Finales y principios…

Alice y Alther

E l final de la vida de Alice fue en realidad el principio del largo y feliz tiempo que Alther y Alice pasaron juntos. Durante sus vidas, Alther en particular, pero también Alice, habían estado demasiado ocupados en sus carreras para estar juntos. Ahora Alther estaba decidido a que aquello cambiara.

Veinticuatro horas después de que le dispararan, el fantasma de Alice apareció en el embarcadero del Palacio para encontrarse con Alther, que la estaba esperando. Todos los fantasmas deben pasar el primer año y un día de su fantasmez en el mismo lugar en que se convirtieron en fantasmas. Eso se llama su tiempo de descanso. Puede ser una época difícil para un fantasma que ha tenido un súbito final, y Alther estaba decidido a quedarse con Alice todo el tiempo que durase su descanso. Tal vez no había estado al lado de Alice cuando estaban vivos, pero lo estaría a partir de entonces.

A Alther y a Alice les daba igual estar al aire libre o dentro de una casa. Las condiciones meteorológicas no suelen preocupar a un fantasma, salvo los vientos tempestuosos, cuando un fantasma se siente atravesado. Hasta Jenna sabía eso, y odiaba la idea de que Alther y Alice se pasaran todo un año revoloteando por el embarcadero del Palacio, así que hizo que Billy Pot la ayudara a levantar una gran tienda de rayas rojiblancas, a la que llamó el Pabellón, en el mismo lugar en el que dispararon a Alice.

Jenna se alegraba de haberlo hecho. Aquel año hubo unas tormentas muy malas, pero el interior del Pabellón siempre era un oasis de calma. Jenna estaba empeñada en que Alice y Alther se sintieran como en casa. Hizo forrar las planchas del embarcadero con una gruesa capa de alfombras con dibujos que sacó del Palacio, y llenó el Pabellón de muebles, almohadones, libros y demás recuerdos. Había un arcón de marquetería que, al abrirlo, reveló muchos de los tesoros favoritos de Alice de su viejo almacén: un ajedrez de mármol cuyas piezas eran barcos, una bufanda tejida a mano por una de sus muchas sobrinas, algunas cartas de Alther atadas con una cinta roja y su vieja peluca de cuando era jueza, muchos años atrás. Estaba el sillón favorito de Alther, un apolillado sillón de cuero que Jenna había sacado del saloncito de Sarah Heap y había colocado en un rincón, junto al mullido sofá color rosa y dorado que Sarah había insistido en que a Alice le encantaría. A Alice no le gustaba, pero un sofá chabacano ya no le importaba como antes.

Como sabía que Alther y Alice tendrían muchas visitas, Jenna puso una mesa baja con zumo de frutas recién exprimidas, una bandeja de sabrosas galletas y una fuente de fruta para los vivos.

Los visitantes más frecuentes eran Jenna y Silas Heap. Silas ya no podía hablar con Sarah de Nicko y necesitaba hablar con alguien. Alther, su antiguo tutor, escuchaba a Silas durante largas horas, y mantenían interminables conversaciones sobre Nicko, el tiempo y, más recientemente, los bosques. A última hora de la noche, Silas volvía al Palacio por los largos prados, sintiendo como si su cabeza estuviera rellena de algodón. Alther no siempre esperaba con entusiasmo el momento en que Silas sacara la cabeza de la tienda y dijera: «Hummm, Alther. ¿Tienes unos minutos?». Pero nunca se negaba.

A Jenna le encantaba el Pabellón. Muchas mañanas les hacía una corta visita y charlaba tranquilamente con Alice, que le había salvado la vida. Charlaban de la época en que Alice estaba viva y de lo mucho que le había gustado ser jueza en los tribunales del Castillo durante lo que todo el mundo llamaba los «viejos tiempos». Alice le contaba a Jenna lo de su apartamento en lo alto del almacén, que le encantaba, y repasaba los casos interesantes que había dirimido con el jefe de aduanas en el Puerto. Pero, a veces, Alice se levantaba de repente y decía que debía volver al trabajo, y Jenna le recordaba con amabilidad que ya no estaba viva. Aquellos momentos eran difíciles, Alice se ponía triste y pensativa y Jenna la dejaba tranquila con Alther durante unos pocos días.

