Capítulo 12

Gideon estudió el pequeño cuarto de la posada. Era lo mejor que el patrón podía ofrecerles, pero eso no significaba mucho. Había una sola cama, bastante pequeña.

—Confío en no haberla ofendido demasiado al decir al posadero que éramos marido y mujer. —Gideon se hincó sobre una rodilla para remover las brasas en el hogar. No necesitaba mirar hacia atrás para sentir la tensión de Harriet.

—No, no me molesta —dijo ella, con suavidad.

—Pronto será cierto.

—Sí.

Esa noche, por algún motivo, Gideon tenía demasiada conciencia de su propio tamaño. Se sentía torpe e incómodo en esa reducida habitación. Casi temía romper algo al moverse o al tocar cualquier cosa. A su alrededor todo parecía pequeño y frágil, incluida Harriet.

—No me pareció buena idea que usted pasara la noche sola en un cuarto —explicó, sin mirarla—. Si la acompañaran su hermana o su doncella sería distinto.

—Comprendo.

—Una mujer, sola en una posada, siempre corre peligro. En el salón de abajo hay ya varios tunantes ebrios. Cualquiera de ellos podría tener la ocurrencia de subir y probar las puertas.

—Desagradable perspectiva.

—Y si trascendiera que no somos marido y mujer, la gente dudaría de su reputación. —El fuego ya estaba encendido. Gideon se levantó para observar las llamas, que fluían en una alegro hoguera—. No faltarían las suposiciones desagradables.

—Comprendo. No me importa, Gideon. No se preocupe, por favor. —Harriet caminó hacia el fuego, alargando las manos para calentarlas—. Como usted ha dicho, muy pronto seremos marido y mujer.

Él le miró el perfil y sintió que todo su cuerpo reaccionaba con tensión. El fulgor de las llamas le doraba el rostro, rodeado de pelo suave y esponjoso. Gideon tuvo la sensación de que lo oía crepitar de vitalidad. Se la veía tan dulce y vulnerable…

—Caramba, Harriet, esta noche no voy a exigirle privilegios conyugales —murmuró—. Usted tiene derecho a que me domine y es lo que pienso hacer.

—Comprendo. —No lo miraba.

—Puedo haber perdido la cabeza en la cueva, aquella noche, pero eso no significa que sea incapaz de dominarme.

Harriet le echó una mirada breve y curiosa.

—Nunca pensé que usted fuera incapaz de dominarse, milord. Por el contrario: me parece el hombre más controlado de cuantos conozco. A veces me preocupa. A decir verdad, es el único rasgo que me inquieta de vez en cuando.

Él la observó con incredulidad.

—¿Le parece que me controlo demasiado?

—Supongo que se debe a los rumores salvajes que usted ha debido soportar en estos años —comentó Harriet, sin rodeos—. Ha aprendido a reservarse los sentimientos, quizá demasiado. A veces no estoy muy segura de lo que usted piensa.

Gideon se tironeó de la corbata, desanudándola deprisa.

—Muchas veces pienso lo mismo de usted, Harriet.

—¿De mí? —Ella dilató los ojos—. ¡Pero si rara vez me molesto en disimular, siquiera, mis emociones!

—¿De veras? —Él se dirigió a la única silla del cuarto y dejó caer la corbata sobre la espalda. Luego se quitó la chaqueta—. Quizá le sorprenda saber que no tengo idea de cuáles son sus sentimiento por mí, señorita Pomeroy. —Empezó a desabotonarse la camisa—. No sé si le resulto divertido, detestable u horriblemente molesto.

—Por Dios, Gideon…

—Por eso, sobre todo, me alarmó mucho saber que la habían sacado de la ciudad y la llevaban a Gretna Green. —Con la camisa abierta y suelta, se sentó en el borde de la cama para arrancarse una bota—. Bien podía pensar que merecía algo mejor que un vizconde agrio y de mala reputación.

Harriet lo estudió por un momento.

—A veces se muestra agrio, St. Justin, lo reconozco. Y también terco.

—Y tengo tendencias autoritarias —le recordó él—. Cosa muy lamentable, sin duda.

