Capítulo 16
No fue fácil hacerle contar todo. Gideon reunió toda su paciencia y la estrechó contra sí, mientras Harriet le daba una inarticulada explicación que incluyó fósiles falsificados, una piedra con un pez incrustado y a Bryce Morland.
Fue ese nombre lo que despertó la fría cólera de Gideon.
—Así que le arrojé la piedra. —Harriet separó la cabeza del hombro de Gideon—. Y lo golpeé. Manaba sangre, Gideon, mucha sangre. Cayó al suelo y no estoy segura, pero puede haberse golpeado la cabeza contra los armarios. Cuando le saqué la llave del bolsillo no se movió. ¿Qué vamos a hacer, Gideon? ¿Me ahorcarán por asesinar al señor Morland?
Gideon dominó su furia con un esfuerzo de voluntad.
—No —dijo—. No la ahorcarán, con toda certeza. Yo no lo permitiré.
Harriet encorvó los hombros de puro alivio.
—Gracias, milord. Eso me tranquiliza mucho. Estaba tan afligida… —Le arrebató el enorme pañuelo blanco que él le ofrecía para secarse los ojos—. ¿Tendremos que emigrar al extranjero para evitar el escándalo? ¿Qué piensa usted?
—No, no creo que sea necesario. —A Gideon se le retorcían las entrañas. Esta vez Morland había llegado demasiado lejos.
—Gracias a Dios. —Harriet sollozó dentro del pañuelo—. Detestaría tener que viajar al extranjero en este momento. Estoy tan deseosa de volver a Upper Biddleton para continuar con mi trabajo… Y supongo que a usted le sería muy difícil supervisar las propiedades de su familia desde tan lejos.
—Sin duda. —Él le sujetó los hombros con firmeza—. ¿Está segura de que no ha sufrido daño, Harriet?
Ella sacudió la cabeza con impaciencia, sonándose las narices una vez más.
—No, no, milord, estoy bien. El único daño es el que ha sufrido este vestido, que está arruinado. Pero no toda la culpa es del señor Morland. La verdad es que ya estaba muy sucio cuando él apareció.
Estaba bien, sí. Gideon se esforzó por no olvidarlo. Morland no había podido tocarla con sus manos procaces. Muy digno de Harriet, salvarse con algún pez antiguo empotrado en un trozo de piedra. Gideon flexionó suavemente las manos apoyadas en los hombros de su mujer. No había sabido protegerla.
—Mi valiente y hábil Harriet… Estoy muy, pero muy orgulloso de usted, señora.
Ella sonrió, trémula.
—Oh, gracias, Gideon.
—Pero también muy enfadado conmigo mismo por haberla cuidado tan mal —agregó Gideon, ceñudo—. Nunca debió usted encontrarse con el peligro que ha corrido hoy.
—Pero eso no es culpa suya, Gideon. Nadie podía adivinar que el señor Morland iría al museo del señor Humboldt. —Harriet hizo una pausa. Luego continuó, muy seria—. En realidad, el museo es excelente, señor. No creo haber tenido la oportunidad de describírselo, ocupada como estaba en explicarle que puedo haber matado al señor Morland. Pero no hallé ningún diente que se pareciera al mío.
Gideon sonrió con ironía. Sólo Harriet podía mostrarse más interesada por su gigantesco diente de reptil que por su grave peligro. Le puso un dedo en los labios para acallarla.
—Después me hablará de eso. Ahora sería mejor que yo fuera a averiguar con qué nos enfrentamos, exactamente.
Harriet pareció alarmarse.
—¿Qué quiere decir?
—Iré al museo del señor Humboldt para ver si Morland está vivo o muerto. —Gideon la besó en la frente—. Cuando sepa su estado real podré hacer planes.
—Claro, por supuesto. —Harriet se mordisqueó el labio inferior—. ¿Y si por casualidad está vivo? ¿Cree usted que me acusará de intentar asesinarlo?
Gideon respondió con suavidad.
