Capítulo 15

Esa mañana, cuando Gideon entró en Tattersall’s, el patio ya estaba colmado. Claro que el establecimiento era muy concurrido, sobre todo cuando había ventas como la de ese día. Siendo los rematadores exclusivos de los mejores caballos de raza de Londres, atraían a los caballeros de buen tono como las golosinas a los niños. Todos los que podían pagar las cabalgaduras más espectaculares (y algunos que no podían) competían entre sí para conseguirlas.

Parte del patio estaba cubierto por un tejado sostenido por una columnata clásica. Gideon apoyó un hombro contra uno de esos pilares y contempló ociosamente a un caballo de caza que pasaba frente a la multitud de posibles compradores. Él no estaba allí en busca de un caballo de caza.

A continuación exhibieron una hermosa yunta de bayos de tiro, ambos del mismo color, pero Gideon los vio algo estrechos de pecho. Le hermosura no tiene importancia cuando se trata de caballos de tiro; lo importante es la resistencia y la fuerza. Además, tampoco eras caballos de tiro lo que buscaba.

Perdido el interés por los bayos, Gideon estudió el gentío. Estaba casi seguro de hallar a su presa allí. Algunas sutiles averiguaciones en el club, hechas la noche anterior, le habían revelado que Bryce Morland asistiría por la mañana a esa subasta.

Un momento después Gideon lo distinguió entre la muchedumbre, de pie en el extremo de la columnata, hablando con un hombre regordete, vestido con una chaqueta de mal corte.

Separándose de la columna, el vizconde echó a andar en dirección a Morland.

En ese momento apareció un palafrenero con la siguiente oferta: una hermosa yegua árabe gris. Gideon vaciló; de pronto le vino a la mente una imagen de Harriet a lomos de ese bonito animal.

Se detuvo a mirarlo mejor. La yegua tenía una contextura fibrosa y compacta, que prometía fuerza y resistencia. Las pequeñas orejas parecían sensibles y atentas. Los ojos, llenos de inteligencia, guardaban buena distancia en la cabeza esculpida. Harriet sabría apreciar a un animal inteligente.

Mientras Gideon estudiaba los melindrosos cascos de la yegua, Morland habló a sus espaldas.

—No parece responder a tu estilo, St. Justin. Te sentaría mejor uno de esos grandes brutos que utilizas habitualmente. Algo que no se haga añicos cuando lo montes.

Gideon no lo miró. Mantenía toda su atención concentrada en la yegua.

—Me complace encontrarte aquí, Morland. Quería hablar contigo.

—¿De veras? ¡Qué extraño! —El tono de Morland era provocativo—. Hace seis años que casi no me diriges la palabra.

—No hemos tenido nada de qué hablar.

—¿Y ahora sí?

—Por desgracia, sí. Quiero hacerte una advertencia, Morland. Espero que me prestes atención.

—¿Y si no?

—Si no, tendrás qué vértelas conmigo. —A Gideon le gustó el arco descarado del rabo y el porte orgulloso de la yegua. Algo en su vitalidad y su entusiasmo le hacían pensar en Harriet.

—¿Tratas de amenazarme, por ventura? —preguntó Morland, burlón.

—Sí. —Gideon estudió los fuertes cuartos traseros y decidió que allí había fuerza en abundancia. Podría recorrer buenas distancias—. No quiero que te acerques a mi esposa.

—Maldito hijo de puta. —La voz de Bryce perdió su tono de pulla. Ahora hervía de ira—. ¿Quién diablos eres tú para hacerme advertencias?

—Soy St. Justin —respondió Gideon, con suavidad—, la Bestia de Blackthorne Hall. Y como te debo en parte ese título, sería prudente que lo respetaras.

—Me amenazas porque sabes que, si me decido a quitarte a la pequeña Harriet, puedo hacerlo. Sabes muy bien que me bastaría hacerle una seña con el meñique para que me siguiera.

—No —dijo Gideon, sin apartar los ojos de la yegua—, no te seguiría.

—Si estás tan seguro, ¿por qué te molestas en amenazar?