Él se arrancó la otra bota y la dejó caer al suelo.

—No sé mucho de fósiles ni de geología e ignoro las teorías sobre la formación de la tierra.

—Muy cierto, aunque parece muy inteligente. Supongo que podría aprender.

Gideon le echó una mirada áspera, por si lo estuviera provocando.

—No puedo cambiar de cara ni de pasado.

—No recuerdo habérselo pedido.

—Dígame, mujer —le espetó él, con aspereza—: ¿por qué demonios está tan deseosa de casarse conmigo?

Ella inclinó la cabeza a un lado, pensativa.

—Quizá porque tenemos muchas cosas en común.

—No diga tonterías. No tenemos nada en común, salvo una noche pasada en una cueva.

—Yo también tiendo a ser algo terca, de vez en cuando —comentó ella, pensativa—. Usted mismo dijo que era tiránica, cuando nos conocimos.

Gideon gruñó:

—Muy cierto, señorita Pomeroy, muy cierto.

—Y me apasiono por dientes y huesos antiguos al punto de olvidar las buenas costumbres; según me han dicho, a veces llego a la grosería.

—Su fascinación por los fósiles no es tan ofensiva —corrigió Gideon, magnánimo.

—Gracias, señor. Sin embargo, debo agregar que, al igual que usted, tampoco puedo cambiar de cara ni de pasado —continuó Harriet, como si estuviera haciendo una lista de artículos levemente dañados que deseara vender.

Gideon dio un respingo.

—Ni su cara ni su pasado tienen nada de malo.

—Por el contrario. Es imposible negar que no tengo la belleza de mi hermana. Ni lo de mi edad. Ya tengo casi veinticinco años; no soy exactamente una dulce y dócil colegiala.

Gideon vio una insinuación de sonrisa jugando en la boca suave. Algo, muy dentro de él, comenzaba a aflojarse.

—Bueno, es cierto —reconoció, lentamente—. Sin duda sería más fácil adiestrar a una pajarilla sin seso, que no hubiera aprendido a pensar por su cuenta. Pero como yo tampoco soy un pichón recién emplumado, no me atrevo a quejarme mucho de esa avanzada edad suya.

Harriet sonrió de oreja a oreja.

—Muy generoso de su parte, milord.

Gideon la miró con fijeza, consciente del apetito que le calentaba la sangre. Aquélla sería una noche larga.

—Hay sólo un detalle que me gustaría aclarar.

—¿Cuál, milord?

—Que usted es la mujer más hermosa de cuantas he conocido —susurró él, con dificultad.

Harriet quedó boquiabierta.

—Qué tonterías, Gideon. ¿Cómo puedo decir semejante cosa?

Él se encogió de hombros.

—No es más que la verdad.

—Oh, Gideon. —Harriet parpadeó deprisa. Le temblaban los labios—. Oh, Gideon…

Y voló a arrojarse en sus brazos.

Agradablemente estupefacto ante esa inesperada reacción, Gideon se dejó arrojar de espalda en la cama y ciñó a Harriet contra su pecho.

—Usted es el hombre más atractivo, apuesto y magnífico que yo haya visto —murmuró ella, tímidamente, contra su cuello.

—Además de sus pequeños defectos, veo que tiene usted mala vista. —Gideon le enhebró los dedos en la densa cabellera—. Pero dada la situación, se trata de una falta muy leve y, sin duda, sumamente útil.

—Si es verdad que me ve hermosa, su vista debe de ser tan mala como la mía. —Harriet rió como una niñita—. Y bien, milord: tenemos los mismo defectos. Es obvio que formamos la pareja ideal.

—Es obvio. —Gideon le sujetó la cara entre las manos para bajarle la boca hacia la propia.

Ella respondió al beso con una urgencia dulce y generosa que le puso la sangre a palpitar en las venas. Sus pechos resultaban increíblemente suaves a través de la pelliza y el vestido. Los dedos de Gideon se tensaron en su pelo.

—¿Gideon? —Harriet levantó un poco la cabeza para mirarlo con ojos extrañados.

