12
Pitt volvió a Lisson Grove con la certeza de que no tenía aliados, quizá con la excepción de Stoker, y de que la seguridad de la reina y tal vez de toda la casa real dependían de él. Le sorprendió, mientras subía los escalones y cruzaba la puerta, la intensidad con que sentía esa responsabilidad. Habitaba en él una lealtad feroz, pero no hacia la anciana viuda, sentada a solas en su mansión de la isla de Wight, recreándose en el recuerdo del marido al que había adorado.
Lo que le importaba era el ideal, la personificación de lo que Inglaterra había sido durante toda su vida. La idea de una unidad que estaba por encima de las diferencias de raza, credo y circunstancias, y que abrazaba a un cuarta parte de la tierra. La peor parte de la sociedad era avariciosa, arrogante e interesada, sin embargo, la mejor era sumamente valiente, generosa y, por encima de todo, leal. ¿Cuál era la valía de las personas si no tenían un propósito superior a ellas mismas?
Eso tenía poca relación con la figura de Victoria, y desde luego ninguna con la del príncipe de Gales. El asesinato en el palacio de Buckingham seguía muy fresco en su memoria. Pitt no podía olvidar el egoísmo del príncipe, su arrogancia irreflexiva y la mirada de odio que le había dirigido, ni debía hacerlo. Pronto, el príncipe se convertiría en el rey Eduardo VII, y la carrera de Pitt como servidor de la corona quedaría, hasta cierto punto, en sus manos. Pitt habría deseado que fuera un hombre mejor, pero su lealtad a la corona estaba por encima de cualquier decepción a nivel personal.
Ahora debía poner todos los sentidos en controlar a Austwick. ¿En quién debía confiar? No podría hacerlo solo, y debía obligarse a no pensar en Charlotte ni en Vespasia, ni siquiera en Narraway, salvo para recordar que estaban de su lado. Tenía que apartar de su pensamiento la idea de que estaban en peligro. Una de las mayores dificultades de encontrarse al mando era dejar de lado las lealtades personales y actuar en pro de un bien común. Se obligó a pensar en cómo se sentiría si alguien al mando de una situación decidiera salvar a su familia a expensas de la vida de la suya, si Charlotte tuviera que morir porque otro dirigente hubiera antepuesto la seguridad de su esposa al cumplimiento de su deber. Solo así sería capaz de apartar todas aquellas cuestiones de su mente.
Mientras avanzaba por los familiares pasillos tuvo que recordarse de nuevo que no ocupaba su antigua oficina, en la que trabajaba otro hombre, y que debía dirigirse a la que había sido la de Narraway, y que este recuperaría en cuanto solucionaran aquella crisis. Cuando cerró la puerta y se sentó a la mesa, se alegró enormemente de haber devuelto a su sitio los objetos de Narraway y de no haberse comportado ni por un momento como si creyera que aquella situación sería permanente. Los dibujos de los árboles volvían a adornar las paredes, así como el de la torre junto al mar y la fotografía de la madre de Narraway, una mujer de tez oscura y esbelta como él, pero más delicada, con el brillo de la inteligencia en la mirada.
Pitt sonrió durante un momento y a continuación prestó atención a los nuevos informes que había sobre su mesa. Había muy pocos y consistían en comentarios pedestres sobre hechos que, en su mayoría, ya conocía. No había información que alterara las circunstancias.
Se levantó con la intención de dirigirse a la oficina de Stoker en lugar de enviar a otro hombre a buscarlo, pues con ello alguien deduciría que quería hablar con él en particular. Incluso con la ayuda de Stoker, le resultaría muy difícil salir airoso de la situación.
—¿Sí, señor? —preguntó Stoker en cuanto Pitt hubo cerrado la puerta y se hubo colocado frente a él. Miró con atención el rostro de su superior, como si intentara descubrir sus pensamientos.
Pitt esperó no ser tan transparente. Recordó las ocasiones en que había intentado interpretar la expresión de Narraway, sin éxito la mayoría de las veces.
—Sabemos de qué se trata —anunció en voz baja. No tenía sentido ocultarle ningún detalle, pero aun así se sentía como si estuviera al borde de un abismo, a punto de precipitarse a lo desconocido.
—Sí, señor… —Stoker se quedó paralizado y palideció. Sobre la mesa, sujetaba con las manos agarrotadas el documento que había estado leyendo.
Pitt respiró hondo.
—El señor Narraway ha vuelto de Irlanda. —Observó el alivio en los ojos de Stoker, demasiado intenso para disimularlo, y siguió con mayor tranquilidad, como si se hubiera librado de una sombra—. Parece que no nos equivocamos al pensar que un plan muy ambicioso y violento ya se ha puesto en marcha. Tenemos razones para creer que las personas a las que hemos visto juntas, como Willy Portman, Fenner, Guzman y los demás, pretenden atacar a Su Majestad en Osborne House…
—¡Dios santo! —exclamó Stoker—. ¿Un regicidio?
Pitt contrajo el rostro.
—No es la intención. Creemos que la han hecho su rehén y que quieren exigir una ley que ponga fin al poder hereditario de la Cámara de los Lores… ley que Su Majestad firmará, suponemos, antes de su propia abdicación…
Stoker estaba lívido. Miró a Pitt como si se hubiera convertido en una pesadilla ante sus ojos. Tragó saliva, una y otra vez.
—Y después ¿qué? ¿La matarán?
Pitt no había llegado tan lejos en sus suposiciones, pero tal vez fuera el fin lógico, el único realista para ellos. A ojos de Inglaterra, y de gran parte del mundo, mientras viviera, Victoria sería reina, independientemente de lo que algunos hicieran o dijeran. Pitt había pensado que las cosas no podían ir a peor, pero acababan de hacerlo.
—Sí, imagino que sí —respondió—. Narraway y lady Vespasia Cumming-Gould han ido a Osborne a hacer lo que puedan, hasta que enviemos refuerzos para que se enfrenten con lo que sea que encontremos allí.
Stoker hizo ademán de incorporarse.
—Pero no hasta que sepamos en quién podemos confiar —añadió Pitt—. El grupo debe ser lo bastante reducido para actuar con discreción. Si enviamos a medio ejército es mucho más probable que se desate la violencia de inmediato. Si se saben acorralados y sin posibilidades de escapar, exigirán un rescate por ella: su libertad a cambio de su vida.
Pitt sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Se enfrentaba a un enemigo de forma y tamaño desconocidos. Además, algunos elementos seguían siendo un misterio para él, y quienes se los ocultaban eran sus propios hombres. Durante un momento, se sintió abrumado. No tenía la menor idea de por dónde empezar. Cualquier posibilidad parecía contener en sí misma el fracaso.
—Necesitaremos a algunos hombres, bien armados y que los cojan desprevenidos —dijo Stoker en voz baja.
—Es nuestra única esperanza, creo —convino Pitt—. Pero antes de eso, debemos averiguar quién es el traidor aquí, en Lisson Grove, y quién está con él. De otro modo, sabotearán todos nuestros esfuerzos.
La mano que Stoker sostenía sobre la mesa se cerró en un puño.
—¿Quiere decir que piensa que hay más de uno?
—¿Usted no?
—No lo sé. —Stoker se pasó la mano por el pelo, apartándoselo de la frente—. Dios mío, no lo sé. Y no hay tiempo de averiguarlo. Podríamos tardar semanas.
—Vamos a tener que descubrirlo mucho antes —respondió Pitt mientras arrastraba la silla de respaldo rígido que había frente a la mesa para sentarse en ella—. En realidad, tenemos que decidirnos antes de que termine el día.
Stoker se quedó boquiabierto.
—¿Y si nos equivocamos?
—No podemos —respondió Pitt—. A menos que queramos una nueva república nacida de un asesinato y asentada en el miedo. Empezaremos por la persona que organizó la farsa que le costó a Narraway su puesto y la conectó con Irlanda, con la intención de que Narraway estuviera encerrado en una cárcel irlandesa cuando todo esto sucediera.