—Porque no quiero que la importunes, Morland. —Gideon llamó por señas al palafrenero que conducía a la árabe—. Ahora disculpa. Voy a comprar un caballo.

Se alejó de Morland sin haberlo mirado siquiera una vez. Sabía perfectamente que ese silencioso insulto lo irritaría más que la misma amenaza.

* * *

Esa tarde Gideon volvió a su casa ansioso de hablar con Harriet de la yegua, sólo para descubrir que ella había salido; pensaba recorrer el museo del señor Humboldt. El anuncio de su regalo tendría que esperar. Eso lo fastidió. Entonces cayó en la cuenta de que esperaba anhelante la reacción de su esposa.

Miró a Owl con gesto ceñudo. Owl se lo devolvió.

—¿Al museo del señor Humboldt? —repitió el señor.

—Sí, milord. Parecía muy entusiasmada, sabrá Dios por qué. No veo qué puede tener de interesante una colección de huesos mohosos.

—Tendrás que acostumbrarte al entusiasmo que esas cosas despiertan en lady St. Justin, Owl.

—Así parece.

Gideon se encaminó hacia la biblioteca, pero se detuvo.

—¿Tuvo en cuenta hacerse acompañar por su doncella o por uno de los lacayos?

—No, pero yo me ocupé de eso, señor. La acompaña su doncella.

—Excelente. Eres muy digno de confianza, Owl. —Gideon continuó hasta la puerta de la biblioteca—. Esta tarde me visitará el señor Dobbs. Cuando llegue hazlo pasar, por favor.

—Sí, milord.

Quince minutos después llegó Dobbs, atildado como siempre. Después de quitarse el sombrero aplastado, se sentó frente a Gideon con su excesiva familiaridad de costumbre.

—Buenas tardes, señor. Traigo las listas de invitados que me pidió. —Le ofrecía una pila de papeles—. No fue posible conseguirlas todas. Algunas se perdieron o fueron arrojadas a la basura. Pero obtuve unas cuantas.

—Bien, veamos qué hay aquí. —Gideon esparció la hojas por el escritorio, para inspeccionar las largas listas de invitados a diversas casas que había sufrido robos durante la temporada.

—No será fácil seleccionar los nombres de personas que hayan sido huéspedes de esas mansiones y que también conozcan esas cuevas, señor. —Dobbs señaló las páginas—. Son cientos de nombres. Los ricachones dan fiestas grandes.

—Ya veo que demandará algún tiempo. —Gideon deslizó un dedo por la primera lista—. Tengo la corazonada de que nuestro hombre es coleccionista de fósiles.

—No tiene por qué serlo, milord —señaló Dobbs—. Podría ser una persona criada en el distrito de Upper Biddleton o que hubiera estado de visita allá.

Gideon meneó la cabeza.

—Un simple visitante no estaría tan familiarizado con esas cuevas como para saber de la caverna en la que encontramos el botín. Quien eligió esa cueva conoce bien el lugar. Y el único motivo por el que alguien entra allí es para buscar fósiles.

—Si usted lo dice… bueno, dejo esto en sus manos, estaré esperando órdenes.

—Gracias, Dobbs. Me ha sido usted muy útil. —Gideon levantó la vista hacia el hombrecito, que se levantaba—. ¿Cómo logró conseguir tantas listas?

La cara de gnomo se arrugó en una gran sonrisa.

—Dije que las quería como parte de la recompensa por devolver los bienes robados. Se mostraron muy bien dispuestos a entregármelas.

Gideon sonrió.

—Era mucho más barato que pagar una recompensa en efectivo, por supuesto.

—La gente bien está dispuesta a pagar una fortuna por una joya o un buen caballo, pero tienden a ser avaros cuando se trata de pagar los servicios de las personas como yo. —Dobbs se plantó el sombrero estrujado en la cabeza—. Pero como esta vez trabajo para usted, espero recibir mi recompensa. He hecho averiguaciones. En ese aspecto, su reputación es buena. Todo el mundo dice que usted paga sus cuentas y no trata de esquivar a los comerciantes.

Gideon enarcó las cejas.

—Siempre es grato saber que uno tiene buena reputación en algún aspecto.

—En mi vecindario, la única reputación que cuenta es la de ser justo con las cuentas.

