Capítulo 9
Gideon no disfrutaba de sus clubes como lo hacían casi todos los caballero. Para él no era un refugio ni un hogar fuera del hogar. Sabía que, en cuanto cruzara la puerta, revivían inmediatamente historias de seis años atrás que hablaban de doncellas ultrajadas, suicidios y muertes misteriosas. Por eso no apreciaba la vida del club.
En realidad nadie había dado nunca a Gideon la satisfacción de enfrentarlo con esas acusaciones cara a cara. Se lo consideraba demasiado peligroso para algo así. Había quienes recordaban bien el duelo a estoque en el que recibiera esa cicatriz. El hecho había ocurrido hacía más de diez años, pero los testigos estaban siempre prontos para recordar a todos qué cerca había estado St. Justin de asesinar a su adversario.
Según señalaban esos testigos, Bryce Morland era amigo de St. Justin desde la niñez; el duelo en sí fue solo un encuentro deportivo entre dos jóvenes de buena familia, no un verdadero desafío.
Sólo el diablo sabía de qué era capaz St. Justin en un duelo de verdad. No vacilaría, sin duda, en matar al desafiante.
Gideon también recordaba con demasiada claridad lo sucedido en ese duelo con Morland. No fue la sangre que le chorreaba de la herida abierta en la cara, no fueron el dolor ni la presencia de los testigos los que le detuvieron la mano en el último momento, cuando logró desarmar a Morland. Fue el grito de su adversario pidiendo misericordia.
Aún recordaba las palabras: «¡Por Dios, hombre, fue un accidente!».
En el calor de ese encuentro, que se había convertido en un verdadero duelo. Gideon no estaba seguro de que la estocada que le había destrozado la cara fuera un accidente. Pero todos los demás lo aseguraban así. Después de todo, ¿qué motivos tenía Morland para matar a St. Justin? Ninguno.
Al final, el daño estaba hecho y Morland gritaba pidiendo piedad. Gideon comprendió entonces que no podía matar a sangre fría. Cuando apartó su estoque del cuello de Morland, todos lanzaron un suspiro de alivio colectivo.
Tres años después, cuando la noticia del ultraje y el suicidio de Deirdre recorría todo Londres, se revivió la historia del duelo, que así adquiría una luz tenebrosa. También se repasaron los detalles de la muerte de Randal y se hicieron muchas preguntas.
Pero todo eso se comentaba siempre a espaldas de Gideon.
Cuando estaba en Londres, Gideon entraba en sus clubes por un único motivo: eran excelentes lugares para reunir información. Y él tenía varias cuestiones que aclarar antes de visitar a Harriet.
En su primera noche en la capital, Gideon subió la escalinata y atravesó la puerta de uno de los clubes más exclusivos de la calle St. James. No se sorprendió ante el estremecimiento de interés y curiosidad que recorrió el salón principal del establecimiento, en cuanto los miembros detectaron su llegada. Siempre ocurría lo mismo.
Saludando fríamente con la cabeza a algunos de los caballeros más ancianos, amigos personales de su padre, Gideon se instaló cerca del fuego, pidió vino del Rin y tomó un periódico. No tuvo que esperar mucho para que alguien se acercara.
—Digo yo, hacía tiempo que no lo veíamos por aquí, St. Justin. Dicen que está comprometido para casarse. ¿Hay algo de cierto en eso?
Gideon levantó la vista del diario. El caballero calvo y corpulento que tenía ante sí era lord Fry, un barón que tenía fincas en Hampshire. Fry era uno de los viejos conocidos de su padre, de los tiempos en que el conde coleccionaba fósiles.
—Buenas noches, señor. —Gideon dio a su voz un tono sereno y cortés—. Crea usted que esos rumores sobre mi compromiso son muy ciertos. La noticia aparecerá en los matutinos de mañana.
—Digo yo… —Fry frunció el entrecejo en un gesto belicoso—. ¿Así que es cierto?
Gideon sonrió con frialdad.
—Acabo de decir que sí.
—Bueno, entonces, digo yo… Me lo temía. —Fry parecía ceñudo—. La señorita Pomeroy lo decía con mucha seguridad, pero nunca se sabe. Cuando no hay un anuncio formal… La familia de ella no quiere hablar.
—Tome asiento, Fry, y sírvase una copa de vino.
El anciano se dejó caer en el sillón de piel, frente a Gideon. Luego sacó un gran pañuelo blanco para secarse la frente.
—Digo yo… hace bastante calor aquí, tan cerca del fuego, ¿no? Por mi parte, no suelo sentarme tan cerca.
Gideon apartó el periódico para clavar en el terco barón una mirada decidida.
—Por lo que veo ¿conoce usted a mi prometida?
—Sí, por cierto. —De pronto Fry pareció concebir esperanzas—. Si es de la señorita Harriet Pomeroy de quien hablamos. Tengo ese placer, sí. Se incorporó hace poco a la Sociedad de Fósiles y Antigüedades.
