Capítulo 3
A las diez de la mañana siguiente, la densa niebla gris que había entrado desde el mar durante la noche aún se aferraba tenazmente a la costa. Al bajar por el camino del acantilado hacia la playa, Harriet apenas veía un par de metros hacia delante. Se preguntó si Gideon asistiría a la cita que ella le había dado para ver la caverna de los ladrones.
También se preguntaba, intranquila, si en verdad deseaba que él asistiera a la cita. Había pasado casi toda la noche en vela, preocupada por la posibilidad de haber cometido un espantoso error al enviar esa carta fatídica al notorio vizconde.
La prisa con que descendía por el empinado sendero hizo que sus fuertes botinas de piel resbalaran en algunos guijarros. Harriet aferró con más firmeza el pequeño saco de herramientas, alargando la mano libre para apoyarse en un canto rodado.
La senda del acantilado era bastante segura, si una estaba familiarizada con ella, pero tenía sus tramos peligrosos. Harriet habría querido usar pantalones para salir en busca de fósiles, pero sabía que tía Effie sufriría un colapso ante la sola idea. Y ella trataba de seguir la corriente a su tía hasta donde era posible.
Tía Effie se oponía a todo ese asunto de buscar fósiles. Le parecía una ocupación poco decorosa para una joven y no lograba entender la apasionada devoción de Harriet a esa afición. Por ende, era preferible no aumentar su alarma explorando vestida con pantalones.
Cuando llegó al pie del camino, unos densos zarcillos de neblina se enroscaron a ella. Se detuvo para acomodar el peso del saco que cargaba. Desde allí se oía el chapoteo de las olas en la costa, pero la espesa niebla impedía verlas. Un frío húmedo se filtró por la gruesa lana de su pelliza parda.
Aun si Gideon se presentaba, lo más probable era que no pudiese hallarla, en medio de esa niebla. Harriet echó a andar a lo largo de la playa, al pie de los acantilados. Aunque la marea estaba baja, la arena se mantenía mojada. Cuando subieran las aguas no quedaría playa visible en ese tramo. En horas de pleamar las olas lamían los acantilados, inundando las cuevas y los pasajes de abajo.
Una o dos veces Harriet había cometido el error de demorarse demasiado en sus exploraciones, dentro de las cuevas, al punto de verse casi atrapada por la marea en ascenso. Aún la perseguía el recuerdo de esas oportunidades y por eso medía con gran cuidado el tiempo que pasaba en las cavernas.
Caminaba con lentitud, buscando huellas de pies en la arena. Si Gideon había pasado por allí algunos minutos antes, sin duda sería posible distinguir la impresión de sus enormes botas. Una vez más puso en tela de juicio la prudencia de su decisión. Al hacer que Gideon retornara a Upper Biddleton provocaba, obviamente, algo más de lo buscado.
Por otra parte, se dijo con valor, era preciso hacer algo con respecto a la banda de ladrones que utilizaba sus preciosas cuevas como depósito. No podía permitir que las cosas continuaran así. Necesitaba explorar libremente esa caverna en particular.
No había modo de saber qué excelentes fósiles esperaban ser descubiertos es esa cámara subterránea. Más aún: cuanto más tiempo pasaran esos villanos en la cueva, mayor era el riesgo de que a alguno se le ocurriera cavar en busca de fósiles. Quizás hallaran algo interesante y se lo mencionara a otra persona, que a su vez lo repitiera a otro coleccionista. Y entonces Upper Biddleton se llenaría de buscadores de fósiles.
Era inconcebible. Los huesos a descubrir en esas cuevas pertenecían a Harriet. En el pasado, otros coleccionistas habían explorado los acantilados de Upper Biddleton, por supuesto, pero todos renunciaron a la búsqueda al no hallar nada más interesante que unos cuantos peces fosilizados y algunas conchillas. Pero Harriet se había adentrado más que nadie y presentía que la esperaban grandes descubrimientos. Era preciso descubrir los secretos ocultos en la piedra.
No, no tenía más alternativa que proseguir con su curso de acción. Necesitaba que alguien poderoso y sagaz la ayudara a deshacerse de los bandidos. ¿Qué importaba que Gideon fuera un peligroso canalla? ¿Había acaso una manera mejor de eliminar a los bandidos que soltar contra ellos a la infame Bestia de Blackthorne?