* * *

El museo del señor Humboldt era asombroso y bien valía el costo de la entrada. Su colección de fósiles, esqueletos, animales embalsamados y plantas extrañas llenaba todo la casa, desde el desván hasta el sótano. No se había salvado un soso cuarto. Hasta su dormitorio contenía vitrinas y cajones llenos de esqueletos polvorientos, fósiles marinos y otros artículos.

Harriet quedó entusiasmada al ver el tamaño de ese museo.

—Mira esto, Beth —dijo a su criada, observando la fila de cuartos de la planta baja, colmados de tesoros. Los visitantes vagaban en libertad, examinando cráneos de rinocerontes y serpientes embalsamadas, entre exclamaciones de admiración—. Es estupendo, absolutamente estupendo.

Beth echó una mirada cautelosa al primer cuarto y se estremeció al ver el esqueleto de un gran tiburón.

—¿Tengo que acompañarla, señora? Este tipo de cosas me da escalofríos.

—Bueno, puedes esperarme en el vestíbulo. Yo recorreré sola el museo.

—Gracias, señora. —Beth dedicó su atención al joven que cobraba los boletos a los escasos visitantes. Le dedicó una sonrisa coqueta y el joven respondió con una risa audaz.

Harriet no paró mientes en el juego.

—¿Qué hay en ese cuarto? —preguntó, indicando una puerta cerrada junto a la escalera.

El mozo le echó un vistazo.

—Ése es el estudio privado del señor Humboldt, señora. Allí no entra nadie más que él. Es la única habitación de la casa cerrada a los visitantes.

—Comprendo. —Harriet se dirigió a la escalera—. Muy bien, creo que comenzaré por lo más alto e iré bajando hasta el fondo.

Ascendió hasta el segundo piso y se arrojó de cabeza en el primer cuarto lleno de vitrinas.

Aquello era el paraíso.

En el museo había pocos visitantes, de modo que nadie le estorbaba el paso. El tiempo pasó con celeridad, en tanto ella iba descendiendo desde el último piso de la casona hasta el subsuelo. En principio, buscaba dientes fósiles, pero constantemente la distraían piezas fascinantes.

Encontró un erizo de mar bien conservado, distinto a todo lo que había visto hasta entonces. En la misma vitrina había otros fósiles marinos muy interesantes. En otra, una variedad de fragmentos que la distrajeron por un rato.

Tardó una eternidad en revisar todos los cajones de los armarios, pero no quería perderse nada. Cada vez que echaba un vistazo se decía que estaba a punto de descubrir un diente como el hallado en Upper Biddleton. Con un poco de suerte estaría etiquetado. Eso le permitiría saber si ya había sido identificado por otra persona.

Harriet reservó para el final el piso más bajo. En los hogares normales, la parte subterránea se utilizaba para la cocina y las habitaciones de servicio, pero Humboldt las había transformado en depósitos para el museo. Al bajar la escalera Harriet se encontró completamente sola.

Eso no le disgustó; todo lo contrario.

En dos de los oscuros cuartos no vio más que cajones, pero tras la última puerta, en el extremo del pasillo, descubrió una habitación en sombras, llena de grandes esqueletos armados, algunos de gran tamaño.

La iluminación era escasa. En el pasillo ardían dos velas vacilantes. Harriet tomó una para llevarla adentro y la utilizó para encender las bujías medio consumidas de la pared interior. Era obvio que nadie entraba allí con frecuencia.

Además de la oscuridad hacía frío. Una gruesa capa de polvo lo cubría todo, pero Harriet no prestó atención. Todo coleccionista de fósiles estaba familiarizado con la suciedad y el polvo.

De inmediato vio que había varias hileras de armarios altos. Cada armario contenía docenas de cajones. Decidió alegremente que existía una buena posibilidad de hallar algunos dientes en cajones de ese tamaño. Pero antes de iniciar la investigación de los armarios, se detuvo a examinar algunas extrañas reliquias esparcidas por la habitación. En la parte alta de un mueble, en el extremo de un pasillo, se veía un gran bloque de piedra. Al observarlo con atención, Harriet vio el delicado contorno de un extraño pez espinoso incrustado en su interior.