—Lo último que hará Morland será acusarla a usted de asesinato. «Porque estará muy ocupado en tratar de salvar su propio pellejo», agregó para sus adentros.
—No estoy tan segura. —Harriet frunció el entrecejo, pensativa—. No es buena persona, señor. Usted tenía mucha razón cuando me dijo que no es tan ángel como parece.
—Sí. —Gideon la soltó—. Suba, querida. Volveré en cuanto haya visto a Morland.
Harriet le tocó el brazo con ojos preocupados.
—Tendrá usted mucho cuidad, ¿verdad, milord? No querría que nade lo viera cerca del cadáver. Siempre que esté muerto, por supuesto. Y si está con vida puede ser peligros. No se arriesgue, por favor.
—No me arriesgaré. —Gideon fue a abrir la puerta—. Quizá tarde un poco en regresar. No se preocupe usted por mí.
Harriet parecía dudar.
—Creo que yo debería acompañarlo, señor. Puedo indicarle con exactitud dónde dejé al señor Morland.
—Yo lo encontraré por mi cuenta.
—Pero si lo acompaño podré montar guardia mientras usted se ocupa del cadáver —insistió ella, obviamente entusiasmada por su plan.
—Me las arreglaré muy bien solo. Y ahora, si a usted no le molesta, quiero ponerme en marcha. —La invitó con un ademán a salir al vestíbulo.
Ella caminó lentamente hacia la puerta, dando vueltas a varias ideas en la mente.
—Cuanto más lo pienso, milord, más creo que sería mejor acompañarlo.
—He dicho que no, Harriet.
—Pero bien sabe usted que sus planes, a veces, no se desarrollan a la perfección. Recuerde lo que sucedió aquella noche en la caverna, y todo porque usted no quiso confiar en mí.
—Cuando mis planes se tuercen, señora, es porque usted interfiere —dijo Gideon, sin alterarse—. Esta noche va a obedecerme. Yo me encargaré de Morland. Usted subirá a su cuarto, a darse un baño, y luego tomará una taza de té para recobrarse de esta dura prueba. Y no saldrá de la casa hasta mi regreso. ¿Me ha entendido con claridad, querida?
—Pero Gideon…
—Veo que no está claro. Muy bien, voy a ser directo: si no sube inmediatamente la escalera la llevaré por la fuerza. ¿Nos hemos entendido, señora?
Harriet parpadeó.
—Si va usted a ponerse así…
—En efecto.
Harriet se adelantó de mala gana.
—Muy bien, milord. Pero tenga cuidado, por favor.
—Tendré cuidado —gruñó Gideon—. Algo más, Harriet…
Ella se volvió a mirarlo, inquisitiva.
—¿Sí, milord?
—Puede usted estar segura de que la cuidaré mejor en el futuro.
—Oh, tonterías. Me ha cuidado usted muy bien.
Se equivocaba. Eso pensó Gideon, mientras la veía subir la escalera. No la cuidaba bien; esa tarde ella había estado a punto de pagar las consecuencias. Una cosa era segura: había llegado la hora de deshacerse de Morland, de una vez por todas.
A menos que Harriet ya se hubiera encargado de eso.
* * *
Las calles estaban muy transitadas al atardecer. Gideon fue caminando al museo del señor Humboldt. Había decidido que llegaría antes sin el estorbo del caballo o el carruaje, pero caminar tenía otra ventaja: a pie era más fácil perderse entre los vehículos y los transeúntes que se movían sin cesar por Londres.
Los caballos de St. Justin nunca pasaban desapercibidos. Eran demasiado conocidos y Gideon no quería llamar la atención. Si por casualidad detectaba una cara familiar, podría esconderse en cualquier callejuela cercana.
Cuando llegó a la calle donde estaba el museo, esperó en un callejón a que no hubiera nadie en los alrededores. Sólo entonces se acercó a la zona frontal, abierta bajo nivel para proporcionar luz al subsuelo de la casa. Según la costumbre, tenía una verja de hierro y un portón que protegía los peldaños entre la calle y la entrada.
