Capítulo 18

Dos horas después Gideon abría de un puntapié la puerta que comunicaba su alcoba con la de su esposa. Venía dispuesto a dar batalla.

Harriet se incorporó contra las almohadas. Estaba más o menos preparada para esa confrontación, tras haber notado que Gideon apenas dominaba su cólera al encontrar a sus padres esperándolos en la biblioteca.

Se había mostrado bastante cortés con el conde y su madre. Hasta les brindó un breve resumen de los hechos que pareció dejarlos atónitos.

En cambio, era obvio que no pensaba emplear ninguna cortesía con Harriet. Todo el mundo estaba muy nerviosos al respecto, salvo ella.

Gideon plantó una mano en el poste tallado de la cama. No llevaba más prenda que los pantalones. La luz de las velas le subrayaba los anchos músculos del pecho y los hombros, erguido en las sombras como estaba. Le centelleaban los ojos.

—No estoy contento con usted, señora —dijo, ceñudo.

—Ya lo he notado, milord.

—¿Cómo se atreve a invitar a mis padres sin consultarme?

—Estaba desesperada. Usted andaba por Londres haciendo planes para batirse a duelo y se negaba a escucharme. Era preciso hallar el modo de detenerlo.

—Lo tenía todo bajo control —rabió Gideon, soltando el poste para acercarse—. Todo, salvo a usted, por lo visto. ¡Condenada mujer! Se supone que el hombre es amo en su propia casa.

—Bien, usted es amo en esta… en casi todo. —Harriet probó una sonrisa pacificadora—. Pero de vez en cuando surgen una o dos cosas que me obligan a actuar por la fuerza. Usted estaba en uno de sus raptos de tozudez y se negaba a escucharme.

—Lo de Morland era asunto mío.

—También me involucraba a mí, Gideon. Si usted lo retó a duelo fue por mi causa.

—Eso no viene al caso.

—Claro que sí. —Harriet recogió las rodillas y las rodeó con los brazos—. Yo estaba tan involucrada como usted. ¿Por qué se enfada tanto?

—Ya sabe por qué. Porque no me consultó antes de llamar a mis padres. —Gideon hablaba con voz áspera—. No los quiero aquí. Apenas me hablo con ellos, por si no se ha dado cuenta. No me explico qué pensaba conseguir llamándolos.

—Ellos se interesan por usted. Si se enteraban de que planeaba arriesgar el pellejo en un duelo, no dejarían de preocuparse.

—¿Preocuparse por mí? Qué demonios… Si me mataran en un duelo solo se preocuparían porque conmigo se acabaría la estirpe.

—¿Cómo puede decir semejante cosa? ¿No vio la cara de su madre cuando entramos en la biblioteca? ¡Estaba muy alarmada!

—Muy bien, reconozco que mi madre aún puede sentir algo por mí. Pero mi padre sólo quiere un nieto, y para eso me necesita con vida. Pero no se engañe usted pensando que le importa la suerte que yo corra, aparte de eso.

—Oh, Gideon, sé que eso no es verdad. —Harriet se incorporó sobre las rodillas y le tocó el brazo—. Su padre lo quiere, pero es tan terco, arrogante y orgulloso como usted. Y mucho más viejo, por añadidura. Por lo tanto ha de tener los hábitos más arraigados.

—Yo no tengo tantos años de experiencia —le espetó Gideon—, pero mis hábitos están igualmente arraigados, créame.

—Tonterías. Usted es mucho más tolerante y flexible que él.

Gideon enarcó las cejas.

—¿Le parece?

—Por cierto. Basta con ver todo lo que me tolera a mí.

—Eso es cierto —murmuró él—. Ya le he tolerado demasiado, señora.

—Estoy tratando de explicar algo, Gideon. Escúcheme. Si usted desea estar en buenos términos con su padre, tendrá que facilitarle las cosas. Él no sabe cómo derribar las murallas que se han levantado en estos seis años.

—¿Y por qué he de molestarme en estar en buenos términos con él, si me volvió la espalda?

—No del todo, Gideon. ¿Acaso no le ha confiado la administración de sus fincas?

—No tenía muchas alternativas —replicó Gideon—. Soy el único hijo que le resta.