Algo más allá encontró los huesos polvorientos de varias bestias extrañas, que tenían aletas y patas. Las estudió con muchas dudas, pues nunca había visto nada parecido.

En un rincón había una silla que ella acercó al armario de los fósiles extraños, a fin de trepar para mirarlos mejor. Levantó una nube de polvo al inclinarse para tocar una aleta en forma extraña. Entonces detectó los pequeños alfileres que sujetaban la aleta al esqueleto.

—Ajá —murmuró, satisfecha—. Una falsificación. Ya lo sabía. No me extraña que el señor Humboldt te haya enviado a las regiones inferiores —dijo a la pobre Bestia—. Probablemente pagó por ti una buena suma, sólo para descubrir que había sido esquilmado.

Al bajar de la silla notó que su pelliza amarilla estaba manchada de polvo y se lamentó, tardíamente, de no haber llevado un delantal. La próxima vez no se olvidaría de eso.

Cuando estaba en puntas de pie, examinando el esqueleto de un pez muy extraño, oyó que la puerta se abría tras ella y volvía a cerrarse con mucha suavidad. Otro visitante había hallado el último depósito de Humboldt. Harriet no prestó atención hasta que el recién llegado se le acercó por el pasillo.

—Buenas tardes, Harriet —dijo Bryce Morland, desde un extremo del corredor abierto entre los altos armarios.

La joven quedó petrificada, no sólo porque era la última voz que esperaba oír allí, sino por su tono de amenaza. Giró para enfrentarlo.

—¡Señor Morland! ¿Qué hace usted aquí, en el museo del señor Humboldt? No sabía que le interesaran los fósiles.

—No me interesan. —Morland sonrió, pero el gesto fue, entre las sombras, una burda imitación de la benigna expresión del ángel—. La que me interesa mucho es usted, mi pequeña Harriet.

Un hilo de miedo corrió por la espalda de la joven.

—No comprendo.

—¿No? No se preocupe. Ya comprenderá. —Y echó a andar por el corredor hacia ella. La poca luz de la bujía le doraba el pelo rubio, pero dejaba a la sombra su hermosa cara.

Harriet, por instinto, dio un paso atrás. De pronto se sentía muy asustada.

—Tendrá usted que disculparme, señor, pero es muy tarde y debo volver a casa.

—Muy tarde, en verdad. El museo cerró hace diez minutos.

Harriet dilató los ojos.

—¡Por Dios, cómo vuela el tiempo! Mi doncella me espera.

—Su doncella está muy ocupada en coquetear con el mozo que vende los boletos. Pasará un rato antes de que noten nuestra falta.

—De cualquier modo, ya me voy. —Harriet levantó la barbilla—. Haga el favor de apartarse, señor.

Morland siguió caminando sin prisa hacia ella por el estrecho pasillo.

—Todavía no, pequeña Harriet. Todavía no. Debo mencionarle que hoy vi a su esposo.

—¿Ah, sí? —Harriet retrocedía poco a poco.

—Hemos mantenido una agradable charla, durante la cual me dijo que no me acercara a usted. —Los ojos de Morland centelleaban de furia—. Obviamente, sabe que la atraigo.

—No. —Ella retrocedió un paso más—. Eso no es cierto y usted lo sabe, señor Morland.

—Oh, claro que es cierto. Usted es igual que Deirdre. Ella tampoco se pudo resistir.

—¿Está loco? ¿De qué habla?

—De usted y Deirdre, por supuesto. St. Justin perdió a la primera y va a perder a la segunda. Esta vez, su orgullo quedará completamente destrozado. Siempre ha sido muy arrogante, el condenado, aun cuando todo Londres murmuraba a sus espaldas. Pero esta vez no podrá soportar los chismes como lo hizo antes.

—¿Qué va usted a hacer? —inquirió Harriet.

—Plantar mi semilla en usted, tal como la planté en Deirdre —dijo Bryce, con sosiego—. Deirdre se dejó seducir de muy buen grado. Usted, por el contrario, requerirá algo de persuasión, ¿o me equivoco?

Harriet lo miró fijamente.

