Capítulo 13
Al conde de Hardcastle no le complacía en absoluto que le presentaran a una nuera de la noche a la mañana. La condesa hacía esfuerzos por mostrarse cortés, pero se la notaba tan desconcertada como su marido por el súbito casamiento de su hijo. Harriet supuso que estaba algo fastidiada por esa alianza con una desconocida de Upper Biddleton.
Por su parte, Gideon se disponía a disfrutar de los fuegos de artificio que había disparado al llegar sin aviso a la casa paterna, llevando a su flamante esposa.
No era la bienvenida más reconfortante que una recién casada pudiera pedir, pero Harriet se consolaba pensando que probablemente, no era tampoco la pero. Aun desde esa filosófica postura, resultaba innegable que la cena se desarrollaba en un ambiente muy tenso.
El conde ocupaba, muy tieso, una de las cabeceras de la larga mesa. Su esposa, la otra. Gideon se estiraba como un gran felino salvaje frente a Harriet. En sus ojos centelleaba una vigilante diversión, que bien podía convertirse en fría cólera de un momento al siguiente.
—¿Así que ha estado usted en Londres hasta hace poco, Harriet? —murmuró lady Hardcastle.
—En efecto, señora. —La joven se sirvió una pequeña porción de la lengua con salsa de grosella roja que le ofrecía el mayordomo. La lengua no era uno de sus platos favoritos—. Mi tía me llevó a la capital para que adquiriera roce. Me persuadió de que era necesario para no pasar vergüenza cuando fuera vizcondesa.
—Comprendo —dijo lady Hardcastle—. ¿Y lo adquirió? Me refiero al roce.
—Bueno, no —admitió Harriet, agregando a su plato algunas patatas. En realidad tenía mucha hambre, después de tantos trajines: el casamiento, el largo trayecto hasta Hardcastle House—. No mucho, cuando menos. Pero decidí que no tenía importancia. Al fin y al cabo, St. Justin no es muy refinado.
Lady Hardcastle hizo una mueca y echó una mirada vacilante al conde, que gruñó algo por lo bajo.
Gideon sonrió por un instante, levantando la copa de vino.
—Me angustia, señora esposa, que tenga usted tan pobre opinión de mi desempeño social.
Harriet lo miró con la frente arrugada.
—¡Pero si es cierto! Admitirá usted que disfruta provocando a toda la gente bien. Y está muy dispuesto a reñir por las cuestiones más nimias. No crea que he olvidado ese absurdo reto al pobre Applegate.
El conde levantó inmediatamente la vista.
—¿Qué reto es ése?
La mano de lady Hardcastle aleteó en el aire.
—¡Cielo santo! ¿No habrás provocado una riña con Applegate, Gideon?
El hijo puso cara de aburrido, pero sus ojos chispeaban, clavados en Harriet.
—Fue Applegate quien comenzó.
El conde estaba erizado.
—¿Cómo diablos pudo el joven Applegate comenzar algo que pudiera llevar a un duelo?
—Raptó a Harriet. Trató de llevarla a Gretna Green. Los alcancé ayer por la noche, en la ruta hacia el norte —explicó Gideon, tranquilamente.
Se produjo un silencio espantado.
—¿Qué la raptó? ¡Dios bendito! —Los ojos de lady Hardcastle volaban entre Gideon y Harriet—. No lo puedo creer.
—Hace usted bien —aprobó Harriet—, porque no fue un rapto, por cierto. Pero St. Justin, terco él, se niega a comprender que sólo hubo un malentendido. De cualquier modo, no hay por qué preocuparse. Todo eso pasó. No habrá ningún duelo, ¿verdad, milord?
Gideon se encogió de hombros.
—Verdad. He aceptado no retar a Applegate.
—Esto es muy confuso —se quejó lady Hardcastle.
Harriet asintió con energía.
—Lo sé. La gente suele confundirse con respecto a St. Justin. Pero la culpa es de él, si se me permite opinar. Nunca se esfuerza por aclarar las cosas. Es muy comprensible, por supuesto.
El conde le clavó una mirada belicosa.