—Y no ha cortado del todo la comunicación —continuó Harriet—. Usted lo visita con frecuencia. Recuerdo con qué celeridad fue a verlo después de esa noche que pasamos en la cueva.

—Mi padre sólo me ordena visitarlo cuando cree que se va a morir.

—Quizá se ve obligado a usar la salud como excusa para llamar a su hijo.

Gideon la miró.

—Buen Dios, ¿cómo demonios ha llegado usted a esa conclusión?

—Examinando los hechos de una manera lógica. Notará usted que la mala salud no le ha impedido correr a rescatarlo. Vino porque lo preocupaba lo que pudiera pasarle a usted.

Gideon cerró las manazas sobre los hombros de su esposa y se inclinó.

—Mi padre no ha corrido a rescatarme. Está aquí porque usted se las compuso para alarmar a mi madre y para hacerles pensar que yo iba a terminar con la estirpe de los condes de Hardcastle. Sólo por eso ha venido. Y ya estoy harto de esta tontería.

—También yo. Debe prometerme, Gideon, que será cortés con su padre. Dele la oportunidad de soldar esa grieta abierta entre los dos.

—No quiero seguir hablando de mi padre. He venido para discutir con usted, señora.

Harriet lo miró con expectativa.

—¿Qué debemos discutir?

—Sus obligaciones de esposa. Desde ahora en adelante deberá consultarme antes de tomar decisiones importantes, como la que tomó cuando se puso en contacto con mis padres. ¿Queda entendido?

—Le propongo un trato, señor. —Harriet esbozó una sonrisa trémula—. Prometo consultarlo siempre que usted haga otro tanto. Quiero su palabra de honor de que, en el futuro, discutirá conmigo ciertas cuestiones, como esa locura de retar a duelo al señor Morland.

—¡No hubo duelo! ¿Por qué diablos insiste en hablar de eso?

—Porque lo conozco, Gideon. Sé muy bien que, si el señor Morland no se hubiera deshonrado convenientemente con esa huida al continente, el duelo se habría realizado. Y si algo hubiera salido mal, usted podría haber muerto. No soporto esa idea.

En los ojos de Gideon apareció un súbito brillo.

—¿Porque me ama?

—¡Sí! —aseveró Harriet, casi a gritos—. ¿Cuántas veces debo decírselo? ¡Lo amo!

Gideon la empujó hasta tenderla de espaldas y se despatarró sobre ella.

—Creo que la obligaré a decírmelo muchas, muchísimas veces. Incontables veces. Y tendrá que seguir diciéndolo por el resto de su vida.

—Muy bien, milord. —Harriet le echó los brazos al cuello para acercarlo—. Lo amo.

—Demuéstremelo. —Sus manos ya se movían sobre ella.

Harriet lo hizo.

Seis años antes Gideon había olvidado cómo se amaba. Pero Harriet concibió la esperanza de que estuviera volviendo a aprender.

* * *

A la mañana siguiente Gideon se encerró en la biblioteca en cuanto terminó el desayuno. No estaba de humor para entenderse con sus padres, pero ellos estaban en la casa y la cosa no tenía remedio. No podía echarlos a puntapiés. Por lo tanto había decidido que Harriet tendría que encargarse de entretenerlos, puesto que era ella quien los había invitado.

Él tenía cuestiones más importantes que atender.

Se sentó ante el escritorio para estudiar la versión final de su lista de sospechosos. Seleccionar los nombres de los posibles ladrones era un trabajo difícil y frustrante. Había decenas de personas que aparecían en todas las listas.

Eso no significaba que todos ellos hubieran aceptado las invitaciones, por supuesto. Durante cualquier temporada había momentos en que ciertas personas se convertían en niños mimados y recibían invitaciones, a todas las fiestas, pero en general sólo asistían a las más exclusivas. Nadie esperaba otra cosa.

Uno de los problemas era que Gideon no sabía cómo determinar quiénes habían aceptado la invitación y quiénes podían haberla desdeñado, pues ignoraba qué personas hacían furor en determinados períodos. Tras pasar seis años lejos de la alta sociedad, todo se tornaba muy complicado.

Cuando se abrió la puerta, Gideon estaba repasando la larga lista una vez más, en un esfuerzo por refinarla. El padre entró a paso vacilante y se detuvo.