Se lo tenían merecido. En ese momento la niebla pareció arremolinarse a su alrededor, en un diseño algo alterado. Harriet se detuvo abruptamente, percibiendo que ya no estaba sola en la playa. Algo le erizaba el pelo de la nuca. Al girar en redondo vio que Gideon se materializaba entre la neblina, caminando hacia ella.
—Buenos días, señorita Pomeroy. —Su voz era tan grave como el rugir del mar—. Ya imaginaba que usted no se dejaría acobardar por la niebla.
—Buenos días, milord. —Harriet serenó los nervios, en tanto él se adelantaba a grandes pasos por la arena mojada. Su sobrecargada imaginación lo pintó emergiendo de entre la bruma como una bestia demoníaca que asomara entre el humo del infierno. Era aún más corpulento de lo que ella recordaba.
Vestía botas y guantes negros y un pesado abrigo del mismo color, cuyo cuello alto enmarcaba su cara deforme. Iba sin sombrero, con el pelo renegrido brillante por la humedad matinal.
—Como ya ve, he obedecido sus órdenes una vez más. —Gideon sonrió con leve ironía al detenerse frente a ella—. Debo vigilar esta tendencia a correr cuando usted lo manda, señorita Pomeroy. No quiero que se convierta en costumbre.
Harriet irguió la espalda y logró esbozar una sonrisa cortés.
—No tema usted, milord. Estoy segura de que usted no adquirirá la costumbre de obedecer órdenes, a menos que lo haga en provecho propio.
Él descartó eso con un leve encogimiento de hombros.
—¿Quién sabe qué puede hacer un hombre cuando trata con una mujer interesante? —Su fría sonrisa torcía la cara arruinada, convirtiéndola en una máscara amenazadora—. Aguardo su siguiente indicación, señorita Pomeroy.
Harriet tragó saliva, atareada en acomodar el peso de su incómodo saco.
—He traído dos lámparas, milord —dijo rápidamente—. En los corredores nos harán falta.
—Permítame. —Gideon se hizo cargo del saco; en su manaza parecía carecer de peso—. Yo llevaré el equipo. Guíeme usted, señorita. Tengo curiosidad por ver esa caverna llena de mercancías robadas.
—Sí, naturalmente. Por aquí. —La muchacha giró para caminar con celeridad en medio de la bruma.
—Esta mañana no se la ve tan segura de sí misma, señorita Pomeroy.
Gideon marchaba en silencio tras ella; parecía divertido.
—Sospecho que alguien, probablemente la buena de la señora Stone, le ha dado algunos espeluznantes detalles de mi pasada historia en Upper Biddleton.
—Tonterías. No me interesa su pasado, señor. —Harriet hizo un esfuerzo desesperado por habar con mucha serenidad y gran firmeza. Apretó el paso, sin atreverse a mirar hacia atrás—. Eso no es asunto mío.
—En ese caso, debo advertirle que hizo mal en hacerme venir —murmuró él. Con una sedosa amenaza—. Temo que es imposible separarme de mi pasado. Va adondequiera que yo voy. En ocasiones, el ser heredero de un condado sirve para que la gente pase por alto ese pasado, pero nunca puedo sacudírmelo por completo. Mucho menos aquí, en Upper Biddleton.
Harriet echó una mirada presurosa de soslayo, frunciendo el entrecejo ante la velada emoción que percibía en esa voz.
—¿Le molesta eso, milord?
—¿Mi pasado? No mucho. Hace tiempo aprendí a aceptar que se me tenga por un enemigo surgido de las regiones infernales. Para serle muy franco, esa reputación tiene su utilidad.
—Dios del cielo, ¿qué utilidad? —quiso saber Harriet.
La expresión del hombre se endureció.
—Sirve para que no me acosen las mamás casamenteras, para empezar. Son sumamente cautelosas cuando se trata de poner a sus hijas en mi camino. Las aterroriza la posibilidad de que yo las ultraje desvergonzadamente, desahogue en ellas mis bajos instintos y luego las descarte como a mercancía dañada, pobrecillas.