—¿Cómo que es comprensible? ¿Por qué demonios no se explica, este muchacho?
Harriet masticó un bocado de patatas y las tragó con educación antes de responder.
—Supongo que está cansado de que todo el mundo piense siempre lo peor de él. Ha acabado por fomentar activamente esas malas opiniones. Se trata de una retorcida manera de divertirse, ¿no?
Gideon sonrió vagamente, hundiendo el cuchillo en el conejo al curry.
—Qué ridículo —susurró lady Hardcastle, clavando una mirada atenta en su hijo.
Harriet tomó un sorbo de vino.
—No tan ridículo. Ha acabado por adquirir esa costumbre. Es muy terco. Y arrogante. Y tiende a ser demasiado reservado en cuanto a sus planes. Eso complica las cosas, de vez en cuando.
—Encantadora descripción, señora. —Gideon inclinó la cabeza en un saludo burlón—. ¡Ah, benditos sean estos primeros días de la vida conyugal, en que la recién casada sólo ve en su marido las mejores cualidades! No sé qué pensará usted de mí dentro de un año.
El conde no le prestaba atención. Mantenía fija la mirada en Harriet.
—Tengo entendido que usted se comprometió con mi hijo en circunstancias algo extrañas. ¿Eso también fue un malentendido intencional?
—Caramba, Hardcastle —amonestó la condesa, con expresión inquieta—. No me parece tema adecuado para la hora de la cena.
Harriet descartó la preocupación de la anfitriona con un gesto alegre.
—No me molesta en absoluto comentar las circunstancias de mi compromiso. Todo se debió a una desdichada cadena de acontecimientos que yo misma precipité. Mi buen nombre quedó muy comprometido y el pobre St. Justin no tuvo alternativa más honrosa que desposarme. Planeamos sacar el mejor partido de la situación, ¿verdad, milord? —concluyó, dedicando a Gideon una sonrisa alentadora.
—Sí —confirmó él—. Ésa es nuestra intención, por cierto. Y si es preciso decir que el mejor partido no es poca cosa, cuando menos por el momento. Tengo la certeza de que, con el tiempo, Harriet acabará por adaptarse al matrimonio.
—¡Ja! —replicó Harriet—. Será usted quien deba adaptarse, señor.
Gideon enarcó las cejas en un callado desafío.
—Pero ¿cuáles fueron esos acontecimientos que llevaron al compromiso? —inquirió el conde, ominoso.
—Bueno —explicó Harriet—. St. Justin había tendido una trampa a cierta banda de ladrones que estaban utilizando mis cuevas para esconder objetos robados.
—Las cuevas de Hardcastle —corrigió Gideon, seco.
—¿Ladrones? —La condesa parecía estupefacta—. ¿Qué papel juegan los ladrones en todo esto?
—¿Qué significa esto? —El anciano clavó en Gideon una mirada fulminante—. No se me informó que hubiera ladrones en tierras de Hardcastle.
El hijo encogió un ancho hombro en ademán completamente despreocupado.
—Hace ya tiempo que usted no se interesa por lo que sucede en sus fincas, señor, y no me pareció necesario molestarlo con estos detalles.
Los ojos del padre relumbraban de enojo.
—¡Qué maldita arrogancia la tuya, Gideon!
—Eso es lo que yo digo. —Harriet miraba al conde aprobando su penetrante observación—. Tiene esa mala tendencia señor. Es muy arrogante, sí.
—Continuemos con eso de los ladrones —tronó Hardcastle. Su voz se parecía mucho a la de Gideon cuando estaba de mal talante.
—Ya sé de dónde ha heredado esa tendencia —murmuró la joven.
Gideon sonrió de oreja a oreja.
—Cuéntele el resto de la historia, querida mía.
—Bueno —obedeció Harriet—. La noche de la trampa yo fui tomada como rehén por uno de la banda. Admito que fue por culpa mía. Pero ese problema no habría existido si St. Justin me hubiera informado de sus planes con anticipación, como yo le indicaba.
—Dios me ampare. —Lady Hardcastle estaba obviamente aturdida—. ¿Cómo rehén?