—Tu esposa me dijo que debías de estar aquí —dijo.

—¿Deseaba usted algo, señor?

—Una palabrita contigo, si no te molesta.

Gideon se encogió de hombros.

—Tome asiento, por favor.

El conde cruzó la habitación y fue a sentarse al otro lado del escritorio.

—Ocupado, ¿eh?

—Es un proyecto en el que trabajo desde hace varios días.

—Comprendo. Bien… —Hardcastle paseó la mirada por la biblioteca y carraspeó un par de veces—. Ignorabas que Harriet nos hubiera mandado llamar, ¿verdad?

—Sí.

Hardcastle arrugó la frente.

—Tu señora tenía buenas intenciones, ya lo sabes.

—Reaccionó exageradamente a una situación que estaba completamente controlada.

—Sí. Bueno, espero que no hayas sido muy duro con ella, anoche. Sé que estabas fastidiado.

Gideon enarcó una ceja.

—Harriet y yo discutimos el asunto. No tiene usted qué preocuparse por ella.

—¡Demonios, hijo! ¿A qué se debió todo eso? ¿Un duelo con Morland? ¿Por qué diablos se te ocurrió retar a Morland?

—Porque atacó a Harriet en el museo del señor Humboldt. Ella se salvó golpeándolo en la cabeza con un gran bloque de piedra. Por desgracia, Morland sobrevivió a la experiencia, de modo que lo desafié. En realidad, era todo muy sencillo pero Harriet se alarmó.

—¿Qué Morland atacó a Harriet? —Hardcastle estaba obviamente escandalizado—. ¿Cómo pudo hacer eso?

Gideon estudió la lista de invitados que tenía ante sí.

—Probablemente porque sabía que no podría seducirla como a Deirdre. —Y tachó uno de los nombres.

—¡A Deirdre!

Hubo un largo silencio. Gideon, sin levantar la vista, seguía revisando los nombres. Por fin Hardcastle preguntó:

—¿Me estás diciendo que, hace seis años, Morland sedujo a Deirdre Rushton?

—Sí. Creo haber mencionado, una o dos veces, que ella tenía amores con otro hombre y que yo nunca la había tocado.

—Sí, pero…

—Pero usted pensó que ese hijo era mío —concluyó Gideon—. Recuerdo haberlo negado en un par de ocasiones, pero nadie me prestó mucha atención.

—Era hija de un párroco… —Pero no había calor defensivo en la voz del padre; sólo una gran tristeza—. Y ella dijo que el niño era tuyo. ¿Por qué mintió, si pensaba matarse?

—Me lo he preguntado muchas veces. Lo cierto es que Deirdre dijo muchas mentiras en ese tiempo. ¿Qué importaba una más?

Hardcastle arrugó las cejas.

—¿Sabías por entonces que Morland se acostaba con ella?

—Me lo dijo ellas misma, esa última noche. Más adelante, cuando todo terminó, no pude demostrarlo. En esa época Morland estaba casado y su pobre esposa ya tenía demasiadas penas.

—¿Su esposa? Sí, creo recordarla vagamente. Una criatura muy melancólica, sin fibra.

Gideon hizo una pausa para recordar.

—Se decía que él la trataba mal. No encontré motivos para acusarlo públicamente de seducir a Deirdre. Nadie me habría creído. Sólo habría causado más preocupaciones a la triste señora Morland.

—Comprendo. Me di cuenta de que ya no frecuentabas a Morland, pero supuse que él te había vuelto la espalda, como todo el mundo. En cambio fuiste tú quien cortó la amistad.

—Sí.

—Fue una época difícil para todos —dijo Hardcastle—. Tu hermano había muerto meses antes. Tu madre no se recuperaba del golpe.

—Tampoco usted —observó Gideon, frío—. Yo empezaba a comprender que no se recobraría jamás.

—Era mi primogénito —comentó el conde, lentamente—. Por mucho tiempo fue mi único hijo. Tras el nacimiento de Randal, tu madre pasó varios años sin poder concebir. Él era lo único que teníamos, pero también era todo lo que uno esperaba de su heredero. Resultaba casi inevitable que fuera el preferido, aun después de que llegaste tú.