—Eso lo explica todo. —Gideon se relajó un poco—. Y le aseguro que se trata de la misma Harriet Pomeroy.
—Lástima, digo yo… —Fry volvió a enjugarse la frente—. Pobre muchacha —murmuró, con voz casi inaudible.
—¿Cómo dice usted?
—¿Eh? Oh, nada, nada, digo yo. Una joven encantadora. Muy inteligente. Muy inteligente, sí. Algo equivocada en algunos aspectos, por cierto. Tiene algunas ideas raras sobre los estratos, los fósiles y los principios generales de la geología, pero por lo demás es brillante.
—Lo es, sí.
Fry clavó en Gideon una mirada especulativa.
—La hermanita está causando sensación, esta temporada.
—¿De veras? —Gideon le llenó una copa con vino del Rin.
—Sí, por cierto. Hermosa, la niña. Y con una respetable dote. Tiene el mundo a sus pies, por supuesto. —El anciano tragó un gran sorbo de vino—. Digo yo… En la sociedad, a algunos nos costaba creer que nuestra señorita Harriet Pomeroy estuviera comprometida con usted.
—¿Por qué lo inquieta eso, Fry? —preguntó Gideon, con mucha suavidad.
—Bueno, digo yo… Ella no parece de ese tipo, no sé si me entiende.
—No, no creo entender. ¿Por qué no se explica mejor?
Fry se removió en el sillón, incómodo.
—Una joven tan inteligente…
—¿Cree usted que una joven inteligente no podría cometer el error de comprometerse conmigo? —le instó Gideon, suavizando su voz aun más.
—No, no, nada de eso. —Fry bebió otro largo sorbo del vino—. Es que, teniendo tanto interés en los fósiles, la geología y ese tipo de cosas, cabría esperar que buscara un marido que compartiera sus aficiones. Sin ánimo de ofender, señor.
—No me ofendo con facilidad, Fry. Pero puede usted intentarlo, si quiere.
Fry se puso rojo.
—Sí, bueno. Ella dice que la han traído a la capital para adquirir roce social, ya que va a casarse con usted.
—Eso he oído.
—Digo yo… —Fry le echó una mirada belicosa—. Por lo que a mí concierne, la señorita Pomeroy no necesita roce. Está perfectamente bien así.
—En eso estamos de acuerdo, Fry.
El otro pareció desconcertado y buscó torpemente otro tema.
—Bueno, digo yo… ¿Cómo está su padre?
—Tan bien como se puede esperar.
—Bien, bien, me alegro. —Y prosiguió, alegremente—: En otros tiempos se interesaba mucho por los fósiles. Hardcastle y yo hemos tenido muchas discusiones sobre el tema de las antigüedades marinas. Por lo que recuerdo, eran su especialidad: conchillas, peces fósiles y cosas parecidas. ¿Aún las colecciona?
—No. Hace algunos años perdió el interés. —«Fue cuando abandonó Upper Biddleton», reflexionó Gideon en silencio. Su padre no había vuelto a entusiasmarse por nada tras lo ocurrido seis años atrás. Ni siquiera por sus propias fincas. Ahora al conde sólo le interesaba hacerse de un nieto.
—Lástima, digo yo… Fue un buen coleccionista, en otros tiempos. —Fry se levantó con brusquedad—. Bueno, me voy.
Gideon enarcó las cejas.
—¿No va usted a felicitarme por mi compromiso, Fry?
—¿Qué? —El anciano recogió su copa para tragar los restos del vino—. Sí, claro, lo felicito. —Y miró a Gideon echando puñales por los ojos—. Pero insisto: en mi opinión, esa damisela no necesita adquirir roce.
Gideon lo siguió con una mirada pensativa. Una de las cuestiones que había querido averiguar ya estaba aclarada: Harriet no mantenía el compromiso en secreto.
Experimentó una profunda satisfacción. Al parecer, a la joven no le preocupaba en absoluto la posibilidad de ser ultrajada y abandonada por la notoria Bestia de Blackthorne Hall. Estaba convencida de que iban a casarse.
Sin embargo, a juzgar por la reacción de Fry, otros temían por la suerte de Harriet. Al detenerse para revisar el libro de apuestas del club, Gideon vio varias anotaciones sobre el tema de su compromiso. Todas se parecían mucho a la que cerraba la página del día: «lord R. apuesta a lord T. que cierta damisela se encontrará descomprometida con cierto monstruo en menos de dos semanas».
* * *
Mientras Harriet discutía apasionadamente sobre el carácter de las rocas ígneas con varios miembros de la Sociedad de Fósiles y Antigüedades, hizo impacto en el salón de baile la noticia de que Gideon estaba en la ciudad.
Momentos después Effie apareció a su lado, con cara de gran preocupación. El primer pensamiento de Harriet fue que Felicity o tía Adelaide habían sufrido alguna desgracia.
—Me gustaría hablar un momento contigo, Harriet, si no te molesta —murmuró la tía con discreción, mientras sonreía graciosamente a la pequeña multitud reunida alrededor de la joven.
