Capítulo 8
El misterioso diente salió de la roca con asombrosa facilidad, junto con un pequeño trozo de mandíbula fosilizada. Harriet aplicó la maza y el cincel con la delicada precisión aprendida de su padre y en muy poco tiempo tuvo el fósil en la mano.
Era un diente muy grande, en forma de pala; no estaba simplemente adherido al hueco de la mandíbula, sino montado en la correspondiente concavidad. Diente de carnívoro, decidió Harriet. De un carnívoro muy grande.
Lo examinó a la luz de la lámpara que había colgado del soporte clavado en la pared de la caverna. No podía estar segura mientras no hubiera investigado un poco, pero tenía la certeza de no haber hallado nunca uno similar. Tampoco existía nada parecido en la colección de su padre.
Con un poco de suerte sería un resto de alguna especie hasta entonces desconocida. Si no se lo identificaba, ella podría escribir un artículo para presentarlo al mundo.
Habían pasado dos días desde aquella fatídica noche pasada con Gideon. Con el fósil entre las manos, Harriet paseó la mirada por la caverna que le había cambiado la vida. Los bienes robados habían sido retirados por el señor Dobbs, bajo la supervisión de Gideon y el magistrado de la zona. Tampoco estaban ya allí los sacos de lona que les sirvieron de cama.
Sin soltar el diente fósil, Harriet se acercó al sitio donde había pasado la noche, entre los brazos de Gideon. Los ardientes recuerdos estuvieron a punto de abrumarla una vez más. Recordó el desnudo deseo en sus ojos, el sudor de su frente y los músculos acordonados de sus hombros. Esa noche lo había visto en el límite de su autodominio.
Pero su principal preocupación era el dolor que le estaba causando. Había hecho todo lo posible por reducir su molestia, aunque era obvio que la pasión lo impulsaba.
Harriet se estremeció al recordar la sensación de recibir a Gideon dentro de ella. La llenaba tan por completo que era casi parte de ella. Por un momento atemporal estuvieron más unidos de lo que hubiera creído posible. Esa desquiciante intimidad no era simplemente algo físico. Harriet tenía la sensación de haber tocado a Gideon en el alma. Y sabía que él había llegado hasta la de ella.
Ese desacostumbrado vuelo poético la sobresaltó.
—Tonterías —murmuró en voz alta. Probablemente todas las damiselas pensaban esas cosas después de haber cometido la locura de entregar la virginidad antes del casamiento. Era preciso justificar de algún modo la temeridad.
Pero tal vez esas inclinaciones poéticas eran perdonables. Al fin y al cabo, estaba decididamente enamorada.
Desde aquella noche estaba segura. En realidad, lo sabía aún antes de hacer el amor con Gideon. Lo que le rompía el corazón y le anudaba el estómago era saber que Gideon sólo se casaba con ella por una cuestión de honor.
No había modo de disuadirlo. Su buen nombre estaba ya demasiado maltrecho. No permitiría que eso volviera a ocurrir, mucho menos en circunstancias tan similares. Su orgullo era una herida abierta y estaba dispuesto a actuar contra cualquier cosa que lo amenazara.
Harriet recogió su lámpara y salió lentamente de la caverna, el sitio donde había descubierto que el amor no era tan sencillo ni tan dulce como ella suponía.
Era mucho más fácil lidiar con acertijos sepultados en la piedra, como ese bello diente fósil, que comprender el carácter complejo de un hombre como Gideon. A un hombre como Gideon sólo había que aceptarlo y amarlo.
Era demasiado orgulloso para explicarse ni para pedir comprensión.
* * *
Felicity entró a brincos en el estudio, justo cuando Harriet se disponía a dibujar el diente encontrado en la caverna.
—Ah, estabas aquí. Ya lo suponía. —La muchacha cerró la puerta y se sentó—. ¿Cómo puedes trabajar con esos horrendos huesos viejos con todo lo que está ocurriendo?
Harriet levantó la vista.
—Si quieres saber la verdad, en estos días el trabajo me sirve de refugio.