—Sí. St. Justin entró heroicamente a la cueva para rescatarme, pero cuando llegó hasta mí la pleamar ya había llenado la entrada. —Harriet echó un vistazo a las ceñudas facciones de su suegro—. Supongo que usted conoce las mareas de Upper Biddleton, señor.
—Las conozco. —Las pobladas cejas de Hardcastle formaban una línea maciza—. Esas cuevas son peligrosas.
—Coincido con esa opinión, señor —observó Gideon, sin alterarse—. Pero hasta ahora no he podido convencer de eso a mi esposa.
—Tonterías —protestó Harriet—. No son peligrosas, siempre que una preste mucha atención a las mareas y sepa marcar su trayecto dentro de los acantilados. Pero como decía: esa noche St. Justin y yo quedamos atrapados dentro y nos vimos obligados a pasar la noche allí. Naturalmente, al día siguiente él se consideró obligado a pedir mi mano.
—Comprendo. —Lady Hardcastle alargó hacia la copa de vino los dedos trémulos.
—Hice lo posible por disuadirlo —continuó Harriet, ya entusiasmada con el tema—. Nada me impedía representar el papel de mujer deshonrada hasta el fin de mis días. Al fin y al cabo, eso no me impedía seguir recolectando fósiles. Pero St. Justin insistió mucho.
Lady Hardcastle estuvo a punto de atragantarse con el vino. El mayordomo se le acercó, alarmado, pero ella lo rechazó con un gesto.
—No es nada, Hawkins.
La mirada del conde seguía soldada a Harriet.
—¿Colecciona usted fósiles?
—Así es. —Harriet creyó reconocer una chispa de interés en los ojos de Hardcastle—. ¿Le interesan los asuntos geológicos, señor?
—Me interesaban en otros tiempos. Cuando vivía en Upper Biddleton, justamente. Allí encontré varios especímenes interesantes.
Eso despertó la inmediata curiosidad de Harriet.
—¿Aún los conserva, milord?
—Oh, sí. Están guardados en alguna parte. Hace años que no los veo. Podría hacerlos buscar por Hawkins o por el ama de llaves. ¿Quiere usted verlos?
La joven burbujeaba de entusiasmo. Decidió que podía revelar al conde el secreto de su diente. Al fin y al cabo, ya era de la familia.
—Me encantaría, señor. Por mi parte, he descubierto un diente interesantísimo. ¿Sabe usted algo de dientes, milord?
—Algo, sí. —La expresión del conde se había tornado pensativa—. ¿Qué tipo de diente es ése?
—Una pieza muy fuera de lo común. Todavía no he logrado identificarla. Parece pertenecer a un lagarto grande, pero no está adherida al hueso de la mandíbula en sí, como ocurre en el caso de esos animales, sino dentro de una concavidad. Y parece corresponder a un carnívoro. Un carnívoro de gran tamaño.
—¿Dentro de una concavidad? ¿Y grande? —El conde hizo una pausa—. ¿De cocodrilo, quizá?
—No, señor. Estoy segura de que no se trata de cocodrilo. Pero sí de un reptil. Un reptil. Un reptil gigantesco.
—Muy interesante —murmuró el conde—. Muy interesante, por cierto. Tendremos que revisar mi colección, para ver si hay algo que se relacione con su diente. Ya he olvidado qué hay en esas cajas.
—¿Podríamos hacerlo después de cenar, milord? —sugirió Harriet de inmediato.
—Bueno, por qué no…
—Gracias, señor —susurró la joven—. Casualmente traigo el diente conmigo. Lo tenía en mi bolsito cuando me secuestraron. Es decir, cuando mis amigos me llevaron a pasear por el campo.
Gideon arrojó a su madre una mirada burlona.
—Y aquí se acaban todas las conversaciones amables de la noche, a menos que usted intervenga enérgicamente, señora. Una vez que mi esposa se embarca en el tema de los fósiles resulta muy difícil desviarla.
Lady Hardcastle captó la indirecta.
—Creo que el estudio de los fósiles puede quedar para mañana —dijo con firmeza.
Harriet trató de disimular su desencanto.