—Dios, cómo te deseo. —Le estudió la cara, buscando desesperadamente alguna señal que lo autorizara a no actuar caballerescamente en vísperas del casamiento—. No imaginas cómo.

Las pestañas velaron la mirada de turquesa. Gideon vio un rubor en sus mejillas.

—Yo también lo deseo, milord. He soñado muchas veces con esa noche que pasamos juntos.

—A partir de mañana estaremos casados y pasaremos todas las noches juntos —juró él.

—Gideon, sé que nuestro casamiento se funda en la necesidad. Comprendo que usted se siente obligado a salvar mi reputación. Pero me pregunto…

—¿Qué? —A él lo impacientaba que Harriet racionalizara la situación, pero no sabía cómo corregir sus conclusiones. Al fin y al cabo, tenía razón: él le había propuesto casamiento para librarla de una situación comprometida.

—¿Cree usted —preguntó ella, con lentitud— que algún día puede llegar a enamorarse de mí?

Gideon quedó petrificado. Luego cerró los ojos por un instante, negándose a la esperanza que veía en esas pupilas.

—Quiero que haya mucha sinceridad entre nosotros, Harriet.

—¿Sí, milord?

Él abrió los ojos, sintiendo un dolor muy hondo en su interior.

—Hace seis años olvidé todo lo que sabía sobre el amor. Esa parte de mí ya no existe. Pero le doy mi solemne palabra de que seré un buen esposo. Cuidaré de usted y la protegeré con mi vida. No le faltará nada que yo pueda darle. Y seré fiel.

En los ojos de Harriet apareció un brillo de humedad, pero ella lo borró con un rápido parpadeo. Le temblaba la boca en una tímida sonrisa de femenil acogida.

—Bien, milord: puesto que ya nos encontramos en una situación totalmente comprometida, no veo por qué debemos postergar una noche más lo inevitable. Ante mí no necesita usted probar lo honorable de sus intenciones.

El cuerpo de Gideon estaba duro de deseo. La refulgente invitación en los ojos de Harriet lo dejaba sin aliento.

—¿Lo inevitable? —acusó, con voz ronca—. ¿Así ve usted el acto de amor conmigo? ¿Cómo un deber inevitable?

—No fue desagradable —le aseguró ella, deprisa—. No he querido insultarlo. En cierto modo, fue excitante. Tuvo sus buenos momentos, sin duda.

—Gracias —murmuró Gideon, seco—. Hice lo posible.

—Lo sé. Supongo que es preciso tener en cuenta lo incómodo de nuestra cama. No creo que un suelo de piedra sea muy apto para hacer el amor.

—No.

—Y su tamaño, milord, es un factor a agregar. Usted es un hombre muy grande. —Carraspeó discretamente—. Y las diversas partes de su cuerpo guardan proporción con su contextura general, tal como ocurre con los descubrimientos de fósiles. ¿Sabía usted que un diente permite, con frecuencia, deducir el tamaño de un animal?

Gideon lanzó un gruñido quejoso.

—Harriet…

—Bueno, no puedo decir que me haya tomado por sorpresa, claro —le aseguró ella—. Después de todo, tengo bastante experiencia en el cálculo de tamaños y formas basándome en el estudio detallado de unos pocos huesos y dientes incrustados en la roca. Usted era tal como cabía esperar, proporcionalmente hablando.

—Comprendo —logró decir Gideon, con voz casi estrangulada.

—Y en verdad, al recordar el incidente cabe asombrarse de que nos hayamos desempeñado tan bien esa primera vez. Tengo grandes esperanzas de que, en el futuro, esas cuestiones se desarrollen con facilidad.

—Basta, Harriet. —Gideon le aplicó contra la boca una palma suave, pero firme—. No soporto más. En algo tienes razón; en el futuro se desarrollarán con mucha más facilidad.

Los ojos de la joven se dilataron por sobre los dedos de Gideon, en tanto él la ponía de espaldas. Cuando comenzó a desatarle la pelliza ella le echó los brazos al cuello.