—Oh… —Harriet tragó saliva.
—Cosa que serían, sin duda —continuó Gideon, sin alterarse—. Mercancía dañada, quiero decir. Resultaría imposible reponer a una muchacha en el mercado matrimonial si se supiera que se ha arruinado conmigo.
—Comprendo. —Harriet tosió un poquito para despejar la garganta y aceleró la marcha. Sentía a Gideon tras de sí, aunque no lograba oír sus pasos en la arena dura. El mismo silencio de sus movimientos la ponía nerviosa, pues tenía muy en cuenta el tamaño y su presencia allí. Era, en verdad, como si una gran bestia le pisara los talones.
—Además de no acosarme con sus jóvenes inocentes —continuó Gideon, implacable—. No recuerdo que un solo progenitor haya tratado de obligarme a contraer matrimonio utilizando la vieja triquiñuela de acusarme por haber comprometido a su hija. Todo el mundo sabe que el truco difícilmente resultaría.
—Si ésa es una manera poco sutil de advertirme que no debo concebir esas ideas, milord, puede usted quedarse tranquilo.
—Sé perfectamente que estoy a salvo, señorita Pomeroy. Es usted quien debería aplicar alguna cautela.
Harriet no soportó más. Se detuvo bruscamente y giró para enfrentarlo. Descubrió entonces que lo tenía casi encima y dio un veloz paso hacia atrás, mirándolo con las cejas fruncidas.
—¿Con que es cierto? ¿Abandonó usted a la hija del párroco anterior, tras dejarla encinta?
Gideon la estudió con gravedad.
—Es usted muy curiosa, considerando que asegura no interesarse por mi pasado.
—Fue usted quien insistió en tocar el tema.
—Es cierto. Temo que no pude resistir la tentación. Era obvio que usted ya había oído la historia.
—¿Y bien? —lo desafió ella, después de un momento tenso—. ¿Es cierto?
Gideon retorció una densa ceja negra y pareció estudiar seriamente el asunto. En sus ojos ardía un fuego frío.
—Los hechos son los que seguramente le han relatado, señorita Pomeroy. Mi prometida estaba encinta. Yo lo sabía cuando puse fin al compromiso. Al parecer, volvió a su casa y se mató de un disparo.
Harriet ahogó una exclamación y retrocedió un paso más. Había olvidado por completo las cavernas llenas de bienes robados.
—No lo creo.
—Gracias, señorita. —Él inclinó la cabeza con burlona cortesía—. Pero le aseguro que todos los demás lo creen.
—Oh… —Harriet se dominó—. Sí, bueno, como he dicho: no es asunto mío. —Giró bruscamente para apretar el paso hacia la entrada de la cueva. Le ardía la cara. «¿Por qué no me callé la boca?», se dijo, furiosa. Toda esa situación era increíblemente bochornosa.
Pocos minutos después, con un suspiro de alivio, llegó a su meta. El hueco oscuro, en la faz del acantilado, asomaba difusamente entre la niebla. Si ella no hubiera sabido exactamente dónde buscarlo, lo habría pasado por alto.
—Ésa es la entrada, milord. —Se detuvo para volverse una vez más hacia él—. La caverna que usan los bandidos está a cierta distancia, dentro del corredor.
Gideon miró por un momento la abertura en el barranco. Luego dejó el saco que llevaba.
—Creo que ahora necesitaremos las lámparas.
—Sí. A pocos pasos de la entrada ya no se ve nada.
Harriet lo vio encender las lámparas. Pese a su fuerza y a su tamaño, movía las manos con inesperada gracia y destreza. Al ofrecerle una de las luminarias la sorprendió observándolo y sonrió sin calidez alguna. La cicatriz de su cara se contrajo malignamente.
—¿Empieza a arrepentirse de entrar en las cuevas a solas conmigo, señorita Pomeroy?
Ella lo fulminó con la mirada, mientras le arrebataba la lámpara.
Por supuesto que no. Terminemos con esto.
