Capítulo 7

Gideon despertó una sola vez durante la noche, para encender la segunda lámpara. Harriet no se movía. Después de volver a la cama improvisada, él la acercó nuevamente a su cuerpo y se quedó dormido.

Cuando despertó por segunda vez supo que estaba amaneciendo. En la caverna no había modo de distinguir la noche del día, pero sus sentidos le indicaban que había llegado al mañana. La mañana y el momento de pagar.

Había previsto lo que iba a ocurrir en el instante mismo en que, al interceptar a Crane a la entrada de la cueva, comprendió que Harriet estaba aún dentro. Mientras luchaba por abrirse paso en el oleaje, cada vez más fuerte, comprendió que no tendría tiempo de hallar a la muchacha y salir con ella antes de que se inundara la caverna exterior.

Eso significaba que debería pasar la noche con ella. Significaba que, hacia el amanecer, Harriet vería su honor muy comprometido. Y no había nada que él pudiera hacer para evitar lo inevitable.

Aun así, no había tenido intenciones de empeorar el problema haciéndole el amor.

Ahora comprendía que, una vez que ella le hubo sonreído, una vez que alargó la mano para tocarlo y se abrió a él por propia voluntad, todas su buenas intenciones se habían hecho humo.

Hacerle el amor se tornó entonces tan inevitable como el alba.

Se desperezó con cautela, haciendo una mueca de dolor al estirar los músculos que la dureza de la piedra había entumecido durante la noche. Sintió que Harriet se movía a su lado, acurrucándose contra su calor, sin abrir los ojos.

La miró, sonriendo para sus adentros. La muchacha descansaba en la curva de su brazo como si fuera el sitio más adecuado del mundo. El pelo rebelde y elástico le ocultaba a medias la cara. Gideon tocó aquellas hebras castañas con dedos curiosos y las encontró asombrosamente suaves. Apretó un poco el puño y lo soltó. Como si tuviera vida propia, el puñado de pelo se esponjó libremente en cuanto él abrió los dedos. El pelo de Harriet era como el resto de ella: suave, perfumado y lleno de una vitalidad enteramente femenina.

La noche anterior se había perdido en esa mujer. La noche anterior había descubierto en toda su extensión lo mucho que la deseaba. Y ella se le había entregado con un abandono silvestre e inocente, infinitamente más valioso que el tesoro acumulado en la cueva.

«Se entregó a la Bestia de Blackthorne Hall, pese a lo deforme de su cara y de su pasado».

El cuerpo de Gideon comenzó a endurecerse ante los ardientes recuerdos. Movió una pierna contra la pantorrilla desnuda de Harriet y deslizó la mano sobre la generosa curva de las nalgas. Más que nada en el mundo, habría deseado que ese mágico rato no tuviera final.

Nunca antes había tenido miedo de enfrentarse a la realidad. Por el contrario, la enfrentaba desde hacía mucho tiempo. Pero esa mañana Gideon habría dado el alma por tener una varita mágica que pudiera utilizar en esa cueva, para convertirla en un mundo donde él y Harriet pudieran vivir siempre.

Harriet levantó las pestañas, parpadeando para alejar el sueño. Por algunos segundos lo contempló con soñadora laxitud; luego la conciencia despejó los ojos de turquesa.

—Cielo santo —exclamó, sentándose abruptamente—, ¿qué hora es?

—De mañana, según creo. —Gideon vio que tironeaba del capote para cubrirse pudorosamente y notó que evitaba mirarlo. Se ruborizaba visiblemente—. Cálmese, Harriet.

—En casa han de estar muy preocupadas.

—Sin duda.

—Tenemos que salir de aquí y hacerles saber que estoy bien.

—¿Y está usted bien? —Gideon se puso de pie, son prestar atención a su propia desnudez hasta ver que ella desviaba de inmediato la mirada. Eso lo divirtió por un instante. La muchacha no parecía reparar en su cicatriz, pero el espectáculo de su virilidad la obligaba a apartar la vista—. Será mejor que se vista, Harriet. Debemos de estar en bajamar; Dobbs vendrá a buscarnos en cualquier momento.

—Sí. Sí, por supuesto. —Ella se levantó, siempre escondiéndose bajo el capote. Luego se inclinó para recoger el vestido. Obviamente, no sabía cómo ponérselo sin dejar de sujetar el manto.