—¡Ja! En tu lugar estaría muy ocupada planeando mi guardarropa. ¡Piensa, Harriet! ¡Vas a ser condesa!
—Vizcondesa.
—Oh, bueno, sólo por ahora. Pero algún día, cuando muera el padre de St. Justin, te convertirás en la condesa de Hardcastle. ¡Imagínate! ¡Los cambios que eso va a provocar en mi vida!
Harriet enarcó las cejas.
—¿En tu vida?
—Pues claro. Ya no tengo tanta necesidad de casarme bien. Cuando llegue a Londres, si acaso llego, podré disfrutar un poco en vez de lanzarme a la caza de un marido adecuado. ¡Qué alivio!
La mayor dejó la pluma para respaldarse en la silla.
—No me había dado cuenta de que te sintieras presionada, Felicity.
—Oh, por supuesto que sí. Sabía que tú y tía Effie contabais con que yo me asegurara el futuro con un buen casamiento. —Felicity sonrió con alegría—. Y habría cumplido con mi deber, por supuesto. Después de todo, no quiero ser una carga. Pero ahora estoy libre.
Harriet se masajeó las sienes.
—Perdona. No sabía que pensaras así de nuestros planes. Sólo creía que, si te llevábamos a Londres, atraerías a muchísimos candidatos excelentes y podrías enamorarte de alguno.
—Dudo seriamente de que el amor y lo práctico vayan de la mano con mucha frecuencia —apuntó Felicity, seca.
—Supongo que tienes razón. Mira en qué situación me encuentro yo.
—¿Qué tiene de malo, tu situación? A mi modo de ver es muy agradable, por cierto, St. Justin te gusta mucho. No lo puedes negar. He visto la expresión de tus ojos cuando hablas de él.
—Me gusta, sí —murmuró Harriet, pensando que era una frase demasiado descolorida para expresar sus sentimientos por Gideon—. Pero el hecho es que sólo se casa conmigo por cuestiones de honor.
Felicity frunció las cejas.
—Por Dios, Harriet, por supuesto que debe casarse contigo, aunque la señora Stone sigue prediciendo que no lo hará. Al fin de cuentas, te ha ultrajado. —Hizo una pausa significativa—. Porque te ultrajó, ¿verdad? Oh, bueno, el hecho en sí no tiene importancia, como dice tía Effie. Lo que importa son las apariencias.
Harriet entornó los ojos para mirar a su hermana.
—¿Cómo has hecho para llegar a tu edad tan falta de delicadeza, querida hermana?
—Probablemente porque te tengo como hermana y, hasta ahora, has sido siempre muy franca con respecto a casi todo. No tienes roce social, como dice siempre tía Effie.
Harriet asintió con sombría resignación.
—Sospechaba que, de algún modo, todo acabaría siendo culpa mía. Últimamente todo en esta casa parece ser culpa mía.
—Con que compadeciéndonos, ¿eh?
—Sí —murmuró la mayor—. Si quieres saber la verdad, siento un poco de lástima por mí misma.
—En tu lugar, mi querida y ultrajada hermana, daría gracias a mi buena estrella por casarme con el responsable de mi ultraje. ¿Sabes lo que se dice en la aldea?
—No, y dudo que quiera saberlo.
—Bueno, se habla mucho sobre la captura de los ladrones, por supuesto, pero tu situación despierta mucho más interés.
Harriet gimió:
—Se explica.
—Dicen que la historia se repite —reveló Felicity, con alegre dramatismo—. Aseguran que la Bestia de Blackthorne Hall ha deshonrado a otra joven e inocente hija de párroco, que pronto se descubrirá abandonada.
Harriet frunció el ceño.
—¿Saben que St. Justin y yo estamos comprometidos?
—Sí, por supuesto, pero no creen que él llegue al casamiento. Están convencidos de que correrás la misma suerte que la pobre Deirdre.
—¡Tonterías! —Harriet recogió su pluma y se dedicó al trabajo—. Si de algo puedo estar segura, en esta desdichada situación, es de que voy a casarme. Todos los demonios del infierno no lograrían impedir que St. Justin se portara como un caballero.