—Jamás me entregaré a usted. ¿Cómo puede imaginar semejante cosa?

Morland asintió, obviamente complacido.

—Algo más que persuasión, pues. Hará falta un poco de fuerza. Excelente. En realidad, lo prefiero así, pero rara vez encuentro una mujer que me complazca presentando resistencia. Todas caen en mi lecho con demasiada facilidad.

—¿Cómo se atreve? —susurró Harriet.

—Es fácil. Hace varios días que espero esta oportunidad. Después de mi desagradable conversación con su esposo fui por usted. Decidí que había llegado la hora de hacerla mía. Porque St. Justin me ha puesto furioso, ¿sabe?

—¿Me ha seguido?

—Por supuesto. Cuando la vi entrar, decidí ver si la casa me proporcionaba la oportunidad buscada. La llave de este cuarto estaba en la cerradura. La quité al entrar y cerré a mis espaldas. —Morland sacó del bolsillo una pesada llave metálica, que exhibió riendo entre dientes. Luego volvió a dejarla caer dentro de su abrigo.

—Voy a gritar.

—Nadie la oirá. Los muros de este cuarto son de piedra y muy gruesos. Y no habrá nadie que baje las escaleras a estas horas, porque el museo ya está cerrado.

Harriet retrocedió algunos pasos más. En un momento podría contornear la esquina del último armario y correr por el pasillo vecino. No sabía qué hacer después, pero ya se le ocurriría algo. Mientras tanto era preciso tratar de demorar el ataque de Morland.

—¿Por qué está tan decidido a vengarse de St. Justin? —preguntó—. ¿Qué le ha hecho él?

—¿Qué me ha hecho? —En la hermosa cara de Bryce se encendió un relámpago de furia—. Como tantos otros de su clase, lo tenía todo. Siempre tuvo todo. Y yo, nada, ¡nada! Mi familia y la suya fueron vecinas por varios años. Yo me crié viendo todo lo que tenían él y su hermano mayor: caballos, carruajes, ropa, buenas escuelas.

—Escúcheme, señor Morland.

—¿Sabe lo que era eso? No, por supuesto. A Blackthorne Hall iban visitas importantes. Todo el mundo buscaba congraciarse con el conde de Hardcastle. Yo debía estar agradecido solo porque me invitaran a un baile en ese casa. Podía considerarme afortunado si me llamaban para participar de la cacería local. Mis padres pertenecían simplemente a la pequeña nobleza rural, que se humilla ante el conde de Hardcastle. Pero yo nunca me he humillado ante él ni ante sus hijos. Me he puesto en un pie de igualdad.

—¿Cómo puede usted decir que St. Justin lo tenía todo? —acusó Harriet.

—Él es heredero de un condado y una vasta fortuna. Yo, en cambio, me vi obligado a casarme con la hija de un comerciante a fin de tener el dinero que necesitaba. Eso no fue justo.

—Pero usted se decía amigo de Gideon.

Morland se encogió de hombros con elegancia.

—Tener amigos en ese círculo es muy útil para un hombre de mi posición. Con amigos como St. Justin uno entra en los mejores clubes, en los mejores salones y en los mejores lechos. Tomé la costumbre de entablar amistad con la gente como él. Pero St. Justin ya no me es útil y me ha ofendido.

Harriet seguía mirándolo.

—Usted quiere convencerse de que es superior a él, ¿verdad? Piensa que, si él tiene fortuna y un título, usted es mucho más sagaz, más hermoso y más atractivo para las mujeres.

—Y es cierto.

—Pero lo odia porque, en el fondo, sabe que él es muy superior, y no por su fortuna ni por su título, sino par algo más profundo, algo que usted jamás poseerá. ¿No es así, señor Morland?

—Si usted lo dice, querida.

—Y haciéndome daño, ¿qué piensa probar?

A Bryce le centellearon los ojos.

—Probaré, una vez más, que puedo robarle a St. Justin sus mujeres. Después de haberla poseído, Harriet, tendré la satisfacción de haber hecho mías a las dos mujeres que St. Justin quiso para sí. Es poco, pero el juego me gusta.