Cruzó la estrecha boca, levantando la lámpara. Unas volutas de bruma, que habían entrado en la cueva, hicieron que la luz arrojara sombras extrañas contra las húmedas paredes de roca. Harriet se estremeció, preguntándose por qué ese corredor le parecía ahora tan fantasmagórico y lúgubre, si no era la primera vez que estaba allí. Decidió que se debía a la presencia del vizconde. Tenía que dominar sus imaginación. «Limítate al asunto que tienes entre manos», se regaño en silencio.
Gideon la seguía, moviéndose sin ruido. El fulgor de su lámpara aumentaba las extrañas sombras de la pared. Miró a su alrededor, con líneas de desaprobación en la cara.
—¿Tiene usted por costumbre entrar sola en estas cuevas, señorita, o suele hacerse acompañar por alguien?
—En vida de mi padre solía venir con él. Fue él quien me inculcó el interés por los fósiles, ¿sabe usted? Siempre fue un ávido coleccionista; comenzó a llevarme consigo en sus exploraciones desde que tuve edad suficiente para caminar. Pero desde que la fiebre se lo llevó, siempre he explorado sola.
—No me parece una idea muy prudente.
Ella lo miró de soslayo, desconfiada.
—Ya me lo ha dicho antes. Pero le aseguro que mi padre y yo aprendimos a explorar cuevas mucho antes de mudarnos a Upper Biddleton. Soy toda una experta. Por aquí, milord. —Y se adentró en la cueva, recorrida por un escalofrío al sentir que Gideon le pisaba los talones—. Confío en que no sea usted de los que se alteran al estar en lugares cerrados como éste.
—Le aseguro, señorita, que mis nervios no se alteran con tanta facilidad.
Ella tragó saliva.
—Es que muchas personas tienen problemas para entrar en las cuevas. Pero el corredor es bastante amplio, como usted ve. Aun en su parte más baja no se estrecha demasiado.
—Su idea de amplitud difiere un poco de la mía, señorita Pomeroy. —El tono de Gideon era seco.
Harriet echó un vistazo atrás y notó que él debía caminar inclinado, encogiendo los grandes hombros.
—Usted es bastante corpulento, ¿verdad?
—Bastante más que usted, señorita.
Ella se mordió el labio.
—Bueno, trate de no atascarse. Resultaría muy incómodo.
—Sin duda. Sobre todo considerando que esta parte de la cueva se inunda, obviamente, cuando sube la marea. —Gideon examinaba los muros chorreantes. Un pequeño cangrejo se escabulló entre las sombras, huyendo del fulgor arrojado por la lámpara.
—Todos los sectores bajos de estas cavernas, al pie de los acantilados, se llenan de agua durante la pleamar —confirmó Harriet, reanudando el avance—. Esa información le resultará muy útil cuando haga sus planes para apresar a los ladrones. Después de todo, los villanos sólo vienen ya avanzada la noche y cuando la marrea está baja. Para atraparlos habrá que tener en cuenta estos hechos.
—Gracias, señorita Pomeroy. Lo tendré en cuenta.
Ella frunció el entrecejo ante ese sarcasmo.
—Sólo trataba de prestarle ayuda.
—Hum…
—¿Necesito recordarle, milord, que soy yo quien ha estado observando a los bandidos? Me parece que usted debería agradecer la posibilidad de consultarme sobre el mejor modo de tenderles una trampa.
—Y yo querría recordarle, señorita, que he vivido en este distrito y conozco bien el terreno.
—Lo sé, pero sin duda ha olvidado los pequeños detalles. Y yo, debido a mis extensas exploraciones, tengo bastante experiencia en estas cuevas.
—Le prometo, señorita Pomeroy, que si necesito consejo se lo pediré.
La irritación de Harriet pudo más que su cautela.
—Sin duda, señor, disfrutaría usted de mayor aceptación en la sociedad si se aplicara a mostrarse más cortés.
—No me interesa demasiado expandir mi vida social.
—Pues se nota —murmuró ella. Iba a decir algo más cuando resbaló en una hebra de alga marina, dejada allí por las aguas al retirarse. Su mano enguantada no halló apoyo en el viscoso muro.
—¡Oh, caramba!
—Ya la tengo —dijo Gideon, serenamente, mientras le rodeaba la cintura con un brazo para sujetarla con firmeza contra su amplio torso.
