirvió una gran taza de la sidra de Simón. Lo puso todo en la mesita que tenía junto a la cama estrecha y llena de bultos y añadió a la montaña de comida unos pedacitos mohosos de la puerta de chocolate que había encontrado en un rincón polvoriento bajo la cama. Luego fue a coger la gruesa manta de lana de la cama de Simón. Merrin odiaba pasar frío, pero solía pasarlo, pues el Observatorio estaba cortado en lo más profundo de los riscos de pizarra y siempre hacía un frío que pelaba.
Con la ilusión de tener por delante todo un día para hacer exactamente lo que le diera la gana, Merrin se envolvió en la manta y, sin molestarse en quitarse los zapatos, se metió en la cama y empezó a dar cuenta de su alijo de comida. Hacia media mañana, el libro de Merrin se cayó al suelo. Se había quedado dormido en mitad de un mar de migas de pastel, trozos de chocolate llenos de pelos y trocitos de riñones, porque desde que Simón le había dicho lo que hacían en realidad los riñones, le ponían enfermo.
Una a una, las velas del Observatorio ardieron, pero Merrin durmió hasta que el chisporroteo de la última vela moribunda le despertó con un sobresalto. Se despertó presa del pánico. Había caído la noche; era noche cerrada y no recordaba dónde estaba. Saltó de la cama y se dio un batacazo contra la jamba de la puerta. Al retroceder, Merrin vio el plato blanco de la Cámara Oscura iluminado por un fino haz de luz de luna que había encontrado un hueco para colarse a través de las persianas. La sensación de pánico iba desapareciendo; sacó la caja de cerillas y empezó a encender nuevas velas. Enseguida el Observatorio quedó iluminado por la agradable luz de las velas y parecía casi acogedor, pero lo que Merrin había planeado estaba lo más lejos de ser acogedor que uno pueda pensar.
Merrin cogió El índice oscuro del suelo y lo abrió por la última página, que se titulaba:
Oscurecer el destino de otro
o la ruina de tu enemigo mediante el uso
del Anillo de las Dos Caras.
Una fórmula probada y comprobada,
usada con gran éxito por el autor.
Merrin se sabía ese fragmento de memoria, pero no había leído más porque la frase siguiente decía:
No leas más hasta que estés preparado para hacerlo,
o será peor para ti.
Merrin tragó saliva. Ahora estaba preparado para hacerlo. Tenía la boca seca y se pasó la lengua por los labios. Sabían a pastel pasado, no era agradable. Merrin cogió un vaso de agua, lo bebió de un trago y se preguntó si no sería mejor olvidarse de aquello hasta la noche siguiente, pero la idea de otro deprimente día a solas en el Observatorio, además de la posibilidad de que Simón y Lucy regresaran en cualquier momento, no era buena. Tenía que hacerlo ya. Y de ese modo, con una sensación de miedo instalada en la boca del estómago, Merrin siguió leyendo:
Primero invoca a tu cosa servidora.
El corazón de Merrin le dio un brinco. Aquello le daba miedo. Invocar a una cosa era algo que ni siquiera Simón se veía capaz de hacer, pero, ahora que había empezado, Merrin no se atrevía a parar. Con precaución, como si estuviera echando a una araña particularmente venenosa de su tela, Merrin sacó el hechizo de invocar de su bolsillo y lo puso al pie de la página. El hechizo, un diamante negro y fino como una oblea, estaba frío como el hielo. Siguiendo las indicaciones, Merrin sostuvo el diamante contra su corazón y, con el frío de la piedra calándole el pecho, recitó las invocaciones. No ocurrió nada. Ni una ráfaga de viento, ni una perturbación en el aire, ni sombras huidizas… nada. Las velas ardían serena e inexorablemente y el Observatorio estaba tan vacío como siempre. Merrin lo volvió a intentar, pero… nada.
A Merrin le invadió una horrible sensación; era cierto, era realmente estúpido. Volvió a leer las palabras, esta vez las pronunció despacio, pero seguía sin ocurrir nada. Merrin repitió las palabras una y otra vez, convencido de que estaba pasando por alto algo obvio, algo que cualquier otra persona con dos dedos de frente habría notado enseguida. Pero no apareció ninguna cosa, ninguna en absoluto. Cada vez más enfadado, Merrin gritó las invocaciones; nada. Luego la pronunció en voz muy baja, con voz suplicante, con voz zalamera, y ya desesperado la gritó al revés, pero sin éxito. Agotado, Merrin se hundió en el suelo, desmoralizado. Había intentado todo lo que se le había ocurrido, y había fracasado, como de costumbre.