Gideon probó el portón y lo encontró cerrado con llave. Después de echar otro vistazo en torno para asegurarse de que no hubiera nadie a la vista, saltó por encima de la reja y se dejó caer hacia la escalera.
Los peldaños, destinados a servir de entrada para el personal doméstico y los proveedores, conducían a una puerta que también estaba cerrada con llave. Gideon trató de espiar por los ventanucos que debían iluminar el subsuelo, pero estaban provistos de gruesas cortinas.
Se preguntaba ya si tendría que romper un vidrio cuando vio que, al parecer, alguien había olvidado cerrar una ventana. La abrió y pasó una pierna por el antepecho. Un segundo después se descolgaba hacia un cuarto sin iluminar, lleno de armarios, cajones y huesos. No tardó en notar que no se ajustaba a la descripción de Harriet.
Tomó una de las velas dispuestas en la pared y, después de encenderla, salió del cuarto polvoriento a un pasillo corto y oscuro. En el otro extremo había una puerta abierta.
En cuanto entró en esa habitación supo que era allí donde Harriet había sido atacada. Revisó cada uno de los pasillos, ardiendo de furia fría. Morland la había atrapado allí para perseguirla y atacarla, como si fuera una gacela indefensa. Sólo por su sagacidad había podido salvarse.
Apretó con fuerza la vela que llevaba, casi tan furioso consigo mismo como Morland. Era su responsabilidad cuidar de que Harriet no corriera ese tipo de peligros. No había cumplido sus deberes de esposo en cuanto a cuidar de ella.
Encontró el pasillo donde Harriet había arrojado la piedra hacia Morland. El trozo de roca seguía en el suelo, con una parte desprendida. Al agacharse para examinar el sitio, Gideon vio algunas gotas de sebo sobre la impresión de la extraña criatura marina. En el suelo había manchas de sangre seca. St. Justin se levantó para inspeccionar rápidamente el resto de la habitación. No había señales de Morland.
Siguiendo las manchas oscuras en el polvo, salió del cuarto y volvió a recorrer el pasillo. Lo condujeron hasta la ventana por donde él mismo había ingresado. Al levantar la vela pudo ver la huella de unos dedos ensangrentados en el antepecho. Morland había salido de la casa por allí. Eso explicaba que la ventana estuviera sin traba.
Pese a sus temores, Harriet no había matado a ese tunante. Por lo visto, al levantarse del suelo estaba lo bastante bien como para escabullirse.
Gideon sonrió fríamente para sus adentros y apagó la vela. Si Morland no había muerto, tanto mejor. Eso le permitía trazar otros planes.
* * *
Veinte minutos después ascendía los peldaños de entrada a la casa de Morland y se anunciaba al ama de llaves. La mujer se secó las manos en el delantal, boquiabierta ante la cicatriz.
—No recibe a nadie —murmuró—. Me lo dijo personalmente al llegar, hace apenas media hora. Ha sufrido un accidente.
—Gracias. —Gideon pasó al vestíbulo, apartando a la sobresaltada mujer—. Yo mismo me anunciaré.
—Vea, señor —gruñó el ama de llaves—, yo tengo órdenes que cumplir. En este momento el señor Morland no se siente bien. Descansa en la biblioteca.
—Se sentirá mucho peor cuando yo acabe con él. —Gideon abrió la primera puerta de la izquierda y comprobó que había acertado. Era la biblioteca. No hubo señales de su presa hasta que Morland habló desde un gran sillón puesto frente al hogar, cuyo respaldo lo ocultaba a la vista.
—Lárguese de aquí —gruñó, sin asomarse a ver quién había entrado—. Maldita sea, señora Heath, di órdenes de que nadie me molestara.
—Pero eso es justamente lo que pienso hacer, Morland —observó Gideon, con mucha suavidad—. Molestarte. Mucho.
Hubo un silencio, estupefacto. Luego Morland se levantó del sillón, girando en redondo para enfrentar a Gideon. La copa de coñac que tenía en la mano vertió su contenido en la alfombra.