—Disculpe usted. —Harriet había quedado sin aliento al sentirse abrazada por Gideon. Su brazo era como una banda de acero, completamente inflexible. Sintió los sólidos músculos del pecho contra su espalda. La puntera de una bota enorme acababa de asomar íntimamente entre sus pies. Tuvo aguda conciencia de la presión de un muslo contra sus nalgas.
Al aspirar hondo captó el aroma cálido y masculino de su cuerpo, bien mezclado al de la piel y a lanas húmedas. Por instinto, se puso tensa ante la desacostumbrada sensación de estar tan cerca de un hombre.
—Debe poner más cuidado, señorita Pomeroy. —Gideon la dejó en libertad—. De lo contrario encontrará un triste fin en estas cuevas.
—Le aseguro que nunca he corrido el menor peligro aquí dentro.
—¿Hasta ahora? —Él le clavó una blanda mirada inquisitiva.
Harriet decidió pasar eso por alto.
—Por aquí, milord. Falta muy poco. —Se acomodó la pelliza y las faldas del vestido. Luego asió la lámpara con más firmeza y, levantándola con audacia, marchó hacía las entrañas de la cueva.
Gideon la seguía en silencio; sólo el juego de luces y sombras en la piedra mojada daban alguna señal de su presencia. Harriet no se arriesgó a decir una palabra más sobre los planes para aprehender a los bandidos. Lo guió por la cuesta gradual del corredor hasta dejar atrás la altura que cubrían las aguas durante la pleamar.
Allí las paredes y el suelo estaban secos, aunque un frío penetrante impregnaba la atmósfera. Automáticamente. Harriet estudió la superficie rocosa a la luz de las lámparas, ganada por el habitual entusiasmo que le despertaban los fósiles.
—¿Sabe usted? En esta parte de la cueva encontré una estupenda hoja fosilizada, empotrada en la roca. —Echó una mirada hacia atrás—. ¿Ha leído, por casualidad, los artículos del señor Parkinson sobre la importancia de relacionar las plantas fósiles con el estrato en el que se encuentran?
—No, señorita Pomeroy, no los he leído.
—Pues es asombroso, créame. Hay plantas fósiles similares en los mismos estratos en toda Inglaterra, por muy profunda que parezca la capa. Y eso parece aplicarse también al Continente.
—Fascinante. —Sin embargo, Gideon parecía más divertido que fascinado—. Se nota que esta materia la apasiona.
—Veo que los fósiles le despiertan muy poco interés, señor, pero le aseguro que enseñan mucho sobre el pasado. Por mi parte, tengo grandes esperanzas de descubrir algún día algo importante en estas cuevas. Ya he efectuado varios hallazgos curiosos.
—También yo —murmuró Gideon.
Sin saber qué significaba ese comentario (y quizá no le convenía saberlo), Harriet volvió al silencio. Su tía le aseguraba que acababa aburriendo a aquellas personas que no compartían su entusiasmo por los fósiles.
Pocos minutos después giró en un recodo del corredor y se detuvo a la entrada de una gran caverna. Cruzó la abertura con la lámpara en alto, para iluminar las sacas de lona que ocupaban el centro del suelo rocoso, y miró a Gideon, que la había seguido.
—Aquí está, milord. —Aguardó con cierta expectativa que él expresara la debida estupefacción al ver tanta acumulación de objetos robados en la cámara de piedra.
Gideon se adelantó sin decir nada, pero su expresión era satisfactoriamente seria. Se arrodilló ante una saca de lona y desató el tiento que la cerraba.
Harriet lo vio levantar la lámpara para mirar dentro del saco. Después de estudiar el contenido por un momento, hundió en él la mano enguantada y retiró un bello candelabro de plata.
—Muy interesante —comentó, observando el reflejo de la luz en el precioso material—. Le diré, señorita Pomeroy: ayer, cuando usted me habló de esta caverna, tuve ciertas dudas. Pensaba que usted podía tener una imaginación demasiado ambiciosa. Pero ahora reconozco que aquí sucede algo fuera de la ley.
—Comprenderá usted por qué opino que los objetos deben de provenir de otro sitio, milord. Si en los alrededores de Upper Biddleton hubiera desaparecido algo tan fino como ese candelero, sin duda nos habríamos enterado.