Lo que Merrin no sabía era que sus invocaciones —todas y cada una de ellas— habían funcionado. El Observatorio era ahora un hervidero de cosas. El problema era que no podía verlas.
Por lo general, las cosas no pueden verse, lo cual es una suerte, pues no son agradables de ver. La mayoría de cosas son una especie de figura humana, aunque obviamente ni masculinas ni femeninas. Suelen ser altas, delgadas, hasta el punto de estar en el esqueleto y ser extraordinariamente decrépitas, sus ropajes no son más que una colección de harapos negros. Se visten de manera espantosa, a veces las expresiones de desesperación se mezclan con una malevolencia subyacente que dejan fatal durante semanas a las pobres personas sensibles que tienen la desgracia de cruzar una mirada con ellas. Aunque él no lo sabía, Merrin tenía una tía, Edna, que encajaba muy bien con esa descripción, pero aun así podía decir en qué se diferenciaba su tía Edna y una cosa: en que la cosa parecía muerta.
Fue entonces cuando Merrin leyó la segunda parte de las instrucciones:
Ahora dirígete a la cosa,
exige verla,
quítale la invisibilidad.
—¡Aggggggggg! —gritó Merrin percatándose de repente, para su horror, de lo que había pasado.
Lanzó con furia el libro contra la pared. ¿Por qué se suponía que tenía que saber que las cosas eran invisibles? ¿Por qué el libro no lo había dicho antes?
Media hora más tarde, Merrin ya se había tranquilizado. Consciente de que no tenía más remedio que continuar, levantó el libro, encontró la página arrugada y empezó a seguir las instrucciones. Recitó el hechizo de ver, cerró los ojos y contó hasta trece. Luego, con el miedo en el cuerpo, abrió los ojos, y profirió un grito.
Merrin estaba rodeado de cosas. Veintiséis cosas ofendidas, enfurruñadas, que pensaban por qué no me ha elegido a mí, es que no soy lo bastante bueno para él, y lo miraban fijamente moviendo los labios, murmurando y gimiendo, pero sin hacer ningún ruido. Descollaban a su alrededor y lo miraban tan atentamente que incluso Merrin, que no era precisamente un derroche de sensibilidad, sintió nacer una profunda melancolía en su interior. Pensó que todo había salido horriblemente mal. Simón tenía razón, todo el mundo tenía razón: era estúpido. Pero ahora estaba bloqueado. Tenía que continuar o, como decía el libro, sería peor para él. Con una horrible sensación en la boca del estómago, Merrin leyó la siguiente instrucción:
Ahora lleva a tu cosa sirviente contigo
a buscar el Anillo de las Dos Caras.
A Merrin se le cayó el alma a los pies cuando leyó las palabras: «Anillo de las Dos Caras». Aún tenía pesadillas con él.
Unos meses atrás, Simón había estado limpiando el Observatorio sin dejar de protestar y quejarse de lo desordenado que era Merrin. Mientras tanto, él se había escondido en la alacena. Estaba comiendo a escondidas un alijo secreto de salchichas frías cuando oyó los gritos de Simón. Merrin casi se atraganta, Simón no solía gritar. Jadeando y tosiendo, salió tambaleándose para contemplar una terrible visión: una asquerosa colección de huesos que parecían de goma, refulgentes de limo negro, perseguían despacio a Simón por el Observatorio. Aferrado al saco de la basura, como si fuera una especie de escudo, Simón retrocedía con una expresión de absoluto terror.
Merrin supo de inmediato de quién eran aquellos huesos, de su antiguo amo, DomDaniel. Era el anillo lo que le delataba. El grueso Anillo de las Dos Caras de oro y jade que DomDaniel siempre llevaba en el pulgar brillaba contra el lustre negro de los huesos.
«Este anillo —le había contado una vez DomDaniel a Merrin— es indestructible. El que lo lleva puesto es indestructible. Yo lo llevo puesto, por tanto soy indestructible. ¡Recuérdalo, chico!» DomDaniel se había reído mientras movía el gordo pulgar rosado ante las narices de Merrin.
Merrin había contemplado cómo los huesos estaban arrinconando al aterrado Simón. Había estado escuchando mientras, de algún lugar en lo más profundo de los huesos, llegó un canto oscuro de destrucción dirigido directamente a Simón. A Merrin le entraban ganas de acurrucarse y hacerse una bolita, pero no sabía por qué. Por suerte para él, no recordaba aquella ocasión en los marjales Marram en que DomDaniel había dirigido el mismo canto contra él.
Mientras el canto avanzaba lenta e inexorablemente hacia su fin —en el que Simón sería consumido— Merrin vio a Simón Heap cambiar, pero no en el modo que DomDaniel había planeado. El miedo en los ojos de Simón fue sustituido de repente por una ira salvaje. Merrin había visto aquella mirada antes y sabía que significaba problemas. Y así fue.