La noche en que Alther fue convocado al cónclave era la primera vez que se alejaba de Alice. Ser llamado al cónclave fue un golpe para Alther. Todos los magos extraordinarios esperan serlo al final de un aprendizaje, pero un cónclave inesperado era muy, pero que muy extraño, y no le daba buena espina. Para sorpresa de Alice, Alther salió zumbando del Pabellón y, aunque su sentido del tiempo aún no era bueno, le hizo sentirse como se había sentido días antes de volver a verle.

Alice amaba a Alther y le conmovía su súbita devoción, pero en vida había sido una persona solitaria que había disfrutado de su soledad. La ausencia de Alther dio tiempo a Alice para pensar otra vez, y empezó a comprender lo que le había pasado aquella tarde en el embarcadero del Palacio.

Cuando Alther volvió del estado de sitio, rendido y deshaciéndose en disculpas, Alice estuvo, por supuesto, encantada de verlo, pero esa noche lo convenció de que volviera a sus viejas costumbres de visitar la taberna El Agujero en la Muralla. Sería bueno para ambos.

La señora Beetle

Pamela Beetle-Gurney no estuvo, para su gran pesar, mucho tiempo casada con Brian Beetle. Al cabo de un año de casados, Pamela dio a luz a un niño con una mata de pelo negro y una sonrisa picara. La pareja ni siquiera había registrado el nacimiento cuando a Brian Beetle, que trabajaba en los Muelles del Castillo, le picó una serpiente que salió de una caja de fruta exótica. Brian, como Pamela contaría a la gente años más tarde, se hinchó como un globo y se puso morado. Nadie pudo salvarlo.

Pocas semanas después de que Brian Beetle muriera, el funcionario encargado de los registros de nacimientos le informó de que el plazo límite para registrar el nombre del niño había expirado y que debía hacerlo en aquel mismo instante sin dilación. La señora Beetle estaba en muy mal estado. El niño lloraba noche y día y lo último que se le pasaba por la mente era cómo llamar al bebé. Así que cuando el funcionario llegó con el libro de registro, mojó la pluma en tinta y muy amablemente le preguntó a la señora Beetle el nombre del niño, lo único que acertó a decir la señora Beetle gimoteando, fue: «¡Oh, Beetle… Beetle!», que era como ella llamaba a Brian. Beetle fue diligentemente registrado como «O. Beetle Beetle».

Sin los ingresos de Brian Beetle, la señora Beetle tuvo que mudarse a dos pequeñas habitaciones al final de un deslucido pasillo de los Dédalos. Su familia, y la de Brian también, vivían en el Puerto y no le ofrecieron ninguna ayuda. La señora Beetle pensó en mudarse al Puerto, pero le gustaban los Dédalos, y pensó que sus vecinos la ayudarían más de lo que la habría ayudado su familia. Y la señora Beetle albergaba ambiciones para su hijo. Quería que hiciera algo más en la vida que trabajar en los muelles, y los colegios del Castillo brindaban mejores oportunidades para una buena educación que los ordinarios colegios del Puerto.

El joven Beetle fue a uno de los muchos colegios pequeños y buenos de los Dédalos, y la señora Beetle hacía horas extra como mujer de la limpieza para pagar a un tutor los sábados por la mañana. Beetle era un muchacho brillante, y las ambiciones de la señora Beetle se cumplieron antes incluso de lo que esperaba, pues fue el más joven de cuantos hasta entonces habían aprobado los exámenes de ingreso en el Manuscriptorium.

Cuando Brian murió, Pamela dejó de usar Gurney, su apellido de soltera, y pronto dejó de usar incluso Pamela. Todo el mundo la conocía sencillamente como la señora Beetle, salvo Beetle, que aún la llamaba mamá y no le importaba que los escribas se burlasen de él. Todos los escribas llamaban a sus madres «madre», si es que alguna vez hablaban de ella. Pero Beetle solía hablar de su madre; se preocupaba por ella y le habría gustado que volviera a ser feliz otra vez.