—Comprendo. —Gideon volvió a atar el tiento y se puso de pie. Su pesado abrigo se arremolinó como un manto al girar él hacia otra bolsa.
Harriet lo observó por un momento más. Luego perdió interés. Ya había examinado superficialmente esos objetos al descubrirlos. Como siempre, lo que más le interesaba era la cueva en sí. Tenía la certeza de que en ese lugar esperaban tesoros ocultos, muy distintos de esas joyas robadas y esos candelabros de plata. Se alejó para echar una mirada más atenta a una interesante disposición rocosa.
—Confío en que usted atrape a esos villanos muy pronto. St. Justin —comentó, mientras deslizaba un dedo enguantado por un vago contorno incrustado en la roca—. Estoy ansiosa de explorar debidamente esta caverna.
—Ya lo veo.
Harriet frunció el entrecejo, inclinándose para observar el contorno desde cerca.
—Por su tono de voz, parece pensar que le estoy dando órdenes otra vez. Lamento fastidiarlo, milord, pero estoy muy impaciente. Me he visto obligada a esperar varios días hasta que usted llegara. Supongo que ahora será necesario esperar un poco más hasta que los villanos sean aprehendidos.
—Sin duda.
Ella le echó un vistazo; Gideon estaba en cuclillas junto a otro costal.
—¿Cuánto tiempo le llevará hacerlo?
—Aún no puedo darle una respuesta. Permítame ocuparme de este asunto como me parezca mejor.
—Confío en que no tarde mucho.
—Por si no lo recuerda, señorita Pomeroy, usted me hizo venir a Upper Biddleton porque deseaba poner el problema en mis manos. Muy bien, ya lo ha hecho. Ahora estoy a cargo de librar de bandidos su preciosa caverna. La mantendré informada de mis progresos. Gideon hablaba distraídamente, observando un puñado de piedras refulgentes que había sacado de la bolsa.
—Sí, pero… —Harriet se interrumpió—. ¿Qué es eso?
—Un collar. Bastante valioso, creo. Siempre que estas piedras sean auténticas.
—Probablemente lo son. —Harriet descartó el asunto con un encogimiento de hombros. El collar no le interesaba, mientras lo sacaran pronto de su caverna—. Dudo de que alguien se tomara el trabajo de esconder aquí un collar de piedras falsas. —Y volvió a su examen del contorno fósil. Había algo en eso…
—Buen Dios —susurró, con creciente entusiasmo.
—¿Qué pasa?
—Aquí hay algo muy interesante, milord. —Acercó la lámpara a la superficie de la roca—. No estoy del todo segura, pero esto bien puede ser el borde de un diente. —Harriet estudió el contorno—. Y parece estar todavía fijado a una porción de la mandíbula.
—Claro, por supuesto. Un diente todavía fijado a su mandíbula es mucho más fácil de identificar que si está suelto. Si pudiera utilizar hoy mismo la maza y el cincel… —Se volvió anhelante, tratando de que él comprendiera la importancia de recuperar ese fósil para estudiarlo—. ¿Supongo que no puedo…?
—No. —Gideon dejó caer el centelleante collar en el saco y se puso de pie—. No debe usar sus herramientas aquí mientras no hayamos limpiado este nido de ladrones. Hizo muy bien en suspender sus trabajo en esta caverna, señorita Pomeroy. No conviene alarmar a esta banda de matasietes.
—¿Cree usted que podrían llevarse la mercancía a otro sitio, si se supieran descubiertos?
—Hay algo que me preocupa mucho más: si alguien descubriera evidencias de que aquí hubo alguien recolectando fósiles, la pista lo llevaría directamente a usted. No puede haber muchos coleccionistas en el distrito.
Harriet, frustrada, contemplaba la saliente en la roca. La idea de abandonar ese nuevo descubrimiento la inquietaba.
—¿Y si alguien descubre mi diente?
—Dudo de que alguien repare en su precioso diente, habiendo una fortuna en piedras preciosas y plata en el medio de esta cámara.
La joven arrugó el entrecejo, pensativa, golpeando el suelo con la puntera de su botina.