En una rápida acción —como la de un cazador de mariposas detrás de un preciado espécimen— Simón lanzó el saco sobre los huesos, gritando una imprecación oscura. Los huesos se cayeron y algunos escaparon por el suelo, pero el canto no cesaba. Presa del pánico, Simón buscó los huesos perdidos, metiéndolos en el saco tal como había estado haciendo con la basura hacía unos minutos. Amortiguado dentro del saco, el canto oscuro continuaba.
Simón metió frenéticamente el último hueso dentro del saco. Luego, como si le fuera la vida en ello —lo cual era así— corrió por el Observatorio, abrió la puerta del Armario sin Fin, arrojó allí el saco y de un portazo cerró y bloqueó la puerta. Entonces, para diversión de Merrin, a Simón le flaquearon las piernas y se desplomó en el suelo como un trapo húmedo. Merrin aprovechó el momento para dar cuenta de las salchichas.
Pero ahora Merrin iba a tener que ver aquellos horribles huesos una vez más. Y lo que era peor, quitarle el anillo. Y lo que era aún mucho peor, tendría que entrar en el Armario sin Fin para encontrarlo, y aquello sí que le daba mucho miedo. El Armario sin Fin había sido construido por DomDaniel en persona. Era un lugar para tirar cosas oscuras que ya no se querían y era imposible desactivarlas. El armario serpenteaba en lo más profundo de la roca, y, aunque en realidad sí tenía fin, continuaba durante kilómetros y kilómetros.
Merrin tragó saliva con dificultad. Sabía que tenía que hacerlo, ahora no había vuelta atrás. Murmuró el hechizo de desbloquear, temblando, luego asió el pomo de bronce de aspecto inocente del armario y tiró de él. La puerta se abrió. Merrin retrocedió. El aire gélido mezclado con un olor de lo más apestoso —a perro mojado, carne podrida y una pizca de goma quemada— le dio en las narices. Le entraron arcadas y escupió de asco.
Con una sensación de fatalidad, Merrin echó un vistazo en la oscuridad. El armario parecía vacío, pero sabía que no lo estaba. El Armario sin Fin cambiaba las cosas de sitio, llevándose las más oscuras a lo más profundo de la roca. Le asustaba pensar en lo lejos que se habría llevado los huesos.
Merrin entró sosteniendo una vela sobre su cabeza. El armario serpenteaba y se internaba en la roca como un zarcillo A medida que el muchacho avanzaba, el aire se iba enfriando. Después de una docena de pasos, la llama de su vela empezó a parpadear en aquella atmósfera viciada, pero él siguió adelante, internándose un poco más en el armario. Ahora la llama se hacía cada vez más pequeña. Empezaba a fulgurar con un rojo mortecino y Merrin se alarmó. Si no había aire suficiente para la llama, lo más seguro era que tampoco hubiera suficiente aire para él. Algo mareado y con un zumbido agudo en los oídos, Merrin avanzó unos pasos y la llama se extinguió; durante un breve instante solo quedó el fulgor rojo del extremo de la mecha y luego se sumió en la más completa oscuridad.
Merrin sintió una opresión en el pecho. Abrió la boca para respirar mejor, pero no había aire. Sabía que tenía que salir del armario, corriendo. Sin resuello, dio media vuelta, para darse de bruces contra una cosa inmóvil. Freso del pánico, empujó a la cosa para pasar, pero solo consiguió encontrarse con otra en el camino, y luego otra. Horrorizado, se dio cuenta de que estaba atrapado, que el largo y estrecho armario estaba lleno de cosas, y que probablemente aún habría otras intentando entrar, y de hecho así era. Fuera, un revolucionado coro de cosas, se daba codazos, empujaba, arañaba y luchaba por ser la siguiente en entrar. Una oleada de miedo engulló a Merrin; entonces el suelo del armario hizo algo muy extraño. Se precipitó hacia arriba hasta alcanzarle y le golpeó en la cabeza.
Cuando Merrin volvió en sí estaba de nuevo en el Observatorio, tumbado sobre el frío suelo de pizarra.
Se incorporó con los ojos nublados y veintiséis cosas le miraron a los ojos. Normalmente la mirada de veintiséis cosas sería suficiente para sumir a alguien en una desesperación eterna, pero los ojos de Merrin estaban desenfocados. Lo único que veía era una imagen borrosa y ondulada que le rodeaba, como un gran seto espinoso.