—Por supuesto, tía Effie. —Harriet pidió excusas para retirarse de la conversación—. ¿Ocurre algo malo?
—St. Justin está en la capital. Acabo de enterarme.
—Oh, muy bien —exclamó Harriet, con el corazón lanzado en vuelo, aunque trataba de no ilusionarse demasiado. Era muy improbable que Gideon se hubiera descubierto enamorado de ella durante esa breve separación—. Su padre ha de estar mejor.
Effie suspiró.
—Eres tan ingenua, querida… No comprendes el posible desastre al que ahora nos enfrentamos. Ven conmigo. Tus amigos de la Sociedad de Fósiles pueden esperar. Debemos consultar con Adelaide.
—Oh, tía Effie, estaba en medio de una interesantísima conversación sobre el significado de la roca fundida. ¿Esta consulta no puede esperar?
—No, no puede. —Effie encabezó la marcha hacia su hermana—. Todo tu futuro está en juego y debemos prepararnos para lo peor. Estamos caminando por la cuerda floja, Harriet.
—En verdad, tía Effie, creo que exageras. —Pero Harriet se dejó arrastrar hacia Adelaide. Era mejor terminar pronto con eso para regresar junto a sus nuevos amigos lo antes posible.
La hermana de Effie, lady Adelaide Buxton, era una mujer imponente. La gente poco amable prefería decir que era gorda. Effie había explicado a sus sobrinas que gran parte de ese volumen era directamente atribuible al hecho de que se hubiera consolado de su largo y desdichado matrimonio comiendo cosas dulces.
Desde que emergiera del mínimo período de luto observado por la reciente muerte de su esposo. Adelaide había comenzado a perder peso con mucha celeridad. Esa noche se la veía muy llamativa con su vestido púrpura.
—¿Ya sabes la noticia, Harriet? —preguntó con impaciencia en voz baja, mientras dedicaba una encantadora sonrisa a una dama de turbante verde, que la había saludado con la cabeza.
—Tengo entendido que mi novio está en la ciudad —admitió Harriet.
—De eso se trata, querida. No estamos seguros de que siga siendo tu novio; no sé si me entiendes. Al fin y al cabo, no hubo ningún anuncio oficial. Ni una palabra en los periódicos. Y como él ha preferido no publicar la noticia, no podemos conocer sus intenciones.
Harriet echó una mirada nostálgica al grupo de entusiastas arqueólogos que la esperaban. Quería volver cuanto antes a esa fascinante conversación. Todo ese nerviosismo por su compromiso con Gideon empezaba a fastidiarla. Effie y Adelaide no dejaban de preocuparse por el asunto desde su llegada a la ciudad, varios días antes.
—Estoy segura de que lo publicará a su debido tiempo, tía Adelaide. St. Justin ha tenido últimamente muchas cosas de qué ocuparse, entre la captura de los ladrones y su padre enfermo. Probablemente aún no ha tenido oportunidad de enviar el anuncio a los periódicos.
Effie le echó una mirada de compasión.
—No me explico que puedas tener tanta fe en un hombre que te ha tratado abominablemente.
Ante eso Harriet perdió la paciencia por entero.
—St. Justin no me ha tratado abominablemente. ¿Cómo puedes decir eso, si va a casarse conmigo por lo que ocurrió en esa cueva?
—Por favor, Harriet. —Tía Effie echó a su alrededor una mirada intranquila—. No levantes la voz.
Harriet no le prestó atención.
—No fue culpa suya que nos quedáramos atrapados allí dentro. Entró por mí, para rescatarme, y el pobre hombre no pudo volver a salir.
—Por lo que más quieras, Harriet, calla. —Adelaide movió el abanico, agitada—. No sé qué haremos si alguien te oye por casualidad o si se divulga este asunto de tu reputación. Hasta ahora hemos logrado ocultar los detalles, creando a tu alrededor un aura de misterio. No se te ocurra ahora anunciarlo a todo el mundo y su señora abuela.
—¿Qué importancia tendría? St. Justin va a casarse conmigo. Con eso todo quedará arreglado a los ojos de la gente bien.
Effie y Adelaide intercambiaron una mirada sombría. Luego la primera suspiró.
—No podemos estar tranquilas hasta asegurarnos de que St. Justin va a actuar como se debe.
—Tonterías. —Harriet sonrió a sus afligidas tías—. St. Justin hará lo que se debe, por supuesto. Y ahora, si me disculpáis, debo volver a mi conversación.
Adelaide sacudió la cabeza.
—¡Tú y tus fósiles! Corre, querida, pero recuerda: se cautelosa con respecto a tu compromiso.
—Sí, tía Adelaide —dijo Harriet, obediente. Luego se hundió de cabeza en la multitud, decidida a regresar al pequeño grupo.
Había cubierto la mitad del trayecto hacia su meta cuando alguien se le interpuso. Harriet reconoció de inmediato a Bryce Morland, que en la última semana había aparecido en los mismos bailes que las Pomeroy. Bailaba siempre con ambas, pero en los últimos días, para estupefacción de todos, comenzaba a mostrar una fuerte preferencia por Harriet.