—No estoy muy segura de que mi diente esté a salvo aquí dentro. Ya le he dicho que hay muchos inescrupulosos entre los coleccionistas de fósiles, hoy día. Quizá deba retirar este fragmento de roca y rogar que nadie se dé cuenta… ¡Oh!
Gideon había dejado su lámpara para dar dos grandes pasos hacia delante. De pronto se erguía ante ella, con una enorme mano plantada contra la pared de la cueva, detrás de ella. Harriet se encontró encarcelada entre ese corpachón y la roca, igualmente sólida.
—Señorita Pomeroy —dijo Gideon con mucha suavidad, espaciando las palabras para darles el mayor énfasis—, voy a repetirlo una sola vez más. Usted no entrará en esta caverna hasta nuevo aviso. Más aún; no quiero que se acerque a este lugar hasta que yo le diga que no hay peligro. Mientras tanto, no entrará usted en ninguna de las cuevas del acantilado.
—Realmente, St. Justin, exagera usted.
Él se acercó más. El fulgor amarillo de la lámpara que Harriet tenía en la mano recortó sus duras facciones en demoníaco relieve. Por un momento pareció, en verdad, tan bestial como su reputación.
—No vendrá usted a buscar fósiles a ningún punto de esta playa —dijo Gideon, entre dientes— hasta que yo le dé mi expreso permiso.
—Escuche, señor: si cree usted que voy a tolerar este tipo de comportamiento, está muy equivocado. No tengo ninguna intención de abandonar la búsqueda de fósiles en esta playa hasta que a usted se le antoje autorizarme. Tengo ciertos derechos en este asunto.
—No tiene ningún derecho, señorita. Obviamente, ha llegado a pensar que estas cuevas son propiedad suya, pero me gustaría recordarle que es mi familia quien posee cada centímetro de la tierra que usted tiene sobre su cabeza —pronunció Gideon—. Si la sorprendo cerca de estas cuevas la consideraré culpable de invasión de propiedad privada.
Ella lo miró con furia, tratando de determinar si hablaba en serio.
—¿Ah, sí? ¿Y qué hará usted, señor? ¿Hacerme encerrar en prisión? ¿Obligarme a abandonar la zona? ¡No sea ridículo!
—Puedo hallar otra manera de castigarla por su desobediencia, señorita Pomeroy. No olvide que soy St. Justin, la Bestia de Blackthorne Hall. —Sus ojos relumbraban bajo la luz dorada. La cicatriz era una vívida y salvaje marca de dolor antiguo y salvaje marca de dolor antiguo y peligro mortal.
—¡Deje ya de intimidarme! —ordenó Harriet, aunque con cierta debilidad.
Él se acercó más.
—Los vecinos me tienen por una persona totalmente falta de honor en lo que respecta a las mujeres. Pregunte a cualquier habitante de la zona. Le dirán que, cuando se trata de jovencitas inocentes, soy el demonio en persona.
—¡Tonterías! —A Harriet le temblaban los dedos que sostenían la lámpara, pero no cedió terreno—. Creo que usted trata deliberadamente de asustarme.
—Y tiene muchísima razón. —Él cerró la mano contra su nuca. La piel de su guante era áspera.
Harriet adivinó de pronto sus intenciones, pero ya era tarde para huir. Esos ojos fieros y leoninos llameaban tras las oscuras pestañas. Bajó pesadamente la boca hacia la de ella, en un beso triturante.
Harriet permaneció petrificada por un instante fuera del tiempo. No podía moverse, no podía siquiera pensar. Nada de cuanto hubiera experimentado en sus veinticuatro años y medio de vida la había preparado para el abrazo de Gideon.
Él gruñó con fuerza; el sonido reverberaba en su pecho. Flexionó la manaza con sorprendente suavidad contra el cuello de la joven, siguiendo en el pulgar la línea de su mandíbula. Un momento después la acercaba contra el calor de su propio cuerpo. El gran abrigo le rozó las piernas.
No lograba recuperar el aliento. Después de la sorpresa inicial, por ella corrió una excitación refulgente. Apenas notó que Gideon le quitaba la lámpara de entre los dedos laxos, indefensos.