—Fue también inevitable que yo me esforzara en vano por ocupar su lugar ante usted, señor. Eso estaba muy claro.

Hardcastle lo miró a los ojos.

—Como he dicho, perder a Randal fue un gran golpe. Y tan poco después, tener que enfrentar el escándalo provocado por la muerte de Deirdre… Necesitábamos tiempo para adaptarnos, Gideon.

—Sin duda. —El hijo siguió estudiando sus listas. Cuando menos estaban conversando sin gritarse. Era la primera vez que podían discutir el pasado en tono razonable—. Hay algo que me gustaría saber. De las otras cosas que se decían ¿creyó usted alguna?

Hardcastle frunció las cejas.

—No seas estúpido. Nunca creímos, ni por un momento, que tuvieras algo que ver con la muerte de tu hermano. Admito haber pensado que te habías portado mal con Deirdre Rushton, pero ni tu madre ni yo pensamos por un solo instante que fueras un asesino.

Gideon se enfrentó a la firme mirada de su padre, con visible alivio.

—Me alegro. —Nunca había sabido con certeza qué creían sus padres y qué no. Seis años antes circulaban muchos rumores, cada uno peor que el anterior.

—¿En qué estás trabajando? —preguntó Hardcastle, después de un momento.

Gideon, aunque vacilando, decidió explicárselo.

—Como le he dicho, continúo buscando el cerebro oculto tras la banda de ladrones que utilizaba las cuevas.

—Dijiste que debía de ser alguien aceptado por la alta sociedad y también interesado en los fósiles. Eh… también mencionaste que yo era un candidato posible —murmuró Hardcastle.

Gideon levantó la vista y detectó un brillo irónico en los ojos de su padre.

—Lo tranquilizará saber que lo he retirado de la lista de sospechosos, señor.

—¿Sobre qué base?

—Sobre la base de que usted no ha estado actuando en la alta sociedad. Se requiere alguien que se mueva libremente por Londres, asistiendo a fiestas y a reuniones similares —dijo Gideon—. Usted y mi madre llevan años enteros viviendo en Hardcastle House como dos ermitaños.

—Por mi salud, ya sabes. —El conde le envió una mirada astuta.

—Tal como Harriet me hizo ver anoche, su salud no le impidió correr a la capital en cuanto recibió la nota.

—Últimamente me siento algo mejor.

Gideon sonrió serenamente.

—Sin duda por la esperanza de tener pronto un nieto.

Hardcastle se encogió de hombros.

—Ya es hora, sobradamente… Pero esa lista parece muy larga.

—Me está costando descubrir quién pudo conocer las cuevas de Upper Biddleton. Cada vez que hago averiguaciones en mi club descubro algún otro miembro que se interesa por los fósiles. No tenía idea de que hubiera tanta gente fascinada por los huesos viejos.

—Quizá yo pueda ayudarte. En la época en que recolectaba fósiles conocí a muchos que tenían la misma inclinación. Puede que reconozca algunos de esos nombres.

Gideon vaciló por un momento. Luego hizo girar la hoja para que su padre pudiera estudiarla.

—Interesante —comentó Hardcastle, distraído, mientras la recorría con un dedo—. Creo que puedes tachar a Donnelly y a Jenkins. Por lo que recuerdo, rara vez salen de Londres y no irían, por cierto, a un sitio tan poco elegante como Upper Biddleton. Su interés por los fósiles es limitado. Gideon echó un vistazo a su padre y se inclinó para poner una marca junto a esos dos nombres.

—Muy bien —dijo, tieso.

—¿Puedo preguntarte por qué estás tan decidido a atrapar a ese hombre misterioso?

—En cuanto volvamos a Upper Biddleton, Harriet irá directamente a su preciosa cueva. Debo asegurarme de que no corra peligro allí. Y sólo estaré tranquilo cuando sepa que el jefe de esa banda ha sido encarcelado. La próxima vez, mi esposa podría tropezar directamente con los malhechores y no sólo con el botín.

Hardcastle lo miraba con agudeza.

—Comprendo. ¿Crees que el jefe volverá a las cuevas?