Stoker respiró hondo.
—Sí, señor. Entonces será mejor que empecemos cuanto antes. Y lamento decirlo, pero tendremos que pensar en quién trabajaba con Gower, porque el hecho de que lo apartaran también a usted tiene que formar parte del plan.
—Por supuesto —coincidió Pitt—. Pero Gower trabajaba conmigo, y yo informaba directamente a Narraway.
—Eso es lo que nosotros creíamos —respondió Stoker—. Pero no es posible que fuera así. Pediré sus informes al agente que guarda todo el material personal. Tenemos que descubrir con quién trabajaba Gower antes que con usted. No lo sabrá, ¿verdad?
—Solo sé lo que él me contó —respondió Pitt con una sonrisa torcida—. Me gustaría tener más información. Creo que será mejor que estudiemos a todos los hombres con detenimiento.
Pasaron el resto del día revisando todos los informes que encontraron de un año o más a esa parte, siendo muy discretos sobre sus motivos.
—¿Qué busca, señor? —preguntó un hombre con ánimo de ayudar—. Tal vez yo lo encuentre. Estoy bastante al corriente de los informes.
Pitt tenía la respuesta preparada.
—Lo que sucedió con Narraway fue una sorpresa bastante desagradable —respondió con gesto serio—. Quiero estar seguro, sin el menor atisbo de duda, de que no vuelve a suceder algo parecido. De hecho, no quiero más sorpresas.
El hombre tragó saliva, con los ojos como platos.
—No sucederá, señor.
—Eso creímos antes —respondió Pitt—. No quiero tener que confiar, quiero estar seguro.
—Sí, señor. Por supuesto. ¿Puedo ayudarlo o…? —Se mordió el labio—. Entiendo, señor. No puede confiar en ninguno de nosotros.
Pitt le dedicó una sonrisa sombría.
—No me importa que me ayude, Wilson. Necesito tener confianza en todos ustedes, igual que ustedes necesitan tenerla en mí. Fue Narraway quien desfalcó el dinero, en realidad, y no uno de sus subalternos. Pero tengo que descubrir quién lo ayudó, si lo hizo alguien, y quién más puede tener intenciones similares.
Wilson irguió la espalda.
—Sí, señor. ¿Puede saberlo alguien más?
—No por ahora.
Pitt estaba corriendo un riesgo, pero el tiempo se agotaba y, si atrapaba a Wilson en una mentira, al menos descubriría algo. De hecho, tal vez el miedo fuera un aliado mejor que la discreción, siempre y cuando se utilizara en secreto.
Detestaba la situación. Al menos en la policía siempre había tenido la seguridad de que sus colegas estaban en su mismo bando. No había reparado en lo valioso que era eso. Lo había dado por descontado.
Hacia media tarde, encontraron la conexión entre Gower y Austwick. La descubrieron más por casualidad que fruto de una deducción.
—Mire —dijo Stoker mientras sostenía un trozo de papel con una nota garabateada en la parte inferior.
Pitt lo leyó. Era un memorándum que un hombre se dirigía a sí mismo para recordarse que debía ver a Austwick en el club para caballeros, e informarlo sobre algo.
—¿Es importante? —preguntó Pitt, desconcertado—. No tiene nada que ver con los socialistas, ni con ninguna clase de violencia o de cambio, es solo una observación que resultó irrelevante.
—Sí, señor —concedió Stoker—. Pero fíjese. —Le mostró otra nota con algo escrito abajo con la misma letra.
He dado el mensaje sobre Hibbert a Gower para que se lo pase a Austwick en el Hyde Club. Asunto resuelto.
El lugar era un club pequeño y muy selecto en el West End londinense. Pitt miró a Stoker.
—¿Cómo demonios consiguió Gower ser miembro del Hyde Club?
—Lo he investigado, señor. Austwick lo recomendó. Y eso significa que debe de conocerlo bastante bien.
—Entonces repasaremos con mayor atención los casos en los que trabajó Gower, y también Austwick —respondió Pitt.
—Pero ya sabemos que están relacionados —observó Stoker.
—¿Y quién más lo está? —preguntó Pitt—. Tienen que ser más de dos. Ahora tenemos un mejor punto de partida. Sigamos trabajando. No podemos permitirnos pasar nada por alto.
Stoker obedeció en silencio. Se concentró en Gower mientras Pitt repasaba todos los informes que encontraba de Austwick.
A las nueve de la noche, ambos hombres estaban exhaustos. A Pitt le dolía la cabeza y notaba los ojos calientes y arenosos. Sabía que Stoker debía de sentirse como él. Les quedaba poco tiempo.
Pitt soltó la hoja de papel que había estado leyendo hasta que la escritura se tornó borrosa frente a sus ojos.
—¿Alguna conclusión? —preguntó.
—Algunas de estas cartas, señor, me hacen pensar que sir Gerald Croxdale lo vigilaba de cerca. Estuvo a punto de descubrirlo —respondió Stoker—. Creo que por eso Austwick precipitó los hechos y actuó cuando lo hizo. Librándose de Narraway, logró sacudirnos a todos de manera bastante grave. Desvió la atención de sí mismo.
—Y también se puso en un puesto de mando —agregó Pitt—. No duró mucho tiempo, pero quizá fuera el suficiente.
El último documento que había leído era un memorándum de Austwick a Croxdale, pero Pitt tenía otro pensamiento en mente.
Stoker esperó.
—¿Cree que Austwick es el cabecilla? —preguntó Pitt—. ¿Es en realidad mucho más listo de lo que pensamos? ¿O, al menos, de lo que yo pensé?
Stoker pareció disgustado.
—No lo creo, señor. Tengo la impresión de que no es él quien toma las decisiones. He leído muchas de las anotaciones del señor Narraway, y no son así. Él no sugiere, lo sabe y lo dice. Y no es menos caballero por eso, sino que sabe que está al mando y espera que los demás también lo sepan. Tal vez no fuera así como se dirigía a usted, pero sí al resto de nosotros. Sin vacilación. Si se le pregunta, se obtiene una respuesta. Tengo la sensación de que Austwick pregunta a alguien antes de responder.
Esa era exactamente la impresión que había tenido Pitt: de vacilación, como si consultara con el hombre que estaba al mando del plan maestro.
Pero, si Croxdale lo vigilaba tan de cerca, ¿por qué Narraway no lo hacía?
—¿En quién podemos confiar? —preguntó en voz alta—. Tenemos que reunir a una pequeña fuerza, de no más de una veintena de hombres. Si son más, los alertaremos. Tendrán a gente pendiente exactamente de eso.
Stoker anotó una lista en un trozo de papel y se lo pasó.
—De estos hombres estoy seguro —dijo en voz baja.
Pitt la leyó, tachó tres nombres y añadió dos.
—Ahora debemos informar a Croxdale y detener a Austwick.
Se levantó y sintió los músculos momentáneamente agarrotados. No recordaba el tiempo que llevaban sentados, con los hombros encogidos, leyendo un informe tras otro.
—Sí, señor. Supongo que es lo que debemos hacer.
—Necesitamos una fuerza armada, Stoker. No podemos asaltar la residencia de la reina, por la razón que sea, sin la aprobación del ministro. No se preocupe, tenemos un caso lo bastante consistente. —Levantó una pequeña cartera de cuero y metió las hojas que contenían la información decisiva que justificaba las conclusiones a las que habían llegado—. Vamos.
En Osborne, Charlotte, Vespasia y Narraway seguían en el confortable salón con la reina. Se permitió la entrada de una doncella aterrada para que atendiera los deseos de Su Majestad. Uno de los hombres que los mantenía cautivos les proporcionaba comida y los vigilaba en caso de que necesitaran aliviarse.