Sin voluntad consciente, le apoyó las manos en los hombros, hundiendo los dedos en la gruesa lana del abrigo. No sabía si trataba de rechazarlo o de acercarlo aún más.
—Por todos los demonios… —La voz de Gideon sonaba ahora ronca, traicionando alguna emoción que Harriet no pudo identificar—. Si usted tuviera algo de sentido común, huiría a toda prisa.
—No creo que pudiera dar un solo paso —susurró Harriet, maravillada. Lo miró por entre las pestañas, tocando con suavidad la mejilla deformada.
Gideon hizo una mueca ante el contacto. Luego entornó los ojos.
—Mejor así. Ya no estoy de humor para dejarla escapar.
Bajó otra vez la cabeza, moviendo la boca contra la de ella con asombrosa ternura, y le entreabrió los labios. Ella cayó en la cuenta, espantada, de que el hombre quería entrar. Aunque vacilando, obedeció esa orden silenciosa.
Cuando la lengua de Gideon se hundió en su calor con desconcertante intimidad, gimió suavemente y se dejó caer contra él. Era la primera vez que la besaban de ese modo.
—Es usted muy delicada —dijo él por fin, contra sus labios—. Muy suave. Pero también está dotada de fuerza. —Y le rodeó la cintura con las manos.
Harriet, estremecida, se dejó levantar contra ese pecho. Él la alzó sin esfuerzo. Las botinas quedaron bamboleando en el aire, obligándola a aferrarse a esos anchos hombros.
—Béseme —ordenó Gideon, con una voz grave y oscura que le despertó un delicioso escalofrío.
Sin detenerse a pensar, Harriet le echó los brazos al cuello para rozarle tímidamente la boca con los labios. ¿Eso era dejarse pervertir? Tal vez era justamente esa embriagadora mezcla de emociones y deseos lo que había hecho que la pobre Deirdre Rushton se entregara a Gideon, tantos años antes. De ser así, ahora comprendía la temeridad de la joven.
—Ah, mi dulce señorita Pomeroy —murmuró Gideon—. ¿Es posible que mis facciones no le resulten más desagradables que sus preciosos cráneos fósiles?
—No veo nada desagradable en usted, milord; supongo que eso está a la vista. —Harriet se humedeció los labios con la punta de la lengua. Se sentía aturdida por las emociones que la recorrían. Tocó apenas la cara arruinada, con una sonrisa trémula—. Usted es magnífico. Como su caballo.
Gideon pareció sobresaltarse por un instante. Sus ojos lanzaron una llamarada. Luego, con expresión endurecida, la depositó lentamente sobre los pies.
—¿Y bien, señorita Pomeroy? —En sus palabras había un desafío inconfundible.
—¿Y bien qué, milord? —Logró pronunciar Harriet, sin aliento. En verdad no tenía virtualmente experiencia de esas cosas, pero sus instintos femeninos le aseguraban que Gideon se sentía tan poderosamente afectado como ella por ese beso. No comprendió por qué se tornaba súbitamente frío y amenazante.
Tiene usted una decisión que tomar. Puede quitarse el vestido y tenderse en el suelo de esta cueva, para que podamos terminar con lo que hemos comenzado, o huir hacia la playa, donde no corra peligro. Le sugiero que tome sin tardanza una decisión, pues mi talante es, en estos momentos, algo imprevisible. Debo decirle que usted es un bocadillo muy tentador.
Harriet tuvo la sensación de que le arrojaba un cántaro de agua helada a la cabeza. Miró a Gideon, olvidando su euforia sensual ante esa obvia amenaza. Hablaba en serio. Le estaba advirtiendo que, si no salía de esa caverna inmediatamente, iba a violarla allí mismo.
La culpa era suya, según comprendió con tardío espanto, por haber respondido al beso con demasiada celeridad. Sin duda él pensaba lo peor.
Harriet enrojeció ante la humillación y cierto primitivo miedo femenino. Recogiendo precipitadamente la lámpara, huyó hacia la seguridad del corredor que conducía a la playa.
Gideon la seguía, pero ella no se volvió una sola vez. Temía ver, en sus ojos dorados, la provocativa risa de la Bestia.