—Si espera un segundo, le echaré una mano —ofreció Gideon.

—No es necesario, milord.

—Como usted guste. —Él se desperezó otra vez antes de ir en busca de sus propias prendas. Se puso la camisa y los pantalones, complacido al comprobar que ya estaban secos. Las botas habían quedado tiesas por el agua salada.

—¿Gideon?

—¿Sí, querida?

Harriet vaciló.

—Con respecto a lo de anoche, milord, no querría… Es decir, no se crea usted en la obligación de…

—Puede decir a su tía que iré a verla esta tarde a las tres - Gideon tironeó de una bota. No era fácil calzarse. La piel parecía haberse encogido.

—¿Para qué? —preguntó ella, sin rodeos.

Gideon enarcó una ceja en una mirada especulativa, en tanto tironeaba de la otra bota. Harriet lo miraba con excesiva alarma. Él se preguntó si por fin comenzaba a apreciar la importancia de lo ocurrido.

—Dadas las circunstancias, debo presentarle mis respetos, por supuesto —dijo.

—¿Sus respetos? ¿Eso es todo?

Él se encogió de hombros.

—Y presentar una propuesta formal de casamiento.

—Ya lo sabía. —Harriet lo fulminó con la vista—. Sabía que usted estaría pensando eso. Bueno, no voy a permitirlo, milord. ¿Comprende usted? No voy a permitirle que haga eso.

—¿Qué no va a permitir? —Gideon la miró, pensativo.

—En absoluto. Oh, ya sé lo que está pensando. Cree que, por lo que ocurrió anoche entre nosotros, está obligado por su honor a pedirme en casamiento. Pero le aseguro que es totalmente innecesario, señor.

—¿Le parece?

—Estoy segura. —Harriet se irguió con orgullo—. Lo que ocurrió anoche no fue culpa suya. Fue mía por entero. Si yo no hubiera cometido la tontería de salir a los acantilados para presenciar los acontecimientos, lo demás no habría ocurrido.

—Pero usted salió a los acantilados, Harriet. Y lo demás ocurrió.

—Aun así, no quiero que usted se sienta obligado a casarse. —Parecía muy decidida.

—Se encuentra usted alterada, Harriet. Cuando se haya tranquilizado comprenderá que no tiene más alternativa que aceptar mi proposición matrimonial. En realidad, su tía y su hermana insistirán para que la acepte.

—No me interesa mucho que ellas insistan. Yo decido por mi cuenta, milord, como lo hice anoche. Y me hago enteramente responsable de las consecuencias.

—Yo también decido por mi cuenta, Harriet —afirmó él, enfadad por esa actitud rebelde—. Y también me hago responsable de las consecuencias. Esta misma tarde nos comprometeremos.

—No, señor. No nos comprometeremos esta tarde. Maldita sea, Gideon, no voy a casarme sólo por haberme encontrado en una situación delicada.

Gideon ya estaba colérico.

—¡Y yo no permitiré que se vuelva a decir que la Bestia de Blackthorne Hall ha mancillado y abandonado a otra hija de párroco!

Harriet se puso pálida. Lo miró con ojos enormes de horror.

—Por Dios, Gideon, no había pensado en lo que dirían de usted.

—Por todos los diablos, usted no pensaba en nada. —Gideon dio tres largos pasos por la caverna y la aferró por lo hombros. Habría querido sacudirla, pero se limitó a inmovilizarla así, obligándola a mirarlo a los ojos—. No hacía más que ceder a sus ingenuos y emotivos caprichos, sin pensar en la realidad que uno y otra deberíamos enfrentar al salir de aquí, llegada la mañana.

Ella le estudió la cara.

—Usted, en cambio, supo desde un principio lo que se vería obligado a hacer hoy. A eso se refería anoche, al hablar de la fatalidad.

—Naturalmente, conocía el resultado final. Y usted también.

Ella sacudió frenéticamente la cabeza.

—No. En realidad, no pensé en eso hasta hace un momento, al despertar; sólo entonces caí en la cuenta de que usted se sentiría obligado a proponerme casamiento. Y me dije que no había necesidad, pues yo podía soportar los rumores de la aldea. Como no voy a presentarme en sociedad ni tengo pensado casarme, no creí que importara la opinión de la gente.

—¿Y si se descubriera encinta? ¿Cómo pensaba resolver eso?