—Por supuesto, señora.
—Hawkins y el ama de llaves tardarán un buen rato en hallar los cajones con los viejos hallazgos de su señoría —la consoló lady Hardcastle—. No podemos pretender que inicien la búsqueda a estas horas de la noche.
—No, supongo que no —admitió Harriet. Pero en su fuero íntimo no encontraba motivos para no enviar al personal de la casa en busca de los cajones de fósiles. Después de todo no era tan tarde.
—Y ahora debe contarnos cómo marcha la temporada, Harriet, —la instó lady Hardcastle—. Hace años que no paso la temporada en Londres. No vamos desde que… —Se interrumpió precipitadamente—. Bueno, hace tiempo.
La joven trató de entablar una conversación cortés, pero le resultaba difícil; habría preferido mil veces continuar su diálogo sobre fósiles con el conde.
—Supongo que la temporada es apasionante si una disfruta con ese tipo de cosas. Mi hermana se divierte a mares y quiere volver el año próximo.
—¿Pero usted no se divierte? —dedujo la condesa.
—No. —A Harriet se le iluminó la expresión—. Sólo cuando bailo el vals. Me encanta bailar el vals con St. Justin.
Gideon levantó la copa en un brindes silencioso, dedicándole una sonrisa por encima de la mesa.
—El placer es mutuo, señora.
Ella quedó complacida con la galantería.
—Gracias, señor. —Y se volvió hacia lady Hardcastle—. Lo que más me gusta de Londres, señora, es haberme incorporado a la Sociedad de Fósiles y Antigüedades.
Hardcastle intervino, desde la lejana cabecera.
—Yo era un miembro de esa sociedad. Pero hace años que no asisto a ninguna reunión.
Harriet se volvió hacia él, ansiosa.
—Ahora se trata de un grupo muy numeroso. A las reuniones asisten personas muy bien preparadas. Por desgracia no me he relacionado con nadie que sepa de dientes.
—Ahí va otra vez —advirtió Gideon a su madre—. Deténgala de inmediato, si no quiere que la conversación vuelva a los fósiles.
La joven enrojeció.
—Perdone, señora. Siempre me dicen que me entusiasmo demasiado con el tema.
—No se preocupe, Harriet —dijo graciosamente lady Hardcastle. Y echó un vistazo a su marido.
—Recuerdo que su señoría también se entusiasmaba, en otros tiempos. Hace mucho que no lo oigo hablar de fósiles. No obstante, lo cierto es que eso limita la conversación. ¿Puede contarnos algo interesante sobre Londres?
Ella estudió atentamente la pregunta.
—En realidad, no —admitió por fin—. Si he de ser sincera, prefiero la vida campestre. No veo la hora de volver a Upper Biddleton para trabajar en mi cueva.
Gideon la miró con indulgencia.
—Como ustedes ven, he encontrado a la esposa perfecta para el hombre que prefiere dedicarse a las tierras familiares.
—Será un gran placer viajar con Gideon, cuando supervise las fincas de Hardcastle —dijo Harriet, con satisfacción—. Así podré explorar todo tipo de terrenos nuevos en busca de fósiles.
—Me alivia saber que tengo algo valioso para ofrecer en este matrimonio —manifestó Gideon—. Comenzaba a preguntarme si obtendría usted algo provechoso de esta relación. Sé perfectamente que nimiedades tales como un antiguo título nobiliario y varias fincas productivas no tienen mucha importancia para los coleccionistas de fósiles.
* * *
Cuando acabó la cena Gideon se respaldó en la silla, divertido, mientras su madre instaba a Harriet a abandonar la mesa para acompañarla al salón, murmurando:
—¿Dejamos a los caballeros con el oporto?
—No me molesta que beban frente a mí —adujo Harriet… Gideon sonrió.
—Es obvio que su roce capitalino es insuficiente, querida. Mi madre le está haciendo una gentil sugerencia. Se supone que las damas deben abandonar la mesa para que los caballeros puedan beber hasta el estupor de la embriaguez, pero en privado.
Harriet arrugó la frente.
