Capítulo 20

Harriet levantó la lámpara para estudiar la caverna con atención. Fue un gran alivio comprobar que no había señales de que alguien hubiera estado trabajando allí con maza y cincel. Los fósiles atrapados en la piedra continuaban aún sanos y salvos.

Jubilosa, colgó la lámpara de su cuña puesta en la pared y abrió su saco de herramientas. Esa mañana estaba de excelente ánimo, porque ella y Gideon se estaban entendiendo de maravilla en los últimos días.

La noche anterior se había sentido más cerca de él que nunca. La pasión de su marido estaba impregnada de una emoción que superaba, decididamente, la amabilidad. Probablemente él no se había dado cuenta, pero Harriet llevaba esa certeza junto al corazón.

Esa mañana había despertado con el convencimiento de que Gideon no tardaría en recordar cómo se amaba. La certidumbre la llenó de tanta felicidad y energía que corrió a trabajar en cuanto notó que la marea estaba baja.

Maza y cincel en mano, se acercó al sitio de donde había extraído el gran diente de reptil. Decidió comenzar por allí. Si tenía mucha suerte, quizá quedara un hueso de mandíbula. Habría sido muy útil contar con una buena porción. Aplicó el cincel a la piedra y comenzó a astillar la roca con suavidad.

Quizá fue el rítmico resonar del metal contra la piedra lo que le impidió oír al hombre que se aproximaba por el pasaje de fuera. O quizá su concentración era tal que no prestó ninguna atención al sonido apagado de las botas.

Tal vez estaba demasiado habituada a pensar que esas cuevas eran su propiedad privada.

Cualquiera fuese el motivo, cuando la voz resonante de Clive Rushton habló desde la entrada de la caverna, Harriet dejó caer el cincel con un grito de sorpresa.

—Supuse que no tardaría usted mucho en venir a estas cuevas, cuando estuviera en Upper Biddleton. —Rushton asentía con glacial satisfacción—. Fui yo quien envió la nota, por supuesto. La señora Stone ha viajado para visitar a su hermana. Muy conveniente.

—Dios mío, qué susto me ha dado, señor. —Harriet giró en redondo, en tanto el cincel rebotaba en el suelo de piedra.

—Estaba seguro de que, si sus fósiles corrían algún riesgo, usted vendría a la carrera. No hay como el ávido entusiasmo de un verdadero coleccionista. Yo también lo experimenté, en otros tiempos.

Al notar que el antiguo párroco tenía una pistola, Harriet apretó la maza en la mano. El arma apuntaba hacia ella.

—¡Reverendo Rushton! No comprendo. ¿Se ha vuelto loco? ¿A qué se debe todo esto?

—Se debe a muchísimas cosas, lady St. Justin. Al pasado, al presente y el futuro. —Los ojos del hombre ardían con un fuego terrible. La miraba como si estuviera midiéndola para prepararle una cámara en el infierno—. Es decir: mi pasado, su presente y mi futuro. Porque usted no tiene futuro, querida mía.

—Baje esa pistola, señor. Sí que está loco.

—Eso dirían algunos, supongo. Es que no comprenden.

—¿Qué es lo que no comprenden? —Harriet se obligó a conservar la calma. De alguna manera vaga, percibía que su única esperanza era hacer hablar a Rushton. No sabía qué hacer con el tiempo así obtenido, pero quizás ocurriera un milagro.

—No comprenden todos los trabajos que me tomé para hacer que mi bella Deirdre se casara con St. Justin —dijo Rushton, cargada de ira su grave voz—. Tuve que sacrificar al primogénito de Hardcastle.

—¡Buen Dios! ¿Mató usted al hermano de Gideon?

—Fue muy fácil. Él acostumbraba cabalgar por los acantilados todas las mañanas. Fue cuestión de asustar al caballo con un disparo de pistola, un día de invierno. —Los ojos del párroco adquirieron una súbita expresión reflexiva, como si contemplara algo completamente distinto—. El caballo se espantó, pero no logró arrojar a su jinete. Corrí hacia él. Su amo adivinó mis intenciones y desmontó de un salto, pero ya era demasiado tarde. Yo estaba muy cerca.

Harriet se sintió descompuesta.

—Y empujó a Randal hacia el borde del acantilado, ¿no? Lo asesinó.

Rushton asintió con la cabeza.