Harriet bajó la mirada, con las mejillas rojas.

—No es probable, milord. Al fin de cuentas, fue solo una vez.

—Basta con una vez, Harriet.

Ella apretó los labios.

—De cualquier modo, dentro de unos pocos días lo sabré con certeza.

—¿Unos pocos días? Esos pocos días se le harán eternos, Harriet. Usted es una mujer inteligente. Le sugiero que deje de actuar como un niño caprichoso y malcriado.

Ella aferró los pliegues de su capote.

—Sí, milord.

En Gideon la ira desapareció tan de súbito como había llegado. La estrechó contra sí, obligándola a apoyar la cabeza en su hombro. La tensión que le endurecía la espalda era evidente.

—¿Tan desagradable le parece casarse conmigo, Harriet? Anoche no parecía encontrarme repulsivo.

—Usted no es repulsivo en absoluto, milord. —Las palabras sonaban apagadas contra la camisa—. No se trata de eso. Es que no quiero casarme por obligación.

—Comprendo. Usted es una mujer muy terca. —Sonrió irónicamente contra la cabellera de la muchacha—. Está habituada a hacer su voluntad sin restricciones. Sin duda teme perder parte de esa preciosa independencia.

—No pienso perder un ápice de mi independencia —murmuró ella.

—Con el tiempo se adaptará a la vida de casada.

—Un momento, Gideon. ¿Qué es eso de adaptarse?

—No importa —dijo él, suave—. Más adelante nos ocuparemos de eso. Mientras tanto, permítame informar a su tía que estamos comprometidos.

—Pero Gideon…

—Dice usted que dentro de algunos días sabrá si va a tener un hijo mío o no. Si resulta que sí, conseguiré una licencia especial para que nos casemos inmediatamente. De lo contrario haremos las cosas con más formalidad, fijando la fecha tras un período más adecuado.

Harriet levantó la cabeza, con los ojos brillantes de súbita comprensión.

—Preferiría esperar, si fuera posible, ¿verdad, milord?

—Si fuera posible. Si dejamos ver que no hay prisa, acallaremos un poco los rumores. Bien, eso ya está decidido y creo que es mejor ponerse en marcha. Pronto nos estarán buscando. —La soltó para recoger la lámpara.

Harriet lo siguió sin decir nada. Gideon la sentía caminar a poca distancia, con los labios apretados en un silencio de infelicidad, pero sin más protestas. Comprendió que la muchacha se sentía atrapada y llena de angustia, pero no sabía cómo levantarle el ánimo. Mucho peor iba a sentirse si él no imponía su decisión de desposarla.

Harriet podía asegurar que no necesitaba la protección de un compromiso formal por lo que había ocurrido durante la noche, peor Gideon estaba mejor enterado. La vida en upper Biddleton se le convertiría en un infierno. Y él no quería verla arruinada por culpa suya.

Era obvio que no la complacía la perspectiva de casarse con él, peor no había otra opción. Por el momento la muchacha estaba demasiado aturdida para pensar con claridad. ¿Qué pasaría cuando cayera en la cuenta de que había perspectivas más horribles que la de casarse por la fuerza?

No pasaría mucho tiempo sin que algún entrometido se tomara el trabajo de advertirle que el verdadero peligro estaba en no casarse. Tarde o temprano, alguien le recordaría la reputación de Gideon, según la cual ninguna joven podía esperar que él hiciera lo correcto. La Bestia de Blackthorne hall no tenía honor cuando se trataba de jóvenes inocentes.

Dobbs los estaba esperando a la entrada de la cueva, acompañado por Owl, el versátil mayordomo de Gideon. El vizconde había elegido a Owl tal como elegía a sus caballos: no por su aspecto ni por su carácter amable, sino por su lealtad, fuerza y resistencia. Cuando se conocieron, el hombre se ganaba la vida como pugilista. Nunca había sido un campeón famoso, con academia propia, pero lograba sobrevivir ofreciendo combates de exhibición y ganaba algún dinero permitiendo que los jóvenes de la nobleza le pagaran por enfrentarse a él. A los señoritos no les gustaba perder y Owl conocía bien ese simple detalle.