—No sea tonto, señor Morland. Ya sabe lo que hará St. Justin cuando descubra que usted ha tratado de atacarme.

—Oh, no creo que se entere de nuestra pequeña aventura, señora. —Bryce le clavó una mirada entendida—. Generalmente, las mujeres nunca confiesan haber sido de otro hombre, aun cuando haya sucedido por al fuerza. Creo que es por temor a que las crean culpables. Y una mujer casada con la Bestia de Blackthorne Hall jamás admitiría haberle sido infiel. Tendría demasiado miedo. La Bestia, con toda certeza, se volvería contra ella.

Los dedos de Harriet encontraron el extremo del último armario.

—Yo no tendría miedo de contar todo a St. Justin. Él me creería. Y no dejaría de vengarme, por cierto.

—Es mucho más probable que la asesinara —aseguró Bryce, mientras acortaba la distancia entre ambos—. Y usted lo sabe, porque es inteligente. Él no toleraría saber que su flamante esposa, la mujer a la que exhibe ante la gente de buen tono con tanto orgullo, ya le ha sido infiel.

—Usted no lo conoce. —Sin previo aviso, Harriet viró al final del pasillo. Bryce la seguía de cerca. En dos pasos más lograría alcanzarla.

Ella vio la silla que había usado para examinar el fósil falsificado. Estaba en el medio del pasillo, tal como ella la había dejado. Subió de un salto al asiento y trepó hasta lo alto de los armarios, mientras Bryce arrojaba un manotazo a sus faldas.

Falló.

Harriet corrió por la cubierta de los armarios, arrojando al pasillo cráneos, fémures y vértebras. Bryce avanzaba a saltos por el pasillo, con obvia intención de atraparla en el extremo opuesto, cuando ella tratara de alcanzar la puerta.

—Será mejor que baje ahora mismo, pequeña zorra. Esto sólo puede terminar de una manera. —En la voz de Bryce había ya una terrible excitación sexual.

Harriet no le prestó atención. Su objetivo era el bloque de piedra puesto sobre el último armario de pasillo, el que contenía la impresión fósil de un gran pez espinoso. Rezó pidiendo que la piedra no fuera demasiado pesada.

Bryce no adivinó sus intenciones. Probablemente no se le ocurrió que una mujer pudiera recurrir a ese medio de defensa ni que tuviera fuerzas suficientes, en caso de intentarlo.

Pero Harriet llevaba años excavando fósiles en la roca viva. Había pasado muchas horas con la maza y el cincel. Sabía que no era una debilucha.

Asió el bloque de piedra y lo arrojó hacia la rubia cabeza de Bryce, en el momento en que alargaba una mano hacia su tobillo.

En el último instante el hombre comprendió lo que estaba haciendo.

—¡No, maldita sea! —El grito se le cortó en el intento de brincar a un lado.

Pero ya era demasiado tarde. Apenas logró evitar lo peor del impacto. La pesada piedra le rozó la cabeza y rebotó pesadamente contra su hombro, antes de caer estruendosamente al suelo.

Bryce se tambaleó y cayó al suelo. Quedó muy quieto, con los ojos cerrados. Un hilo de sangre asomó por debajo de un rizo rubio.

Un terrible silencio llenó ese cuarto penumbroso, lleno de huesos.

Harriet, de pie en la cima de los armarios, respiraba jadeando, con el corazón palpitante y las manos trémulas. Miró a Bryce, sin poder pensar con claridad.

Luego se obligó a descender. Tenía miedo de acercarse a Bryce. No sabía si estaba muerto o no y prefería no enterarse.

Pero necesitaba la llave para salir del cuarto.

Aspiró hondo varias veces antes de aproximarse a la inmóvil silueta de Bryce, con mucha cautela. Como él seguía inmóvil, cayó de rodillas a su lado y buscó la llave en el bolsillo.

Sus dedos se cerraron en torno del pesado objeto de hierro. Lo retiró precipitadamente, frió en la mano. Bryce no se había movido. No se notaba siquiera su respiración.

Sin esperar más, Harriet corrió a la puerta, insertó la llave en la cerradura y abrió.

Estaba libre.