Jannit Maarten y Nicko

Cuando Jannit Maarten regresó al embarcadero después de visitar a Sarah Heap parecía, en palabras de Rupert Gringe, como si el viento le hubiera hecho estallar las velas. Y llevaba un sombrero muy raro. A Jannit no se la conocía por sentarse por ahí o quedarse mirando el espacio embobada, pero durante el resto del día Jannit hizo ambas cosas. Incluso cuando Rupert le enseñó los aparejos de bronce perfectos que por fin había encontrado para el proyecto favorito de Jannit de aquella temporada —la restauración de una rara barcaza del Puerto—, ella se limitó a sonreír lánguidamente.

Rupert Gringe sabía cuál era el problema. Cuando vio a Jannit partir aquella mañana con el contrato de aprendizaje bajo el brazo, imaginó lo que iba a hacer. Rupert no era un gran entusiasta de la familia Heap, sobre todo después de que su hermana Lucy se hubiera escapado con el condenado Simon Heap, como siempre le llamaba Rupert, pero él también estaba triste por la desaparición de Nicko. Rupert no creía del todo las historias que circulaban por el Castillo, según las cuales Nicko estaba atrapado en otra época, pero era evidente que algo malo le había ocurrido, y a Rupert le daba mucha pena.

Aunque al principio tuvo muchos recelos con respecto a que Jannit contratase a un Heap, a Rupert llegó a gustarle Nicko y lo respetaba. Era divertido tenerlo por allí y siempre estaba dispuesto a navegar hasta el Puerto y a echar unas risas. Y desde que Nicko se había ido, Rupert se había percatado de lo mucho que trabajaba Nicko, más de dos trabajadores de astillero juntos, le dijo Jannit. Pero a pesar de que nunca podrían reemplazar a Nicko, necesitaban un nuevo aprendiz antes de que empezara la temporada de verano.

Aquella tarde, cuando Jannit regresó del Palacio, Rupert la vio entrar arrastrando los pies lentamente en dirección a su calamitosa cabaña, que estaba a la entrada del astillero. Había un pequeño cobertizo anexo a la cabaña donde dormían los aprendices jóvenes, y Rupert la vio abrir delicadamente la puerta y entrar. Media hora más tarde, Jannit fue a buscarlo.

—Necesito que me eches una mano —fue todo lo que dijo.

Jannit necesitaba que le echaran una mano para un baúl de hojalata con el nombre NICKO HEAP pintado con una caligrafía de trazos delgados e inseguros. Rupert la ayudó a llevarlo al antiguo calabozo.

—Guárdalo hasta que regrese —ordenó Jannit.

—Sí. Hasta que regrese —dijo Rupert. Luego estuvo sentada en un bauprés del Puerto de balandros durante media hora, viendo pasar las lodosas aguas del Foso.

Simon y Lucy

Simon y Lucy cruzaron sanos y salvos el río, pagaron una pequeña fortuna por sacar a Trueno de los establos del transbordador y luego partieron hacia el Puerto. Fue un viaje tristón; regresar al Castillo les había turbado a los dos.

Simon se quedó muy impresionado al ver la Torre del Mago en estado de sitio. Le hizo darse cuenta de lo importante que era ese lugar para él y lo mucho que le importaba que siguiera intacto. Y con este pensamiento llegó a la poco grata conclusión de que con sus acciones de los últimos tres años había tirado por la borda cualquier oportunidad de convertirse algún día en un mago ordinario (algo con lo que ahora Simon se conformaría de buen grado) y ser realmente capaz de vivir y trabajar en un lugar tan maravilloso y mágico. Ahora era improbable que volviera a ver la Torre del Mago en su vida.

Sentada detrás de Simon, Lucy miraba hacia atrás con tristeza. Trueno trotaba a paso ligero por el sendero de la orilla del río y, mientras el Castillo desaparecía detrás de la roca del Cuervo, Lucy deseó haber tenido el valor suficiente para saludar a su padre cuando pasó por la garita de entrada la mañana después de llegar. Parecía cansado y preocupado, y mucho más pequeño de lo que lo recordaba. Lucy no sabía realmente por qué no se había atrevido a decirle que estaba allí. Bueno, ahora lo sabía: temía la idea de uno de los auténticos berrinches del señor Gringe. Pero ahora realmente deseaba haberlo saludado. ¿Cuánto tardaría en volver a ver a sus padres? Años probablemente, pensó. Y nunca conseguiría que Simon los conociera. Y ellos tampoco, pensó con tristeza.