—Fue sencillo, como he dicho. Le diré: el primogénito de Hardcastle ya estaba comprometido con otra. Nunca había demostrada ningún interés por mi bella Deirdre. Pero el hijo menor sí. Oh, sí. Desde el momento en que la vio, St. Justin no pudo resistirse a ella. Yo sabía que la deseaba. ¿Y quién no, si era encantadora?

—Pero ella no lo amaba, ¿verdad?

La cara de Rushton se tensó en una máscara de furia.

—La pequeña tonta dijo que no soportaba tenerlo cerca. Tuve que obligarla a aceptar el cortejo de St. Justin. Ella se proclamaba enamorada de otro. Alguien a quien llamaba «mi bello ángel».

—Bryce Morland.

—Yo no sabía quién era ni me importaba. —La cada del párroco se contrajo en un gesto desdeñoso—. Me bastaba saber que era un don nadie. Y casado, para colmo. Con la hija de un comerciante, nada más. Era obvio que no tenía dinero ni título propio.

—¿Y eso era lo que usted deseaba? ¿Qué Deirdre se casara con un hombre acaudalado y de buena familia?

Rushton pareció atónito.

—¡Por supuesto! Ella era mi único capital, ¿comprende usted? Lo único con que yo podría recuperar el lugar que me correspondía en el mundo. Yo debería haber tenido poder y fortuna, peor el inútil de mi padre lo perdió todo en el juego siendo yo niño. Nunca le perdoné que arrojara mi fortuna a los vientos.

—Y por ésos buscó otro medio de adquirir la riqueza y la posición social que su padre había perdido.

La mirada del hombre se oscureció.

—Cuando Deirdre se convirtió en una joven hermosa, comprendí que podía utilizarla como cebo para atraer al hijo de alguna familia poderosa. Una vez emparentado con personas de la clase debida, yo tendría acceso al poder y a los privilegios que se consiguen con el dinero. Después de todo, sería el suegro. Por medio de Deirdre podría obtener lo que deseaba.

—Trataba de sacar provecho de su hija.

—Ella tenía la obligación de obedecerme —adujo Rushton, con fiereza—. Era demasiado hermosa para malgastarse en brazos de un hombre que no pudiera brindar nada a su familia. Pero pronto la hice entrar en razones. Le dije que, después de casarse con St. Justin, podría darse gusto con quien se le antojara. No era estúpida y comprendió. Dijo que se casaría con el mismo demonio con tal de tener a su ángel en los brazos.

—Oh, Dios —susurró Harriet.

—Pero todo salió mal. —La voy de Rushton se elevó en un grito de furia angustiosa—. La pequeña tonta se entregó a su amante sin esperar a la boda con St. Justin y acabó con un hijo en el vientre. El bastardo de su amante. Comprendió que debía seducir a St. Justin de inmediato, para persuadirlo de que el bebé era suyo.

—Pero su plan no resultó, ¿verdad? St. Justin olfateó algo raro.

—Deirdre era una tonta. Una condenada tonta. Lo arruinó todo. Vino a contarme lo que había pasado. Dijo que buscaría el modo de no tener ese bebé. Pero ya era demasiado tarde para casarla con St. Justin. Ella había hablado con exceso. Me costó creer que fuera tan estúpida. Reñimos.

Harriet aspiró hondo, captando algo por intuición.

—¿En el estudio?

—Sí.

—Y usted la mató, ¿no? Disparó contra ella y luego fingió que la muchacha se había quitado la vida. Por eso no dejó ninguna nota. Porque no se suicidó. Fue asesinada. Por su propio padre.

—Fue un accidente. —Los ojos de Rushton se abultaban, enloquecidos—. No quería matarla. Pero ella no cesaba de gritar que iba a fugarse con su amante. Descolgué la pistola de la pared. Sólo quería amenazarla, pero… Algo salió mal. ¿Por qué no obedeció a su padre, por qué?

—Usted tendría que estar en el manicomio.

—Oh, no, lady St. Justin. No estoy loco. En realidad, estoy muy cuerdo. —Rushton sonrió—. Y soy muy sagaz. ¿Quién cree que organizó la banda de ladrones que utilizaba esta caverna?

—¿Fue usted?

Rushton asintió.

—Conozco muy bien estas cuevas. Necesitaba dinero, ¿comprende usted? Deirdre había muerto y ya no podía asegurarme el futuro casándola con algún heredero.