Corrió por la escalera hasta la planta baja, donde todo estaba en sombras. Los gruesos cortinados de las ventanas ocultaban ya el sol del atardecer.

De pronto se abrió la puerta del estudio privado. Una figura encorvada, de espesas patillas, se irguió en el vano de la puerta como una gran araña, mirándola con un ceño feroz.

—Oiga, usted no es la cocinera que me trae la cena. ¿Qué diablos está haciendo aquí? A estas horas todos los visitantes se han retirado.

—Ya me iba.

—¿Qué? Levante la voz, mujer. —El caballero se puso una mano tras la oreja, a manera de bocina.

—Dije que ya me iba —repitió Harriet, con más vigor.

Él hizo un gesto de impaciencia.

—Lárguese, lárguese. Tengo trabajo importante. Es demasiado tarde para que sigan aquí esos condenados visitantes. Si no fuera porque necesito dinero para comprar más fósiles, no permitiría que nadie pisara esta casa. Montones de aficionados y curiosos, todos estúpidos.

Humboldt giró en redondo y entró ruidosamente a su estudio, que cerró con un portazo.

Harriet cayó en la cuenta de que estaba temblando. Sacudió como pudo el polvo de sus faldas y abrió la puerta principal para salir a la calle. Beth la esperaba cerca del carruaje, festejando con risas algo que el cochero acababa de decir. Los acompañaba el mozo que cobraba los boletos. Los tres se volvieron a mirarla.

—¿Lista para partir, señora? —preguntó cortésmente el cochero.

—Sí, vamos. —Harriet marchó hacia el carruaje—. A estas horas ya debería estar en casa.

Beth dilató los ojos al ver el polvo que cubría el vestido amarillo y la pelliza.

—¡Caramba, señora, cómo ha arruinado ese hermoso vestido con tanto polvo de huesos viejos! Yo debería haberle traído un delantal.

—No importa, Beth. —Harriet se instaló en el asiento—. Apresúrate. Estoy deseosa de llegar a casa.

—Sí, señora.

El joven que vendía los boletos la miró con extrañeza.

—¿Dónde está el otro caballero? El que deseaba estudiar los fósiles sin que nadie lo molestara.

Harriet sonrió serenamente.

—No tengo idea. Cuando salí no había nadie.

El mozo se rascó la cabeza.

—Debe de haber salido mientras yo no miraba.

—Supongo que sí. —Harriet dio al cochero la señal de partir—. Pero eso no es asunto nuestro.

Veinte minutos después descendía del carruaje frente a la casa de Gideon. Aún no sabía cuánto del episodio debía contar a su esposo.

Lo que deseaba era arrojarse a sus brazos y contarle todo. Necesitaba confiar a alguien los horribles sucesos del museo.

Por otra parte, tenía un miedo terrible de lo que Gideon decidiera. No dejaría pasar sin venganza esa afrenta a su esposa.

Cuando Harriet entró en el vestíbulo, Gideon estaba de pie a la puerta de la biblioteca. Al ver lo polvoriento de sus ropas sonrió.

—Por el polvo de su vestido, señora, parece que ha disfrutado mucho del museo del señor Humboldt.

—Fue una experiencia muy interesante, milord. No veo la hora de hablarle de eso. —Harriet se quitó los guantes; le temblaban los dedos.

Comprendió que sufría una especie de reacción física a los horribles acontecimientos vividos en el museo. Todo su cuerpo parecía extraño. No lograba dominar los estremecimientos casi invisibles que la recorrían.

Pasó junto a Gideon para entrar en la biblioteca. Los ojos perceptivos del vizconde se posaron en su rostro, pensativos, perdida ya la sonrisa indulgente. Tras cerrar la puerta del cuarto, se volvió hacia ella.

—¿Qué ha ocurrido, Harriet? —La joven se volvió hacia él, luchando por hablar. Se sentía desgarrada por la reacción de su cuerpo. Ya no podía dominarse.

Con una suave exclamación, corrió hacia Gideon y se arrojó contra su sólida estructura, buscando el consuelo de esa fuerza reconfortante.

—¡Oh, Gideon, ha pasado algo espantoso! Creo que maté al señor Morland.