Mientras Trueno trotaba, contento por haber salido de los húmedos y deprimentes establos, Lucy hizo un esfuerzo por borrar la tristeza.

—Al menos Marcia no te metió en el calabozo —dijo—. No puede estar tan loca.

—¡Ajá! —fue la respuesta de Simon, pero más tarde añadió—: Espero que cuide de Chucho. Ese condenado Merrin se lo llevó antes de que estuviera completamente recargado. Creo que le enviaré las instrucciones.

—¡Simon, no puedes!

—¿Por qué no?

—¡Oh, Simon! Tú no te das por vencido, ¿verdad?

—No, Luce. No me doy por vencido.

Merrin

Merrin no empezó con buen pie su empleo en el Manuscriptorium. Después del trauma de enfrentarse a Simon, y la inesperada pérdida de Chucho, Merrin se comió todas sus provisiones de regaliz. A media tarde se sintió enfermo y muy quisquilloso. Cuando Foxy le pidió que le fuera a buscar una copia del Folleto de las adivinanzas del cameleopardo de la Biblioteca de los Libros Salvajes, Merrin, que estaba aterrado después de las escabrosas historias que contaba Beetle, le dijo a Foxy que fuera él. Foxy parecía indignado. Beetle nunca habría hecho una cosa así. Entonces, en opinión de Merrin, Foxy se volvió muy poco razonable. En un arrebato, Merrin le dijo a Foxy lo que podía hacer con sus preciosos camelloloquesean y Foxy volvió muy enfadado a su mesa.

Merrin escuchó detrás de la puerta durante un rato, pero como le ocurre a todo aquel que espía detrás de las puertas, no oyó nada bueno acerca de sí mismo. Decidió dejarlos y se fue a aprovisionarse de serpientes. Salió a hurtadillas, cerrando la puerta al salir para asegurarse de que no entraba ningún cliente, luego cruzó la Vía del Mago y se dirigió a la maraña de callejones que lo llevarían, o eso esperaba él, a la Tienda de Golosinas Abierta Todo el Día y Toda la Noche de Ma Custard.

Pero los callejones no eran como Merrin los recordaba, algunos habían cambiado solo para fastidiarle. Cuando por fin Merrin encontró la tienda de Ma Custard, estaba muy hambriento. Por eso probablemente compró tres docenas de serpientes de regaliz, dos bolsas de hilo de araña, una caja de termitas de toffee y todo un tarro de osos de plátano. Ma Custard le preguntó a Merrin si iba a dar una fiesta. Merrin no estaba completamente seguro de lo que era una fiesta, así que dijo que sí. Ma Custard le regaló una tarrina de migas de cacao «para sus amiguitos».

Merrin decidió que ya era demasiado tarde para molestarse en volver al Manuscriptorium ese día. Después de comerse tres serpientes de regaliz mojadas en migas de cacao y diez osos de plátano, Merrin se sentía muy valiente. Fue al huerto del Palacio, recuperó sus cosas del horrible cobertizo y, seguro al saber que habían echado a Simon Heap del Castillo, reclamó su habitación.

El fantasma de la gobernanta se refugió sollozando en la vieja aula.

En el Manuscriptorium, a las cinco y media exactamente, los escribas saltaban de sus escritorios y salían pitando hacia la puerta principal. Estaba cerrada. El Manuscriptorium tenía un hechizo de una y todas para las puertas de la calle, si una se cerraba, todas se cerraban. Los escribas tuvieron que esperar hasta que Jillie Djinn salió de la Cámara Hermética unas dos horas más tarde para poder salir. Se pasaron el rato comentando con todo lujo de detalles lo que pretendían hacerle a Merrin cuando por fin lo pillasen.

Cuando Merrin apareció al día siguiente tuvo que dar algunas explicaciones, pero tenía arte para contar historias y Jillie Djinn (a diferencia de los escribas) le creyó. Jillie no estaba dispuesta a admitir que había hecho una mala elección; ¿y quién sino Merrin sería perfectamente feliz contando las existencias de lápices usados del Manuscriptorium y ordenándolos según el nuevo sistema de catalogación de la señorita Djinn, que dependía del número de marcas de dientes que presentaba cada lápiz?