Gideon dejó escapar un gemido y le destapó la boca para besarla profundamente, invadido por las ansias. Nunca había necesitado a una mujer como necesitaba a Harriet.

Pero esa noche dominaría sus deseos hasta que Harriet hubiera descubierto la potencia de su propia pasión. Puesto que se le entregaba como presente, estaba decidido a pagarle del único modo posible.

Logró quitarle la pelliza y el vestido sin apartarse de ella. Cuando la tuvo sólo en camisa y medias, tiró suavemente de ella para ponerla de pie. Luego retiró el acolchado.

Gracias a Dios, las sábanas parecían razonablemente limpiar. No siempre sucedía así en las posadas. Y la idea de poseer a su dulce Harriet en un lecho infestado de piojos le resultaba insoportable. Ya era bastante malo haberla poseído por primera vez en la roca de una caverna. Ella merecía lo mejor.

En realidad, a ella no parecía importarle. Lo miraba con ojos soñadores, los labios entreabiertos. Cuando sonreía asomaban apenas esos lindos dientecitos superpuestos. Al parecer, no le molestaba que el fino hilo de la camisa dejara traslucir los pezones rosáceos.

Gideon cayó en la cuenta de que, estando con Harriet, se sentía bien. Ella lograba hacerlo sentir heroico, noble y orgulloso con su obvia fe. Por primera vez comprendió que haberla encontrado compensaba lo que había perdido, seis largos años antes, a los ojos de su padre y de la alta sociedad.

Harriet creía en él. Con eso bastaba.

—Eres encantadora —susurró, asiéndola por la cintura para levantarla contra su torso. Le besó los pechos, usando la lengua para mojar la delicada tela de la camisa hasta tornarla transparente. Harriet le apretó la carne entre las manos, echando la cabeza atrás, y gimió suavemente al sentir que él le mordisqueaba un duro pezón.

—Oh, Gideon.

—¿Te gusta eso, pequeña?

—Oh, sí, sí. Me gusta mucho. —Estiró los dedos contra el hombro del vizconde y dejó, estremecida, que le mordiera el otro pezón.

Gideon la bajó poco a poco hasta ponerla, una vez más, de pie frente a él, con los brazos rodeándole el cuello. Luego le quitó la camisa por encima de la cabeza y se arrodilló para quitarle las medias, sintiéndola estremecer ante ese íntimo contacto.

Se levantó a contemplar con ansias las dulces curvas de ese cuerpo, el contorno de las nalgas plenas, la graciosa columna, bañados por la luz del fuego. Con mucho cuidado, hundió los dedos en el triángulo de pelo oscuro que coronaba los músculos y sintió el estremecimiento que la recorría.

Deslizó un muslo entre las piernas de Harriet y la besó, mientras buscaba entre los rizos apretados la suave flor, escudo de secretos. La acarició con lentitud, apartando los pétalos.

Harriet murmuró su nombre con voz apagada y anhelosa, apartándole la camisa desabotonada para besarle el pecho. Su boca era como una mariposa contra la piel tensa. Le rozó los hombros con la punta de los dedos, echando la camisa atrás para seguir depositando pequeños besos en esa carne calentada por el fuego.

Lo trataba con tanto cuidado como a sus fósiles raros, según pensó Gideon, algo divertido y totalmente arrebatado por la experiencia. Ninguna otra mujer lo había tocado como a un frágil y exclusivo tesoro.

—No tienes idea de lo que me haces, Harriet.

—Me encanta tocarte. —Sus ojos estaban llenos de maravilla—. Eres increíble. Tan fuerte y poderoso, tan grácil.

—¿Grácil? —Gideon dejó escapar una risa ahogada—. Es la primera vez que me lo dicen.

—Pues lo eres. Te mueves como los leones. Es un placer mirarte.

—Ah, Harriet. Tienes mala vista, sí, pero ¿quién soy yo para quejarme?

Una vez más bajó la boca hacia la de ella. Cuando apartó la mano tenía los dedos mojados en su esencia; el perfume de su excitación sexual se le subió a la cabeza. Su virilidad palpitaba, henchida.