Su cara lucía las marcas de su carrera: una nariz varias veces fracturada, orejas maltrechas y varios dientes faltantes. Tenía la constitución robusta de los boxeadores y la chaqueta de mayordomo no le sentaba bien, pero a Gideon no le importaba. Owl era una de las pocas personas en quienes confiaba y el único con quien podía hablar libremente.

—Eh, vaya, veo que ambos habéis sobrevivido a esta noche. —Dobbs levantó la lámpara al verlos—. ¿Estáis sanos y salvos?

—Estamos perfectamente. —Gideon echó un vistazo a Owl—. ¿Todo bien?

—Por supuesto, milord. —El mayordomo echó a Harriet una mirada triste—. ¿Supongo que esta dama es la señorita Pomeroy? Su familia está muy afligida. Hablé con la señora Stone, el ama de llaves, quien pareció comprender inmediatamente la gravedad de la situación.

—Eso no me sorprende —replicó Gideon, con serenidad—. Permítame presentarle a mi mayordomo, señorita Pomeroy. Se llama Owl y es sumamente útil en ciertas ocasiones, pero no tiene el menor sentido del humor. La señorita Pomeroy y yo nos casaremos en un futuro cercano, Owl.

La mirada con que el púgil estudió a Harriet fue digna de un basilisco.

—Muy bien, milord.

Harriet inclinó la cabeza.

—Se diría que la idea no le parece muy buena, Owl.

—No soy yo quien debe decidir eso, señorita. Milord hace su voluntad. Como siempre lo ha hecho y como siempre lo hará, sin duda.

—No le preste atención —aconsejó Gideon a Harriet, en un aparte—. Ya se acostumbrará usted a su modo de ser. Dobbs, ¿logró usted atrapar a Crane?

—En efecto, señor —dijo el detective, alegremente—. Owl y yo lo atrapamos. Lo sacamos del oleaje un segundo antes de que se hundiera por última vez. Pero ya era tarde para entrar en la cueva en busca de usted y la señorita Pomeroy. Supuse que irían ustedes a la caverna grande para pasar la noche en lugar seco.

—Así fue. —Gideon miró a Harriet, que permanecía a su lado, demasiado callada—. Llevemos a la señorita a su casa. Ha pasado por una experiencia agotadora. Y yo necesito discutir con usted algunos detalles de la situación, Dobbs.

—Comprendo, señor, comprendo.

El pequeño grupo salió de la cueva y recorrió la playa hasta el sendero que llevaba a la vieja casa parroquial. En lo alto de los acantilados Gideon tomó a Harriet del brazo y despidió a sus compañeros con una seca inclinación de cabeza.

—Venga, Harriet —invitó en voz baja—. La acompañaré hasta su puerta.

—No es necesario —murmuró ella—. Puedo ir sola.

Él reprimió una respuesta irritada. La joven estaba alterada por los acontecimientos y su natural independencia buscaba cualquier vía para expresarse. Gideon comprendió que cabía esperar de ella muy poca colaboración en un futuro inmediato. Lo importante era que aceptar el compromiso como única alternativa.

La puerta de la casa parroquial se abrió antes de que Gideon y Harriet llegaran al primer peldaño. Era obvio que Felicity los había estado mirando desde la ventana, entre la ansiedad y el alivio.

—Estábamos preocupadísimas, Harriet. ¿Estás bien?

—Estoy perfectamente —la tranquilizó Harriet—. ¿Cómo está tía Effie?

—Preparándose para un funeral, según creo. Anoche, cuando el señor Owl vino tan tarde a explicarnos lo que había ocurrido, la señora Stone se derrumbó. Hace horas que la estoy resucitando a cada rato. —Felicity miró a Gideon con aire ceñudo—. Y bien, señor, ¿tiene usted algo que decir?

El vizconde sonrió fríamente ante ese reto.

—Temo que, en este momento, no tengo tiempo ni voluntad para decir gran cosa. No obstante, regresaré a las tres de la tarde para hablar con su tía. Por favor, anúnciele mi visita para entonces. —Se volvió hacia Harriet—. Me despido por ahora, querida. Hasta la tarde. Trate de no ponerse demasiado nerviosa. Después de un buen baño caliente se sentirá mucho mejor.

Harriet se irguió desdeñosamente.

—No tengo intenciones de ponerme nerviosa, como usted dice. Pero la idea del baño me parece buena.

Y entró en la casa, cerrándole la puerta en la cara con mucha firmeza. Gideon bajó los peldaños para reunirse con Dobbs y Owl.