Morland ya no parecía un arcángel. Su atildado pelo rubio estaba desgreñado. Tenía sangre seca en la frente y una expresión febril en los ojos. Dejó la copa con dedos trémulos.
—St. Justin, ¿qué demonios haces aquí?
—No te molestes en actuar como anfitrión elegante, Morland. Ya veo que no te sientes nada bien. A propósito: feo corte ese que tienes en la frente. —Gideon sonrió—. Me temo que deje una cicatriz.
—Lárgate, St. Justin.
—Ella tenía miedo de haberte matado con ese trozo de piedra, ¿sabes? Harriet tiene bastante fuerza, pese a ser mujer. Y la piedra era grande, ¿no? La vi en el suelo de ese cuarto donde trataste de atacarla.
Morland lo miraba con ojos enloquecidos.
—No sé de qué demonios hablas ni quiero saberlo. Te exijo que te marches de inmediato.
—Me marcharé en cuanto tú y yo hayamos atendido un pequeño asunto.
—¿Qué asunto?
Gideon enarcó una ceja.
—¿No me he explicado? Quiero que nombres tus padrinos, por supuesto. De ese modo los míos podrán visitarlos para acordar los detalles del encuentro.
Morland quedó sin habla por algunos segundos.
—¿Qué padrinos? ¿Qué encuentro? ¿Estás loco? ¿De qué hablas?
—Te estoy retando a duelo, naturalmente. Deberías haberlo previsto. Después de todo, has insultado a mi esposa. ¿Qué puede hacer un caballero en mi situación, salvo exigir satisfacciones?
—¡Yo no toqué a tu esposa! No sé de qué hablas —protestó Morland, de inmediato—. Si ella dice que la insulté, miente. Miente, ¿me oyes?
Gideon meneó la cabeza.
—Caramba, la insultas otra vez. ¿Cómo te atreves a acusar de mentirosa a mi mujer, Morland? Ahora sí que debo exigirte satisfacciones. No puedo dejar pasar semejante cosa.
—¡Te digo la verdad, St. Justin! ¡Nunca la he tocado!
—Sí, lo sé —aceptó Gideon, con paciencia—. Sé perfectamente que ella se te escapó, pero eso no anula el insulto. Como caballero que eres, comprenderás perfectamente cuál es mi deber en esta situación.
Morland lo miraba; su expresión era una mezcla de furia y desesperación.
—Te digo que ella miente. No sé por qué, pero miente. Escúchame, St. Justin: en otros tiempos fuimos amigos. Puedes confiar en mí.
Gideon lo estudió.
—¿Sugieres que acepte tu palabra antes que la de mi esposa?
—Sí, maldita sea, ¡sí! ¿Por qué tienes que confiar en ella? Se casó contigo por obligación, porque comprometiste su buen nombre. Estoy enterado de todo. En tu ausencia los chismes corrieron por todo Londres.
—¿De veras? Bueno, los chismes ya no importan mucho, ¿verdad? Me casé con ella. A los ojos de la alta sociedad, eso lo arregla todo, como ambos sabemos.
—Pero no puedes confiar en ella —dijo Morland—. No te ama. Igual que Deirdre. ¿Cómo podría amarte una mujer con esa cara desfigurada? Tu esposa aceptó tu propuesta por obligación, igual que Deirdre.
—Me sorprende que menciones el nombre de Deirdre —observó Gideon con suavidad—, después de lo que le hiciste.
Morland movió los labios por varios segundos, pero sin emitir sonido alguno.
—¿Después de lo que le hice? ¿De qué demonios hablas?
—Esa noche, cuando vino a verme, ella me reveló el nombre de su seductor. Tuvo un ataque de furia cuando vio que y no caía en su trampa. Me pareció muy extraño, ¿sabes?, que de pronto me encontrara tan irresistible como para no poder esperar hasta después de la boda.
—¡Le dabas asco!
—Sí. Lo dijo con toda claridad cuando rechacé su muy generoso ofrecimiento. Estaba furiosa. Y en su ira me dijo muchas cosas de ti, Morland. Que la amabas, pero no podías casarte con ella porque ya cargabas con una esposa. Y que, al saberla embarazad, le habías sugerido que me sedujera. Que los dos planeabais continuar con vuestros amores después de que yo la desposara.