—Ojalá. Si no lo hace nos encontraremos en una situación muy incómoda.
El ruido de unos cascos en el camino de entrada impidió que Harriet respondiera. Felicity se levantó precipitadamente para mirar por la ventana.
—St. Justin —anunció—. ¿Dónde compra esos caballos? Son verdaderos monstruos. ¿A qué vendrá ahora, con esa cara tan ceñuda?
—Eso no quiere decir nada. Casi siempre está ceñudo.
Felicity giró en redondo para echar un vistazo al aspecto de su hermana.
—Lo menos que podrías hacer es quitarte ese horrible delantal y enderezarte la cofia, Harriet. Date prisa. Pronto serás vizcondesa. Debes aprender a vestirte como corresponde.
—No creo que St. Justin preste atención a mi ropa. —Aun así, Harriet se quitó el delantal y empezó a luchar con su pelo.
En el vestíbulo resonó la voz de la señora Stone.
—Voy a anunciar su visita a la señorita Pomeroy, señor.
—No se moleste. Llevo prisa. Se lo diré yo mismo.
Harriet giró hacia la puerta del estudio en el momento en que se abría.
—Buenos días, milord —saludó, con una sonrisa brillante—. No lo esperábamos.
—Lo sé. —Gideon no se molestó en devolverle la sonrisa. Vestía ropa de montar y su expresión confirmaba lo dicho por Felicity: estaba ceñudo, aún más que de costumbre—. Lo siento mucho, Harriet, pero debía venir yo mismo sin anunciarme o enviar a un mensajero. Y me pareció mejor venir yo mismo a explicarme.
Harriet lo miró con creciente alarma.
—¿De qué se trata, milord? ¿Ocurre algo malo?
—He recibido un mensaje de mi padre, que ha empeorado y quiere verme. Parto inmediatamente hacia Hardcastle House. No sé cuándo podré regresar.
—Oh, Gideon, lo siento mucho. Espero que se mejore.
La expresión del vizconde no se ablandó.
—Suele mejorar en cuanto llego. No es la primera vez que me llama a su lecho de muerte. Pero como nunca se sabe cuándo ocurrirá de verdad, debo acudir.
—Comprendo.
—Le dejaré mi dirección de Hampshire. —Él se quitó un guante y la esquivó para acercarse al escritorio. Tomando la pluma, garabateó algunas líneas en el papel que ella pensaba utilizar para el dibujo del diente. Al terminar enderezó la espalda y le puso el papel en la mano, mirándola a los ojos con muda intención—. Si hay algo que yo deba saber, envíeme una nota de inmediato, ¿entendido?
Ella tragó saliva; le estaba diciendo que se comunicara inmediatamente con él si se descubría embarazada.
—Sí, milord. Lo mantendré informado.
—Perfecto. Me voy, pues. —Gideon volvió a ponerse el guante y le plantó las manos en los hombros. Luego la atrajo hacia sí para besarla con áspera urgencia.
Por el rabillo del ojo, Harriet vio que su hermana los observaba llena de asombro. Adivinó lo que estaría pensando; los caballeros de buena crianza nunca besaban a las damas en público. Era una conducta escandalosa, propia de la Bestia de Blackthorne Hall.
Antes de que Harriet pudiera reaccionar, Gideon salió del estudio. Un momento después se cerró la puerta de la calle y el matraqueo de los cascos se alejó por el camino.
Felicity miró a Harriet con los ojos ensanchados por el interés.
—Cielo santo, ¿así te besó al ultrajarte? Reconozco que me pareció apasionante.
La hermana mayor se dejó caer en la silla.
—Si dices una palabra más sobre esa noche, Felicity, juro que voy a ahorcarte. Te aconsejo que seas prudente. Ahora que has abandonado tu decisión de casarte bien, ya no eres tan valiosa como antes para esta familia.
Felicity rió como una niñita.
—Lo tendré en cuenta. De cualquier modo, fue una gran suerte que tía Effie no presenciara esa despedida.