—Confío que no tenga usted el hábito de la bebida, milord. Mi padre nunca aceptó el alcoholismo y yo tampoco.
—Haré lo posible para conservar la cabeza fresca, a fin de cumplir más tarde mis deberes de esposo, querida. Al fin y al cabo, no olvidemos que ésta en nuestra noche de bodas.
Al otro lado de la mesa, Harriet registró el poco sutil comentario con un delicioso rubor. La madre de Gideon, en cambio, no expresó el menor placer.
—¡Gideon! ¡Cómo puedes decir algo tan escandaloso! —protestó, fulminándolo con la mirada—. Ésta es una casa decente y no se habla de esas cosas a la mesa. Lo sabes perfectamente. En esos últimos años has perdido por completo la buena educación.
—Muy cierto, caramba —murmuró Hardcastle—. Has abochornado a la pequeña. Discúlpate de inmediato con tu esposa.
Harriet miró a Gideon con una sonrisa descarada.
—Eso es, St. Justin. Hágalo usted de inmediato. Nunca lo he oído pedir disculpas y me muero por escuchar esa novedad.
Gideon se levantó para dedicarle una cortés reverencia, con los ojos chispeantes.
—Le pido mil disculpas, señora. No tuve intención de ofender su delicada sensibilidad.
—¡Qué bonito! —Harriet se volvió hacia los suegros—. ¿Verdad que lo hizo muy bien? Tengo grandes esperanzas de que, con el tiempo, aprenda a actuar en la alta sociedad sin causar ningún caos.
La madre de Gideon se levantó abruptamente, con la boca apretada en una dura línea.
—Creo que Harriet y yo nos retiraremos al salón.
La joven se levantó, obediente.
—Sí, será mejor que nos retiremos antes de que St. Justin diga algún otro disparate. Compórtese bien durante mi ausencia, milord.
—Haré lo posible —prometió Gideon. Y siguió con la vista a Harriet, que salía del comedor. Al cerrarse la puerta volvió a sentarse.
Se hizo un profundo silencio. Hawkins se adelantó con el oporto y sirvió sendas copas para el vizconde y su padre. Luego se retiró.
El silencio se alargaba entre ambos. Gideon no trató de quebrarlo. Era la primera vez en mucho tiempo que se encontraba a solas con su padre. Y si él deseaba hablarle, tendría que ser quien hiciera el esfuerzo.
—Es una mujer interesante —dijo el conde, por fin—. Lo reconozco. Muy fuera de lo común.
—Cierto. Es uno de sus mayores atractivos.
El silencio volvió a llenar la habitación.
—Muy diferente de lo que yo habría supuesto —comentó Hardcastle.
—¿Después de lo que ocurrió con Deirdre? —Gideon probó el rico oporto, estudiando los elegantes candelabros de plata—. Ahora tengo seis años más, señor. Y, pese a todos mis defectos, rara vez cometo dos veces un mismo error.
Hardcastle gruño.
—¿Quieres decir que esta vez tuviste la decencia de actuar como corresponde a un caballero?
Gideon apretó los dedos al pie de la copa.
—No, señor. Quiero decir que esta vez encontré a una mujer en la que puedo confiar.
En el comedor volvió a reinar el silencio.
—Tu señora confía en ti, por cierto —murmuró Hardcastle.
—Sí, y es una experiencia muy agradable. Hacía mucho tiempo que nadie confiaba en mí.
—Bueno, ¿y qué diablos esperabas, después de lo que pasó con Deirdre? —le espetó el padre.
—Confianza.
Hardcastle descargó la palma contra la mesa, haciendo saltar las copas.
—Cuando la muchacha murió estaba encinta. Tú rompiste el compromiso justo antes de que se matara. Y ella dijo a su padre que la habías rechazado después de violarla. ¿Qué podíamos pensar?
—Que tal vez ella mentía.
—¿Por qué mentir si pensaba matarse, santo Dios? No tenía nada que perder.
—No sé lo que pensó. Cuando vino a verme no actuaba racionalmente. Ella…
Gideon se interrumpió. De nada serviría tratar de explicar cómo se había presentado Deirdre, aquella noche, tratando súbitamente de seducirlo. Era obvio que le ocurría algo.