La conversación era forzada. En presencia de la reina, nadie se atrevía a hablar con naturalidad. Charlotte miró a la anciana. Tan de cerca, sin la distancia necesaria para la formalidad, no le pareció tan distinta a su abuela, una mujer a la que había querido y odiado, temido y compadecido a lo largo de los años. De niña, jamás se atrevió a decir nada que pudiera considerarse impertinente. Más adelante, la exasperación había sido más fuerte que el miedo y el respeto, y Charlotte había pasado a dar su opinión con sinceridad. En los últimos tiempos había descubierto terribles secretos sobre aquella mujer, y el odio se había convertido en compasión.
Ahora observaba a la anciana baja y regordeta cuya piel mostraba la fatiga de la edad y cuyos cabellos eran finos, casi invisibles bajo el gorro de encaje. Victoria tenía más de setenta años y llevaba casi medio siglo en el trono. Para el mundo, era reina, emperatriz, defensora de la fe, y sus numerosos hijos se habían emparentado con la mitad de las casas reales de Europa. Sin embargo, no era la responsabilidad hacia su país lo que la agotaba, sino la amarga soledad de la viudez.
Allí, en Osborne, contemplando desde las ventanas del piso superior los campos y los árboles bajo la pálida luz de la tarde, era una anciana que tenía sirvientes y súbditos, pero no iguales. Probablemente, nunca sabría si alguno de ellos se habría preocupado por ella en lo más mínimo si fuera una plebeya. Su soledad era inimaginable.
¿La matarían aquellos hombres que esperaban en el vestíbulo con armas y sueños violentos de justicia para gente que nunca querría conseguirla de ese modo? Si lo hicieran, ¿realmente le importaría mucho a Victoria? Un disparo limpio en el corazón y por fin se reuniría con su amado Alberto.
¿Asesinarían también al resto? ¿A Narraway, a Vespasia y a ella misma? ¿Y a los criados? ¿O acaso los secuestradores considerarían que los criados eran gente normal, como ellos? Charlotte estaba segura de que los criados no pensaban de aquel modo.
Charlotte estaba sentada en silencio en una silla de un extremo de la sala. De súbito, se levantó y se acercó a la ventana. Se detuvo a varios pasos de distancia de la reina. Sería irrespetuoso quedarse de pie junto a ella. Tal vez también lo fuera haberse acercado, pero se quedó allí de todos modos.
Las vistas eran magníficas. Alcanzó a ver incluso un brillante destello de la luz sobre el mar, a lo lejos.
La intensa luz revelaba cada una de las líneas del rostro de Victoria: las arrugas del cansancio, del dolor, del mal genio y tal vez también del padecimiento por el aislamiento emocional. ¿Tendría miedo?
—Es muy hermoso, señora —comentó Charlotte con voz queda.
—¿Dónde vive? —preguntó Victoria.
—En Londres, en Keppel Street, señora.
—¿Le gusta?
—Siempre he vivido en Londres, pero creo que me gustaría menos si tuviera ocasión de vivir en un lugar donde pudiera gozar de vistas como estas y oír el viento entre los árboles, en lugar del ruido del tráfico.
—¿No podría trabajar de enfermera en el campo? —preguntó Victoria, mirando fijamente al frente.
Charlotte vaciló. ¿Era el momento de decir la verdad? No era más que una simple conversación. A la reina no le importaba en absoluto dónde vivía. Cualquier respuesta serviría. Si iban a asesinarlos a todos, ¿qué clase de respuesta tendría importancia? ¿Una respuesta honesta? No, sería mejor una amable.
Se volvió y miró fugazmente a Vespasia.
Vespasia asintió con la cabeza.
Charlotte dio un paso hacia la reina.
—No, señora. No soy enfermera. Se lo dije al hombre de la puerta para que me dejara entrar.
Victoria volvió la cabeza para dirigir una fría mirada a Charlotte.
—¿Y eso por qué?
Charlotte se dio cuenta de que tenía la boca seca. Tuvo que lamerse los labios antes de poder responder.
—Mi marido trabaja en la Brigada Especial, señora. Ayer descubrió lo que estos hombres pretendían hacer. Regresó a Londres para pedir ayuda a aquellos en quienes puede confiar. Lady Vespasia, el señor Narraway y yo vinimos a avisarla de ello, con la esperanza de llegar a tiempo. Es evidente que no ha sido así, pero ahora que estamos aquí, haremos todo lo posible por ayudarla.
Victoria parpadeó.
—¿Sabían que estos… individuos estaban aquí? —preguntó con incredulidad.
—Sí, señora. Lady Vespasia reparó en que el hombre que fingía ser jardinero estaba en realidad arrancando cabezas de petunia. Ningún jardinero de verdad haría eso.
Victoria miró a Vespasia, que se mantenía en el otro extremo de la habitación.
—Sí, señora —respondió Vespasia a la pregunta no formulada.
Narraway por fin se movió. Se acercó a la reina y le dedicó una breve reverencia, solo con la cabeza.
—Señora, estos hombres son violentos y creemos que pretenden una reforma de todos los privilegios hereditarios que se dan en Europa…
—¿Todos los privilegios hereditarios? —lo interrumpió Victoria—. ¿Se refiere…? —titubeó—. ¿Como en Francia? —A juzgar por la palidez de su rostro, debía de estar pensando en la guillotina, y en la ejecución del rey.
—No tan violento, señora —respondió Narraway—. Creemos que cuando llegue el momento le pedirán que firme un proyecto de ley que suprima la Cámara de los Lores…
—¡Jamás! —exclamó con vehemencia la reina. A continuación tragó saliva—. No me importa demasiado morir, si es lo que pretenden. Pero no deseo ningún mal a mis sirvientes. Han sido leales, y no lo merecen. Algunos son… jóvenes. ¿Puede negociar… algo… que los salve?
—Con su permiso, señora, intentaré retrasarlo hasta que lleguen los refuerzos —respondió.
—¿Por qué la Brigada Especial no llama al ejército o, como mínimo, a la policía?
—Porque si llegan grupos armados es posible que esta gente reaccione de manera violenta —aclaró Narraway—. Ahora están tensos. A su modo, tienen miedo. Saben el coste de la derrota. Sin duda, los ahorcarían. No podemos permitirnos infundirles pánico. Hagamos lo que hagamos, debemos actuar con sigilo para que no se den cuenta de ello. Todo debe parecer normal, hasta que llegue el momento adecuado.
—Entiendo —dijo la reina en voz baja—. Creí que estaba siendo osada cuando he dicho «aquí moriremos». Al parecer, mis palabras eran más certeras de lo que pretendía. Me quedaré aquí, en este salón, donde he sido tan feliz en el pasado. —Miró por la ventana—. ¿Cree que el cielo es algo así, señor…? ¿Cómo se llama?
—Narraway, señora. Sí, creo que puede serlo. Eso espero.
—¡No me siga la corriente! —espetó la soberana.
—Si Dios es inglés, señora, entonces seguro que lo será —respondió Narraway con sequedad.
Victoria se volvió y le dirigió una mirada lenta y atenta. Acto seguido, sonrió.
Narraway se inclinó de nuevo ante ella, después se volvió y se dirigió a la puerta.
Fuera, en el rellano, vio a uno de los hombres bajando por la escalera.
Debió de percibir movimiento con el rabillo del ojo, porque se volvió de repente, levantando el arma.
Narraway se detuvo. Reconoció a Gallagher de las fotografías de la Brigada Especial, pero no lo dijo. Si alguno de ellos descubriera quién era, probablemente le dispararía, por principio.
—¡Vuelva ahí dentro! —gritó Gallagher.
Narraway permaneció inmóvil.
—¿Qué quieren? —preguntó—. ¿Qué esperan conseguir? ¿Dinero?
Gallagher resopló con desprecio.
—¿Qué cree que somos… unos tristes ladrones? ¿Hasta ahí llega su imaginación? Eso es en lo único que piensan los de su clase, ¿verdad? En dinero, en todo el dinero del mundo, en propiedades. Creen que no hay nada más, solo propiedades y dinero.
—¿Y en qué piensan ustedes? —preguntó Narraway, en el tono más sereno e inexpresivo del que fue capaz.