En ese momento se abrió la puerta de par en par y Effie entró en el estudio, con los ojos llenos de espanto.
—¿Qué significa esto? —acusó—. ¿Así que St. Justin estuvo aquí? La señora Stone asegura que vino a romper el compromiso.
Harriet soltó un suspiro.
—Tranquilízate, tía Effie. Vino a decir que va a casa de su padre; al parecer, está moribundo.
—¡Pero el compromiso no se ha anunciado formalmente! ¡No hemos publicado la noticia en los periódicos!
—Cuando regrese habrá tiempo de sobra para las formalidades —aseguró Harriet, sin alterarse.
La señora Stone asomó en el umbral, con los ojos encendidos por la victoria.
—No volverá —susurró, lúgubre—. Ya lo esperaba. Os lo dije. Pero vosotras no me prestasteis atención. Ahora se ha ido. No volveréis a verlo. La pobre señorita Harriet quedará abandonada a su horrible suerte.
Harriet le echó una mirada de alarma.
—No vaya usted a desmayarse, señora Stone. No estoy de humor para eso.
Pero ya era demasiado tarde. La señora Stone puso los ojos en blanco y se derrumbó.
* * *
A la mañana siguiente llegó la carta de tía Adelaide. Effie la abrió durante el desayuno para leerla en voz alta ante Felicity y Harriet, con creciente entusiasmo.
Queridísimas hermana y sobrinas:
Me encanta poder deciros que he acabado con el duelo y los procuradores. Por fin tengo a mi disposición la fortuna que el avaro de mi esposo logró acumular y pienso gastarla a manos llenas. El buen Dios sabe que me he ganado hasta el último penique.
He alquilado una casa en Londres por lo que resta de la temporada y quiero que las tres vengáis a reuniros conmigo de inmediato. No perdáis un momento, que pronto la temporada estará en lo mejor. Dejadlo todo. Aquí nos haremos todas de guardarropas nuevos.
En mi nuevo testamento me ocupo de que Harriet y Felicity reciban al casarse respetables porciones de mi herencia. Además, lo que reste de mi fortuna, si no pudiera gastarla toda antes de abandonar esta tierra, será para mis dos encantadoras sobrinas.
Vuestra,
Adelaide.
Effie elevó los ojos al cielo, estrechando la carta contra el pecho.
—Estamos salvadas. Ésta es la respuesta a mis plegarias.
—¡Qué buena, la vieja tía Addie! —dijo Felicity—. Se mantuvo firme ante todo y por fin echó mano de ese dinero. La pasaremos de perlas. ¿Cuándo partimos?
—Enseguida —decidió Effie, enérgica—. No perderemos un segundo. ¡Imaginad! ¡Las dos sois herederas!
—No tanto —señaló Harriet—. Tía Addie dice que tratará de gastar lo que pueda de su fortuna. ¿Quién sabe cuánto dejará?
—En Londres nadie lo sabe —adujo Effie, práctica—. La gente bien sólo sabe que ambas recibiréis respetables porciones de esa herencia. Eso es lo que cuenta. —Echó un vistazo al reloj—. Haremos que la señora Stone vaya a la aldea y nos reserve asientos en el coche del correo. Debemos preparar el equipaje de inmediato. Quiero que las dos estéis listas para partir a primera hora de mañana.
—Un momento, tía Effie, por favor. —Harriet dejó su cuchara—. Para Felicity ésta es una estupenda oportunidad, por cierto, pero yo no necesito ir a Londres. Tampoco lo deseo. Hoy he empezado a trabajar en un descubrimiento muy interesante. Hasta ahora he sacado sólo un diente, pero tengo muchas esperanzas de encontrar más restos de ese animal.
Effie dejó su taza de café, con súbita pasión en los ojos verdiazules.
—Tú nos acompañarás, Harriet, y no se hable más del asunto.
—Pero acabo de decirte que no tengo deseos de ir a la capital. Ve con Felicity. Os divertiréis a mares. Yo estoy muy satisfecha aquí, en Upper Biddleton.