Stanley

Los inicios del Servicio de Ratas Mensaje de Stanley no fueron como él esperaba. Después de aceptar la oferta de personal que le hizo Ephaniah Grebe, Stanley descubrió que se había propagado la voz de que se había restablecido el Servicio de Ratas Mensaje y pronto un goteo constante de clientes afloró hacia la atalaya de la Puerta Este.

Stanley estaba algo molesto por la repentina moda de enviar estúpidos mensajes de cumpleaños entre los más jóvenes habitantes del Castillo, y después de que, por tercera vez en un mismo día, tuviera que negarse de plano a cantar una felicitación de cumpleaños, empezó a pensar seriamente en cerrar la empresa.

La noche anterior no solo le habían pedido que cantara un mensaje sino que también bailara, así que Stanley fue a echar una carrera a última hora por el adarve para aclarar su mente. A Stanley le gustaba el adarve. Se extendía a lo largo de las murallas del Castillo y en algunos puntos, tal como Septimus descubrió una vez, no era más que un estrecho saliente. Stanley no creía esos cuentos sobre cosas que paseaban por el camino; de hecho, no creía en las cosas. Pero era una noche oscura y cuando, en un tramo particularmente estrecho y propenso a los desprendimientos, oyó unos arañazos y un chillido agudo justo delante de él, Stanley descubrió de repente que al fin y al cabo sí creía en las cosas. No fue un buen momento, y estuvo a punto de saltar al Foso en aquel mismo instante.

Pero Stanley odiaba mojarse y el Foso estaba oscuro y frío. Decidió que a la cosa no le interesaría una simple rata, y que si se quedaba muy quieto probablemente se largaría. Pero los ruidos no cesaron. Y cuanto más escuchaba Stanley, más se convencía de lo mucho que se parecían a chillidos de rata, chillidos de crías de rata.

Cuando Stanley volvía a la atalaya de la Puerta Este ya rayaba el alba, y ya no estaba solo. Con él iban cuatro ratitas huérfanas muy pequeñas, hambrientas y muertas de frío.

Syrah Syara

Cuando Syrah vio las largas espadas de los guardianes de la Búsqueda, supo que estaba metida en un buen lío. Sin darle tiempo a despedirse como es debido de Julius Pike, a quien quería como a un padre, embarcaron a Syrah a empellones en el barco de la Búsqueda. En cuanto puso un pie en cubierta, Syrah sintió que sus poderes mágicos se agotaban.

Despedido por un Tertius Fume triunfante, el barco de la Búsqueda zarpó rápidamente. Un viento mágico inflaba las velas y pronto dejaron atrás el Puerto y salieron a mar abierto. Syrah se negó a acomodarse abajo. Se sentaba temblando contra el viento y la lluvia mientras el barco de la Búsqueda cortaba las olas. Syrah permaneció despierta toda la primera noche y el día siguiente, con los ojos muy abiertos, sin atreverse apenas a parpadear, sin perder de vista a los guardianes de la Búsqueda y sus afiladas espadas.

Syrah sabía que, en cuanto se quedase dormida, podía darse por muerta. Y a medida que caía la segunda noche que pasó en la cubierta del barco de la Búsqueda, Syrah sintió que se le cerraban los párpados y no pudo resistir el sueño. Mientras miraba distraídamente el mar en calma, observando la lejana figura de un faro, el rítmico balanceo del barco la sumió en un breve sueño. Se despertó sobresaltada para descubrir que tres guardianes avanzaban hacia ella blandiendo las espadas.

Syrah no tuvo otra alternativa. Saltó por la borda.

El mar fue un shock. Estaba frío y Syrah no sabía nadar. Sus pesadas ropas la arrastraban hacia abajo, pero luchó por alejarse del barco de la Búsqueda y su Magia volvió. Llamó a un delfín, que llegó justo cuando el agua se cerraba sobre su cabeza por última vez. Agotada, tumbada a lomos del delfín, Syrah se dirigía hacia el faro que se veía en el horizonte. Delfín y aprendiza llegaron sanos y salvos al romper el alba.

Syrah empezó una nueva vida lejos del Castillo. Nunca se atrevió a regresar, pero envió un mensaje en clave a Julius Pike diciéndole que estaba a salvo. Por desgracia, Julius pensó que era el pedido de unos frascos mágicos que había encargado. Ya había pagado la factura, así que tiró el mensaje al conducto de la basura.