—Así que acabó por buscar otra fuente de ingresos.

—Al aplicar mi mente al problema caí en la cuenta de que, en los salones de Londres, había tesoros en abundancia. Y eran fáciles de tomar. Al principio me limité a apoderarme de alguna pequeñez, que vendía rápidamente, antes de que se notara su falta. Pero luego vi la oportunidad de obtener ganancias mucho mayores. Se requería tiempo y un lugar para esconder la mercancía. Y me acordé de estas cuevas.

—Pero St. Justin deshizo su banda de ladrones.

—Por usted —apuntó Rushton, fríamente—. Usted me arruinó el plan nuevo, tal como Deirdre me había arruinado el primero. Se casó con el hombre que habría debido casarse con mi hija. Lo salvó del castigo que le aplicaba el veredicto de la alta sociedad. Usted lo arruinó todo.

Rushton levantó la pistola.

Harriet sintió la boca seca y dio un paso atrás, aunque no habría cómo huir. Si el primer disparo fallaba, quizá tuviera tiempo para llegar a ala entrada de la caverna antes de que el hombre pudiera recargar o atraparla, pero sabía que las posibilidades de escapar eran pocas.

—Con matarme no logrará nada —susurró, dando otro paso atrás. Había oído decir que las pistolas eran bastante imprevisibles, como no fuera a corta distancia. Cuanto más lejos estuviera de ese hombre cuando él apretara el gatillo, mayores serían las posibilidades de que el primer disparo no diera en el blanco.

—Por el contrario —murmuró Rushton—. Matándola lograré muchas cosas. Para empezar, estaré vengando. Y su esposo cargará con la culpa de este asesinato, con lo cual mi dulce Deirdre también quedará vengada.

—Fue usted quien mató a su hija, no St. Justin.

—Por culpa de él. Fue culpa de él —bramó Rushton.

—Nadie creerá que mi esposo me asesinó. St. Justin no es capaz de hacerme daño y todo el mundo lo sabe.

—No, señora, nadie lo sabe. Es cierto que ahora cuenta con los favores de la alta sociedad. Pero cuando usted aparezca muerta en estas cuevas la gente pensará que la Bestia de Blackthorne Hall ha vuelto a sus antiguas costumbres. Hace seis años no tardaron en volcarse contra él. Esta vez ocurrirá lo mismo.

—No es cierto.

Rushton se encogió de hombros, levantando la pistola un poco más.

—Dirán que, probablemente, se creyó traicionado. ¿Qué mujer no buscaría un amante si se viera obligada a enfrentarse todas las noches con la cara desfigurada de la Bestia de Blackthorne Hall?

—No es una bestia. Nunca fue una bestia. ¡No diga eso! —Harriet, en un arrebato de furia ciega, arrojó la maza contra Rushton.

El párroco la esquivó, dejando que rebotara contra la pared de la cueva. Luego giró velozmente para apuntar la pistola. Su dedo comenzó a apretar el gatillo.

—¡Rushton! —resonó la voz de Gideon en toda la caverna, levantando ecos en las paredes.

El hombre giró en redondo y disparó la pistola en un solo movimiento. Gideon había vuelto a esconderse en el pasaje, interponiendo por un instante el muro de piedra entre su cuerpo y la bala.

—¡Gideon! —gritó Harriet.

La balo golpeó contra la roca, desprendiendo un trozo de pared. En el instante en que los fragmentos se estrellaban contra el suelo, Gideon se lanzó por la entrada y colisionó contra Rushton.

Los dos cayeron con un horrible golpe seco y rodaron juntos. Harriet, horrorizada, vio que la mano de Rushton encontraba a ciegas el cincel que elle había dejado caer.

Lo levantó en el puño, en el momento en que Gideon caía sobre él.

—Te mataré como maté a tu hermano. Tenías que casarte con mi Deirdre. ¡Todo se arruinó! —Aulló con ira, mientras impulsaba la herramienta hacia los ojos del vizconde.

Gideon levantó el brazo para bloquear el golpe en el último momento. A viva fuerza le llevó la mano hacia el suelo y allí le retorció la muñeca hasta hacerle soltar el cincel.

Luego se incorporó para estrellar un puño enorme contra la mandíbula de Rushton.

El párroco quedó laxo e inconsciente.

Por un momento Harriet no pudo moverse.