—No hay motivos para que no organice una operación similar, en cuanto se haya acallado el ruido. Ha de saber que no puedo pasarme la vida en Upper Biddleton, vigilando la playa. Y el plan en sí funcionó muy bien hasta que Harriet entró por casualidad en esa cueva. Sí, creo que puede intentarlo otra vez.

Hardcastle entretejió las cejas.

—En ese caso tendremos que poner manos a la obra. —Echó un vistazo a los dos nombres siguientes—. Restonville y Shadwick harían ruborizar a Midas con la fortuna que tienen. No necesitan organizar una banda de ladrones.

—Muy bien. —Gideon tachó otros dos nombres.

Continuaron trabajando por varios minutos más; la lista se abreviaba poco a poco. En medio de la tarea entraron Harriet y lady Hardcastle, vestidas para salir. Gideon y su padre se levantaron cortésmente.

—Queríamos avisaros que salimos de compras, milord —dijo Harriet, alegremente—. Su madre ha expresado el deseo de ver las últimas modas.

—Necesito desesperadamente un sombrero nuevo y telas para uno o dos vestidos —aseguró lady Hardcastle, dedicando a su nueva una sonrisa vacilante.

A Gideon no se le pasó desapercibida esa expresión. Al parecer, su esposa comenzaba a conquistar a su madre, como a todo el mundo.

—No hay como una expedición de compras para dar a dos mujeres la oportunidad de conocerse bien —comentó la joven, con energía—. Su madre y yo tenemos mucho en común, milord.

Gideon enarcó una ceja.

—¿Por ejemplo?

—Usted, por supuesto. —Sonreía de oreja a oreja.

Lady Hardcastle paseaba una mirada nerviosa entre el esposo y el hijo.

—Veo que estáis ocupados.

—Bastante —dijo el conde—. Estamos revisando la lista de sospechosos.

—¿Qué sospechosos? —inquirió Harriet, con los ojos muy abiertos.

Gideon lanzó un gruñido gemebundo.

—Quería advertirle que no dijera nada, señor —musitó a su padre.

—¿De qué sospechosos se habla? —interpeló la joven.

—Busco a alguien que pueda haber organizado la banda de ladrones que invadió las cuevas —explicó Gideon, brevemente—. Tengo motivos para creer que es una persona recibida en los mejores salones. Además, debe haber tenido oportunidad de conocer las cavernas de los acantilados.

—¿Un coleccionista de fósiles, quizá?

El vizconde asintió a su pesar.

—Sí, muy posiblemente.

—Qué idea brillante. Los coleccionistas de fósiles suelen ser muy inescrupulosos, como le he dicho, milord —comentó Harriet, con el entusiasmo en los ojos—. Tal vez yo pueda ayudar. Conozco a muchos coleccionistas de Londres y varios de ellos me resultan tenebrosos.

Gideon sonrió tristemente.

—La gran mayoría de sus colegas le resulta indigno de confianza, Harriet. No me parece que su opinión nos ayude a acortar mucho la lista. Aun así, puede darme los nombres de quienes componen su Sociedad de Fósiles y Antigüedades, para que con mi lista.

—Por cierto. Me ocuparé de eso en cuanto volvamos.

Lady Hardcastle echó una mirada a su esposo.

—¿Quiénes figuran, hasta ahora?

—Varias personas. Es una lista bastante larga —respondió él.

—¿Puedo verla? —La condesa flotó hasta el escritorio.

Harriet la siguió para mirar por encima de su hombro.

—Dios mío… ¿Cómo pensáis descubrir al culpable entre tantos sospechosos?

—No será fácil —reconoció Gideon—. Sugiero que os pongáis en camino, señoras. Mi padre y yo tenemos mucho trabajo.

Lady Hardcastle estudiaba la lista con el entrecejo fruncido.

—No veo aquí el nombre de Bryce Morland. Creo que nunca se interesó por los fósiles, pero conocía bien los alrededores de Upper Biddleton.

Gideon enfrentó la mirada interrogante de su madre.

—He estudiado la posibilidad de que Morland estuviera detrás de esto. Por cierto, no tendría escrúpulos en dedicarse al robo. Pero no creo que fuera él. En todo caso, no tenemos por qué preocuparnos: ha abandonado el país.