Ella sabía que las atenciones de Morland debían halagarla. Después de todo, era llamativamente apuesto: delgado y elegante, de manos finas, casi delicadas, facciones cinceladas, curiosamente ascéticas, pelo rubio claro y ojos azul grisáceo; Bryce tenía alrededor de treinta y cinco años y era viudo. En general, podría haber servido como modelo para pintar un arcángel.
—Señorita Pomeroy —sonrió el hombre—, la estaba buscando por todo el salón. Espero que me conceda la próxima pieza.
Harriet sofocó un pequeño suspiro. En los primeros bailes Bryce se había mostrado muy galante, tanto con ella como con Felicity; se aseguraba de que ambas bailaran y las presentaba a otros amigos. Effie y Adelaide le estaban muy agradecidas. Harriet comprendió que sería muy grosero negarle una sola pieza. Su discusión de las rocas ígneas bien podía esperar algunos minutos más.
—Gracias, señor Morland. —Se las compuso para sonreír, en tanto se dejaba conducir a la atestada pista de baile—. Ha sido usted muy amable al buscarme.
—En absoluto. —Bryce la arrastró a un vals—. El favor ha sido para mí mismo. La noche no estaría completa si no bailara con usted cuando menos una vez. Está arrebatadora con ese vestido, señorita Pomeroy. Absolutamente irresistible.
Harriet se ruborizó, pues aún no estaba habituada a la florida conversación de la pista de baile. Estaba segura de lucir mejor que nunca, pues Effie y Adelaide se habían encargado de eso. La seda turquesa del vestido hacía juego con sus ojos. El corpiño, de talle alto, era mucho más escotado de lo que ella acostumbraba usar; tenía que luchar contra el impulso de tironearlo hacia arriba. Por desgracia, nadie había podido hacer gran cosa con su pelo, que formaba un halo esponjoso alrededor de su cabeza, muy poco a la moda.
—Realmente, señor Morland, me halaga usted, pero no debería decirme esas cosas —protestó, remilgada.
—¿Por qué usted cree estar comprometida con Stl Justin? Prefiero pasar eso por alto.
—No creo estar comprometida: lo estoy. Y eso no es algo que se pueda pasar por alto, señor Morland.
—No me resigno a creer que se haya atado irrevocablemente a la Bestia de Blackthorne Hall —dijo Bryce, ceñudo.
Harriet tropezó, espantada al oír ese epíteto en plena ciudad de Londres. Sabía que todos lo susurraban a sus espaldas, pero era la primera vez que alguien nombraba a Gideon de ese modo en presencia de ella.
Un arrebato colérico la detuvo en medio de la pista, obligando a Morland a detenerse también. Varias cabezas se volvieron, curiosas. Harriet, sin prestarles atención, clavó en Morland una mirada glacial.
—No vuelva a referirse a mi prometido en esos términos, señor Morland. ¿Me he expresado con claridad?
Bryce bajó sus doradas pestañas, ocultando a medias su ojos claros.
—Perdone usted, señorita Pomeroy. Me dejé llevar por la preocupación que siento por usted.
—No necesita preocuparse por mí, señor. Todo lo que hayan podido decirle sobre mi novio es puro chisme ocioso.
—Por desgracia temo que no es así. Conozco muy bien a St. Justin, señorita Pomeroy.
Harriet lo miró con un respingo de sorpresa.
—¿De veras?
—Oh, sí. En otros tiempos él y yo éramos amigos.
—¿Amigos?
—Sí. Nos criamos juntos en Upper Biddleton. Yo le di mi apoyo cuando murió su prometida. En realidad, fui el único. No porque aprobara lo que hizo, ¿comprende usted? Pero yo no vuelvo la espalda a mis amigos, hagan lo que hicieren. Aún seguiríamos siendo amigos, a no ser porque St. Justin ha decidido ignorarme, como ignora a toda la gente bien.
Harriet frunció el entrecejo.
—No sabía eso, señor.
Bryce volvió a tomarla en sus brazos para reanudar la danza, sin que ella se resistiera. Ahora sentía curiosidad. En Upper Biddleton o en Londres, no había conocido a otra persona que afirmara ser amigo de Gideon.
—¿Dice usted que conocía a St. Justin hace muchos años?
—Sí. —Bryce esbozó su sonrisa angelical, con una vieja pena reflejada en los ojos—. En esos tiempos lo hacíamos todo juntos. No voy a negarle que pasamos varias temporadas divirtiéndonos. Algunas noches jugábamos por dinero hasta el amanecer y luego íbamos a las carreras o al boxeo sin habernos acostado. No había nada que dejáramos sin probar cuando menos una vez. Entonces apareció Deirdre Rushton para su presentación en sociedad. Y todo cambió.
Harriet se mordió los labios.
—Sería mejor que no continuáramos con este tema, señor.