—La señorita Pomeroy no parece estar de muy buen talante, esta mañana —observó el policía—. Se explica, después de lo que ha debido pasar. ¡Una señorita de buena crianza, como ella! Tienen usted suerte de que no se le haya puesto histérica, señor.

—Mi prometida no es de las que se ponen histéricas. No se preocupe por el talante de la señorita Pomeroy, Dobbs. Tenemos cuestiones más importantes que analizar.

—Sí, señor. ¿De qué se trata?

Gideon echó una mirada pensativa a los acantilados.

—Es posible que no hayamos apresado a todos lo ladrones.

Dobbs arrugó su cara de gnomo en un gesto curioso.

—¿Cree usted que pudiera haber otros?

—En esa caverna hay una impresionante colección de objetos valiosos —observó Gideon, en voz baja—. Creo que han sido elegidos por una persona experimentada, no al azar, durante una incursión apresurada.

—Ajá. —Ahora Dobbs estaba intrigado—. ¿Piensa usted que hay un cerebro detrás de estos robos? ¿Qué alguien organizó las cosas para que los ladrones se llevaran sólo los objetos más escogidos?

—Creo que valdría la pena interrogar a Crane y a los dos que detuvimos anoche.

—Estoy de acuerdo —aseguró el detective, frotándose las manos—. Cuantos más, mejor. A decir verdad, el haber resuelto este caso hará maravillas con mi reputación. Sí, señor: la gente bien formará filas para contratar a cierto J. William Dobbs.

—Sin duda. —Gideon se volvió hacia Owl—. Mientras yo acompaña a Dobbs a la magistratura para efectuar esos interrogatorios, tú vuelve a Blackthorne Hall y ordena a mi ayuda de cámara que me prepare ropa para ir esta tarde a la casa parroquial. Asegúrate de que todo esté en perfecto orden, Owl. Voy a pedir la mano de una señorita y quiero causar buena impresión.

—En ese caso le conviene vestir de negro, milord. Como para un entierro.

* * *

Effie se sirvió otra taza de té. Era la cuarta desde que Harriet había bajado, después del baño. Felicity se paseaba ante la ventana de la sala, muy seria. La señora Stone se había desmayado otra vez al ver a Harriet. En cuanto la pusieron en pie se apresuró a correr las cortinas, como si alguien hubiera muerto en la casa.

El reloj de pie marchaba melancólicamente, señalando el parejo aproximarse de las tres. Con cada diminuto movimiento de las manecillas, Effie, parecía hundirse más en la depresión. En general reinaba en la casa una atmósfera de profundo pesimismo.

Por lo que a Harriet concernía, eso estaba llegando demasiado lejos. Al principio la consumieron los remordimientos por haber afligido a todos, pero ya comenzaba a impacientarse por la actitud desesperada que pendía sobre todas.

—No entiendo por qué actuáis como si yo hubiera muerto en esa cueva —murmuró, mientras se servía una taza de té.

Al ignorar qué tipo de ropa es adecuado para recibir la propuesta matrimonial de un vizconde, había optado por su vestido más nuevo: uno de muselina originariamente blanca, que Harriet había teñido de amarillo hacía poco, al notar que la tela empezaba a tomar por sí sola ese color. Tenía mangas largas, fruncidas en el puño y el escote cubierto con un pudoroso canesú plisado. Harriet se había sujetado el pelo con una limpia cofia de encaje blanco. Siempre se sentía medio desnuda sin cofia.

Después de examinarse en el espejo decidió que su aspecto era el de siempre. Bastante común, en realidad. Cualquiera habría pensado que, tras lo ocurrido la noche anterior, se encontraría algo distinta. Más interesante, quizás. Habría sido divertido descubrirse convertida en una mujer misteriosa. Pero era la sencilla Harriet de siempre.

—Agradezco al cielo que no murieras —aseguró Felicity—. Francamente. Harriet, nunca he entendido que pudieras entrar en esas cuevas en pleno día. ¡Ni hablar de posar toda una noche allí! Debe de haber sido una experiencia espantosa.

—Bueno, no fue demasiado horrible; sólo incómoda. Por otra parte, no se podía elegir. —Harriet tomó un sorbo de té—. Una vez dentro no había manera de salir hasta que retrocediera la marea. Fue un accidente y no me cansaré de repetirlo.