—¡Gideon! —Corrió hacia él para arrojarse en sus brazos—. ¡Oh, Dios mío! Él la estrujó contra su pecho.

—¿Estás bien?

—Sí, Gideon. Él la mató. Él mató a Deirdre.

—Sí.

—Y a tu hermano.

—Sí, maldita sea su alma.

—Y fue desde un principio el cerebro de la banda. ¡Pobre señor Humboldt! ¡Tendremos que hacerlo poner inmediatamente en libertad!

—Yo me encargaré de eso.

—Me salvaste la vida, Gideon. —Harriet levantó la cabeza para mirarlo. Él la estrechaba con tanta fuerza que apenas podía respirar, pero no le importaba un ápice.

—Harriet… nunca en mi vida tuve tanto miedo como hace unos minutos, al notar que Rushton te había seguido a las cuevas. Nunca jamás vuelvas a hacerme pasar por algo así. ¿Me comprende, señora?

—Sí, Gideon.

Le rodeó la cara con esas manos enormes. Los ojos leonados se clavaron en los de ella, cargados de emoción.

—¿Cómo diablos se te ocurrió abandonar la cama tan temprano?

—Había bajamar y no podía dormir —adujo ella con suavidad—. Estaba deseosa de trabajar.

—Deberías haberme despertado para que te acompañara.

—Por Dios, Gideon, hace años que vengo sola a estas cuevas. Nunca hasta ahora habían sido peligrosas.

—Jamás volverás a entrar solo aquí. ¿Me has entendido? Si algo me impide acompañarte personalmente, vendrás con un lacayo o con alguien de la finca. No quiero que trabajes sola aquí.

—Muy bien, Gideon —dijo ella, por tranquilizarlo—. Si con eso te sientes mejor…

La estrechó otra vez.

—Pasará mucho tiempo antes de que me sienta mejor. Jamás olvidaré la imagen de Rushton apuntándote con una pistola. Por Dios, Harriet, ¿qué habría hecho yo sin ti?

—No lo sé —dijo ella, con la voz sofocada contra su pecho—. ¿Qué habría hecho, milord? ¿Me habría echado de menos?

—¿Echarte de menos? ¿A ti? Eso no es siquiera la sombra de lo que habría sentido. Maldita sea, Harriet…

Ella se las compuso para levantar la cabeza y le sonrió, con el corazón a todo vuelo.

—¿Sí, milord? —De pronto su mirada se posó en la roca, detrás del hombro de Gideon—. ¡Oh, por Dios, Gideon… mira!

Él la soltó para girar en redondo en una fracción de segundo, dispuesto a otra batalla, pero frunció el ceño. A la entrada de la caverna no había nadie.

—¿Qué, Harriet? ¿Qué pasa?

—Mira esto, Gideon. —Harriet dio dos pasos hacia la pared de la cueva, transfigurada por lo que veía.

La bala de Rushton había desprendido un trozo de roca en plano ancho. Las astillas, al desprenderse, revelaban otra capa de roca.

Incrustada en la sección puesta al descubierto se veía una magnífica maraña de huesos. Gigantescos fémures, tibias, vértebras y un cráneo muy extraño, todo en un mismo nido. Se veía parte de una mandíbula muy grande. En ella Harriet creyó distinguir el contorno de varios dientes que coincidían con el encontrado antes. Era como si la monstruosa bestia se hubiera acomodado para dormir, hacía muchísimo tiempo, sin despertar jamás.

—Mire eso, milord. —Harriet contemplaba el animal allí petrificado, abrumada por un descubrimiento sin paralelos—. Nunca he sabido de nada como esto. ¿No es una bestia extrañísima?

A sus espaldas Gideon se echó a reír. Sus tremendas carcajadas resonaron en las paredes de piedra. Harriet giró en redondo, sobresaltada.

—¿Qué lo divierte tanto, milord?

—Tú, por supuesto. Y tal vez yo mismo. —Gideon le sonrió de oreja a oreja, con los ojos encendidos por una fiera ternura—. Te amo, Harriet.

Ante esa declaración Harriet olvidó por completo a la bestia incrustada en la roca. Corrió de nuevo a los brazos de Gideon y allí permaneció por largo rato.

* * *

A principios de otoño llegaron de visita los condes de Hardcastle, el mismo día en que se había recibido el último número de las actas de la Sociedad de Fósiles y Antigüedades.