Bryce sonrió, comprensivo.
—Sólo Dios sabe cuánto me gustaría olvidar lo que ocurrió esa temporada. A veces recuerdo esos episodios y me pregunto si yo no podría haber hecho algo para evitar la tragedia.
—Hace mal en sentirse culpable, señor Morland —apuntó Harriet, deprisa.
—Pero yo era el mejor amigo de Gideon —adujo Bryce—. Nadie lo conocía como yo. Lo sabía temerario y decidido a salirse con la suya. Y sabía que Deirdre era tan inocente como hermosa. Gideon la deseó sólo con verla.
Harriet arrugó la frente.
—Ambos eran de Upper Biddleton. Debieron de conocerse antes de que Deirdre Rushton fuera presentada en sociedad.
—Aunque vivían en la misma aldea, no se habían tratado mucho. Yo tampoco la conocía bien. Tenga usted en cuenta que Deirdre era todavía una colegiala cuando su padre se las compuso para presentarla en sociedad. Y Gideon era mayor, por supuesto. Cuando Deirdre se hizo mujer, él estaba en el colegio y después, en Londres.
—Me han dicho que era encantadora —dijo Harriet, en voz baja.
—Lo era. Y voy a serle muy franco: no estaba enamorada de Gideon. ¿Cómo habría podido enamorarse de él?
—Con mucha facilidad, supongo —replicó Harriet.
—Tonterías. Era una bella criatura, a la que naturalmente le atraía la belleza ajena. Una vez me confesó que le resultaba casi imposible mirar a Gideon a la cara, por esa cicatriz. Apenas se las componía para bailar con él cuando Gideon se lo exigía.
—Qué tontería —le espetó Harriet—. La cara de St. Justin no tiene nada de ofensivo. Y baila de maravilla.
Bryce sonrió.
—Es usted muy generosa, querida mía. Pero lo cierto es que la mayoría tiene dificultades para mirarlo. Hace más de diez años que tiene esa cicatriz, ¿sabe usted?
—No, no lo sabía.
—La recibió durante un duelo a estoque.
La joven dilató los ojos.
—Lo ignoraba.
—Soy una de las pocas personas que conocen la historia completa. Ya le he dicho que, por entonces, él era mi mejor amigo.
Harriet inclinó pensativamente la cabeza a un lado.
—Si a Deirdre Rushton la impresionaba tanto el aspecto de Gideon… digo, de St. Justin, ¿por qué aceptó ese compromiso?
—Por los motivos de siempre —respondió Bryce, con calma—: Porque su padre insistió. Deirdre era una hija obediente y el reverendo Rushton estaba deseoso de relacionarla con una familia de alcurnia. Tenía el capricho de ver a su hija casada con el hijo de un conde. Cuando Gideon pidió su mano, Rushton virtualmente la obligó a aceptar. Eso no era secreto para nadie.
Harriet recordó que lo mismo había dicho la señora Stone. Al parecer, todos habían llegado a la misma conclusión en cuanto a los motivos de ese compromiso.
—Qué horrible para Gideon —susurró.
Los ojos de Bryce se entibiaron con un viejo dolor.
—Quizá por eso hizo lo que hizo.
—¿De qué está usted hablando?
—Me cuesta decir esto, señorita Pomeroy, pero quizá deba usted estar en guardia. Ha de saber, sin duda, que se acusa a St. Justin de haber ultrajado a Deirdre Rushton cuando estaban comprometidos.
—Para abandonarla después. Sí, me lo han dicho y no lo creo.
La expresión de Bryce era solemne.
—Me duele aclararle esto, pero es preciso que sea realista, señorita Pomeroy. Es muy cierto que Deirdre fue tomada por la fuerza. Le aseguro que no se habría entregado a Gideon por su propia voluntad mientras no fuera absolutamente necesario, es decir; en la noche de bodas, nunca antes.
—Me niego a creer que St. Justin violara a su prometida - Harriet estaba horrorizada. Una vez más se detuvo en la pista de baile, liberándose de los brazos de Bryce. —Eso es pura falsedad y usted no debería repetirla, señor. No quiero seguir escuchando.
Giró en redondo y se alejó sin esperar a que Bryce la acompañara. La seguía un murmullo de voces intrigadas y divertidas. Ella, sin prestarles atención, se dirigió hacia el grupo de coleccionistas de fósiles.
Sus nuevos amigos la recibieron con cordialidad y no tardaron en incluirla nuevamente en la conversación. Para Harriet fue un alivio volver a encontrarse con personas que se ocupaban de cosas importantes, no de viejos chismes.
Lord Oliver Applegate, un joven y serio barón, tres años mayor que ella, le sonreía sin disimular su admiración. Había asumido el título en tiempos recientes y a veces, en su esfuerzo por ponerse a la altura de su nuevo rango, resultaba algo pomposo. Por lo demás, era bastante simpático y Harriet le tenía afecto.