Morland se limpió la boca con el dorso de la mano.
—Mintió.
—¿Sí?
—Por supuesto —aulló Morland—. Y tú lo sabías. Tienes que haberlo sabido. De lo contrario habrías… eh…
—¿Te habría retado a duelo, seis años atrás? ¿Para qué? Ella te eligió a ti y se te entregó por propia voluntad. Hizo su elección. Y dejó bien en claro que no soportaba siquiera verme. ¿Por qué molestarme en batirme a duelo por ella? Con matarte no resolvía nada.
—¡Pero ella mintió! —Morland apretó el puño y lo descargó contra el sillón, en un gesto de ira frustrada—. ¡Las dos mienten, las condenadas!
—Mi esposa no miente —advirtió Gideon, en voz baja—. Y no tolero que se la insulte. Elige tus padrinos.
—No voy a nombrar ningún padrino —advirtió Morland, torpe la lengua.
—Ah, veo que estás inquieto por esa herida reciente y no puedes pensar en dos hombres de confianza para resolver los detalles del duelo. Buen, te daré algún tiempo.
—¿Tiempo? —De pronto Morland prestaba mucha atención.
—Por cierto. Toda esta noche. A primera hora de mañana te enviaré a mis padrinos. Para entonces tendrás pensado un par de nombres. Buenas noches, Morland. Espero el duelo con ansiedad.
Gideon se volvió hacia la puerta.
—Espera. —Morland se adelantó con movimientos convulsos. Su mano golpeó la copa de coñac, arrojándola a la alfombra—. Te digo que esperes, maldito seas. No puedes retarme a duelo. Piensa en los rumores.
Gideon sonrió.
—Pensar en los rumores no me preocupa, te lo aseguro. He tenido seis largos años para acostumbrarme a lo peor que puede ofrecer la alta sociedad en ese aspecto. Y eso me recuerda algo que había omitido.
Morland se irguió con renovada alarma al ver que Gideon regresaba hacia él.
—¿Qué pasa? No te me acerques, St. Justin.
—Creo que, para hacer las cosas con estricta corrección, debo golpearte en la cara con un guante, ¿no? Permíteme.
Gideon cerró la mano en un puño apretado y lo plantó directamente contra la mandíbula de Morland. El rubio cayó al suelo con un gemido apagado. St. Justin se irguió junto a él.
—Estuve a punto de omitir las formalidades, por lo que me disculpo. Cuando uno ha pasado tanto tiempo lejos de la buena sociedad, de vez en cuando olvida esas nimiedades que todo caballero debe respetar.
* * *
Su próxima visita sería a los clubes. No sólo Morland estaba obligado a buscar dos hombres que se encargaran de los detalles del duelo. Gideon también necesitaba padrinos. Y como no tenía un solo amigo entre la gente bien, sus posibilidades eran limitadas.
Por suerte Harriet había hecho varios amigos.
En el club de la calle St. James Gideon encontró al joven Applegate, sentado en el salón principal. Lo acompañaba Fry. Ambos levantaron la vista con desconfianza al ver que Gideon caminaba hacia ellos.
—Buenas noches, caballeros. —El vizconde tomó asiento y llenó para sí una copa con el clarete de Fry—. Me alegro de verlos aquí. Necesito un favor.
Los ojos del anciano se dilataron de alarma. En la mano de Applegate, la copa temblaba. Pero miró a Gideon con expresión resuelta.
—Si ha venido usted a retarme, señor, estoy dispuesto.
Gideon sonrió.
—Tonterías. Mi esposa me ha explicado ese pequeño asunto de su secuestro. Lo pasado, pisado. Estoy dispuesto a olvidar.
—Digo yo… —Fry bizqueaba—. ¿A olvidar?
—Por cierto. Querría discutir con ustedes algo muy distinto.
Applegate frunció el entrecejo, confundido.