La levantó para depositarla en la cama. Ella, sin moverse, lo contempló mientras él acababa de desvestirse. Gideon le volvió la espalda por un momento, para arrojar los pantalones y la camisa a la silla. Luego vio que ella observaba con fascinación las señales de su cuerpo excitado.

—Tócame —propuso, acostándose junto a ella—. Quiero sentir tus manos, dulce mía. Tienes manos tan suaves…

Ella obedeció; al principio, movía los dedos con timidez, pero fue cobrando confianza. Tras explorar los contornos del pecho, deslizó la palma hasta el muslo y allí se detuvo.

—¿Quieres tocarme allí? —Apenas logró pronunciar las palabras de manera coherente. Lo invadía el deseo hasta sofocarlo.

—Me gustaría tocarte como lo haces tú. —Lo miraba con ojos luminosos—. Eres tan hermoso, Gideon…

—¡Hermoso! —Gruñó él—. Difícilmente, dulce mía.

—Tu hermosura masculina es la hermosura del poder y de la fuerza —susurró Harriet.

—No conozco esa hermosura masculina de la que hablas —murmuró él—. Pero me gustaría mucho que me tocaras esa parte, la que pronto estará dentro de ti.

Sintió que ella deslizaba los dedos a lo largo de la vara erguida. Danzaban con delicadeza sobre él, aprendiendo su forma y su textura. Eso fue casi demasiado. Gideon cerró los ojos, reuniendo todo su autodominio.

—Basta, pequeña —ordenó, apartándole la mano con pena—. Esta noche es para ti.

La puso nuevamente de espaldas, separando con una pierna los muslos suaves y lustrosos. Luego buscó con la mano el pequeño y sensible botón del deseo femenino.

Cuando lo halló, Harriet dejó escapar una exclamación ahogada y arqueó el cuerpo contra él.

—Por favor, Gideon. Oh, sí… ¡por favor!

Él levantó la cabeza para contemplar su rostro, sin dejar de acariciarla con un dedo. Era tan hermosa en la pasión… Verla retorcerse entre sus brazos lo llenaba de un respeto sobrecogido.

Se tomó un largo rato, dominándose para encender, lenta y seguramente, las hogueras interiores. Ella respondía de inmediato. Tanta buena suerte parecía imposible: ella lo deseaba.

Lo creía hermoso.

La besó en el cuello y en los pechos. Harriet se aferró de él, tratando de acercarlo más, y no comprendió que se apartaba para dejarle una sarta de besos ardientes en el vientre. Retorciéndole los dedos en el pelo, trató de atraerlo hacia arriba.

Pero Gideon tenía una meta fija. Resistiendo la dulce tentación de hundirse en ella de inmediato, le apartó las piernas un poco más y reemplazó el dedo mojado por la boca.

Harriet lanzó un grito ahogado, arqueando violentamente el cuerpo entero.

—¡Gideon! ¿Qué me has hecho? —gimió.

Y luego se echó a temblar. Gideon adivinó el momento del clímax y no esperó más. Pujó lenta y profundamente hacia adentro, en el momento en que la estremecían las pequeñas convulsiones. Esa vaina, suave y húmeda, se resistió por un momento a la invasión, pero luego se cerró en torno de él, envolviéndolo.

Penetrarla en ese momento fue una de las experiencias más gloriosas de Gideon. La encontró tan estrecha, tan caliente y suave como aquella primera vez, en la caverna, pero tuvo la satisfacción de saber que ya había alcanzado su propio alivio. Si en esa oportunidad sufría alguna molestia, no parecía notarlo.

—Harriet… Oh, Dios mío, Harriet, ¡sí!

Apenas logró tragarse el grito de triunfo. Ella cerró ferozmente los dedos entre su pelo y levantó las rodillas para abrirse aún más.

Gideon se perdió una vez más en ese fuego. La sensación era indescriptible. Harriet era suya, parte de él. En toda la tierra no había otra cosa que importara. Ni siquiera su honor perdido.