—¡Regrese ahí dentro! —Gallagher volvió a dirigir la pistola hacia el salón del piso superior.
Narraway siguió sin moverse.
—Si han secuestrado a Su Majestad es que deben de querer algo. ¿Qué es?
—Se lo diremos cuando llegue el momento. Y ahora, si no desea que le dispare, ¡vuelva ahí dentro!
De mala gana, Narraway obedeció. Había percibido una nota de miedo en la voz de Gallagher, una brusquedad en sus movimientos que indicaba que estaba muy tenso, como un resorte a punto de saltar. Estaba arriesgando mucho, y esa era la única oportunidad de la que dispondrían. O ganaban, o lo perdían todo.
De nuevo en el salón, Vespasia miró a Narraway en el momento en que entró por la puerta.
—Están esperando algo —se apresuró a decir—. Ninguno de estos hombres está al mando. Llegará alguien con una proclama que tendrá que firmar la reina, o algo similar. —Apretó los dientes—. Puede que pasemos aquí algún tiempo… si el primer ministro ya ha sido informado y están discutiendo la acción en el gabinete. Tendremos que mantener la cabeza fría. Intentar serenarlos e incluso, tal vez, convencerlos de que tienen esperanzas de salirse con la suya. Si las pierden, puede que nos maten a todos. No tienen nada que perder. —Se fijó en la palidez del rostro de Vespasia—. Lo siento. Habría preferido no contárselo, pero no puedo hacerlo solo. Debemos mantener la calma, y los sirvientes también. Ojalá pudiera hablar con ellos para convencerlos de lo importante que es que se muestren tranquilos. Una sola persona que pierda los nervios puede bastar para ponerlos nerviosos a todos.
Vespasia se levantó con cierta dificultad.
—Entonces pediré permiso a ese lunático que está en la escalera para ir a hablar con el servicio. Tal vez podrías ayudarme a convencerlo. Charlotte estará bien aquí.
Narraway la tomó del brazo y la sujetó con fuerza. A continuación se volvió hacia Victoria.
—Señora, lady Vespasia va a hablar con sus sirvientes. Es fundamental que nadie pierda los nervios ni se precipite. Intentaré convencer a los hombres que nos retienen para que se lo permitan, por nuestro bien. Me temo que la situación se prolongará bastante tiempo.
—Gracias —dijo Victoria, dirigiéndose más a Vespasia que a Narraway, aunque el comentario los incluía a los dos.
—Quizá podrían servir comida para todos —sugirió Charlotte—. Les será más fácil si están ocupados.
—Una idea excelente —observó Vespasia—. Vamos, Victor. Si son un poco sensatos, se darán cuenta de lo que les conviene.
Se dirigieron a la puerta; Narraway la abrió y dejó pasar a la mujer.
Charlotte los observó salir con el corazón acelerado y un nudo en el estómago. Se volvió hacia Victoria, que la miraba con el mismo brillo de miedo en los ojos.
Fuera, en el vestíbulo, seguía reinando el silencio… no se oyó ningún disparo.
Poco después de la medianoche, Pitt y Stoker estaban en un coche de punto de camino a la casa de sir Gerald Croxdale. En la cartera, llevaban la prueba principal para demostrar la complicidad de Austwick en la transferencia de dinero que había inculpado a Narraway de robo y que había provocado el asesinato de Mulhare. Llevaban también los informes sobre los dirigentes socialistas revolucionarios dispuestos a utilizar la violencia para derrocar gobiernos que consideraban opresivos, y que ahora se habían reunido en Inglaterra y a quienes habían visto dirigirse al sur, a Osborne House, residencia de la reina. Además, por supuesto, le comunicarían los nombres de los traidores en la Brigada Especial.
Estuvieron casi cinco minutos llamando al timbre y aporreando la puerta antes de que oyeran descorrerse los pestillos de la entrada principal. Les abrió un lacayo adormilado que llevaba un abrigo encima de la camisa de dormir.
—¿Sí, señor? —preguntó con cautela.
Pitt se identificó y presentó a Stoker.
—Se trata de una emergencia extrema —anunció con gesto de gravedad—. El gobierno está en peligro. ¿Me haría el favor de despertar al ministro de inmediato? —Formuló la petición en forma de pregunta, pero por el tono era evidente que se trataba de una orden.
El hombre los acompañó al salón de visitas. Habían transcurrido poco más de diez minutos cuando apareció Croxdale, vestido con precipitación y con gesto de inquietud. En cuanto hubo cerrado la puerta, habló, mirando primero a Pitt, después a Stoker y de nuevo a Pitt.
—¿Qué ocurre, caballeros?
No había tiempo de extenderse en más explicaciones de las necesarias para convencerlo.
—Hemos seguido la pista del dinero que fue ingresado en la cuenta de Narraway —anunció Pitt brevemente—. Charles Austwick está detrás de ello, y del consiguiente asesinato de Mulhare, y también detrás del asesinato de West a manos de Gower. Y lo que es mucho más importante, sabemos el motivo. Se llevaron a cabo para colocar a Austwick al mando de la Brigada Especial, para que nadie advirtiera la llegada de socialistas radicales violentos a Inglaterra, hombres que han sido enemigos ideológicos hasta ahora, que de repente han empezado a colaborar y se han desplazado juntos hasta la isla de Wight.
Croxdale parecía sobresaltado.
—¿La isla de Wight? Por el amor de Dios, ¿por qué?
—Osborne House —respondió Pitt.
—¡Cielo santo! ¡La reina! —A Croxdale se le quebró la voz—. ¿Está seguro? Nadie osaría… ¿Por qué? No tiene sentido. Uniría a todo el mundo en su contra. —Agitó una mano y negó con la cabeza, como si quisiera alejar la idea de su mente.
—No están allí para asesinarla. Al menos no de momento. Quizá no se lo planteen.
—Entonces ¿para qué? —Croxdale lo miraba como si no lo hubiera visto antes—. Pitt, ¿está seguro de que sabe lo que está diciendo?
—Sí, señor —respondió Pitt con firmeza. No le sorprendió que Croxdale dudara de él. Si no hubiera visto las pruebas con sus propios ojos, tampoco lo habría creído—. Seguimos el rastro del dinero que debería haber cobrado Mulhare. La información que nos dio fue muy valiosa. Delató a Nathaniel Byrne, uno de los hombres clave, responsable de varias colocaciones de bombas en Irlanda y en Londres. Muy poca gente lo sabía, incluso en la Brigada Especial, pero Austwick era una de esas personas. Narraway dispuso el pago del dinero para que Mulhare pudiera escapar. Esa era una condición a cambio de dar tal información.
—¡No sabía nada al respecto! —exclamó Croxdale con brusquedad—. Pero ¿por qué iba Austwick a hacer algo así? ¿Se quedó con parte del dinero?
—No. Quería a Narraway fuera de la Brigada Especial, y también a mí, por si yo sabía lo suficiente sobre la información que Narraway había estado manejando para deducir los hechos.
—¿Deducir qué hechos? —preguntó secamente Croxdale—. Aún no me ha explicado nada. ¿Y qué tiene eso que ver con actos de violencia socialista contra Su Majestad?
—Idealismo apasionado fuera de control —respondió Pitt—. Se plantean retener a la reina para que suprima la Cámara de los Lores y, probablemente, para hacerla abdicar. Supondría el fin de un gobierno por privilegios hereditarios, y después puede que quisieran implantar una república, con representantes elegidos por el pueblo.
—Dios mío. —Croxdale se dejó caer en el sillón más cercano, con el rostro lívido y las manos temblorosas—. ¿Está seguro? No puedo actuar si no tengo pruebas concluyentes. Si he de reunir a un grupo de hombres armados para que asalten Osborne House, más vale que esté seguro de que estoy haciendo lo correcto. Lo único que puedo hacer, maldita sea. Si se equivoca, terminaré en la Torre de Londres, y será mi cabeza la que ruede.