Effie insistió con mucha firmeza:
—Creo que no comprendes, Harriet. Ésta es una oportunidad dorada, no sólo para Felicity, sino también para ti.
—¿Por qué? —inquirió Harriet, fastidiada—. ¡Si ya estoy comprometida en matrimonio! Yendo a la capital no conseguiría nada.
La expresión de la tía se tornó astuta.
—Ya que vas a ser vizcondesa pronto y condesa algún día, deberías aprender a comportarte en sociedad. Al fin y al cabo, no querrás que tu esposo deba avergonzarse de ti en el futuro, ¿verdad?
Harriet quedó atónita. No había tenido en cuenta ese aspecto de la situación.
—Lo último que deseo es que St. Justin pase vergüenza por mi culpa —reconoció lentamente—. Dios sabe que ya ha sufrido demasiadas humillaciones en esta vida.
Effie sonrió con satisfacción.
—Pues bien, aquí tienes la oportunidad de prepararte debidamente para la nueva posición que vas a ocupar.
Felicity sonrió de oreja a oreja.
—Es una oportunidad perfecta para que adquieras roce social, Harriet.
—Pero ¿y mi diente? —adujo la joven, desesperada—. ¿Qué pasará con mis fósiles?
—Esos fósiles han estado sepultados en la piedra desde antes del diluvio —le recordó Effie, despreocupada—. Bien pueden esperar algunos meses más para que tú los examines.
Felicity se echó a reír.
—Tía tiene razón, Harriet. Y vas a ser vizcondesa. Realmente, deberías aprender a moverte un poco entre la gente bien. No sólo por el bien de St. Justin, sino también por su familia. Has de querer la aprobación de sus padres, ¿no?
—Bueno, sí, por supuesto. —Harriet frunció el ceño. Luego se le ocurrió una idea: en Londres tendría la posibilidad de investigar sobre su diente. Quizá pudiera averiguar si era realmente una pieza única—. Supongo que puedo distraer algunas semanas para ir a la capital y adquirir un poco de roce.
—Excelente —aprobó tía Effie, con una sonrisa.
Harriet asintió con la cabeza.
—Muy bien. Voy a escribir a St. Justin para contarle lo que ocurre. —Su expresión se iluminó—. Tal vez, cuando pase la crisis de su padre, pueda reunirse con nosotras allá.
—Tal vez. Pero yo no contaría con eso. —La expresión de Effie era más calculadora que nunca—. En realidad, querida, sería mejor que no mencionáramos mucho lo de tu… eh… compromiso.
La sobrina la miró, espantada.
—¿Qué no mencionemos eso? ¿Qué quieres decir, tía Effie?
La tía carraspeó, limpiándose delicadamente los labios con la servilleta.
—Lo cierto es que no hay ningún anuncio oficial, querida mía. Por lo que sabemos, St. Justin no se ha molestado siquiera en hacer publicar la noticia en los periódicos. Y sería muy presuntuoso de nuestra parte anunciarlo nosotras. Así que, mientras él no se ocupe del asunto…
Harriet levantó la barbilla.
—Creo que empiezo a comprender, tía Effie. La señora Stone te ha puesto algunas dudas en la cabeza, ¿no? No estás del todo segura de que yo no haya sido ultrajada y abandonada.
—No sólo por la señora Stone tengo estas preocupaciones —admitió Effie, con tristeza—. En la aldea no se habla más que de la suerte que vas a corres. Los vecinos, lo que aseguran conocer a St. Justin, están convencidos de que eres objeto de una jugarreta cruel. Debes reconocer que no pinta muy bien, esto de que haya abandonado la aldea de buenas a primeras.
—El padre está muy enfermo, por Dios —replicó Harriet.
—Eso dice él —murmuró Effie, viendo entrar a la señora Stone con un plato de tostadas—. Pero ¿Qué sabemos de seguro?
Harriet la fulminó con una mirada furiosa.
—St. Justin no mentiría sobre algo así. Comienzo a ver hacia dónde apuntas, tía Effie. No estás segura de que St. Justin se comporte como un caballero.