Después de pasar meses enteros sin mostrar la menor respuesta a los besos de Gideon, vacilantes y castos por completo, de pronto se le arrojaba a los brazos, con un loco aire de desesperación. De algún modo él comprendió que había estado con otro hombre. Cuando la enfrentó con sus sospechas, Deirdre estalló de cólera. Sus palabras aún le resonaban en los oídos:
«Sí, hay otro. Y me alegro que no me hayas tocado con esas feas manazas, bestia monstruosa. Dudo de que hubiera podido soportarlo. Nunca habría podido soportar el ver esa cara horrenda sobre mí. ¿Acaso creíste que yo deseaba hacer el amor contigo? ¿Casarme contigo? ¡Fue mi padre quien me obligó a aceptar tu propuesta!».
El conde tragó un gran sorbo de oporto.
—Si estuvo con otro, ¿por qué no lo confesó? Pudo haber dejado una nota o algo así. ¡Hombre! ¿Tienes idea de los esfuerzos que hizo tu pobre madre para convencerse de que Deirdre se había dejado seducir por otro? Pero los hechos hablan por sí solos.
—Sería mejor que habláramos de otra cosa —sugirió Gideon.
—¡Mi único nieto murió con Deirdre Rushton, qué diablos…!
Entonces Gideon perdió el dominio de sí.
—¡No, maldita sea! ¡El que murió con Deirdre no era su nieto! ¡Era de otro! ¡Ese bebé no era mío!
—Gideon, por Dios, ten cuidado con esa copa.
—Por última vez —rugió Gideon, con una mueca furiosa—: lo juro por mi honor, aunque usted no me crea honorable. No violé a Deirdre Rushton. Nunca la toqué. Si quiere saber la verdad, ella no soportaba que la tocara. Lo dijo con toda claridad.
Con un tremendo esfuerzo de voluntad, volvió a dominarse y depositó con mucho cuidado la copa en la mesa. El padre lo observaba con desconfianza.
—Puede que tengas razón —dijo—; es mejor hablar de otra cosa.
—Sí. —Gideon aspiró hondo para calmarse—. Perdone usted mi dramatismo, señor. Después de tantos años ya debería saber que estas tácticas son inútiles. La culpa es de mi esposa. Se pasa el día quejándose de que no me explico. —Sonrió ceñudamente—. Pero ya ve lo que ocurre cuando lo hago. Nadie me cree.
—¿Con excepción de tu esposa? —sugirió Hardcastle, sin alterarse.
—Ella creyó en mi inocencia sin que yo me molestara en darle explicaciones —dijo Gideon, no sin un arrebato de profunda satisfacción—. En realidad, nunca le he contado la historia completa. Sin embargo, de pie en medio de un salón atestado, anunció a todo al gente bien que, obviamente, el bebé de Deirdre tenía a otro hombre como padre.
—No me extraña que te casaras con ella —observó secamente el conde.
—Supongo que no. ¿De qué otro tema desea hablar, señor?
Hardcastle lo miró por largo rato.
—De los ladrones, supongo. Háblame de esos villanos que usaban las cuevas para esconder bienes robados.
Gideon hizo un esfuerzo por concentrarse en la cuestión.
—No hay mucho que decir. Les tendí una trampa utilizando a un detective y atrapamos a los que escondían el botín.
—¿Cómo te enteraste de lo que sucedía?
Gideon sonrió con ironía.
—Fue Harriet quien descubrió la cueva llena de cosas robadas, mientras buscaba fósiles. Me escribió para fuera a Upper Biddleton y me ordenó que solucionara la cuestión cuanto antes, pues deseaba continuar explorando esa cueva. Por si no lo ha notado, debo decir que Harriet tiene una veta tiránica.
—Comprendo. Entonces atrapaste a los bandidos. Y en el proceso te liaste con Harriet.
—Sí. —Gideon hizo girar la copa de oporto entre las palmas, contemplando los destellos de rubí—. Hay sólo un detalle que todavía me preocupa: creo que había un cuarto hombre al que no atrapamos.