—Ah, ya la tenemos aquí, señorita Pomeroy. —Applegate se le acercó de inmediato para ofrecerle el vaso de limonada que le había procurado—. Llega usted a tiempo para ayudarme a destruir los argumento de lady Youngstreet. La señora trata de convencernos de que los depósitos de bloques pulidos y masas de pedregullo encontradas en las primeras estribaciones de las regiones alpinas son evidencia de la Gran Inundación.
—Muy cierto —declaró enérgicamente lady Youngstreet. Era una mujer corpulenta e imponente, de edad madura, coleccionista muy activa. Al terminar la guerra contra napoleón había pasado algún tiempo buscando fósiles en el continente, y nunca vacilaba en recordar ese hecho a los otros miembros—. ¿Qué otra cosa podría haber movido esas piedras enormes, haciéndolas rodar de modo tan extraordinario, decid? Sólo el agua, grandes cantidades de agua.
Harriet frunció el entrecejo, muy concentrada.
—Cierta vez discutí ese punto con mi padre. Él mencionó otras causas posibles para tan gigantesca conmoción. Erupciones volcánicas y terremotos, por ejemplo. Y hasta… —Vaciló—. Hasta el hielo pudo hacer algo así.
Los otros la miraron, estupefactos.
—¿El hielo? —inquirió lady youngstreet, súbitamente intrigada—. ¿Grandes bloques de hielo, dice usted, como los glaciares?
—Bueno, si los glaciares de las montañas fueron en otros tiempos mucho más grandes que ahora —empezó Harriet, cautelosa—, bien pudieron haber cubierto esa zona. Luego se fundieron, dejando atrás las piedras y el pedregullo que habían recogido en el trayecto.
—Totalmente ridículo —tronó lord Fry, incorporándose al grupo—. Qué necedad, imaginar una lámina de hielo que cubriera una parte tan grande del Continente.
Lady youngstreet le sonrió con afecto. Nadie ignoraba que eran amantes.
—Tiene usted muchísima razón, querido mío. Estos jóvenes siempre están buscando nuevas explicaciones para reemplazar las viejas causas probadas, que lo explican todo perfectamente. ¿Me trajo usted otra copa de champán?
—Por cierto, querida. ¿Cómo olvidarme? —Fry le entregó la copa con una galante reverencia.
—En realidad —dijo Harriet, siempre reflexiva—. La teoría del Gran Diluvio tiene una dificultad: no explica cómo pudieron las aguas cubrir toda la tierra al mismo tiempo. ¿Adónde habrían ido al retirarse?
—Excelente argumento —afirmó Applegate, con el entusiasmo que habitualmente le despertaban las ideas de Harriet—. Tiene mucho más sentido hablar de volcanes, terremotos y cosas por el estilo. Eso explica que se encuentren fósiles marinos en la cima de las montañas. Y también —agregó con una sonrisa astuta— aclara lo de las rocas ígneas.
Harriet asintió con seriedad.
—Esas fuerzas elevadoras contrarrestan, obviamente, los efectos de la erosión y explican que la tierra no sea un solo paisaje plano y sin relieve. Sin embargo, esto de hallar fósiles de animales muy antiguos no encuentra una causa sencilla. ¿Por qué no hay ejemplares vivos de esos animales?
—Porque perecieron todos en la Gran Inundación —declaró lady Youngstreet—. Es perfectamente obvio. Se ahogaron. Del primero al último, pobrecitos. —Y bebió todo el contenido de su copa.
—Bueno, aun así no estoy segura… —dijo Harriet. Y se interrumpió abruptamente al caer en la cuenta de que nadie en el grupo se estaba prestando atención.
Notó, tardíamente, que un murmullo corría por la multitud. Todas las cabezas estaban vueltas hacia la elegante escalera del extremo. Harriet siguió la dirección de las miradas.
En lo alto de la escalera estaba Gideon, estudiando a la muchedumbre con una mirada desdeñosa. Vestía completamente de negro. La corbata y la camisa blancas sólo venían a destacar la oscuridad de su traje.
Mientras Harriet lo contemplaba, sus miradas se cruzaron. A la joven le costó creer que hubiera logrado identificarla entre el gentío que colmaba el salón de baile. Pero lo vio iniciar el descenso por la alfombra roja. La fría arrogancia de sus hombros daba a entender que no captaba la expectante curiosidad de esas caras o que, simplemente, no se interesaba por eso.
«Ha venido». Harriet trató de no entusiasmarse demasiado por algo tan simple. Gideon tenía que aparecer, tarde o temprano. Eso no significaba que se muriera por verla; sólo que se consideraba en la obligación de presentarse.
Los comentarios en voz baja siguieron a Gideon por el salón como una ola que corriera hacia alguna costa distante. La multitud se abría ante él, como un mar. Caminó a grandes pasos, sin mirar a derecha ni izquierda, sin saludar a nadie, hasta encontrarse ante Harriet.
—Buenas noches, querida —dijo serenamente, en medio del silencio. Y se inclinó hacia su mano—. ¿Confío que me haya reservado usted una pieza?