—Bueno…
—Tienes esperanzas de ir a Londres como si nada hubiera ocurrido. Lo que quieres ocultar ¿es mi compromiso o los rumores sobre lo que sucedió en esas cuevas?
Effie le clavó una mirada de acero.
—Ahora que vas a heredar, Harriet, se pueden silenciar muchas cosas. Más aún: es posible que los rumores de tu deshonra no nos sigan hasta Londres. Upper Biddleton está muy lejos de la gente bien.
—No voy a permitir que calles lo de mi compromiso —declaró Harriet—. Es un hecho, lo creas o no. Iré a Londres para aprender a moverme en la sociedad y por motivos que yo sé. Pero no pondré un pie fuera de upper Biddleton para que me pongas en el mercado matrimonial como si fuera una joven heredera inocente. Aunque no estuviera comprometida, tengo ya demasiada edad para ese papel.
—¡Bravo! —exclamó Felicity—. ¡Bien dicho, Harriet! Yo seré la joven heredera inocente y tú puedes ser la mujer misteriosa. Y lo mejor de todo esto es que no necesitaremos esforzarnos para conseguir esposo. Nos divertiremos, simplemente. ¡La cuestión está decidida! Vamos las tres a la capital.
Effie clavó en su sobrina menor una mirada significativa.
—Espero no tener que enfrentar ningún otro incidente desastroso como el que ha sucedido aquí, en Upper Biddleton. Basta con una mujer deshonrada en la familia.
* * *
En cuanto Gideon entró en el comedor diario de Hardcastle House vio la carta dirigida a él, en la bandeja de plata que contenía la correspondencia de la mañana. Aun antes de romper el sello adivinó que la carta era de Harriet. Su letra era como todo lo suyo: algo lleno de energía, muy original y obviamente femenino.
Se le ocurrió de inmediato que sólo había un motivo para que Harriet le escribiera tan pronto: para informarle que creía estar embarazada. La perspectiva le provocó una profunda oleada de satisfacción y posesividad. Conjuró una imagen de Harriet, redondeada y blanda por el embarazo, y otra con el bebé en los brazos. Ambos cuadros eran muy agradables.
Y no le costaba imaginar a Harriet dibujando un fósil con la derecha mientras sostenía a un crío contra el pecho con el brazo izquierdo.
En un principio Gideon había preferido que ella no estuviera encinta. Con enfrentarse a la perspectiva del casamiento, la muchacha ya tenía bastante; para ella era una idea perturbadora. Por su parte, él quería aplacar un poco los chismes en Upper Biddleton, por el bien de Harriet. Habría sido bonito dejar en claro, ante todos los interesados, que no tenían prisa en llegar al altar.
Al fin y al cabo, la muchacha era hija de un párroco.
Pero decidió que un casamiento apresurado, bajo licencia especial, era muy aceptable. Tenía una innegable ventaja: la posibilidad de poner a Harriet directamente en su lecho. La idea le hizo correr una oleada de calor por las venas.
—Buenos días, Gideon.
El vizconde levantó la vista de la carta hacia su madre. Margaret, condesa de Hardcastle, entró por la puerta como si flotara. Esa mujercita de aspecto frágil era mucho más fuerte de lo que parecía, y Gideon no lo ignoraba, pero siempre daba la impresión de estar suspendida a dos o tres centímetros de suelo. Había en ella algo etéreo y delicado, que casaba bien con su pelo de plata y los colores pastel que acostumbraba usar.
—Buenos días, señora. —Gideon esperó a que el mayordomo hubiera acercado la silla a su madre para sentarse a la mesa. Puso la carta de Harriet junto a su cuchillo, para leerla después. Aún no había informado a sus padres lo del compromiso.
Como de costumbre, el padre de Gideon, se había recuperado estupendamente poco después de la llegada del hijo, ya avanzada la noche anterior. Sin duda se presentaría a desayunar.
—Veo que has recibido una carta, querido. —Lady Hardcastle hizo un gesto al lacayo, que le sirvió el café—. ¿Alguien que yo conozca?