—¿De qué se trata?
Gideon se respaldó en el sillón, estudiando a sus compañeros.
—No dudo de que será un fuerte disgusto para ambos saber que el señor Bryce Morland ha insultado a mi esposa.
Fry y Applegate intercambiaron una mirada. Luego volvieron su atención a Gideon. Applegate frunció las cejas.
—Ese fulano nunca me ha gustado. ¿Qué le dijo, el muy cabrón?
—Las palabras exactas no importan —murmuró Gideon—. Baste decir que ha sido una grave ofensa y que quiero exigir satisfacción. Necesito a dos hombres de confianza para que me sirvan de padrinos. ¿Alguno de ustedes querría ofrecerse?
Applegate, parpadeando, miró a Fry, que parecía igualmente desconcertado.
—Digo yo… —murmuró el anciano.
—¿Ha retado usted a Morland? —preguntó Applegate, cauto.
—Dadas las circunstancias, no tuve alternativa —explicó Gideon—. Cuestión de honor, ¿verdad? Ese hombre insultó a mi esposa.
La frente de Applegate se arrugó un poco más.
—No se puede permitir que Morland quede sin castigo después de insultar a lady St. Justin.
—Lo mismo pienso yo —aseveró Gideon.
Fry contorsionó los bigotes.
—Siempre me pareció que Morland era algo desagradable. Demasiado relamido. No me sorprende saber que se ha propasado.
Applegate asintió con sobriedad.
—Sí, he escuchado comentarios sobre él. En general, se refieren a las repudiables costumbres que se permite cuando visita los burdeles. Son meras suposiciones, por supuesto, pero con ese tipo hay que tener cuidado.
—Pienso asegurarme de que no vuelva a molestar a mi esposa —dijo Gideon—. ¿Puedo contar con ustedes?
Applegate irguió la espalda y cuadró los hombros. Parecía desconcertado, pero en sus ojos se veía un naciente entusiasmo.
—Es la primera vez que hago algo así. Hasta ahora me había concentrado en los fósiles, pero creo que puedo actuar. Por cierto, señor. Será un honor servirle de padrino.
—Lo mismo digo. —En los ojos de Fry había un brillo contenido. Enrojeció con un tono oscuro.
—Digo yo… Un honor, caballero. Puede dejar todos los detalles en nuestras manos. Visitaremos a Morland a primera hora de la mañana.
—Excelente. —Gideon se puso de pie—. Estoy en deuda con ustedes, señores.
La idea de que la Bestia de Blackthorne Hall estuviera en deuda con ellos parecía asombrosa para ambos. Gideon los dejó sentados allí, con caras de estupefacción, y salió a la calle.
Después de detener un coche que pasaba, le dio su propia dirección y trepó al vehículo.
Mientras contemplaba las calles oscuras fue revisando sus preparativos. No dudaba de la lealtad de sus padrinos. Applegate y Fry eran capaces de cualquier cosa por Harriet. Ya lo habían demostrado al secuestrarla, arriesgándose a enfrentar las iras de la Bestia de Blackthorne Hall.
También estaba seguro de que no podrían desempeñar con discreción su papel de padrinos. El entusiasmo era visible con sus ojos. Ninguno de ellos había probado el viril arte del duelo. Estaban acostumbrados a actuar como hombres de ciencia, no como hombres de acción, y participar en una cuestión de honor les proporcionaba una nueva imagen de sí mismos.
Morland tenía mucha razón: a la hora del desayuno los rumores del reto a duelo se sabrían en todo la ciudad.
Y eso era justamente lo que Gideon deseaba.
Pocos minutos después descendió del carruaje y subió los peldaños de su casa. Owl le abrió la puerta.
—Lady St. Justin requiere su inmediata presencia, señor —dijo, con cara de mal agüero.
—Gracias, Owl. —Gideon le entregó el sombrero y los guantes—. ¿Dónde ésta?
—En su alcoba, según creo.
Gideon asintió con la cabeza y subió la escalera de a dos peldaños por vez. Al llegar al piso alto se detuvo frente a la puerta de Harriet y dio un toque.