—Fue un desastre —afirmó Effie, morosa—. Sólo Dios sabe lo que ocurrirá ahora.

—Lo que ocurrirá es que pronto voy a ser una mujer comprometida —suspiró Harriet.

—Con un futuro conde —señaló Felicity, con su acostumbrado pragmatismo—. No me parece tan mala suerte, si me permites opinar.

—No sería tan mala suerte si él se casara conmigo por estar desesperada, apasionadamente enamorado —adujo Harriet—. El problema es que sólo se casa conmigo por una cuestión de honor.

—Es lo que debe hacer —protestó Effie, ceñuda—. Te ha arruinado por completo.

Harriet frunció el ceño.

—No me siento arruinada en absoluto.

La señora Stone entró en la habitación con otra bandeja de té y recorrió al pequeño grupo con la mirada. Tenía el aire de quien está a punto de pronunciar una sentencia fatídica.

—No habrá compromiso ni casamiento. Acordaos de lo que os digo. Ya veréis. La Bestia de Blackthorne Hall ha desahogado sus malos instintos con la señorita Harriet y ahora la arrojará a un lado, como si fuera basura.

—Dios nos ampare. —Effie retorció el pañuelo en el regazo, reclinándose en la silla con un gemido.

Harriet arrugó la nariz.

—Francamente, señora Stone, preferiría que no hablara de basura al referirse a mí. Podría recordar que soy yo quien le paga el sueldo.

—No hay nada personal, señorita Harriet. —La mujer dejó ruidosamente la bandeja—. Es que conozco el carácter de la Bestia. Ya he pasado por todo esto. Ya consiguió lo que quería. A estas horas ha de estar bien lejos.

Felicity miró a su hermana con aire especulativo.

—¿Es cierto que consiguió lo que quería, Harriet? No has sido muy clara al respecto.

—Por el amor de Dios —murmuró Effie, antes de que a Harriet se le ocurriera alguna respuesta—. Poco importa que lo hiciera o no. El daño está hecho.

Harriet sonrió blandamente a la muchacha.

—¿Oyes, Felicity? Poco importa lo que haya sucedido en realidad. Lo que importa son las apariencias.

—Sí, lo sé —confirmó la menor—. Pero soy terriblemente curiosa, como bien sabes.

—Oh, la ultrajó, claro que sí —intervino la señora Stone, seca—. Podéis estar bien seguras. Ninguna joven inocente puede pasar la noche con la Bestia de Blackthorne Hall sin ser ultrajada.

Harriet sintió que se ponía roja y alargó la mano hacia uno de los pastelillos.

—Gracias por su opinión, señora Stone. Creo que ya hemos escuchado lo suficiente. ¿Por qué no busca algo que hacer en la cocina? Estoy segura de que su señoría llegará en cualquier momento y necesitaremos más té.

La señora Stone irguió la espalda.

—Acabo de traer más té. Y no se haga ilusiones, señorita Harriet, que St. Justin no aparecerá por aquí esta tarde. Haría bien en resignarse a lo inevitable. Y ruegue al buen Dios que no se encuentre en mal estado, como mi pobre Deirdre.

Harriet apretó los labios, enfadada.

—Aun si tuviera que enfrentarme a ese destino, puedo asegurarle que no tengo intenciones de aumentar el drama quitándome la vida, señora Stone.

—Por favor, Harriet —intervino Effie, desesperada—, ¿no podemos hablar de otra cosa? Me deprimo oyendo hablar de ultrajes y suicidios.

Un ruido de cascos, fuera, puso un misericordioso fin a la conversación. Felicity voló a mirar por entre las cortinas.

—Es él —exclamó, triunfante—. Montado en un caballo enorme. Harriet tenía razón: St. Justin viene a pedir su mano.

—Gracias al cielo —murmuró Effie, irguiéndose instantáneamente en la silla—. Estamos salvadas. Oye, Harriet, o te quitas ese pastelillo de la boca o lo tragas de inmediato.

—Tengo hambre —protestó Harriet con la boca llena—. Por si no lo recuerdas, no desayuné.

—Se supone que una señorita a punto de recibir una propuesta matrimonial está demasiado emocionada para comer. Sobre todo si la propuesta llega en circunstancias como éstas. Señora Stone, prepárese para atender la puesta. No conviene tener a su señoría esperando, justamente hoy. Felicity, retírate. Esto no te incumbe.