—La conocerá usted pronto.
—¿Es una mujer? —Lady Hardcastle detuvo la cuchara por encima de la taza, clavando en Gideon una inquisitiva mirada de pájaro.
—Todavía no he tenido tiempo para decirle que me he comprometido. —Gideon le dedicó una breve sonrisa—. Pero como mi padre parece haber superado por completo su reciente crisis, creo que debo mencionar la novedad.
—¡Que te has comprometido! ¿Hablas en serio, Gideon? —Los ojos de lady Hardcastle perdieron en parte su aire de ave, reemplazado por un destello de sorpresa, incertidumbre y quizá de esperanza.
—Muy en serio.
—Es un gran alivio saberlo, aunque no la conozca. Comenzaba a temer que tu pasada experiencia te hubiera hecho abandonar definitivamente la idea del casamiento. Y como tu querido hermano ya no está con nosotros…
—… Soy el único que puede proporcionar un heredero a Hardcastle —concluyó Gideon, sin rodeos—. No necesita usted recordármelo, señora. Tengo perfecta conciencia de que mi padre está preocupado al ver que no cumplo con mi deber en ese aspecto.
—¿Es preciso que siempre interpretes los comentarios de tu padre del peor modo posible, Gideon?
—¿Por qué no, si él hace otro tanto con los míos?
En ese momento se produjo una conmoción a la puerta. El conde de Hardcastle hizo su aparición, escoltado por uno de los lacayos, que lo llevaba del brazo; de cualquier modo, era obvio que su señoría estaba mucho mejor. El solo hecho de que se molestara en bajar la escalera para desayunar era prueba sobrada: ya no sentía los dolores de pecho por lo que había hecho llamar a Gideon.
—¿Qué es esto? —acusó Hardcastle. Sus ojos dorados, tan parecidos a los del hijo, mostraban la leve opacidad de los años, pero aún eran notables por su fiereza. El conde tenía sesenta y nueve años, pero mantenía el porte atlético de su juventud. Era corpulento, casi tanto como Gideon. El pelo escaso se había vuelto de plata, como el de su esposa. La edad no ablandaba mucho su cara ancha, de huesos fuertes—. ¿Qué es eso de que te has comprometido?
—Así es, señor. —Gideon se levantó de la mesa para servirse la comida caliente del aparador.
—Ya era hora. —Hardcastle ocupó su asiento, a la cabecera de la mesa—. Por todos los diablos, hombre, podrías haberte molestado en mencionarlo antes. No es una nimiedad, ¿sabes? Eres el último de la estirpe; tu madre y yo comenzábamos a preguntarnos cuándo harías algo al respecto.
—Ya está hecho. —Gideon se decidió por unos embutidos con huevos y volvió a su silla—. Haré que mi prometida os visite en cuanto sea posible.
—Deberías habérnoslo dicho antes de pedir su mano —lo reprobó lady Hardcastle.
—No hubo tiempo. —Gideon ensartó una salchicha con el tenedor—. El compromiso se produjo, por necesidad, sin aviso previo. Y es posible que la boda sea igualmente apresurada.
Los ojos del conde se llenaron de furia.
—¡Por Dios, hombre! ¿Vas a decirme que has arruinado la reputación de otra mujer?
—Sé que ninguno de vosotros me cree, pero yo no arruiné la reputación de la primera. En cambio, sí soy responsable de lo ocurrido a la segunda. —Gideon sintió el espanto de su madre y el enojo del conde, que se vertían en oleadas hacia él. Se concentró en sus embutidos—. Fue por accidente, pero la cosa está hecha. Y voy a casarme.
—No puedo creerlo —le espetó el conde, tenso—. Pongo a Dios como testigo: no puedo creer que hayas arruinado a otra muchacha.
Gideon apretó el cuchillo entre los dedos, pero mantuvo la boca cerrada. Aunque se había prometido no reñir con su padre en esa visita, no existía ninguna esperanza de evitar esa escena. Él y su padre no podían estar juntos por más de cinco minutos sin estallar.