—Por supuesto, milord. —Harriet sonrió en un amplio gesto de bienvenida y le apoyó los dedos en un brazo—. Pero antes, ¿conoce usted a mis amigos?
Gideon echó un vistazo al círculo de caras que los observaban tras la joven.
—A algunos sí.
—Permítame presentarle a los otros. —Harriet hizo apresuradamente las presentaciones.
—Con que es cierto, pues. —Acusó lady Youngstreet con desaprobación—. ¿Estáis comprometidos?
—Muy cierto, sí —confirmó Gideon—. La noticia aparecerá en los periódicos de mañana. —Y se volvió hacia Harriet—. Supongo que mi novia cuenta con sus mejores deseos y sus felicitaciones, lady Youngstreet.
La mujer frunció los labios.
—Por supuesto.
—Por cierto —murmuró Applegate, haciendo lo posible por no mirar la cicatriz—. Me alegro por ambos, naturalmente.
Los otros integrantes del pequeño grupo murmuraron comentarios apropiados.
—Gracias —dijo Gideon, con un brillo lacónico en los ojos—. Esperaba que dijerais eso. Venga, querida. Hace mucho tiempo que no bailamos.
Mientras llevaba a Harriet hacia la pista de baile, los músicos iniciaron un vals. La joven se esforzó por proyectar el aire de altanero decoro que Effie y Adelaide le enseñaban desde hacía varios días, pero casi de inmediato abandonó el intento. Era demasiado apasionante saberse de nuevo en brazos de Gideon, aunque sólo fuera para bailar.
Casi había olvidado lo enorme que era. Su manaza le cubría la mayor parte de la cintura. Ese pecho, esos hombros amplios, parecían tan sólidos como un muro de ladrillo. Harriet recordó el peso sobre ella, aquella noche en la cueva, y se estremeció de pasión recordada.
—¿Supongo que su padre se ha recuperado, señor? —dijo mientras Gideon la hacía girar con el vals.
—Está mucho mejor, gracias. El verme tiene sobre su organismo el mismo efecto que una máquina de electricidad. Siempre basta para estimularlo hacia la recuperación —respondió Gideon, seco.
—Por Dios, milord. ¿Se alegra tanto de verlo que se cura, dice usted?
—No del todo. Al verme recuerda lo que ocurrirá cuando se vaya por fin de este mundo. Y pensar en que voy a heredar el condado suele ser suficiente para que se ponga en pie. Lo horroriza la perspectiva de que el noble título de Hardcastle caiga en manos tan indignas.
—Oh, caramba. —Harriet lo miró con simpatía—. ¿Tan mal están las cosas entre usted y su padre, milord?
—Sí, querida, así es. Pero no tiene usted por qué preocuparse. Después del casamiento veremos a mis padres lo menos posible. Y ahora, si no le molesta, preferiría hablar de cosas mucho más interesantes que mi relación con mis padres.
—Por supuesto. ¿De qué desea usted hablar?
Él torció la boca, echando un vistazo al escotado vestido.
—Podría usted explicarme qué roce está recibiendo. ¿Se divierte aquí, en la capital?
—Si he de serle sincera, al principio no me divertí en absoluto. Después, por casualidad, conocí a lord Fry.
—Ah, sí.
—Resultó que se interesaba mucho por los fósiles y me invitó a participar de la Sociedad de Fósiles y Antigüedades. Desde que comencé a asistir a sus reuniones me entretengo muchísimo. Son personas muy interesantes y me tratan con suma bondad.
—¿De veras?
—Oh, sí. Constituyen un grupo muy bien informado. —Harriet echó una mirada a ambos lados, para asegurarse de que nadie estuviera escuchando. Luego bajó la voz, acercándose más a Gideon—. Estoy pensando en mostrar mi diente a uno o dos miembros de la Sociedad.
—¿No temía usted que otro coleccionista pudiera robarlo o ir en busca de otro igual, tras descubrir la localización de la cueva?
Harriet frunció el entrecejo, consternada.
—Eso me preocupa, por supuesto. Pero empiezo a creer que en la Sociedad hay algunas personas de confianza. Y hasta ahora no he tenido ningún éxito en mis intentos de identificar ese diente por mí misma. Si tampoco lo identifican los miembros de la Sociedad, tendré la certeza de haber hallado una especie completamente nueva y escribiré un artículo.
La boca de Gideon se curvó apenas.
—Mi dulce Harriet —murmuró—, me encanta ver que sigue usted sin tener roce.
Ella le clavó una mirada ceñuda.
—Le aseguro que estoy trabajando mucho en ese proyecto, señor. Pero confieso que no me resulta tan interesante como recolectar fósiles.
—Comprendo.
Harriet se iluminó al ver a su hermana entre los bailarines, Felicity, deslumbrante con su vestido de gasa rosada, le sonrió alegremente antes de que un joven lord, muy apuesto, la hiciera girar y desaparecer de la vista.