—Oh, muy bien, tía Effie. —La muchacha miró a Harriet con los ojos en blanco y abandonó la sala—. Pero más tarde tendréis que presentarme un informe completo —anunció desde el pasillo.

Pese al aire bravucón que había logrado asumir frente a las otras, Harriet tenía el estómago revuelto. Allí estaba en juego todo su futuro y nada salía como ella lo hubiera planeado. Al oír el abrupto y autoritario toque de Gideon en la puerta de la calle se lamentó de haber mordido ese pastelillo.

Aguardó, tensa, a que la señora Stone abriera.

—Puede usted anunciar a la señora Ashecombe que St. Justin desea verla —informó Gideon, muy frío—. Me está esperando.

—Qué crueldad la suya, ilusionar a la pobre señorita Pomeroy con la idea de casarse —dijo la mujer, enérgica—. ¡Qué horrible crueldad!

—Apártese, señora Stone —gruñó Gideon—. Entraré yo mismo.

Sus botas resonaron en el suelo del vestíbulo. Ese ruido tenía que ser deliberado, porque Gideon podía caminar con mucha suavidad cuando así lo deseaba. Harriet hizo una mueca.

—Oh, Dios mío, temo que comenzamos mal, tía Effie. La señora Stone ha logrado ofenderlo antes de que cruzara nuestro umbral.

—Silencio —ordenó la tía—. Yo me encargo de esto.

Gideon entró a grandes pasos y Harriet quedó sin aliento al verlo. Su estatura y su corpulencia, combinadas con la ropa de buen corte y las botas bien lustradas, le daban siempre un aspecto impresionante. Pero esa tarde la deslumbró como nunca. Quizás era el hecho de conocerlo ahora muy íntimamente lo que añadía esa reacción adicional.

Cuando Gideon la miró a los ojos, ella supo sin dudar que estaba recordando lo ocurrido la noche anterior. Sintió que enrojecía furiosamente y eso la fastidió. En un esfuerzo instintivo por disimular, se apoderó de otro pastelillo y le dio un mordisco, en tanto Gideon saludaba a Effie con una inclinación de cabeza.

—Buenas tardes, señora Ashecombe. Gracias por recibirme. Supongo que está usted enterada del motivo de mi visita.

—Tengo idea de los motivos que lo traen a esta casa, señor. Tome asiento, por favor. Harriet le servirá el té. —Effie dirigió un gesto ceñudo a su sobrina.

Mientras luchaba por tragar ese condenado pastelillo, Harriet se apoderó de la tetera para llenar una taza, que entregó a Gideon sin decir palabra.

—Gracias, señorita Pomeroy. —El vizconde tomó la taza y se sentó frente a ella—. Luce usted muy bien esta tarde. ¿Totalmente recuperada del mal momento, supongo?

Por algún motivo, quizás porque estaba caminando por la cuerda tensa en lo que a sus nervios concernía, la joven se ofendió por ese comentario. Tragó el pastelillo, que le sabía a serrín en la boca, y logró esbozar una serena sonrisa.

—Sí, milord, totalmente recuperada. En realidad, tengo buena resistencia para los malos momentos. Heme aquí, pocas horas después de descubrirme deshonrada, sin experimentar en absoluto el remordimiento y la desesperación que una debería sentir tras haber sacrificado la preciosa virginidad a la Bestia de Blackthorne Hall.

Effie quedó horrorizada.

—¡Harriet!

Ella sonrió con dulzura.

—Al fin y al cabo, no pensaba hacer nada muy interesante con ella, así que su pérdida no me aflige demasiado.

La tía le clavó su mirada más adusta.

—Compórtate, niña, por lo que más quieras. Su señoría ha venido a pedir tu mano. —Y giró velozmente hacia Gideon—. Temo que hoy no es la de siempre. Por su delicada sensibilidad, como usted imagina. Toda esta experiencia la ha alterado por completo.

Gideon sacó a relucir su sonrisa de león.

—Comprendo, señora Ashecombe. Su delicada sensibilidad, claro está. Lo que cabe esperar de toda señorita bien educada. Sería mejor que usted y yo discutiéramos a solas este asunto. Algo me dice que su sobrina no aportará nada importante a esta conversación.