Morwenna

El instante en que Morwenna descubrió que la habían traicionado y que Jenna y su transformador habían huido marcó el principio de una enemistad entre el Aquelarre de las Brujas de Wendron y el Castillo. O, mejor dicho, fue el fin de la tregua que había existido desde que Silas, entonces un joven mago, rescatase a Morwenna de una manada de zorros.

Morwenna consideró que había pagado su deuda con Silas llevándolo hasta su padre. La huida de Ephaniah Grebe también la enojó mucho. Después de todo lo que había hecho por él, había incumplido su promesa y, ella suponía, se había llevado a Jenna consigo.

El Campamento Heap fue declarado fuera de los límites de todas las brujas jóvenes, para su gran consternación, y de repente los Heap se encontraron con que sus vidas eran mucho menos cómodas, sobre todo para Jo-Jo. Marissa se vio obligada a escoger entre Morwenna y Jo-Jo. Marissa en el fondo era una bruja y eligió a Morwenna.

El Hombre del Peaje

El Hombre del Peaje nunca fue un tipo agradable. Es dudoso que quienes lo conocieran antes de que la cosa apareciera de repente en su casa del árbol hubieran notado alguna diferencia, aparte del anillo de regaliz. El anillo le habría confundido porque el Hombre del Peaje era de la opinión de que a los hombres que llevan anillos «deberían arrojarlos desde lo alto de un acantilado, así aprenderían». Si eso revelaba la verdadera personalidad del Hombre del Peaje es algo que nunca sabremos.

Pero ser habitado no es una cosa que se le desee a nadie, por muy desagradable que uno sea. El Hombre del Peaje estaba en lo alto de su casa del árbol, dejando paso a los Foryx, tal como solía hacer con regularidad dos veces al día, cuando entró la cosa y dejó claras sus intenciones. Al igual que Hildegarde y Ephaniah antes que él, el Hombre del Peaje experimentó un momento de auténtico terror, el mismo que sintieron algunas personas reacias a pagarle con un diente de oro cuando fueron arrojadas a las nieblas del abismo.

Ephaniah Grebe

Ephaniah casi se muere en la casa junto al puente. A pesar de que Jenna, Septimus y Beetle lo acomodaron lo mejor que pudieron entre sus pieles de zorro, Ephaniah, al igual que Hildegarde antes que él, sufrió unas fiebres muy altas y empezó a delirar. De no haber estado tan débil es probable que, en su confusión, se hubiera caído de la casa del árbol y hubiera muerto en la nieve o devorado por una falange de Foryx. Pero por suerte, Ephaniah no podía moverse allí tumbado sobre el frío suelo de madera, temblando sacudido por oleadas de calor y frío y soportando las más terroríficas pesadillas, peores incluso que aquellas que siguieron a los primeros días de su maleficio de rata.

A media mañana del segundo día que pasaba en la casa del árbol —aunque por él podía haber sido el segundo mes—, sus pesadillas adquirieron un aterrador aspecto real. De la noche a la mañana le bajó un poco la fiebre y recuperó algo de fuerzas. Aquella mañana se arrastró hasta la portezuela y asomó la cabeza fuera. Por suerte fue lo bastante sensato para no bajar al suelo; en lugar de eso se quedó tumbado mirando las ramas nevadas, olisqueando el aire fresco con su sensible nariz y lamiendo con su lengua rosada algún copo de nieve que caía de vez en cuando. Ephaniah llevaba allí tumbado un buen rato y se sentía casi feliz cuando un terrible batacazo sacudió el árbol y un montón de nieve de las ramas superiores aterrizó sobre su cara. Sacudió la cabeza, conmocionado, se dio la vuelta y se encontró de bruces con la alucinación más realista que había tenido hasta entonces. Había un enorme dragón plantado junto a la casa del árbol, levantando su largo cuello de escamas hacia las ramas, mirándole fijamente con sus ojos verde esmeralda enmarcados en un círculo rojo.

Desde algún lugar, una voz que incluso en su estado de confusión Ephaniah creyó recordar, pero no identificar, dijo:

—¿Lo ves, Septimus?

Otra voz respondió:

—Está bien, Marcia, está aquí. Se encuentra bien. Te encuentras bien, ¿verdad, Ephaniah?