—Esto de adquirir roce puede ser una obligación para mí —reconoció Harriet—, pero me complace decir que Felicity es ya una joya. Está haciendo furor, ¿sabe usted? Y ahora que tía Adelaide le ha asignado una respetable porción de herencia, no necesita apresurarse en conseguir marido. Sospecho que querrá disfrutar de una segunda temporada. Lo está pasando de maravilla. Le encanta vivir en la capital.
Gideon la observaba.
—¿Lamente usted casarse apresuradamente, Harriet?
Ella clavó la vista en la nívea corbata.
—Comprendo, señor, que usted se sienta obligado a acelerar este casamiento y que no disponemos de tiempo para analizar nuestro sentimientos mutuos.
—¿Trata usted de decirme que no siente ningún afecto por mi?
Harriet levantó bruscamente los ojos, sorprendida y sintió que le ardían las mejillas.
—Oh, no, Gideon, no he querido decir que no sintiera afecto por usted.
—Me alivia mucho saberlo. —La expresión de Gideon se ablandó—. Venga, que la danza está terminando. La devolveré a sus amigos. Creo que están todos muy preocupados por usted. No dejan de mirarnos.
—No les preste atención, señor. Se siente algo protectores hacia mía a consecuencia de los rumores. No tienen mala intención.
—Ya lo veremos —murmuró Gideon, mientras la conducía entre la multitud hacia los miembros de la Sociedad de Fósiles y Antigüedades—. Ah, veo que se ha incorporado otra persona al pequeño grupo.
Harriet miró hacia delante, pero no distinguía siquiera a lord Applegate ni a lady Youngstreet.
—En ocasiones como ésta, ser alto es una gran ventaja, milord.
—Es cierto.
En ese momento se abrió el último sector de la muchedumbre y Harriet pudo ver al hombre grueso y rubicundo que se había reunido con sus amigos. Había en él un elemento enérgico y llamativo, que no le resultó muy agradable. Era corpulento, aunque no tanto como Gideon. Sin embargo, no era eso lo que la chocaba.
Sus apasionados ojos oscuros, fijos en Harriet, tenían una cualidad aguda, penetrante, que despertaba inquietud. Los labios carnosos dibujaban una curva amarga y colérica. El pelo gris, aunque ralo en la coronilla, se extendía por las gruesas mandíbulas en anchas patillas rizadas. Harriet pensó en los evangelistas, esos incansables reformadores de la iglesia que sermoneaban constantemente con todo, desde el baile hasta los polvos faciales.
El recién llegado no esperó a que lo presentaran. Su aguda mirada barrió a Harriet de pies a cabeza. Luego se volvió hacia Gideon.
—Bueno, señor, veo que ha encontrado otro cordero inocente que llevar al matadero.
El pequeño grupo de coleccionistas soltó una exclamación colectiva. Sólo Gideon permaneció impertérrito.
—Permítame presentarle a mi prometida —murmuró Gideon, como si no hubiera oído nada fuera de lo común—. Señorita Pomeroy, voy a presentarle…
El desconocido lo interrumpió con una áspera exclamación.
—¿Cómo se atreve, señor? ¿No conoce la vergüenza? ¿Cómo se atreve a jugar con otra hija de párroco? ¿Abandonará también a ésta con un hijo en las entrañas? ¿Quiere ser la causa de que mueran otra inocente y su bebé?
El pequeño grupo emitió otra exclamación de horror. Los ojos de Gideon se endurecieron peligrosamente.
Harriet alzó una mano.
—Basta ya —dijo, seca—. No sé quién es usted, señor, pero le aseguro que me está cansando mucho estas acusaciones sobre el anterior compromiso de su señoría. Me extraña que no sea evidente para todos, pero sólo hay un motivo por el que St. Justin anularía sus plantes de casarse con Deirdre Rushton.
El desconocido volvió hacia ella la colérica mirada.
—¿De veras, señorita Pomeroy? —susurró—. ¿Y cuál es ese motivo, por favor?
—Naturalmente, que esa pobre niña estuviera embarazada de otro hombre —apuntó Harriet, enérgica. Esos chismes maliciosos la tenían totalmente fastidiada—. Caramba, no me explico que nadie lo haya comprendido así desde un principio. Es la explicación más lógica.
El silencio se apoderó de los presente. El apasionado desconocido fulminó a Harriet con una mirada iracunda, obviamente destinada a condenarla a la perdición.
—Si en verdad está convencida de eso, señorita Pomeroy —susurró, gangoso—, la compadezco. Porque es una estúpida.
Giró en redondo y se alejó tempestuosamente por entre la multitud. Con excepción de Gideon, todos miraban a Harriet boquiabiertos de fascinación.
La expresión de Gideon reflejaba una satisfacción casi salvaje.
—Gracias, querida mía —dijo, con mucha suavidad.
Harriet miró con el entrecejo fruncido a la silueta que se retiraba.
—¿Quién era ese caballero?
—El reverendo Clive Rushton —dijo Gideon—. El padre de Deirdre.