Muy despacio, Merrin fue consciente de que había algo en el suelo junto a él. Giró la cabeza con dolor y se dio de bruces con un mugriento saco de lona. Un saco de basura. Como si se tratase de una camada de gatitos, algo se movía en su interior.
De repente, recuperando plenamente la consciencia, Merrin se puso en pie de un salto, cogió el saco y lo volcó. Una maraña de huesos blandos y viscosos se desparramó por el suelo, y el pulgar con el anillo resbaló por el suelo con un sonido metálico. Merrin lo contempló boquiabierto; ¿qué se suponía que tenía que hacer ahora? Un hueso se movió a sus pies. Merrin dio un grito. Como si fueran gusanos ciegos, los huesos estaban empezando a moverse, cada uno buscando a su vecino, se estaban reagrupando.
Un dedo huesudo se le clavó en las costillas y Merrin gritó. DomDaniel le estaba atizando. ¡Iba a moriiiiiir! Alguien le había tendido El índice oscuro y lo tenía delante de sus narices, entonces Merrin se percató con alivio de que el dedo huesudo pertenecía a una cosa. Leyó obedientemente el pasaje que le indicaba el dedo de la cosa:
Coge el Anillo de las Dos Caras
del pulgar
de quien
lo lleve puesto.
Quita el anillo por el otro lado:
tu posesión ahora has dominado.
Merrin se acercó al pequeño palito negro y viscoso que llevaba el Anillo de las Dos Caras y lo miró con repulsión. Se armó de valor para poder cogerlo. Uno, dos, tres… No, no podía hacerlo. Sí, sí podía…, tenía que hacerlo. Uno… dos… tres… ¡puaj! Lo tenía. El pulgar era blando, como cartilaginoso. Le revolvía el estómago, estaba a punto de vomitar.
Al cabo de unos segundos, con un horrible sabor en la boca, Merrin agarró el Anillo de las Dos Caras, sabiendo que tenía que sacarlo por la base del hueso: por el otro lado. Tiró de él. Se pegaba a la parte más ancha del dedo donde había estado la articulación. Merrin trató de que no le venciera el pánico. No salía. Pronto DomDaniel se abría reagrupado y él sería comida para gatos. La desesperación le infundió una especie de valor. Sacó su navaja, puso el pulgar en el suelo y cortó el extremo del hueso. Salió un líquido negro y espeso y el Anillo de las Dos Caras cayó al suelo.
Con una mezcla de horror y fascinación, Merrin cogió el anillo del suelo y contempló la ancha y retorcida sortija de oro con las dos caras de aspecto malvado enfrentadas, talladas en jade. Con manos temblorosas, consultó El índice oscuro
De tu mano izquierda,
en el pulgar
la sortija has de colocar:
la de las Dos Caras.
Temblando, Merrin se puso el anillo en el pulgar, apartando de sí el pensamiento de que un día tal vez alguien intentase quitárselo del pulgar por el otro lado. Al principio el anillo le quedaba grande en su romo y regordete pulgar, con la uña mordida y el nudillo prominente, pero no por mucho tiempo. Sintió que el oro se calentaba más y más, hasta que le resultó desagradable de tan caliente, y entonces el anillo empezó a encoger. Pronto le encajó a la perfección, pero no se detuvo allí. El anillo se calentaba cada vez más, y seguía encogiendo. El pulgar le latía.
A Merrin le entró pánico. Empezó a dar saltos mientras sacudía el pulgar y gritaba y pataleaba de dolor. Cada vez más ceñido, el anillo se hinchó, y la punta del pulgar se le puso primero roja, luego morada y por fin de un azul oscuro. En ese momento, Merrin dejó de gritar y lo contempló con horror; sabía que la punta del pulgar estaba a punto de explotar. ¿Estallaría haciendo «¡pum!», se preguntaba, o reventaría haciendo «¡paf!»? Merrin no quería saberlo. Cerró los ojos, y en el momento en que los cerró, el anillo se aflojó, la sangre volvió a fluir y el pulgar de Merrin se deshinchó. Ahora el Anillo de las Dos Caras le venía bien, aunque lo notaba algo apretado, lo bastante apretado para recordarle su presencia. Merrin sabía que aquello sería así durante toda su vida, o al menos durante toda la vida de su pulgar izquierdo.
Merrin empezaba a darse cuenta de que la magia negra no estaba necesariamente del lado de quienes la practicaban. Pero ahora no podía parar. Estaba atrapado, y debía emprender la última parte del encantamiento: oscurecer el destino de otro. Y aquello se haría en el Castillo, pues allí era donde el otro vivía, en la cúspide de la Torre del Mago, donde él había vivido antaño. Y usaba el mismo nombre que Merrin había tenido en otro tiempo: Septimus Heap.