Fue entonces cuando, casi oculto en una hondonada que había entre la enorme espalda y la cerviz del dragón, Ephaniah descubrió a una pequeña figura con una gran sonrisa, un poco más allá, sentada con evidente incomodidad entre las púas del dragón, una mujer con ropajes de color púrpura lo miraba entornando los ojos verdes, tan centelleantes que casi eclipsaban los del dragón.

—Da la impresión de pesar mucho —dijo la mujer de púrpura.

—Es que pesa mucho —respondió el chico—. No sé cómo vamos a hacerlo.

—Lo transportaré hasta la nieve del pie del árbol. Luego Escupefuego tendrá que llevarlo en sus garras. ¿Crees que podrá hacerlo?

Ephaniah empezó a darse cuenta de que estaban hablando de él. Era una pesadilla horrible. Deseaba que se acabara.

—Es fácil. Escupefuego llevó así a Jen una vez, ¿verdad, Escupefuego?

—Nunca me lo habías contado —dijo bruscamente la mujer.

—Hummm. No, creo que me olvidé.

—¿Un dragón lleva a la princesa en sus garras y tú te olvidas?

La pesadilla empeoraba. En realidad, se puso tan mal que Ephaniah perdió la conciencia una vez más, y cuando despertó al cabo de una semana en la enfermería de la Torre del Mago no recordaba nada en absoluto sobre un dragón. Pero Escupefuego se acordaba de él, y a partir de aquel día el dragón nunca volvió a pisotear una rata.

Benjamin Heap

Benjamin Heap no tenía ninguna intención de acabar siendo un fantasma de esos que flotaban desorientados alrededor del Castillo y se refugiaban en la taberna El Agujero en la Muralla. Deseaba acabar sus días en el Bosque, un lugar que siempre había amado, y eso es lo que hizo. Benjamin Heap, cambiador de forma, se convirtió en un árbol. Se convirtió en uno de sus favoritos, un cedro gigante, y se quedó allí plantado alto y orgulloso, y poco a poco fue haciéndose cada vez más y más alto.

Cuando Benjamin Heap se convirtió en un árbol, sus pensamientos también se transformaron en los de un árbol. Pero siempre había una pequeña parte en lo más hondo de aquel cedro gigante que era Ben Heap, mago ordinario, o abuelo Benji, como lo conocían sus numerosos nietos. Ben Heap se había casado con Jenna Crackle (hermana de Betty Crackle, una bruja blanca) un día de invierno en el salón principal de la Torre del Mago. Tuvieron siete hijos y todos, salvo dos, Alfred y Edmond, tuvieron un montón de hijos.

Los árboles del Bosque siempre están escuchando. La gente se reúne bajo un árbol para contarse secretos al oído, los viajeros conversan, las voces se las lleva el viento… y los árboles del Bosque lo oyen todo. El susurro de las hojas en el Bosque no siempre se debe al viento, muchas veces se trata de la conversación de los árboles.

Así es como Benjamin Heap se enteraba de las vicisitudes de su extensa familia. A quien seguía más de cerca era a su hijo pequeño, Silas, el séptimo. Silas nació ya muy tarde; cuando llegó su último hijo, Benjamin ya se sentía viejo. Esperó todo lo que pudo antes de convertirse en un árbol, pero cuando Silas cumplió los veintiuno ya no pudo esperar más. Benjamin Heap sabía que tenía que irse mientras aún tuviera la fuerza de cambiar de forma y convertirse en un árbol sano.

Silas echaba terriblemente de menos a su padre. Se había pasado largas semanas en el Bosque buscándolo, pero nunca lo había encontrado y cuando por fin, en una de sus infructuosas búsquedas, conoció a la joven y hermosa Sarah Willow cogiendo hierbas en el Bosque, Silas decidió que ya había buscado a su padre bastante. Sarah y él se casaron, y Silas se estableció para cuidar de su familia, que crecía rápidamente.

Benjamin Heap escuchaba los chismes del Bosque, así que sabía que Silas había tenido siete hijos. Durante diez largos años también supo que su nieto pequeño estaba perdido y había sido enrolado en el ejército joven. Tenía muchas ganas de decirle a Silas dónde estaba Septimus, pero Silas nunca fue a verlo y él no podía hacer nada salvo asegurarse de que todos los árboles del Bosque sabrían proteger a Septimus durante las maniobras del ejército joven, famosas por lo peligrosas que eran. Y así, cuando Morwenna llevó a Silas a ver a su padre, los dos estaban radiantes de alegría, aunque tenían asuntos serios que tratar.