—Muy cierto. —Lady Hardcastle seguía estudiando la lista.

—¿Y Clive Rushton? Tampoco figura aquí, y en otros tiempos fue un coleccionista ávido. —Miró a su esposo—. Si mal no recuerdo, fue él quien lo familiarizó a usted con este pasatiempo, querido.

Hubo un agudo silencio. El conde se removía en la silla, inquieto.

—Ese hombre era mi párroco. No es del tipo que puede dirigir una banda de ladrones.

Gideon se sentó con lentitud, contemplando a su madre con aire pensativo.

—En un principio lo incluí en la lista, pero lo retiré al notar que no figuraba en las listas de invitados a muchas casas donde se produjeron robos. También por eso retiré a Morland. En hombre que busco es invitado a los hogares más exclusivos de la gente bien. Rushton y Morland no se movían en esos círculos.

—Caramba, eso no quiere decir nada —aseguró lady Hardcastle, como al desgaire—. En noches de baile o grandes cenas, las mejores casas están llenas a reventar. Si no se presentara un verdadero gentío, la fiesta sería un fracaso. Se supone que cada uno debe presentar su invitación a la entrada, pero ya se sabe lo que pasa; como las escalinatas y los vestíbulos están siempre atestados, cualquiera puede escabullirse.

—Su madre tiene razón, milord —señaló Harriet, apresuradamente—. Una persona bien vestida, que parezca ir en compañía de un invitado, se filtra sin dificultades en un salón atestado. En semejante gentío. ¿Quién repara en un huésped más?

Gideon tamborileó con los dedos en el escritorio.

—Bien puede ser.

El conde parecía estupefacto.

—¡Claro que sí! Hasta sería posible esperar a que la fiesta esté en lo mejor y entrar entonces desde los jardines. Nadie se daría cuenta.

—En ese caso —dijo Gideon, pensando con celeridad—. Rushton es un candidato viable. Y también Morland. Caramba, lo mismo puede decirse de muchos otros.

Hardcastle levantó una mano.

—Sigue en pie el hecho de que ese cerebro debe conocer muy bien las cuevas de Upper Biddleton. Eso impedirá que la lista crezca demasiado.

—Supongo que sí.

—Si necesitáis orientación sobre las costumbres de la gente bien, podéis consultar con Harriet y conmigo. —Lady Hardcastle se puso los guantes, sonriente—. Vamos, Harriet, en marcha. Estoy deseando volver a caminar por la calle Oxford. Allí había una pequeña sombrerera francesa que creaba tocas exquisitas.

—Sí, por supuesto —dijo Harriet, amable. Pero sus ojos se demoraban en la lista de Gideon. Era obvio que habría preferido trabajar en ella.

—Oh, a propósito —agregó lady Hardcastle, deteniéndose en el umbral—: es hora de que Harriet organice su propia fiesta. Yo la ayudaré. Las invitaciones saldrán esta tarde. Que nadie se comprometa para el martes próximo.

Gideon esperó a que las dos hubieran salido para mirar a su padre a los ojos.

—Es posible que Harriet tenga razón —dijo, lentamente.

—¿Con respecto a qué?

—A que debo explicarme y consultar a los otros cuando trazo mis planes. Esta mañana he progresado más que en todos los días anteriores con mi lista de sospechosos.

El conde rió entre dientes.

—No eres el único que ha aprendido unas cuantas cosas, últimamente. Oye, tengo otra idea. ¿Por qué no visitamos esta tarde algunos de mis clubes? Puedo renovar algunas relaciones y hacer unas cuantas preguntas. Quizá pueda ayudarte a acortar esta lista un poco más.

—Muy bien.

Gideon cayó en la cuenta de que, en algún momento de esa mañana, había llegado a aceptar la idea de que su padre lo acompañara en la empresa. La sensación le resultaba extraña, pero no desagradable.

* * *

Cuando Gideon y su padre entraron en el club hubo un murmullo de sorpresa. Varios viejos amigos saludaron al conde con la cabeza, complacidos de verlo después de tantos años.

Pero antes de que nadie pudiera acercárseles se presentaron Applegate y Fry.