—Pase —respondió ella, al instante.
Gideon abrió la puerta y entró serenamente. Harriet brincó hacia él.
—¡Por fin está usted en casa, gracias a Dios! —susurró, abrazándolo estrechamente—. Estaba muy afligida. ¿Halló usted es cadáver? ¿Qué hizo con él? ¿Cómo nos vamos a deshacer del cuerpo?
—Encontré el cuerpo. —Gideon sonrió entre su pelo esponjoso—. Y estaba muy vivo. Morland estaba en su casa, curándose la herida.
—¿Está vivo? —Harriet dio un paso atrás, cruzando las manos ante el cuerpo. Las cejas se unieron en una línea seria por encima de la nariz—. ¿Está usted seguro?
—Muy seguro. Puede usted tranquilizarse, querida. No ha logrado matarlo, por desgracia. Pero creo que todo está bajo control. A propósito: la felicito por su puntería.
Harriet dejó escapar un suspiro.
—Por mucho que me desagrade ese hombre, me alegro de que no haya muerto. Podría haber causado infinitas complicaciones.
—Lo dudo. —Gideon se quitó la corbata y la chaqueta, en tanto se dirigía a la puerta intermedia—. Aunque hubiera aparecido muerto en ese cuarto lleno de huesos, su muerte se habría atribuido a la caída accidental de la piedras. —Abrió la puerta y entró en su propia alcoba.
—¿Le parece? —Harriet lo siguió deprisa—. Puede que tenga razón, milord. Bueno, es un gran alivio que esto haya terminado, aunque me gustaría que hubiera algún modo de castigar al señor Morland por su repugnante conducta. Supongo que debo contentarme con saber que lo lastimé.
—Hum… —dijo Gideon sin comprometerse, mientras arrojaba corbata y chaqueta a un lado para quitarse la camisa.
Harriet lo miró con atención.
—¿Dice usted que lo vio en su casa?
—Sí. —Gideon llenó el aguamanil y empezó a lavarse la cara. Probablemente tendría que rasurarse antes de volver a salir. Esa barba oscura era un fastidio—. ¿No va usted a vestirse, querida? Esta noche debemos asistir al baile de los Berkstone, según creo.
—Sí, lo sé —dijo Harriet, impaciente—. Gideon. ¿Qué ocurrió cuando visitó usted al señor Morland? —Después de una breve vacilación, agregó con cautela—. No habrá hecho usted nada precipitado, por fortuna, ¿verdad?
—Nunca actúo con precipitación, querida. —Gideon tomó una toalla para secarse la cara y las manos. Luego estudió sus facciones en el espejo.
—¿Le parece que debo rasurarme?
—Probablemente. Míreme, Gideon.
Él la miró a los ojos por el espejo, torciendo una ceja.
—¿Qué pasa, Harriet?
—Tengo la clara impresión de que usted trata de esquivar algo.
—Sólo trato de prepararme para llegar al baile a tiempo. Ya llevamos un elegante retraso.
Ella lo miró con el entrecejo fruncido.
—Es la primera vez que lo preocupa llegar a tiempo a un baile. ¿Qué ha pasado, Gideon?
—Nada que deba preocuparla, querida.
—Maldita sea, Gideon, quiero saber la verdad.
Él le echó una mirada de soslayo.
—¡Qué lenguaje, querida!
—Es que estoy muy alterada, milord —replicó ella—. Mi delicada sensibilidad, ya se sabe.
Él sonrió de oreja a oreja.
—Ya se sabe, sí.
—¿Qué le ha hecho usted al señor Morland, Gideon?
—Muy poco. Mucho menos de lo que merece.
Harriet le apoyó una mano en el brazo.
—Dígame la verdad, milord.
Él encogió un hombro, sabiendo perfectamente que ella se enteraría de los detalles esa misma noche, en el baile, o a lo sumo mañana por la mañana. Nadie hablaría de otra cosa. Los padrinos escogidos se encargarían de eso.