—El señor Narraway ya se encuentra en Osborne, señor —dijo Pitt.
—¿Qué? —Croxdale se incorporó con una sacudida—. Que Narraway está en… —Se interrumpió y se pasó la mano por la cara—. ¿Tiene pruebas de todo esto, Pitt? ¿Sí o no? Tendré que dar explicaciones al primer ministro antes de actuar: de inmediato, esta misma noche. Puedo hacer que detengan a Austwick; será lo primero que haga, antes de que se entere de que usted sabe lo que ha hecho. Lo haré ahora mismo. Pero necesito algo más que su palabra para presentarme ante el primer ministro.
—Sí, señor. —Pitt señaló la cartera—. Están aquí. Informes, instrucciones, cartas. Cuesta un poco relacionarlo, pero está todo aquí.
—¿Está seguro? Dios mío, Pitt, más vale que no se equivoque. ¡O lo veré caer conmigo! —Croxdale se incorporó—. Me pondré a ello. Es evidente que no hay tiempo que perder. —Recorrió lentamente la sala y cerró la puerta a sus espaldas.
Stoker seguía de pie en el lugar desde el que había seguido la conversación. Fruncía levemente el entrecejo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Pitt.
Stoker negó con la cabeza.
—No lo sé, señor.
Pitt sostenía la cartera con los documentos entre las manos. ¿Por qué Croxdale no le había pedido verlos, al menos para comprobar la información? Ante la posibilidad de traición en el seno de la Brigada Especial, y su convencimiento en un primer momento de que Narraway era un ladrón, ¿por qué no había pedido verlos? Todo el mundo sabía que Pitt era la mano derecha de Narraway. En su lugar, Pitt se habría mostrado escéptico, como poco.
—¿Cree que ha sospechado de Austwick desde el primer momento? —preguntó Stoker.
—¿En qué sentido? Si participó en la falsificación para inculpar a Narraway, entonces también está implicado en la conspiración contra la reina. Si Croxdale lo sabía, entonces él también está involucrado. —Mientras hablaba, las piezas empezaron a encajar en su mente. Austwick informaba a alguien, estaban seguros de ello. ¿Al propio Croxdale?
A continuación, Pitt recordó algo: Croxdale había dicho que no sabía que Austwick debía enviar dinero a Mulhare… pero Croxdale había tenido que refrendar la autorización. Se trataba de una cifra demasiado cuantiosa para una sola firma.
Se volvió hacia Stoker.
—Se librará de Austwick, y lo culpará de todo —comentó—. Después irá por la reina.
Stoker tenía los ojos hundidos bajo la luz de lámpara, y Pitt era consciente de que él debía de tener un aspecto similar. ¿Era posible que estuvieran en lo cierto? Si se equivocaban, el precio podría suponer su total perdición. Y la ruina del país, si estaban en lo cierto y no actuaban.
Pitt asintió con la cabeza.
Stoker se acercó a la puerta y la abrió muy despacio, con cuidado de no hacer ruido con el pestillo. Pitt se colocó detrás de él. En el otro lado del vestíbulo, la puerta del estudio estaba entreabierta y una rendija de luz iluminaba el suelo oscuro.
—Espere a que salga —susurró Stoker—. Cruzaré al otro lado. Usted distráigalo, yo estaré detrás de él. Esté preparado. Luchará.
A Pitt, el corazón le latía con tanta fuerza que debía de sacudirle todo el cuerpo. ¿Se le habría subido el puesto a la cabeza? Estaba haciendo lo más osado que había hecho en su vida, tal vez estaba a punto de tirarlo todo por la borda en una decisión que a la luz del día parecería el acto de un loco, o de un traidor. Debería esperar, actuar con moderación, pedir la opinión de alguien más.
¿Y si Stoker fuera el traidor y estuviera provocando a Pitt para que actuara? ¿Y si era el cómplice de Austwick y estuviera a punto de detener a la única persona que se interponía en su camino?
¿Y si estaba todo planeado para acabar con la Brigada Especial, para desacreditarla y que quedara en el olvido?
Permaneció inmóvil.
Frente a él, Stoker avanzó de puntillas por el vestíbulo y se detuvo, convertido en una sombra, en la puerta que había junto al estudio, donde Croxdale le daría la espalda cuando saliera para reunirse de nuevo con Pitt.
Transcurrieron unos segundos.
¿Estaría Croxdale hablando con el primer ministro? ¿Qué podría contarle por teléfono? ¿Tendría que ir a verlo en persona a fin de reunir a una fuerza armada para liberar Osborne House? No… Era una emergencia, no había tiempo de argumentar ni de hacer alegaciones. ¿Estaría organizando la detención de Austwick?
La puerta del estudio se abrió y Croxdale salió. Era el momento de tomar una decisión, mientras Croxdale avanzaba por el vestíbulo en penumbra, antes de que llegara al salón.
Pitt dio un paso al frente.
—Sir Gerald, Austwick no es el líder del intento golpista.
Croxdale se detuvo.
—¿Qué demonios está diciendo? Si hay alguien más, ¿por qué no me lo ha dicho antes?
—Porque no sabía quién era —respondió Pitt con sinceridad.
Croxdale seguía en la penumbra, con el rostro invisible.
—¿Y ahora ya lo sabe? —Su voz sonó suave. ¿Sería por la incredulidad, o por sentirse finalmente descubierto?
—Sí —respondió Pitt.
Stoker avanzó con sigilo hasta colocarse a un metro de Croxdale. Había elegido un ángulo desde el cual no proyectaba sombra alguna.
—Vaya. ¿Y quién es? —inquirió Croxdale.
—Usted —respondió Pitt.
Se hizo el silencio.
Croxdale era un hombre corpulento, pesado. Pitt se preguntó si Stoker y él serían capaces de controlarlo, en caso de que se resistiera o llamara al lacayo que debía de estar en algún lugar de la casa. Pitt pidió a Dios que se encontrara en la cocina, donde solo podría oír un timbre. Seguro que no se había ido a la cama cuando su señor seguía despierto y acompañado de visitas.
—Cometió un error —señaló Pitt, con el fin de distraer a Croxdale de cualquier mínimo ruido que pudiera hacer Stoker, así como para explicarse.
—¿De verdad? ¿Qué error cometí? —Croxdale no parecía inquieto. En cuestión de segundos, había recuperado la compostura.
—La cantidad de dinero que pagó a Mulhare.
—La merecía. Nos entregó a Byrne —repuso Croxdale, con evidente tono de desprecio—. Si estuviera a la altura del puesto que ocupa, lo sabría.
—Oh, si lo sé —respondió Pitt, con la mirada clavada en Croxdale para asegurarse de no cometer el error de mirar a Stoker, de pie tras él—. El hecho no es que Mulhare mereciera ese dinero, sino que una cantidad tan elevada tuvo que ser autorizada por más de un hombre. Y lleva su firma.
—¿Y qué? —preguntó Croxdale—. Fue un pago legítimo.
—Lo utilizó para librarse de Narraway… y usted me ha dicho que no sabía nada al respecto —le recordó Pitt.
Croxdale se sacó las manos de los bolsillos. En la izquierda sostenía una pequeña pistola. La luz del salón a las espaldas de Pitt hizo brillar el metal del cañón cuando Croxdale la levantó.
Pitt se volvió como si Stoker estuviera detrás de él, y en ese instante Stoker se abalanzó sobre Croxdale y le dio una patada fuerte en el codo izquierdo.
La pistola salió disparada por el aire. Pitt se lanzó por ella y la atrapó mientras trazaba un arco hacia la izquierda.
Croxdale se volvió de repente y agarró a Stoker, le retorció el brazo y lo inmovilizó, obligándolo a agacharse.
—¡Devuélvame la pistola o le parto el cuello! —gritó Croxdale con voz áspera y un poco aguda.