—¿Compartimos unas copas de oporto, señores? —invitó el joven, jubiloso, mirando a Hardcastle—. Estamos brindando por el éxito de St. Justin, que se ha deshecho de Morland. Supongo que usted está enterado, lord Hardcastle. En toda la ciudad no se habla de otra cosa. El cobarde huyó al continente para no enfrentarse a su hijo.

—Eso me han dicho.

—Digo yo… Eso arroja una luz muy distinta sobre esas cosas desagradables que ocurrieron hace seis años —declaró Fry. Y se inclinó confidencialmente hacia el conde—. Lady St. Justin ha puesto en claro uno o dos aspectos de ese asunto, ¿sabe usted?

—¿Ah, sí? —Hardcastle aceptó una copa de oporto.

—Y ahora, todo este asunto de Morland viene a demostrar que todos esos chismes estaban completamente equivocados —concluyó Fry—. Sin duda alguna, St. Justin no es ningún cobarde y no teme luchar por el honor de una dama. Más aún: ha demostrado que está dispuesto a cumplir con su deber de caballero, cuando así corresponde.

—Es lo que decía lady St. Justin desde un principio. —Applegate meneó la cabeza—. ¡Cómo son los chismes! Mala cosa, sí.

Dos o tres hombres más se acercaron para presentar sus respetos a Hardcastle. Luego se volvieron hacia Gideon.

—Supe lo de Morland —dijo uno de ellos—. Estamos mejor sin él. Nunca acabé de confiar en ese hombre. En la temporada anterior le había echado el ojo a mi hija. Querría apoderarse de la herencia, sin duda. La pequeña tonta se creía enamorada de él. No fue fácil quitarle esa idea de la cabeza.

—Digo yo —manifestó su compañero a Gideon—: mi esposa comenta que usted ha regalado a su señora una yegua espectacular. Está envidiosa y quiere que yo elija un caballo nuevo para ella. Me gustaría que usted me diera su opinión en la próxima venta de Tattersall, el jueves.

—No pensaba asistir a esa venta —dijo Gideon.

El hombre asintió deprisa, ruborizado de bochorno.

—Comprendo, comprendo. No quise molestar. Sólo se me ocurrió que usted podía darme un consejo, si por casualidad se presentaba por allí.

Gideon captó la mirada de advertencia que le lanzaba su padre y se encogió de hombros.

—Por supuesto. Si el jueves me encuentro cerca de Tattersall, será un placer señalarle uno o dos animales adecuados para su señora.

El caballero se iluminó.

—Se lo agradezco. Bueno, me voy. Seguramente nos veremos esta noche en el baile de los Urskin. Dice mi esposa que estaremos allí. Asegura que irá todo el mundo para encontrarse con usted y con lady St. Justin.

* * *

Todo el mundo, o cuando menos toda la gente bien, se mostró esa noche en el salón de los Urskin. Y de inmediato fue obvio que iba a rendir pleitesía a Gideon y Harriet.

De la noche a la mañana, lord y lady St. Justin eran los mimados de la sociedad. La presencia de los condes de Hardcastle era un nuevo honor para la orgullosa anfitriona.

Effie y Adelaide estaban muy emocionadas al verse emparentadas con una pareja tan elegante. Para Felicity, todo aquello resultaba muy divertido.

En lo mejor de la velada, Hardcastle buscó a su hijo, que estaba cerca de una ventana. Por primera vez en la noche se encontraba a solas y estaba disfrutando de ese momento de paz.

—Es asombroso que hayas hecho tantos amigos en los últimos tiempos. —Hardcastle observaba la multitud sorbiendo su champán.

—¿Verdad que sí? Al parecer, por lo que a la alta sociedad concierne, he limpiado la mancha de mi honor. Todo se lo debo a mi asombrosa mujercita.

—No —replicó el padre, con inesperada fiereza—. Gracias a tu esposa has recuperado la reputación a los ojos de la alta sociedad. Pero tu honor estuvo siempre limpio y sin mácula.

Gideon quedó tan sorprendido que estuvo a punto de dejar caer su copa de champán. Se volvió hacia el padre sin saber qué decir. Por fin logró pronunciar:

—Gracias, señor.

—No tienes nada que agradecerme —murmuró el conde—. Me enorgullece que seas mi hijo.