* * *

Cuando Gideon despertó, por fin, de un sueño ligero, el fuego del hogar estaba reducido a ascuas anaranjadas. Al sentir que Harriet le deslizaba el pie a lo largo de la pantorrilla comprendió qué lo había despertado.

—La suponía ya dormida —barbotó, estrechándola contra sí.

—Estaba pensando en lo que ha sucedido —murmuró Harriet.

Él sonrió, sintiéndose despreocupado por primera vez en años.

—Ah, señorita Pomeroy, ¿quién habría pensado que tendría usted una mente tan precoz? ¿Qué sucios pensamientos estaba concibiendo? Descríbamelos en detalle.

Ella le clavó un dedo en las costillas.

—Me refería a lo que sucedió cuando usted detuvo el vehículo de lady Youngstreet.

A Gideon se le borró la sonrisa.

—¿Qué hay con eso?

—Gideon, quiero su palabra de que no retará a duelo a Applegate.

—No se preocupe por eso, Harriet. —Besó un pecho caliente y suave.

Ella se incorporó sobre un codo para inclinarse hacia él, con expresión muy apasionada.

—Hablo en serio, milord. Quiero su palabra.

—No es asunto suyo. —Con una sonrisa, Gideon apoyó una mano en la dulce curva del vientre. Imaginaba su simiente plantada allí, quizá brotando ya. La idea volvía a excitarlo.

—¡Claro que es asunto mío! —insistió Harriet—. No voy a permitir que usted rete al pobre Applegate sólo porque él y sus compañeros salieron a pasear conmigo.

—¡Por Dios, Harriet, la secuestraron!

—Tonterías. Nadie pidió rescate.

Gideon frunció las cejas.

—Eso no viene al caso. Applegate trató de fugarse con usted y yo le ajustaré las cuentas. No hay más que decir.

—Hay mucho más que decir. Usted no disparará contra él, Gideon, ¿me entiende?

Él se estaba impacientando. Ya tenía la vara tensa de deseo renovado.

—No pienso matarlo, si es eso lo que la preocupa. No tengo ningún deseo de verme obligado a abandonar el país.

—¡Abandonar el país! —repitió ella, horrorizada—. ¿Es eso lo que pasará si usted mata a alguien en un duelo?

—Por desgracia, las autoridades están dispuestas a hacer la vista gorda ante ciertos aspectos del duelo, pero no pasan por alto una nimiedad tal como la de matar al adversario. —Gideon hizo una mueca—. Por mucho que lo merezca.

La joven se sentó en la cama.

—Eso ya es demasiado. No voy a tolerar que usted corra ningún riesgo.

Él le apoyó una mano en la pierna.

—¿No quiere verme abandonar el país?

—No, por supuesto —murmuró ella.

—Está usted exagerando, Harriet. Le he dado mi palabra de no matar a Applegate. Pero ha de comprender que no puedo dejar pasar sin castigo su actuación de hoy. Si se rumoreara que alguien me ha hecho semejante jugada sin castigo, lo más probable es que algún otro intente algo parecido. O peor.

—Tonterías. Es muy difícil que yo vuelva a abordar un coche en compañía de un desconocido. —Harriet abandonó la cama en busca de su camisa.

—Puede no ser un desconocido el próximo que la induzca a abordar un coche —observó Gideon, en voz baja—. Podría se alguien de su confianza.

—Imposible. Estaré en guardia. —Harriet comenzó a pasearse frente al fuego moribundo. El resplandor de las brasas atravesaba la fina tela de la camisa, revelando las curvas de pechos y muslos—. Prométame que no se batirá con Applegate, Gideon.

—Pide usted demasiado. No hablemos más del asunto.

Ella lo fulminó con una mirada furiosa, sin dejar de pasearse.

—¡No puede pedirme que abandone el tema, simplemente!

—¿Por qué no? —inquirió él, mansamente, sin apartar la mirada de esas curvas tentadoras. Le parecía imposible hartarse de esa mujer.

—Hablo muy en serio, milord. No voy a tolerar ningún duelo por mi causa. En todo caso, es por completo innecesario. No sucedió nada y lord Applegate no tenía malas intenciones. A su modo, él y sus compañeros trataban de protegerme.