Silas le contó a su padre el sueño que había tenido, en el que Nicko se encontraba en un bosque helado. Benjamin le contó a Silas que el bosque helado fue en otro tiempo un bosque cálido y amable, rebosante de animales y pequeños y felices poblados. Pero ahora estaba sometido a la oscuridad y no era un lugar seguro. Cuando Silas insistió en que debía ir, su padre, a regañadientes le explicó cómo encontrar la Vía del Bosque.

A primera hora de la tarde siguiente, mientras Silas y Maxie abandonaban las antiguas arboledas para empezar su viaje, se toparon con un personaje desgalichado, vestido de blanco, con un pequeño anillo de regaliz en el meñique de la mano izquierda, pero Silas estaba demasiado sorprendido de encontrarse con alguien en mitad del Bosque para fijarse en el anillo. Cuando Silas miró las gafas de culo de botella del personaje se sintió muy raro, tan raro que farfulló las instrucciones que su padre le había dado para encontrar la Vía del Bosque sin que ni siquiera se lo preguntase. Silas no era consciente de que había estado en un tris de ser habitado, pero los largos gruñidos de Maxie y la visión de los pelos de punta del lomo del perro lobo, por no hablar de los dientes, persuadieron a la cosa de que era mejor no molestar.

Silas nunca recordó lo que le había pasado después de dejar a Morwenna. Creyó que el día perdido se debía a un maleficio de bruja y le preocupó lo que habría hecho para ofender a la bruja madre. Se olvidó incluso de que había estado con su padre.

Maxie condujo a Silas hasta el Castillo. Cuando por fin, con los pies y las patas cansados, Silas y Maxie llegaron al Palacio, Silas no encontraba a Sarah por ninguna parte. Billy Pot le contó que Sarah había salido con Marcia a lomos de Escupefuego, pero Silas no le creyó. ¿Por qué demonios iba ella a hacer eso?

Billy Pot se encogió de hombros. Él tampoco lo sabía, pero de una cosa estaba seguro: no había modo de detener a Marcia cuando quería hacer volar un dragón.

Escupefuego

A Escupefuego le gustaba su nueva casa y también le gustaba Billy Pot. Lo único que echaba de menos de la Torre del Mago eran sus desayunos. Nadie le preparaba el desayuno como Septimus. Naturalmente que Escupefuego se preguntaba dónde estaba Septimus, pero, ahora que ya casi era mayor, el dragón no sentía la necesidad de ver tanto a su improntador.

Escupefuego tampoco sentía la necesidad de ver a la persona que sospechaba que era su madre dragona disfrazada como hacen muchas madres dragonas. Pero aquella persona, que vestía de púrpura y gritaba mucho, de repente pareció necesitar verlo.

Pero cuando Escupefuego cayó en la cuenta de que la madre dragona púrpura había traído consigo cubos de salchichas y plátanos, una de las comidas preferidas de Escupefuego, cambió de opinión. Y ni siquiera le importó cuando la madre dragona púrpura le dijo que ocupaba el puesto de su improntador y que tenía que hacer todo lo que le ordenase. Escupefuego hubiera hecho cualquier cosa por cuatro cubos de salchichas y plátanos.

Y así fue como Escupefuego despegó hacia el vuelo más largo que había hecho en su vida.

Su nueva piloto hizo un buen trabajo, aunque su copiloto, una mujer flaca vestida de verde, gritaba mucho. Escupefuego disfrutó del vuelo; necesitaba estirar las alas, y encontrarse con su improntador al final del viaje también fue bueno. Su madre dragona púrpura fue muy amable preparándole aquel viaje, pero lo llevó a un lugar muy extraño: frío, siniestro y con una notable carencia de salchichas y plátanos. Y de repente parecía haber un montón de gente que esperaba que le diera un paseo. No cabían todos, y los gritos de la madre dragona púrpura no sirvieron de nada, no por mucho gritar haces que las cosas sean posibles. Tuvieron que ingeniárselas de otra manera. Y ¿dónde estaba su cena?