—Hice lo que debía hacer cualquier caballero en mi situación: retarlo a duelo.
—¡Ya lo sabía! —exclamó Harriet—. Me temía algo así. En cuanto usted me dijo que él estaba vivo, temí que hubiera hecho algo idiota. No lo voy a permitir Gideon, ¿me oye?
—Cálmese, querida. No me disuadirá de esto como del reto a Applegate —dijo Gideon, sin levantar la voz.
—Claro que voy a disuadirlo. No se batirá usted con Morland. Lo prohíbo terminantemente. Podrían herirlo, matarlo. El señor Morland no es limpio para luchar, obviamente.
—Mis estimados padrinos se encargarán de que todo marche correctamente.
Harriet le apretó el brazo.
—¿Qué padrinos?
—Applegate y Fry. Es irónico, ¿verdad? A los dos les encanta ayudarme.
—Cielo santo, no lo puedo creer. Por favor, Gideon, no hable como si no hubiera alternativa. No voy a permitir que siga adelante con esto.
—Confíe en mí, Harriet. Todo saldrá bien.
—Ya pasamos por esto cuando usted amenazaba con herir a lord Applegate. No puedo soportar ese tipo de conductas. Hay demasiado peligro. Algo podría salir mal y usted acabaría gravemente herido o muerto, o tendría que huir de las autoridades. —Harriet irguió la espalda, con el mentón en alto—. Lo prohíbo.
—El reto ya está lanzado, querida. —Gideon dispuso los elementos para rasuras, mezcló la espuma y comenzó a aplicársela en la cara. Afeitarse con agua fría era desagradable, pero no tenía tiempo para pedir agua caliente a la cocina—. Permita usted que yo maneje esta situación.
—No —declaró Harriet—. No voy a permitir que siga adelante con esta tontería.
—Todo saldrá bien, Harriet. —Volvió a mirarla a través del despejo y vio miedo y aflicción en sus bellos ojos de turquesa. El miedo y la aflicción eran por él. Eso lo reconfortó profundamente—. Le doy mi palabra de no dejarme matar.
—Pero eso no puede asegurarse, Gideon. No soportaría que le ocurriera algo. Lo amo.
Gideon bajó lentamente la navaja y giró hacia ella la cara llena de espuma.
—¿Qué ha dicho?
—Ya me oyó. No sé a qué viene esa cara de asombro. Hace tiempo que lo amo. ¿Por qué cree que le permití hacerme el amor en esa cueva?
Una oleada de regocijo lo recorrió de pies a cabeza. Por un momento no pudo pensar con coherencia.
—¡Harriet!
—Sí, sí, lo sé, para usted es una molestia y bien sé que no está enamorado de mí —dijo ella con precipitación—. Eso no viene al caso. El hecho es que hemos acordado dar una oportunidad a este matrimonio. Y para eso es necesario que usted respete mis deseos en ciertas cuestiones.
—Harriet…
—Ésta es una de esas cuestiones, milord —concluyó ella, con fiereza—. No voy a permitir que usted se bata a duelo por mí. Tarde o temprano alguien saldrá herido.
—Harriet, ¿tendría la bondad de callar por un momento?
—Sí, sí, me callaré. Más aún: le brindaré un silencio perfecto, si eso es lo que milord desea.
—Excelente.
—En verdad, señor, no volveré a dirigirle la palabra mientras no ponga usted fin a esta locura. ¿Me comprende, milord?
Gideon entornó los ojos.
—¿No hablarme? ¿Usted? ¿Guardar silencio por más de quince minutos? Sería divertido.
—Ya me oyó. Ni una palabra más. A partir de este momento no volveré a hablarle, señor.
Harriet giró sobre sus talones y salió del dormitorio.
Gideon la siguió con la mirada, indeciso entre el loco deseo de gritar por pudo gozo y otro, igualmente poderoso, de cruzarse a esa pequeña loca sobre la rodilla.
Lo amaba.
Gideon estrechó la certeza contra su corazón, tal como estrechaba a la misma Harriet en medio de la noche.