—¿Por qué piensas eso?
—Primero: al interrogar a los ladrones, todos aseguraron haber recibido instrucciones de un hombre misterioso, al que nunca le vieron la cara. Me inclino a creerles.
—¿Por qué?
—Los artículos escondidos en la caverna eran de excelente calidad y fina artesanía. Ninguno provenía de la zona de Upper Biddleton. Los hombres capturados no eran del tipo conocedor de esas cosas, ¿me explico? Eran de los que, al ver una casa lujosa, rompen un vidrio para entrar y apoderarse de lo primero que les parezca valioso.
—Comprendo —dijo Hardcastle, lentamente.
—Más aún: cuando el detective devolvió alguno de esos objetos robados a sus propietarios, todos de Londres, se enteró de que nadie había descubierto la incursión de los ladrones; sólo notaron la falta de un objeto.
El conde dio un respingo.
—¿Así que los ladrones entraron sin que nadie lo notara de inmediato?
Gideon meneó lentamente la cabeza.
—No hubo vidrios rotos ni cerraduras violadas que alertaran a los propietarios. Piense en lo grande que es esta casa o la de Blackthorne Hall. La que tenía en Londres también era inmensa. Si alguien entrara sin romper puertas ni ventanas, ¿cómo sabría usted del robo? Sólo al echar de menos alguna pieza.
—Bueno, supongo que tienes razón. Pero ¿qué me dices del personal doméstico?
—Según me dijo Dobbs, el detective de Bow Street, solían ser los sirvientes quienes detectaban la falta.
El padre lo miró con intensa curiosidad.
—¿Y qué conclusiones sacas?
—Que alguien estudiaba previamente las casas, para detectar qué objetos valiosos había y dónde se encontraban —dijo Gideon—. Luego, esa misma persona disponía las cosas de modo que las piezas fueran robadas de una manera limpia y eficiente, sin necesidad de romper ventanas ni cerraduras.
—¿Y crees que esa persona puede estar todavía en actividad?
—Sé que no la atrapamos. —Gideon bebió el resto de su oporto—. Sabemos que tiene vista de conocedor y que puede entrar a las mejores casas. Y algo más, muy interesante.
—Que está familiarizado con las cuevas de Upper Biddleton —señaló el conde.
—Sí. Las conoce muy bien.
—No debe de haber muchas personas que respondan a esas características.
—Por el contrario. —Gideon esbozó una sonrisa lúgubre—. Con el correr de los años ha habido muchos hombres buscando fósiles en las cuevas de Upper Biddleton. Y una buena proporción de ellos son caballeros que actúan en la alta sociedad. Usted mismo, señor.
—¿Yo?
—Responde perfectamente al retrato. Es un caballero conocedor, que se mueve en los mejores salones y también es experto en las cuevas de Upper Biddleton.
El conde quedó estupefacto. Luego sus ojos se encendieron de ira.
—¿Cómo te atreves a sugerir semejante cosa de tu propio padre?
Gideon se levantó de inmediato, inclinando la cabeza en una fría reverencia.
—Le pido perdón, señor. No quise sugerir nada. Nunca he sospechado que usted fuera un ladrón, por supuesto. Su honro está por encima de cualquier reproche.
—¡Eso espero, caramba!
—Más aún: como administrador de sus fincas, conozco bien la magnitud de su fortuna. Usted no necesita recurrir al robo. Por lo tanto, no lo incluyo en mi lista de sospechosos.
—¡Por Dios! —bramó el conde—. ¡Qué cosa tan irrespetuosa y sucia! ¡Insinuar siquiera que yo pueda ser un sospechoso! Eso va más allá de lo tolerable, señor mío.
Gideon se encaminó hacia la puerta.
—¿Verdad que es una sensación interesante?
—¿De qué hablas? —le espetó el padre.
—De la sensación que experimentamos cuando la persona que más debería respetarnos duda de nuestro honor, sobre todo si sabemos que es imposible demostrar nuestra inocencia.
Sin esperar respuesta, Gideon salió del comedor, cerrando la puerta tras de sí.