—¡Vea, Harriet…!

—Más aún: él se ha dedicado al estudio de la geología y de los fósiles. Apostaría a que no sabe absolutamente nada de duelos.

—Ése no es problema mío.

—Disparar contra él no servirá de nada.

—Ya le he explicado que lo hago con un propósito.

Ella se volvió como una pequeña tigresa.

—Esta misma noche, Gideon, debe prometerme que no llevará a cabo ese desafío.

—No voy a prometerle nada, dulce mía. Y ahora, vuelva a la cama y deje de afligirse por algo que no le incumbe.

Ella se plantó a los pies de la cama, muy erguida y llena de decisión, con los brazos cruzados bajo el busto.

—Si no me da su palabra de honor al respecto, señor, no consentiré en casarme mañana con usted.

Gideon reaccionó como ante una coz en el vientre. Por un instante quedó sin respiración.

—¿Tanto se interesa por Applegate? —acusó con aspereza.

—No me intereso por Applegate —rabió ella—. Me intereso por usted, hombre terco, obstinado y arrogante. ¿No lo comprende? No quiero que usted arriesgue su nombre y tal vez hasta su vida por un incidente que se redujo a un paseo por el campo.

Gideon arrojó el acolchado para salir de la cama y caminar hacia ella, los brazos en jarras. Harriet no retrocedió un centímetro. Muy probablemente, era la única mujer de la tierra que no le tenía miedo.

—¿Osa amenazarme? —preguntó Gideon, en voy muy baja.

—En efecto, señor. Si se muestra usted tan ridículamente empecinado, no me queda otro remedio que recurrir a las amenazas. —Su expresión se ablandó—. Basta ya, Gideon; sea sensato.

—¡Soy sensato, sí! —rugió él—. Sumamente sensato. Lo que intento es evitar otros incidentes como el de hoy.

—Para eso no hay necesidad de desafiar a Applegate, que es sólo un joven empeñado en hacer el caballero galante. ¿Tan difícil le resulta, comprender y perdonar?

—Por Dios, Harriet. —Gideon se pasó los dedos por el pelo, frustrado por esa lógica. Sabía que el joven Applegate no representaba ninguna amenaza. Pero debía actuar por principio.

—¿Me dirá usted que, a esa misma edad, nunca trató de hacer el caballero galante?

Gideon lanzó una palabrota, tanto más violenta porque ya se reconocía derrotado. Ella tenía razón. ¡Claro que había buscado ese papel a la edad de Applegate! Como casi todos los jóvenes.

Era obvio que Harriet no estaba enamorada del muchacho. Ése no era el problema.

Quizá pudiera dejar pasar el episodio. De pronto cayó en la cuenta de que no quería seguir discutiendo. Por el momento sólo podía concentrarse en el adorable cuerpo de Harriet, iluminado desde atrás por el fuego. Se moría por ella. Le cantaba la sangre. Y era tan generosa con su pasión…

Tal vez había cuestiones más importantes que dar una lección a Applegate.

—Muy bien —murmuró, por fin.

—¡Gideon! —Los ojos de la joven echaban chispas.

—Por esta vez, sea. Recuerde que no me gusta la idea de dejar a Applegate sin castigo. Pero puede que el daño no sea grande.

La sonrisa de Harriet brilló más que las ascuas del hogar.

—Gracias, Gideon.

—Tómelo como regalo de bodas —anunció Gideon.

—Muy bien, milord. Será su presente de bodas.

Él se abalanzó a tomarla por la cintura y la levantó en el aire.

—¿Y mi regalo? ¿Cuál es? —acusó con una sonrisa intencionada.

—El que usted guste, milord. —Harriet se apoyó contra sus hombros, riendo de placer, y dejó que la hiciera girar en círculos—. No tiene más que expresar su deseo.

Gideon la llevó de nuevo a la cama.

—Tengo intenciones de pasar el resto de la noche dedicado justamente a eso. Cada uno de mis deseos. Y usted los satisfará uno a uno.