Pitt no tenía la menor duda de que lo haría. Lo había desenmascarado y no tenía nada que perder. Pitt miró el rostro de Stoker, enrojecido por la presión en el cuello. No tenía alternativa. Stoker seguía medio de pie frente a Croxdale, pero empezaba a resbalar hacia un lado. Un minuto más y quedaría inconsciente, convertido en un escudo perfecto. Apuntó y apretó el gatillo.
Pitt disparó a Croxdale en la cabeza, una sola vez.
Croxdale cayó de espaldas. Stoker, salpicado de sangre, se tambaleó y cayó al suelo. Pitt dudó de la precisión de su disparo, aunque su objetivo se encontraba a poca distancia. Por supuesto, se sobresaltó; era la primera vez que mataba a un hombre.
Soltó el arma y extendió un brazo para levantar a Stoker.
Este miró la pistola.
—¡Déjela! —ordenó Pitt, sorprendido por el tono casi sereno de su voz—. El ministro se disparó cuando descubrió que teníamos pruebas de su traición. No sabíamos que tenía una pistola, así que no pudimos impedírselo. —Ahora temblaba, y tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para mantener cierta estabilidad—. ¿Qué diablos iba a hacer? —gruñó de repente a Stoker—. ¡Lo habría matado, estúpido!
Stoker tosió y se frotó el cuello.
—Lo sé —respondió con voz ronca—. Menos mal que le ha disparado, o el cadáver en el suelo habría sido el mío. Gracias, señor.
Pitt estuvo a punto de decirle que había sido un incompetente por dejar que Croxdale lo agarrara de ese modo. Sin embargo, como si hubiera recibido un impacto físico, le asaltó la idea de que Stoker lo había hecho a propósito, y de que había arriesgado su vida para obligarlo a disparar a Croxdale. Lo miró fijamente, como si lo estuviera viendo por primera vez.
—¿Qué podríamos haber hecho con él, señor? —preguntó Stoker con actitud pragmática—. ¿Dejarlo atado aquí, para que sus criados lo descubrieran y lo soltaran? ¿Llevárnoslo en un coche de punto, o habernos quedado aquí uno de los dos y…?
—¡Está bien! —interrumpió Pitt—. Ahora tenemos que ir a la isla de Wight y rescatar a la reina… y a Narraway, a lady Vespasia, y a mi esposa.
Las ideas se le agolparon en la mente e imaginó a los hombres que sabía que encontrarían allí: tipos violentos y fanáticos como Portman, Gallagher, Haddon, Fenner y otros que compartían el mismo idealismo distorsionado, dispuestos a matar y a morir por los cambios que creían que traerían una nueva era de justicia social.
Entonces lo asaltó otra idea:
—Si Croxdale ha dado orden de detener a Austwick, ¿adónde lo llevarán? ¡Rápido!
—¿A Austwick? —Stoker parecía confuso.
—Sí. ¿Dónde estará ahora? ¿Dónde vive, lo sabe? ¿Cómo podemos descubrirlo?
—En Kensington, señor, no muy lejos de aquí —respondió Stoker—. La policía de Kensington se ocupará de él… si es que Croxdale ha llamado a alguien.
—Si no lo ha hecho, lo haremos nosotros —dijo Pitt, seguro de lo que se disponía a hacer—. Vamos, tenemos que darnos prisa. No sabemos con quién ha hablado Croxdale. Seguro que no ha sido con el primer ministro —añadió, y se dirigió al estudio de Croxdale.
—¡Señor! —gritó Stoker, perplejo.
Pitt se volvió.
—Si baja alguno de los criados, dígale que sir Gerald se ha disparado. Haga lo que sea para que resulte creíble. Voy a llamar a la policía de Kensington.
Una vez en el estudio de Croxdale, no había tiempo que perder. Descolgó el auricular y pidió a la operadora que estableciera la conexión de inmediato porque se trataba de una emergencia. Tal vez Croxdale habría hecho lo mismo.
En cuanto lo atendieron, se identificó y dijo que les habían gastado una broma relacionada con la detención del señor Austwick. Y que debían desestimar la petición.
—¿Está seguro, señor? —preguntó el hombre al otro lado de la línea—. No nos consta nada.
—¿El señor Austwick vive en su zona? —preguntó Pitt, de repente con un nudo en el estómago.
—Así es, señor.
—Entonces prefiero asegurarme de que está a salvo. ¿Cuál es su dirección?
El hombre dudó un instante y finalmente se la dio.
—Pero, si me disculpa, señor, será mejor que enviemos a nuestros hombres a comprobarlo, ya que no puedo saber con quién estoy hablando.
—Bien. Hágalo —convino Pitt—. Nosotros llegaremos allí en cuanto encontremos un coche.
Colgó el auricular y fue a buscar a Stoker. El hombre aguardaba junto a la puerta, desplazando el peso del cuerpo de un pie al otro, como si estuviera nervioso.
—Vamos, busquemos un coche de punto —dijo Pitt.
—Tendremos que caminar hasta la calle principal —advirtió Stoker, mientras abría la puerta y salía a la calle, aliviado. Caminaron a paso rápido, a punto de echar a correr.
Transcurrieron varios minutos hasta que encontraron un coche. Dieron al cochero la dirección de Austwick y la orden de que se apresurara.
—¿Qué vamos a hacer con Austwick, señor? —preguntó Stoker. Tuvo que alzar la voz para hacerse oír por encima del chacoloteo de los caballos y el chirrido y el traqueteo de las ruedas sobre los adoquines.
—Obligarlo a que nos ayude —respondió Pitt—. Son sus hombres los que están en la isla. Es la única persona que puede detenerlos y evitar que se desate una batalla campal. No sacaremos mucho con detenerlos si consiguen matar a la reina —añadió, sin mencionar a Narraway, Vespasia ni Charlotte.
—¿Y cree que lo hará? —preguntó Stoker.
—Está en nuestras manos convencerlo —respondió Pitt en tono grave—. Croxdale está muerto, Narraway está vivo. Dudo que la reina firme nada que merme el poder o la dignidad de la corona, aun temiendo por su vida.
Stoker no respondió, pero a la luz de la siguiente farola que pasaron, Pitt observó que sonreía.
Cuando llegaron a casa de Austwick, encontraron a policías en el exterior, escondidos con discreción entre las sombras.
Pitt se identificó mostrando su nueva tarjeta, y Stoker hizo lo mismo.
—Sí, señor —dijo el sargento con amabilidad—. ¿En qué podemos ayudar, señor?
Pitt tomó una decisión en ese instante.
—Recogeremos al señor Austwick y nos dirigiremos todos a Portsmouth, lo más rápidamente posible.
El sargento parecía desconcertado.
—Utilice el teléfono de Austwick. Retenga el tren nocturno —ordenó Pitt—. Es crucial que lleguemos a la isla de Wight por la mañana.
El sargento se cuadró ante él.
—Sí, señor. Llamaré de inmediato.
Pitt sonrió.
—Gracias.
A continuación miró a Stoker y asintió con la cabeza. Se dirigieron a la puerta principal de la casa de Austwick y llamaron con fuerza y de manera continuada hasta que un lacayo en camisa de dormir abrió y, parpadeando, tomó aire para pedir una explicación.
Pitt le ordenó con severidad que retrocediera.
El hombre vio a la policía detrás de Pitt, y a Stoker a su lado, y obedeció. Diez minutos más tarde, Austwick estaba en el vestíbulo, vestido con precipitación, sin afeitar y muy enfadado.
—¿Qué demonios ocurre? —preguntó, furioso—. ¿Es que no sabe qué hora es?
Pitt echó un vistazo al reloj de pie que había al fondo del vestíbulo.
—Casi las dos menos cuarto —respondió—. Y tenemos que llegar a Portsmouth antes del amanecer.
Austwick palideció visiblemente, aun bajo la tenue iluminación de la entrada, donde la araña de luces estaba apagada. Si algo reveló a Pitt que estaba al corriente del plan de Croxdale fue el miedo que se reflejaba en su rostro.