Los jardines de Blackthorne Hall aún estaban en plena explosión de flores otoñales La casa descansaba tranquilamente al sol, con las ventanas abiertas a la brisa del mar. En su interior y en las tierras circundantes había un agradable rumor de actividad. A la noche siguiente habría un baile para honrar la visita de los Hardcastle. Estaban invitados todos los vecinos de varios kilómetros a la redonda.

Cuando llegó el correo Gideon estaba desayunando. Mientras se servía los huevos, reflexionó placenteramente que Blackthorne Hall parecía ahora un verdadero hogar. En ese momento Owl entró en el comedor.

Harriet detectó el periódico en la bandeja.

—Llegó Actas. —Y se levantó de un brinco para correr a apoderarse de la publicación, antes de que Owl pudiera alcanzársela.

Gideon frunció el entrecejo en un gesto de desaprobación.

—No tienes por qué correr, querida. Ya te he dicho que ahora debes andarte con cautela.

El embarazo avanzado no había hecho que Harriet menguara su actividad. Aún se movía con energía y entusiasmo suficientes para agotar a un hombre. Claro que cuando se movía así en la cama el resultado era un agotamiento muy agradable.

No obstante, no quería que ella se exigiera demasiado en esa etapa. Era demasiado preciosa para arriesgarla.

Últimamente tenía que vigilarla con más atención que nunca. Harriet no tenía idea del comportamiento que debía observar una mujer en ese estado. Incluso la mañana anterior la había sorprendido tratando de bajar sola a las cuevas. Y no por primera vez.

La excusa fue la habitual: que todos en la casa estaban ocupados. Gideon se vio obligado a sermonearla severamente. Preveía una vida entera de sermones parecidos.

—¡Aquí está! —exclamó ella, mientras volvía a su asiento, con el periódico abierto en el índice—. «Descripción de la Gran Bestia de Upper Biddleton», por lady Harriet St. Justin. —Levantó la vista, con los ojos desbordantes de entusiasmo—. Por fin está en letras de molde, Gideon. Ahora todos sabrán que esa bestia me pertenece.

Él sonrió.

—Felicidades, querida. Pero creo que ya todos lo sabían.

—Creo que estoy de acuerdo. —Hardcastle intercambió una mirada sapiente con su esposa.

La condesa sonrió a Harriet.

—Me enorgullece decir que conozco a la descubridora de esos magníficos fósiles, querida.

Harriet estaba radiante.

—Gracias. No veo la hora de tener aquí a Felicity y a tía Effie. Esta tarde vendrán a tomar el té. —Hojeó las páginas que contenían su artículo—. Ellas no creían que saliera publicado.

—Me atrevo a decir que será el principal tema de conversación entre los coleccionistas de fósiles, al menos por un tiempo —comentó el conde—. Se discutirá mucho sobre la existencia de un reptil tan gigantesco. Y usted se verá invadida por personas que querrán ver su bestia.

—Que discutan —dijo Harriet, alegremente. Luego miró a Gideon—. Sé que mi Bestia es muy rara y preciosa, por cierto.

Gideon le sostuvo la mirada desde la otra cabecera, temiendo ahogarse en el amor que veía en esos ojos. Volvió a preguntarse cómo había podido vivir tantos años, sepultado en la oscuridad de su propia cueva.

La verdad es que se había limitado a subsistir durante ese triste período, antes de conocer a Harriet, sin gozar de la vida, sin esperar nada del futuro. Ella lo había liberado para sacarlo a la luz del sol, tal como a los huesos de la antigua bestia del acantilado.

—Tu bestia no sería nada sin ti, amor mío —dijo, suave—. Aún estaría encerrada en la piedra.

* * *

Dos meses después Harriet dio a luz, sin dificultades, a un saludable varón. Pronto fue obvio que el bebé tendría los ojos leonados de su padre, además de su tamaño y su fuerza. También mostraba señales de un temperamento y una tozuda voluntad que a todos resultaba sumamente familiar.

Cuando Gideon puso al bebé aullante en los brazos de su madre, Harriet sonrió con melancolía.

—Temo que, entre los dos, hemos creado a la verdadera Bestia de Blackthorne hall, milord —dijo—. Basta oírlo rugir.

Gideon rió, más feliz de lo que habría creído posible.

—Tú lo domesticarás, amor mio. Nadie como tú para manejar a las bestias.

FIN