Lady Hardcastle le clavó una mirada apaciguadora y luego se volvió hacia su iracundo esposo.
—Cálmese, querido. Si continúa así le dará otro ataque.
—Si me derrumbo en esta misma mesa, será culpa de éste. —El conde señaló a Gideon con el tenedor—. Basta ya. Danos los detalles y ahórranos este suspenso.
—No hay mucho que decir —manifestó Gideon, sin alzar la voz—. Se llama Harriet Pomeroy.
—¿Pomeroy? ¿Pomeroy? Así se llamaba el último párroco que designé para Upper Biddleton. —El conde echaba chispas por los ojos—. ¿Hay algún parentesco?
—Es la hija.
—Oh, Dios mío —susurró lady Hardcastle—. ¡Otra hija de párroco! ¿Qué has hecho, Gideon?
Con una fría sonrisa, el hijo rompió el sello de su carta y la abrió.
—Tendréis que preguntar a mi novia cómo ocurrió todo esto. Ella asume plena responsabilidad por todo. Y ahora, si me excusáis mientras leo su nota, pronto podré deciros si hará falta una licencia especial para casarnos.
—¿Has dejado a esa pobre niña en mal estado? —bramó el conde.
—Dios del cielo —murmuró lady Hardcastle.
Gideon frunció el entrecejo, dedicado a leer rápidamente la carta de Harriet.
Estimado señor:
Cuando reciba usted estas líneas estaré en Londres, aprendiendo a ser una digna esposa. Mi tía Adelaide (quizá recuerde que se la mencioné) ha recibido, por fin, el dinero de su difunto esposo y nos llama a todas a la capital. Así presentaremos a Felicity en sociedad y; según me informa tía Effie, yo recibiré un roce social que me permita no causarle bochorno a usted en el futuro. Es el principal de los motivos por lo que he aceptado este viaje. Para serle completamente sincera, habría preferido quedarme en Upper Biddleton. Estoy muy entusiasmada por el diente descubierto en nuestra caverna. (Quiero recordarle nuevamente que no debe usted hablar con nadie de él; hay ladrones de fósiles por todas partes). Pero comprendo que, como hija de párroco, es mucho lo que ignoro sobre la buena sociedad. Como dice tía Effie, usted necesita una esposa que conozca de esas cosas. Confío aprenderlas pronto para poder regresar a mis fósiles.
Tengo la esperanza de aprovechar mi estancia en Londres para hacer investigaciones que me permitan identificar ese diente. La perspectiva me anima y torna más agradable la idea del viaje.
Partimos por la mañana. Si desea usted ponerse en contacto conmigo, puede hacerlo por intermedio de mi tía Adelaide, cuya dirección adjunto. Pido a Dios que su padre esté mejor. Sírvase presentar mis saludos a sus señora madre.
A propósito. Con respecto a eso otro asunto que tanto lo preocupaba, permítame decirle que puede quedarse tranquilo. No habrá necesidad de apresurar la boda.
Suya.
Harriet.
«Maldición», pensó Gideon, mientras plegaba rápidamente la carta. Sólo ahora caía en la cuenta de lo mucho que lo seducía la posibilidad de una boda apresurada.
—No. Mi prometida no está encinta. Por desgracia. Ha ocurrido algo mucho más desastroso.
Lady Hardcastle parpadeó.
—Dios bendito, ¿puede haber algo peor?
—La han llevado a Londres para darle roce social. —Gideon devoró el resto de sus embutidos y se puso de pie—. Ya que no va usted a morir, milord —dijo a su padre—, debo ponerme en camino de inmediato.
—Maldita sea, Gideon, vuelve aquí —rugió Hardcastle—. ¿Qué pasa? ¿Por qué quieres ira ahora a la capital?
Gideon se detuvo en el vano de la puerta, impaciente.
—No puedo demorarme, señor. Me altera los nervios imaginar a Harriet en Londres.
—Tonterías. —Lady Hardcastle frunció el entrecejo—. No hay nada que te altere los nervios, Gideon.
—No conoce usted a Harriet, señora.