—Croxdale está muerto —anunció Pitt sencillamente—. Se disparó cuando descubrimos sus planes ante él. Se ha terminado. Narraway ha vuelto. Ahora se encuentra en Osborne, con la reina. Tiene dos opciones, Austwick. Podemos detenerlo ahora y lo juzgarán por traición. Será ahorcado, y su familia nunca lo superará. Sus nietos, si tiene alguno, llevarán el estigma de su nombre. —Vio el horror en el rostro de Austwick, pero no podía permitirse compadecerlo—. O puede venir con nosotros y retirar a sus hombres de Osborne —prosiguió—. Tiene dos minutos para decidirse. ¿Quiere ser ahorcado por traidor… o quiere venir con nosotros y vivir o morir como un héroe?
Austwick estaba demasiado paralizado por el miedo para hablar.
—Bien —dijo Pitt con decisión—. Viene con nosotros. Pensé que elegiría esa opción. Tomaremos el tren nocturno a Portsmouth. Vamos, deprisa.
Stoker agarró a Austwick del brazo, con fuerza, y lo sacó a la oscuridad.
Lo empujaron para que entrara en el coche de punto que esperaba en la calle, y se sentaron uno a cada lado de él. Dos policías uniformados los siguieron en otro coche de punto, dispuestos a abrirles camino entre el tráfico si fuera necesario, y para confirmar que el tren nocturno los estaba esperando.
Recorrieron en silencio las calles en dirección al río y la estación del ferrocarril un poco más allá, donde tomarían el tren correo hasta la costa. Pitt se descubrió apretando los puños, con el cuerpo dolorido por la tensión de no saber si el sargento al que había dado la orden habría conseguido retener el tren. Habría bastado con una llamada telefónica desde la casa de Austwick a su comisaría, y otra llamada desde allí a la estación. ¿Qué pasaría si el jefe de estación en turno de noche no lo había creído, o había pasado por alto la urgencia del asunto? ¿Y si era un hombre incompetente para una crisis como aquella?
Se tambalearon y dieron bandazos por calles casi desiertas, después sobre el río por el puente de Battersea, y siguieron a toda velocidad hacia el oeste por High Street. Había momentos en que se desesperaba pensando que iban demasiado lentos, y otros, cuando doblaban bruscamente una esquina, en que se decía que iban demasiado deprisa y el coche volcaría.
Cuando llegaron a la estación, se apearon y Pitt pagó generosamente al cochero porque no tenía tiempo de esperar a que le diera el cambio. Entraron corriendo en la estación, arrastrando a Austwick con ellos. El sargento mostró su identificación y gritó al jefe de estación que les indicara el tren.
El hombre obedeció con prontitud, pero era evidente que estaba disgustado por la situación. Se fijó en el rostro ceniciento de Austwick, que arrastraba los pies con resignación. Por un instante, Pitt temió que quisiera intervenir.
El tren esperaba, la locomotora escupía vapor. Un guarda impaciente esperaba en la puerta de su furgón, sujetando el silbato, listo para llevárselo a los labios.
Pitt dio las gracias al sargento y a sus hombres, satisfecho por poder demostrarles su inmensa gratitud. Se dijo que recomendaría a aquel sargento si sobrevivían a aquella noche. Pitt se alegró también por el hecho de que su reputación fuera tal que el agradecimiento por su parte supusiera una suerte y no una desgracia.
En cuanto subieron al furgón del guarda, el hombre hizo sonar el silbato. El tren arrancó como un caballo impaciente frenado por una brida.
El guarda era un hombre de aspecto pulcro, bajo y con vivarachos ojos azules.
—Espero que merezca la pena —comentó, mirando a Pitt con desconfianza—. Tiene muchas cosas que explicar, joven. ¿Sabe que el tren lo ha estado esperando diez minutos? —Echó un vistazo a su reloj de bolsillo y lo guardó de nuevo—. Once minutos —se corrigió—. Este tren transporta el correo estatal. Nadie nos retiene. Ni lluvia, ni inundaciones ni tormentas eléctricas. Y aquí hemos estado, parados en el andén por usted.
—Gracias —dijo Pitt jadeante.
El guarda lo miró.
—Ya… los buenos modales están muy bien, pero no se puede retrasar el correo, ¿entiende? Aunque esté a mi cuidado, pertenece a la reina.
Pitt tomó aire para responder, pero entonces cayó en lo irónico de la situación. Sonriendo, guardó silencio.
Avanzaron hasta el último vagón y se sentaron. Stoker lo hizo junto a Austwick, como si temiera que el hombre pudiera escapar, aunque no tenía adónde ir.
Pitt permaneció en silencio, intentando trazar el mejor plan posible para cuando llegaran. Tendrían que requisar un barco, daba igual de qué clase, para salvar la corta distancia que los separaría de la isla de Wight.
Seguía pensando en ello cuando, transcurridos unos quince minutos, el tren redujo la velocidad. A continuación, con una enorme bocanada de vapor, se detuvo por completo. Pitt se puso en pie y regresó al furgón del guarda.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Por qué nos hemos detenido? ¿Dónde estamos?
—Hemos parado para descargar el correo, está claro —respondió el guarda con suma paciencia—. Para eso hemos venido. Ahora vuelva a su asiento y tranquilícese, señor. Nos pondremos en marcha en cuanto hayamos terminado.
—¿En cuántos lugares para? —preguntó Pitt. Su tono de voz sonó más alto y severo de lo que pretendía, pero no logró controlarlo.
El guarda permaneció muy erguido, con el gesto adusto.
—En cada lugar donde tengamos que recoger correo o dejarlo, señor. Como le he dicho, es nuestro trabajo. Así que, ¿por qué no vuelve a su asiento, señor?
Pitt sacó su identificación y la mostró al guarda.
—Se trata de una emergencia. Trabajo para la reina y tengo que llegar a la isla de Wight al amanecer. Descargue el correo a la vuelta, o deje que lo recoja el siguiente tren.
El guarda lo miró con una mezcla de orgullo y desagrado.
—Yo también trabajo para la reina, señor. Llevo el correo estatal. Llegará a Portsmouth cuando hayamos terminado nuestro trabajo. Ahora, como le he dicho, siéntese y descargaremos el correo. Nos está retrasando, señor, y no lo toleraré. Ya nos ha causado bastantes problemas.
Pitt sintió tal oleada de exasperación que estuvo a punto de golpear al hombre. Era injusto; el guarda solo estaba cumpliendo con su obligación. No tenía idea de quién era Pitt, solo sabía que era policía.
¿Podía contarle parte de la verdad? No. Lo tomaría por un loco. No podía demostrar nada, y eso solo los retrasaría aún más. Con un escalofrío, recordó la impotencia durante su último viaje en tren, el horror y lo absurdo de la situación, y el cuerpo de Gower, destrozado en las vías. Gracias a Dios, al menos no lo había visto.
Volvió al vagón y se sentó.
—¿Señor? —dijo Stoker.
—Tenemos que parar en todas las estaciones —respondió Pitt, ahora en tono sereno—. Si no le cuento la verdad, no podré convencerlo de lo contrario. —Esbozó una sonrisa torcida—. Es el correo estatal. Nada entorpece su funcionamiento.
Stoker empezó a hacer un comentario, pero enseguida cambió de opinión. Todo lo que intentaba expresar se encontraba en las arrugas de su rostro.
El viaje se les hizo penosamente lento. No volvieron a hablar hasta que por fin llegaron a la estación de Portsmouth cuando el alba iluminaba el cielo por el este. Austwick no causó problemas mientras recorrieron las calles que acababan de despertar a la actividad, en busca de un bote de remos con el que llegar a la isla.
El viento era fresco, el mar estaba picado, y las crestas de las olas se veían transparentes y casi reflejaban las nubes altas y ondulantes arrastradas por el viento. Era un trabajo duro, y los hombres tuvieron que emplearse a fondo para avanzar.
Desembarcaron temblorosos en el muelle y se encaminaron a Osborne House, que asomaba por encima de la maraña de árboles aún sin hojas. Caminaron tan deprisa como pudieron, pues no encontraron a nadie a quien solicitar un medio de transporte.
El sol empezaba a asomar por el horizonte y brillaba con fuerza en aquella mañana clara mientras se acercaban a la propiedad. Los ondulantes jardines y la espléndida mansión de piedra se alzaron finalmente ante ellos, amplios y magníficos, en apariencia dormidos en mitad del paisaje mudo, silencioso salvo por el canto de los pájaros.
A Pitt le asaltó una duda terrible. ¿Sería una enorme pesadilla, alejada por completo de la realidad? ¿Era posible que lo hubiera malinterpretado todo? ¿Estaba a punto de irrumpir en la residencia de la reina y quedar como un perfecto estúpido?
Stoker lo adelantó, aún sujetando a Austwick por el brazo.
En Osborne no se produjo ningún movimiento. En cualquier caso, sin duda debía de haber algún guardia, aunque la conspiración fuera producto de la imaginación de Pitt.
Cuando se acercaron a la puerta, un hombre salió a su paso. Iba vestido de librea, pero el uniforme no le sentaba bien. Tenía la espalda erguida, aunque no como un soldado. Había arrogancia en sus ojos.
—No pueden pasar —dijo de manera cortante—. Es la casa de la reina. Pueden mirar, por supuesto, pero no pueden pasar de aquí, ¿entendido?
Pitt lo reconoció. Intentó recordar su nombre, pero no lo consiguió. Estaba tan cansado que su imagen se volvió algo borrosa. Debía estar alerta, mantener la mente despierta y el juicio firme. Iba unos pasos por detrás de Austwick y lo empujó con fuerza por la espalda.
—Está bien, McLeish —dijo Austwick con voz temblorosa y un poco ronca—. Estos caballeros vienen conmigo. Tenemos que entrar.
McLeish vaciló.
—Deprisa —agregó Pitt—. Vienen más hombres detrás de nosotros. Dentro de un par de horas, todo habrá terminado.
—¡De acuerdo! —respondió McLeish, volviéndose sobre sus talones para guiarlos.
—¡Pregunte por la reina! —bufó Pitt a Austwick—. No se equivoque ahora. La horca no es un bonito modo de morir.
Austwick tropezó. Stoker lo levantó de un tirón.
Austwick se aclaró la garganta.
—¿Sigue bien Su Majestad? Quiero decir… ¿está en condiciones de firmar los papeles?
—Por supuesto —respondió McLeish con entusiasmo—. Tres personas han aparecido por sorpresa. No hemos tenido más remedio que dejarlas entrar o se habrían marchado y dado la voz de alarma. Un hombre y dos mujeres. Pero no son problemáticos. Todo va bien.
Casi habían llegado a la puerta de entrada.
Austwick parecía indeciso.
El sol resplandecía entre las ramas de los árboles. No había señales de vida en el interior y no se oía ningún ruido, aunque el peso de aquellas puertas habría amortiguado cualquier sonido.
Alguien debía de haber estado observándolos. La puerta se abrió y un hombre fornido se interpuso en su camino con una escopeta colgada del brazo.
Austwick dio un paso al frente, con la cabeza en alto. Cuando empezó a hablar se le quebró la voz, pero enseguida ganó fuerza.
—Buenos días, Portman. Me llamo Charles Austwick. Represento a Gerald Croxdale y a los socialistas de Inglaterra.
—¡Ya iba siendo hora de que apareciera de una maldita vez! —respondió Willy Portman con brusquedad—. ¿Tiene los documentos?
—Se los llevaremos a la reina —se apresuró a responder Pitt—. Haga entrar a todos sus hombres. Ya casi se ha terminado —dijo, intentando poner una nota de entusiasmo en su voz.
Portman sonrió.
—Bien. ¡Sí! —Alzó la mano con la que sujetaba la escopeta e hizo el saludo de la victoria.
Stoker dio un paso al frente y lo golpeó con todas sus fuerzas, con todo el peso de su cuerpo. Le impactó en la delicada zona del plexo solar, con lo que lo doblegó. Portman se retorció de dolor y la escopeta salió volando por el aire. Stoker se volvió con rapidez y la recogió.
Austwick se quedó paralizado.
Pitt empezó a subir por la escalera mientras un hombre salía de las dependencias del servicio empuñando una pistola.
Narraway se asomó al rellano y golpeó al hombre, que cayó rodando por la escalera y perdió el arma. Aterrizó en el tramo final, con el cuello roto.
El hombre del vestíbulo levantó la pistola y apuntó a Pitt.
Austwick se colocó delante de él. Se oyó el estruendo de una explosión, y Austwick cayó lentamente y quedó acurrucado en el suelo sobre un charco de sangre.
Stoker acababa de dispararle con la pistola.
Narraway bajó por la escalera y recogió el arma del hombre que había quedado tendido al pie de la misma.
—Hay cinco más —anunció con calma—. Veamos si podemos detenerlos sin necesidad de derramar más sangre.
Pitt lo miró. Narraway parecía totalmente que controlase la situación, pero tenía los ojos hundidos y un aspecto demacrado. Su voz contenía un matiz áspero, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo por mantener el tono sereno.
Pitt dirigió una mirada a Stoker, ahora armado con la pistola que había matado a Austwick.
—Sí, señor —respondió Stoker obediente, y se dirigió a las dependencias de la servidumbre.
Narraway miró a Pitt. Esbozó una leve sonrisa, y Pitt reconoció en sus ojos una calidez que no había visto antes, ni siquiera durante sus mejores triunfos del pasado.
—¿Quiere subir y comunicar a Su Majestad que se ha restaurado el orden? —preguntó—. No habrá documentos que firmar.
—¿Está… está usted bien? —preguntó Pitt. De repente se dio cuenta de que le importaba mucho saberlo.
—Sí, gracias —respondió Narraway—. Pero este asunto aún no ha terminado del todo. ¿Es Charles Austwick el que está tendido en el suelo?
—Sí —respondió Pitt—. Creo que será preferible que digamos que murió dando la vida por su país.
—Era el jefe de esta maldita conspiración —exclamó entre dientes Narraway.
—En realidad, no —dijo Pitt—. Lo era Croxdale.
Narraway se sobresaltó.
—¿Está seguro?
—Totalmente. Él mismo lo admitió, más o menos.
—¿Dónde está?
—Muerto. Diremos que se quitó la vida. —Pitt se descubrió temblando. Intentó controlarse, pero no fue capaz.
—Pero ¿no lo hizo?
—Le disparé. Tenía a Stoker agarrado del cuello. Iba a partírselo.
Pitt lo adelantó por la escalera.
—Entiendo —respondió Narraway con lentitud y esbozó una sonrisa amigable.
—Croxdale lo subestimó, ¿no es así?
Pitt se sonrojó. Avergonzado, se volvió y siguió subiendo por la escalera. Una vez arriba, cruzó el rellano y llamó a la puerta.
—¡Adelante! —ordenó una voz serena.
Bajó el picaporte y entró. Victoria estaba de pie en el centro de la habitación, con Charlotte a un lado y Vespasia al otro. Mientras las miraba, Pitt sintió tal oleada de emoción que unas lágrimas de alivio le asomaron a los ojos. Se le formó un nudo en la garganta que apenas le permitió hablar.
—Majestad. —Carraspeó—. Me complace informarle de que Osborne House vuelve a estar en manos de aquellos a quienes pertenece. No habrá más problemas, pero le aconsejo que permanezca aquí hasta que hayan limpiado un poco la casa.
El rostro de Vespasia se iluminó de alivio, despojándose de inmediato de la sombra del cansancio.
Charlotte le sonrió, demasiado feliz, demasiado orgullosa para hablar.
—Gracias, señor Pitt —dijo Victoria con la voz un poco quebrada—. Le estamos muy agradecidos. No lo olvidaremos.